—Peter, por Dios, no seas siniestro —intervino alguien a espaldas de Elizabeth.
Por segunda vez en menos de cinco minutos, Elizabeth dio un respingo. La tienda se iluminó un poco más cuando Amélie encendió las luces desde el mostrador. Ian y Allyson aparecieron tras ella y caminaron hasta posicionarse junto a Elizabeth.
—Le quitas toda la diversión al asunto, Amélie —se quejó Peter, haciendo un puchero y destrozando la máscara de misterio que había creado de cara a Elizabeth.
Amélie puso los ojos en blanco y Peter se encogió de hombros. Elizabeth, confusa, los miró a ambos y fue consciente entonces del anillo de plata que brillaba en la mano morena del marido de Amélie. Ian llegó hasta ella y, de forma instintiva, la colocó parcialmente tras él, como si estuviera defendiéndola del hombre extraño que había ante ellos. Allyson, por su parte, lo estudió tras sus gafas de pasta, pero no dijo ni hizo nada.
—Los chicos ya se marchaban —añadió Amélie con un suspiro—. Os dejaré salir por la puerta de atrás.
Y, acto seguido, desapareció de nuevo tras la cortinilla de cuentas del pasillo. Peter miró por última vez a Elizabeth, con sus ojos de gato, y, tras guiñarle uno de ellos, fue tras su mujer, dejando a los chicos a solas en medio de la tienda. Una vez que perdieron de vista a Peter, Ian se volvió hacia Elizabeth y la agarró con suavidad, clavando sus iris verdes en los azules de ella. A Elizabeth le impactó la intensidad con la que Ian la miraba.
—No vuelvas a irte así, sin más, por favor —intentó exigir Ian, pero su voz delató la súplica que trataba de esconder.
—No lo haré —prometió Elizabeth con un hilo de voz.
Ian aflojó los hombros y la empujó hacia él para estrecharla entre sus brazos y enterrar el rostro en el pelo negro de Elizabeth.
—Chicos —intervino entonces Allyson, rompiendo el extraño momento que estaban viviendo—, sé que tenéis que hablar de muchas cosas, pero ¿podemos salir antes de aquí? Necesito respirar aire que no huela a especias.
Elizabeth asintió. Con esfuerzo, Ian se separó de ella, aunque mantuvo un brazo por encima de sus hombros mientras volvían al pasillo del Black Wings y se encontraban con Amélie al final de este. La puerta que había junto a la de la salita daba a un callejón trasero. Amélie se despidió de ellos con la promesa de llamar a alguna de las chicas lo antes posible. No vieron a Peter por ninguna parte y eso, en cierto modo, tranquilizó a Elizabeth. No terminaba de agradarle aquel hombre tan extraño, con esas inquietantes pupilas alargadas. Parecía como si la magia que corría por sus venas se mostrase más abiertamente en él que en su mujer.
Magia… Si ya de por sí a Elizabeth le había costado asimilar la existencia de Ian y del libro, no tenía ni idea de cómo iba a afrontar que Amélie y su marido fuesen personajes de milenios atrás. Era tan descabellado como lógico. Eso explicaba por qué Amélie mantenía un negocio esotérico en medio de un mundo cada vez más incrédulo.
Los tres caminaron en silencio hasta la parada de autobús más próxima. Sin decir nada, sabían que Allyson debía regresar a casa para que Elizabeth e Ian pudiesen hablar. No era que no pudieran hacerlo con Allyson delante, pero sí era cierto que se sentían más seguros consigo mismos cuando estaban a solas. De modo que esperaron a que llegara el autobús y se llevara a Allyson, que se despidió de Elizabeth con un beso en la mejilla y un fuerte abrazo. En cuanto el autobús y Allyson desaparecieron de su vista, Ian cogió a Elizabeth de la mano y tiró de ella con suavidad.
—¿Adónde vamos? —quiso saber Elizabeth, viendo que se alejaban del camino hacia su casa.
—A un lugar donde podamos hablar sin que nadie nos moleste —respondió Ian, sereno. Elizabeth no tenía ni idea de lo que se le estaba pasando por la cabeza.
Ian agradeció en su fuero interno que Elizabeth no insistiera. No quería cargarla con la información que estaba a punto de revelarle. Le cabreaba que aquel tipo, Peter, le hubiese soltado lo del olvido de repente. Se suponía que era él quien debía guardar el secreto, que Elizabeth nunca se enteraría. Él la recordaría por siempre y ella podría seguir su vida sabiendo que había alguien que la amaba con toda su alma.
Ian caminó siguiendo las indicaciones, alejándose con Elizabeth hacia una zona más privada. Iban a buen ritmo, tanto que pronto se vieron rodeados por el Ocean Front Walk. Elizabeth adoraba aquella parte de la ciudad. Se respiraba aire puro y había varios sitios donde sentarse, aunque, para su sorpresa, Ian decidió adentrarse en una zona de arena oculta a los ojos de los demás y se dejó caer al suelo. Elizabeth lo siguió y acabó entre las piernas de Ian, con su pecho tras ella y su aliento colándose bajo la camiseta que había decidido ponerse ese día. Ian le echó el pelo hacia un lado y depositó un suave beso en su cuello. A pesar de la tensión, Elizabeth se estremeció y relajó el cuerpo.
