Capítulo 15

Elizabeth se despertó más tarde de lo que solía hacerlo. Estaba muy cansada tras los dos asaltos extra que tuvo con Ian. Además, no podía evitar que su cabeza recordara constantemente su conversación de la noche anterior. Ian le había confirmado que estaba atrapado y que no tenía ni idea de cómo salir del libro de forma permanente, lo que solo había reforzado la idea de Elizabeth de investigar por su cuenta. Había tardado en ir a visitar a Amélie, pero decidió, mientras se enderezaba en la cama oliendo el aroma de Ian en sus sábanas, que ya era hora de dar el paso. Por fin estaba segura de lo que quería, y era a Ian con ella.

De modo que, a regañadientes, se levantó de la cama, se aseó y se puso el pijama —que no había necesitado en toda la noche— para bajar a desayunar. Ian ya estaba sentado a la mesa, con los ojos verdes relucientes al verla aparecer en la cocina. Elizabeth dio gracias a que sus padres no se encontraban allí y a que la cocinera estuviese de espaldas a ellos, porque dudaba de que nadie se diera cuenta de cómo la recorría Ian con la mirada. Él, por su parte, se negaba a disimular nada. Estaba demasiado excitado ante la idea de tener a Elizabeth por fin con él como para preocuparse de tonterías como el qué dirían.

Elizabeth se sentó a su lado e Ian le cogió la mano para darle un casto beso.

—Buenos días, princesa —saludó, zalamero, mientras con la otra mano cogía su vaso con zumo de naranja y le daba un sorbo.

Elizabeth puso los ojos en blanco, pero el rubor que se instaló en sus mejillas fue respuesta suficiente ante la provocación.

—Buenos días —respondió ella, sonriéndole a la cocinera cuando le puso por delante un plato con crêpes recubiertos de chocolate.

—¿Qué tienes pensado hacer hoy? —preguntó Ian, soltándole la mano para que pudiera comer.

Elizabeth se encogió de hombros.

—Iba a llamar a Allyson para que diésemos una vuelta.

Ian alzó una ceja sin dejar de sonreír.

—Ajá. ¿Estoy invitado?

Elizabeth puso los ojos en blanco con un largo suspiro.

—¿Tú qué crees? —replicó ella, mirándolo de reojo y disfrutando al ver su cara de diversión. Ian estaba radiante incluso recién levantado.

—Pues no lo sé. ¿Es una salida de chicas?

Elizabeth se llevó una mano a la boca, como si estuviera sorprendida.

—¿Eres una más?

Ian soltó una carcajada. Elizabeth lo imitó, riendo en voz baja. La cocinera aprovechó ese momento para marcarse un mutis y desaparecer de allí. Estaba claro que aquellos dos tenían algo entre manos y ella no quería enterarse.

—Tienes el humor por las nubes, Elizabeth. ¿A qué debemos ese honor?

—No lo sé —respondió ella, volviendo a su plato, ignorando la expresión lujuriosa que cruzaba la cara de Ian.

Él asintió una sola vez con la cabeza. Se levantó de la silla y rodeó a Elizabeth con los brazos desde atrás, apoyándose en la mesa y obligándola a presionar el trasero contra su creciente erección matutina.

—¿He tenido algo que ver? —murmuró Ian con la boca pegada a su oído.

Elizabeth sintió que le recorría un escalofrío, aunque trató por todos los medios de concentrarse en acabarse su eterno desayuno. Aún le quedaba medio crêpe.

—Déjame desayunar, ¿quieres? —masculló ella, con el corazón latiéndole a mil por hora al sentir el calor de Ian atravesando su ropa y llegando a lo más profundo de su ser.

—Uhm… —Ian alzó una mano y pasó un dedo por el sirope de chocolate que quedaba a un lado del plato. A continuación, lo puso sobre los labios de Elizabeth y fue trazando su forma hasta que ella abrió un poco la boca y él aprovechó para introducirle el dedo—. Saboréalo, princesa —susurró con voz ronca y los brazos en tensión—. Puedes desayunarme si lo prefieres.

Elizabeth cerró los ojos mientras pasaba la lengua alrededor de la yema del índice de Ian. Su cuerpo se aflojó al escucharlo, más que dispuesto a obedecer.