—Ian —murmuró ella, mordiéndose el labio inferior antes de girar la cara hacia él y encontrarse con la más absoluta expresión de dolor—, ¿estás bien? ¿Qué te ocurre?
Elizabeth le puso una mano en la frente, pero Ian se la apartó con delicadeza. Besó con cuidado la muñeca interna y dejó que cayera sobre el regazo de Lizzy.
—Ian…
—Te quiero —susurró, pero a Elizabeth le pareció que aquellas palabras resonaban como un eco en los jardines.
—¿Qué…? —musitó ella, aunque lo único que podía hacer era intentar que su corazón volviera a funcionar o que sus pulmones recogieran aire de nuevo.
—Te quiero —repitió Ian sin dejar de mirarla fijamente a los ojos—. Me he saltado todas las reglas. Me he enamorado de ti y no por culpa del libro, te lo aseguro.
Elizabeth se removió, pero Ian no se lo permitió. Acogió su cuerpo entre los brazos y dejó caer la cabeza sobre la zona superior de su columna. Elizabeth pudo sentir el intenso calor emanando de la piel de Ian y se asustó.
—Tienes fiebre —dijo ella, preocupada.
—No es fiebre —repuso Ian en voz baja—, son efectos secundarios.
—¿Efectos secundarios? ¿De qué?
Ian alzó de nuevo la mirada.
—De estar tanto tiempo fuera del libro —confesó con un largo suspiro que atravesó a Elizabeth de parte a parte—. Se suponía que nunca te enterarías. Allyson me prometió guardar el secreto.
—Un momento —lo interrumpió Elizabeth, cada vez más confundida y superada por los últimos acontecimientos—. ¿Allyson? ¿Ella sabe que estás mal?
—No. Estuve mal cuando nos separamos, fue eso lo que ella te ocultó por mí. Le di largas, pero creo que no se lo tragó.
—¿Por qué no me dijiste nada? —inquirió Elizabeth con una mezcla de sentimientos de rabia, enfado y tristeza que la abrumaba y le nublaba la mente.
—Solo servía para preocuparte, pero ya no puedo esconderlo. Además… —Ian dudó un segundo—, creo que el proceso se ha acelerado al descubrir el origen del libro. Es como si me hubiera dado cuenta ahora de las heridas, como si hubiese estado anestesiado y se hubiese pasado el efecto de repente.
Elizabeth frunció el ceño y sacudió la cabeza.
—Esto es demasiado —musitó, agobiada—. El libro, la magia, Amélie, Peter, tú…
Los ojos de Ian se ensombrecieron.
—Te dije que no querrías involucrarte en esto.
—No —replicó Elizabeth—, prefiero saberlo todo en lugar de parecer una ignorante a ojos de todo el mundo. Y tú… —Se atrevió a observarle con detenimiento—. Tú me has dicho…
Ian esbozó una triste sonrisa. Elizabeth sintió cómo el alma se le desgarraba al ver aquel gesto en Ian, el chico pícaro, sincero, inteligente y cariñoso que siempre la hacía reír.
—He sido sincero y prefería decírtelo ahora que aún puedo. Lo siento si te resulta incómodo o…
Elizabeth negó profusamente con la cabeza. Se giró como pudo y enredó los brazos en torno al cuello de Ian. Escondió la cabeza en su cuello y sonrió. Ella aún no podía decirlo en voz alta, pero quería que supiera que no era asco lo que sentía en aquellos momentos; sino una felicidad tan grande e infinita que no podía describirla con palabras.
—Estoy bien —murmuró contra su piel.
—¿Segura? ¿Qué me dices de lo que ha contado Amélie?
Elizabeth resopló y se enderezó, aunque, para alivio de Ian, no se apartó de él.
—Está claro que hay muchas cosas que se escapan a mi entendimiento —admitió, resignada—, no es eso lo que me da miedo. Me da miedo no poder hacer nada para ayudarte. ¿Y si no consiguen enfrentarse a Nuada? ¿Y si lo hacen, pero pierden? Los habría metido en algo que no les incumbe. Debería poder encontrar una solución yo sola, sin peleas y sin que nadie salga herido por mi culpa.
Ian ladeó la cabeza, conmovido.
—¿Tu culpa? —repitió—. Nadie tiene culpa de esto, nadie salvo Nuada.
—Yo soy quien quiere sacarte del libro, Ian —le recordó Elizabeth, inquieta—. Si alguien muere, será mi culpa, porque quiero tenerte aquí, conmigo. Además —añadió para sí misma, acallando lo que fuera que iba a decir Ian al respecto—, ese hombre, Peter, me ha dicho algo muy extraño. Algo sobre que el precio que debo pagar por ello es el olvido… No lo entiendo.