—N… no tenemos tiempo —balbuceó ella, eliminando los restos de chocolate de los labios.

Ian sacó el dedo y disfrutó del sabor de Elizabeth y el chocolate en su propia boca. Elizabeth contuvo un gemido a duras penas.

—Ian, para ya —gimoteó, sabiendo que si seguía así, ella no podría seguir controlándose.

Ian rio por lo bajo, se inclinó para darle un beso en la base de la nuca y se apartó de ella con cuidado. Elizabeth se estremeció al notar la diferencia de temperatura y terminó engullendo lo que quedaba de desayuno. Ian se limitó a observarla apoyado en la pared, con ambos brazos cruzados a la altura del pecho. Elizabeth lo recogió todo y se reunió con él.

—Dúchate mientras yo llamo a Allyson —dijo entonces, resoluta.

—¿Por qué no te duchas conmigo? —propuso Ian, provocándola de nuevo.

Elizabeth se mordió el labio inferior. Le tentaba la idea, pero no se fiaba de que su madre apareciera de improviso, que a su padre le dieran el día libre o que la sirvienta se pasara por su habitación mientras se duchaban juntos. No, era demasiado arriesgado, por muchas ganas que tuviera.

—Cuando me asegure de que no haya nadie aquí que pueda interrumpirnos, lo haré —le prometió Elizabeth, acariciándole un brazo con cariño.

Ian se derritió en el momento y pasó de ser el hombre lujurioso al hombre dulce en un instante.

—Es una promesa —murmuró, se acercó a ella y le dio un suave beso en los labios—. Te veo dentro de media hora.

Elizabeth asintió y dejó que Ian tomara la iniciativa y se perdiera por el pasillo de la primera planta. En cuanto escuchó la puerta del baño cerrarse y se quedó sola en el salón, respiró hondo y subió a buscar su móvil. Una vez encendido, escribió el nombre de Allyson en el buscador de contactos y presionó el icono del teléfono para llamarla. Tuvo que esperar unos cuantos pitidos a que ella contestara.

Hola, niña perdida —la saludó Allyson desde el otro lado de la conexión—. ¿Qué tal te va la recuperada vida con el rubio macizorro?

Elizabeth hizo una mueca. Era cierto que había tenido a su amiga un poco abandonada, pero era porque había estado realmente ocupada con la nueva línea para Gideon, su extraña relación con Ian, la cita con Nathan…

—Tirando —respondió, escueta. Sabía que en cuanto le contase a su mejor amiga que ella y Ian estaban en un momento extraño, pondría el grito en el cielo. Casi podía ver su dedo acusatorio señalándola y su voz exigiéndole que se arrodillase ante su sabiduría eterna—. Oye, ¿puedes quedar hoy para dar una vuelta? A Ian y a mí nos apetece salir de aquí.

Así que a Ian y a ti, ¿no? Ajá…

Elizabeth suspiró.

—Allyson, céntrate, por favor.

Ya, claro. Y, ¿a dónde habías pensado ir?

—Bueno… —Elizabeth contó mentalmente hasta diez—. Quiero ir al Black Wings.

Elizabeth, ¿estás enferma? —inquirió Allyson, confusa—. En serio, ¿qué te pasa? ¿Te has caído de la cama y te has dado un golpe con la mesita de noche?

—No, solo quiero preguntarle a Amélie un par de cosillas.

Ya, ¿qué clase de cosillas? Y no me vayas a decir que le vas a pedir consejo para una línea de accesorios góticos.

Elizabeth se dejó caer en la cama, aún con el móvil pegado a la oreja. Sabía que Allyson iba a someterla a un tercer grado con todo el asunto de Ian y de ir a ver a Amélie. Sin embargo, no podía dejarla fuera del tema. Ella era su mejor amiga y le había cogido cariño a Ian. Dudaba mucho de que Allyson fuera consciente de que Ian podría desaparecer casi en cualquier momento, lo que acentuaba la urgencia con la que quería visitar a Amélie. No obstante, decidió que se lo contaría todo cuando tuviera más datos que aportar respecto al libro y su maldición.

—Te pondré al día cuando haya hablado con Amélie, te lo prometo. Solo confía en mí.

Allyson exhaló aire con fuerza.

Está bien… ¿Nos vemos en una hora?

Elizabeth echó un vistazo a su reloj de la mesita de noche. Eran las diez, le daría tiempo de ir, interrogar a Amélie y regresar para la hora de la comida.

—Sí, en una hora nos vemos donde siempre.

Ambas amigas se despidieron. En cuanto Elizabeth colgó, escuchó el sonido de unos nudillos llamando a su puerta. Antes siquiera de que abriese, Elizabeth ya sabía de quién se trataba; de modo que corrió a echarle el pestillo a la puerta y se excusó con Ian diciéndole que estaba a punto de meterse en la ducha. Se alejó de la puerta antes de que pudiera escuchar su contestación.

Sin embargo, no podía evitar que una tonta sonrisa le recorriese el rostro. Ian sacaba esa faceta de ella, la de la chica juguetona, joven, dispuesta a disfrutar de la vida y a ser feliz. Ian era como un rayo de sol que iluminaba su triste y solitaria existencia. Ese era uno de los motivos por los que Elizabeth estaba decidida a sacar a Ian de allí, y el primer paso era visitar el lugar donde había encontrado el libro.

La fachada del Black Wings seguía igual que el mes anterior, con la pintura de las paredes externa desconchada y los cristales de los escaparates y la puerta llenos de polvo. El logo de la tienda, una mariposa negra rodeada por una línea dorada, los recibió con ese aire tétrico al que estaban acostumbradas las chicas. Ian, sin embargo, frunció el ceño.

—¿Encontrasteis el libro aquí? —preguntó, situándose a la espalda de las dos chicas.

—Sí —respondió Elizabeth, abriendo la puerta con cuidado—. A Allyson le encanta este sitio, está lleno de tonterías que, se supone, son mágicas. —Se encogió de hombros, ignorando la mirada asesina de su amiga—. Lo único realmente mágico que he visto aquí es el libro.

Ian no dijo nada. Se limitó a apretar los labios, incómodo, y a seguir a las chicas hacia el interior del local. Como siempre, en cuanto escuchó la campanilla de la entrada, Amélie salió de la habitación que había tras el mostrador, con sus labios pintados de negro y el pelo, rojo como el fuego, recogido en un moño mal hecho en lo alto de la cabeza.

—¡Vaya! Qué sorpresa, chicas, habéis venido antes de lo normal —saludó Amélie, que enseguida fijó sus ojos azules en Ian—. ¿Habéis traído a un nuevo amigo?

La expresión de Elizabeth se ensombreció. Ian dio un paso adelante y colocó el brazo alrededor de ella, que instintivamente se pegó a su costado. Amélie los observó llena de curiosidad, pero sin perder la sonrisa amable que solía tener. Allyson avanzó con ellos hasta el mostrador.

—Se llama Ian —lo presentó Elizabeth, que notó cómo el rubio se tensaba más a su lado—. Amélie, necesito hacerte un par de preguntas sobre el libro que me regalaste el mes pasado.

Amélie se llevó un dedo a los labios.

—El de la cubierta azul, supongo.

—El mismo. ¿Dónde lo conseguiste?

—Uhm… Bueno, no tengo problema a la hora de hablar con mis clientes sobre el origen de mis productos, pero lo cierto es que no puedo hacer eso con el libro.

Allyson se inclinó sobre el mostrador.

—¿Por qué no?

Amélie entornó los ojos. Su sonrisa desapareció y fijó la mirada en los tres amigos, que la mantuvieron sin perder la escasa calma que les quedaba. El ambiente se tensó en una décima de segundo y lo que antes era infinita cordialidad, ahora era recelo.

—¿Habéis usado el libro? —quiso saber Amélie, cambiando el tono de voz.

Elizabeth dudó, pero Ian no.

—Yo provengo del libro —intervino él, captando la atención de Amélie, que abrió mucho los ojos durante un segundo antes de volver a entornarlos—. Elizabeth escribió un deseo y yo aparecí. ¿Cómo encontraste el libro?

El tono de Ian no admitía excusa. O respondía por las buenas, o buscaría alguna forma de conseguir la información que necesitaba. No obstante, se relajó un tanto al ver que Amélie bajaba un poco la guardia.

—Esta no es una conversación que debamos tener aquí —dijo Amélie en voz baja, dio un paso hacia atrás y corrió la cortinilla que separaba la parte trasera del mostrador—. Entrad, tomaremos algo.

—Amélie… —empezó a decir Elizabeth, pero Ian presionó con suavidad su cintura y la acalló.

Los tres rodearon la mesa y siguieron a Amélie hacia el interior de la trastienda. Recorrieron un pasillo iluminado por varias lámparas de araña sencillas hasta llegar a una puerta de madera oscura con un extraño símbolo de color rojo pintado en ella. Amélie la abrió y dejó que pasaran a una especie de salita donde olía a incienso de jazmín. Elizabeth, Allyson e Ian le echaron un ojo a la habitación antes de acomodarse en uno de los mullidos cojines que había en el suelo; nada de sillas. En el centro, había una mesa baja donde descansaba un juego de tetera y vasos de té.

Amélie cerró la puerta a su espalda y recorrió la habitación hasta llegar al otro extremo, donde pulsó un botón. En ese momento, todos pudieron escuchar cómo se echaba la persiana metálica que protegía la tienda de los ladrones. Elizabeth se sintió atrapada, aunque una sola mirada a Amélie le bastó para saber que podían irse cuando quisieran. No se había equivocado, aquella mujer sabía muchas cosas y podía ayudarla a encontrar una salida.

—Bien —suspiró Amélie, sacando más vasos de té y distribuyéndolos entre sus invitados—, antes de empezar a hablar, ¿estáis seguros de querer oír esto? No es agradable descubrir que el mundo en el que vives es una auténtica mentira.

Allyson ladeó la cabeza.

—Después de ver que un libro mágico vomita a un tío hecho y derecho como Ian…

Elizabeth sonrió tímidamente. Ian se acomodó junto a ella, como si de algún modo pudiera hacerle de parapeto contra la bomba que les iba a soltar Amélie.

—Yo robé el Libro de los Deseos —confesó Amélie de repente, dejándolos a todos sin habla—. Mi marido y yo lo hicimos, en realidad —continuó hablando, como si en aquellos momentos Elizabeth, Allyson e Ian no estuvieran pensando en escapar corriendo de allí—. El libro existe desde antes de que se inventara la encuadernación. Llamaba mucho la atención hace siglos, por lo que costaba bastante seguirle la pista. Ahora todos los libros están encuadernados y es fácil que se pierda entre los demás.

»El libro nunca fue fabricado con la intención de ser una prisión para nadie —añadió Amélie, mirando fijamente a Ian, que había decidido darle un sorbo a su vaso de té para mantener a raya su carácter—. Siempre estuvo salvaguardado por la orden a la que mi marido y yo pertenecemos. Nuestro Maestro, Kendra, fue asesinado por uno de los nuestros y robó el libro. Lo corrompió y probó su poder encarcelando a una persona —Amélie alzó un dedo—: a ti, Ian. Fuiste el experimento de Nuada.

Ian sintió cómo la sangre bullía en sus venas.

—¿Me estás diciendo que perdí a mi familia por culpa de un amigo tuyo? —inquirió, sin ser consciente de que estaba levantándose del cojín. No fue hasta que Elizabeth tiró de él que regresó a la realidad y trató de calmarse.

—Lo siento mucho, Ian —se disculpó Amélie, y todos pudieron notar el verdadero arrepentimiento—. Nos costó varios siglos localizar el libro. En cuanto lo hicimos, mi marido y yo nos apoderamos de él y lo mantuvimos en secreto. Pero sabíamos que Nuada nos descubriría pronto, así que teníamos que mantenerlo vigilado sin la necesidad de tenerlo físicamente con nosotros.

—Y por eso se lo diste a Elizabeth —adivinó Allyson, inquieta; Amélie asintió con la cabeza—. Pero hay una cosa que no me cuadra. Has dicho que vuestro compañero corrompió el libro y que vosotros lo estuvisteis buscando. Eso significaría que lleváis vivos unos… ¿dos mil quinientos años?

—Tres mil ocho el mes que viene, para ser exactos —corrigió Amélie con una pequeña sonrisa.

Elizabeth ahogó un grito y se echó hacia atrás sobre el cojín. Allyson y ella intercambiaron una mirada que quería decir mil cosas al mismo tiempo. Que aquello no podía estar pasando, que eran más viejos que Ian, que la magia estaba más cerca de ellos de lo que jamás habían pensado y que todo el asunto del libro se les estaba haciendo demasiado grande como para sobrellevarlo. Y, aun así, Elizabeth jamás se había sentido tan decidida a resolver algo.

—De acuerdo —intervino Elizabeth con un hilo de voz—. Dejando a un lado que sois como los vampiros, que no envejecéis con los años, que fue vuestro amigo el que encarceló a Ian y que el propio Ian es más viejo que andar para adelante…

—Eh —protestó Ian, intentando suavizar el ambiente.

—No somos vampiros —puntualizó Amélie, ofendida.

—Vale. —Elizabeth retomó el discurso—. Dejando a un lado todo esto, ¿tenéis alguna idea de cómo deshacer la maldición de Nuada? ¿Sabéis cómo podemos liberar a Ian?

Amélie bajó los hombros.

—Sí —suspiró y, de repente, pareció más vieja y cansada de lo que nunca se había mostrado ante las chicas—. Hay que matar a Nuada para destruir su magia. Es la única manera para que el libro vuelva a su función principal y devuelva a Ian al mundo físico de forma permanente.

Elizabeth se llevó una mano a la boca. Al momento, notó a Ian reafirmándose junto a ella y dándole un largo beso en la coronilla.

—Es horrible —comentó Allyson con voz estrangulada—. No podemos matar a alguien.

Amélie fijó sus ojos azules en ella.

—Puedes estar tranquila, tú no tendrás que ocuparte de eso. Tu papel en esta historia es el de apoyar a Ian y a Elizabeth.

Ian frunció el ceño de nuevo.

—¿Estás segura de que este es el momento que llevo esperando dos mil años? —preguntó, sombrío.

Elizabeth, a su lado, se estremeció.

—Estoy segura —asintió Amélie—. De momento, debemos pensar cómo atraer a Nuada y emboscarlo. Después, nos ocuparemos de él y del libro. ¿De acuerdo?

Ian asintió, conforme, aunque Elizabeth ni siquiera se movió. Tenía la vista nublada, fija en algún punto de la mesa de Amélie. Ian abrió la boca para llamar su atención, pero Elizabeth se echó a un lado y se puso en pie. No le dio opción a Ian a llamarla. Salió de la habitación y recorrió de nuevo el pasillo, de regreso a la tienda. Sin embargo, todas las puertas y ventanas estaban selladas, la única salida que había se encontraba junto a la sala de estar de Amélie. Caminó, como en trance, hacia la mesita donde había visto el libro por primera vez y acarició la tela con la punta de los dedos en el hueco que el objeto había dejado. Amélie no se había molestado en rellenarlo con otra cosa.

—Es difícil, ¿verdad? —dijo entonces una voz a su espalda, que la sobresaltó.

Elizabeth giró sobre sus pies y tanteó la mesa para buscar algo que lanzar a su acompañante. Sin embargo, quedó demasiado hipnotizada por los ojos de gato que tenía ante ella, verde neón, tan brillante que dolía mirarlos fijamente durante mucho tiempo. La piel oscura del hombre y su pelo negro contrastaban con lo llamativo de sus ojos. De alguna forma, sabía que él no le haría daño y que la conocía.

—¿Qué es difícil? —quiso saber Elizabeth en un susurro.

—Sacrificarse —respondió el hombre, ladeando la cabeza—. Ofrecer todo cuanto eres por alguien a quien amas. Es difícil acceder a eso.

—No me queda otra opción, ¿no? Es el precio a pagar por tener a Ian.

—Te equivocas —repuso el desconocido, que dio un paso en su dirección y la apresó contra la mesa—. Ese no es el precio por tener a quien amas.

Elizabeth frunció el ceño. El corazón le latía tan rápido que le resultaba imposible contar los latidos.

—¿Y… cuál es el precio?

El hombre esbozó una media sonrisa que resultó un tanto siniestra.

—El olvido.