Ian apretó la mandíbula y, antes de que Elizabeth siguiera indagando en aquellas palabras, la tomó con firmeza por el rostro y la besó. Elizabeth tardó unos segundos en responder, pero finalmente correspondió el beso de Ian. Ahí, entre sus brazos, con su boca demostrándole lo que había dicho hacía unos minutos, Elizabeth dudaba de que pudiera olvidar alguna vez a Ian. Aún quedaba en el aire el asunto del precio a pagar por haberlo deseado, pero confiaba en que, una vez libre, no tuviera que pagarle al libro nada en absoluto.
Durante el resto del día, Elizabeth buscó el contacto con Ian, aunque fuera mínimo. Debían mantener en secreto su relación, fuera la que fuese, para que a sus padres no les diera un infarto. Estaba segura de que a su padre no le haría ninguna gracia saber que el chico con el que se enrollaba su hija vivía en aquella misma casa. Así que se resignaron a lanzarse miradas que solo Caroline, la sirvienta, era capaz de descubrir; y, puesto que ella no era un miembro de la familia ni una invitada, cerró la boca y disfrutó viendo a su pequeña Elizabeth enamorarse más y más de aquel chico rubio.
Sin embargo, ese autocontrol se desvaneció cuando llegó la noche, e Ian lo sabía. Había soportado estoicamente que ella guardara las distancias con él, a pesar de que se moría por abrazarla y sentirla tan cerca de su cuerpo que nadie pudiera arrebatársela. No quería admitirlo, pero él también estaba asustado. Le aterraba la idea de que todo saliera mal y que el libro tomara represalias, o que se incrementara el dolor de cabeza y la fiebre, o que el libro decidiera que ya había estado suficiente tiempo fuera de él y que era hora de regresar. Esperaba ser capaz de luchar contra la voluntad del libro el tiempo suficiente para que Elizabeth encontrara la forma de liberarlo; y aquello también lo inquietaba.
Aunque se moría por ser libre y estar con Elizabeth todo el tiempo que ella quisiera tenerlo a su lado, no le gustaba ni un pelo que se sacrificase, de una forma u otra, por hacerlo realidad. Temía que sufriera algún daño, bastante le reconcomía saber que lo olvidaría cuando todo aquello pasara. Porque sí, Ian estaba seguro de que no importaba si Elizabeth lo liberaba o no, el libro necesitaba cobrarse su precio y lo haría de igual modo, apresándolo entre sus páginas de nuevo o no. Odiaba la perspectiva de que ella se olvidara de él, aunque estaba dispuesto a hacerle recordar, a atraerla de nuevo hacia él. Ian estaba convencido de que Elizabeth era su mitad. Había esperado siglos para poder conocerla, era demasiado injusto que ella no lo recordase y él no pensaba dejar las cosas de esa manera. No sabía cómo, pero conseguiría enamorarla otra vez.
Aquel pensamiento le hizo sonreír mientras aguardaba a que los padres de Elizabeth se metieran en su habitación y se acostaran. Le había confesado lo que sentía y no se arrepentía. Estaba seguro de que Elizabeth sentía lo mismo, pero tras tres semanas junto a ella, sabía que no debía presionarla a decir o hacer lo que no quería. Ian esperaría su turno pacientemente (todo lo pacientemente que el libro le permitiese). Solo esperaba que se lo dijese antes de cumplir el mes, cuando aún podría hacerla suya para sellar su amor. Solo le quedaban cinco días para ese momento, en que el libro decidiría si debía quedarse más o no. Él había cumplido el deseo de Elizabeth, pero era necesario que ella sintiera y dijera lo mismo que él para cerrar el círculo. ¿Y si ella no lo había dicho justo por temor a que desapareciera?
Una vez, Ian le había dicho que su deseo era recíproco y que debían darse las mismas condiciones por parte de ella para que el deseo se viese cumplido y él regresara al libro. ¿Significaba aquello que Elizabeth no hablaba para que él no desapareciera? El pecho de Ian se hinchó al descubrirlo, pero se desinfló igual de rápido al caer en que, si no cumplía su cometido, comenzaría a sufrir física y mentalmente. Ya lo estaba haciendo con ese ardor que no le dejaba el cuerpo. Ian estaba tan acostumbrado a aquella sensación permanente de calor que apenas le molestaba; en cambio, sabía que a Elizabeth sí que le preocupaba.
En definitiva, el tiempo se agotaba. Caía como los granos de arena en un reloj, de forma constante e incesante, marcando el ritmo de sus vidas. Ian estaba decidido a hacer que ese reloj se parase, aunque solo fuera por un rato. El sonido de la puerta de la habitación de los Evans le dio el pistoletazo de salida.
De un salto, bajó de la cama, cogió algunos de los preservativos que Allyson le había metido en la maleta antes de regresar a la casa de Elizabeth y salió de su habitación, sigiloso y silencioso como un gato. Subió las escaleras hacia la habitación de Elizabeth y, cuando estaba a punto de llamar a su puerta con suavidad, esta se abrió. Elizabeth estaba allí, boqueando, como si le faltara el aire.
—Iba a salir a buscarte —confesó ella, con la respiración entrecortada y los latidos del corazón acelerados.
Ian sonrió, entró en la habitación y cerró la puerta con pestillo sin dejar de mirarla fijamente. En cuanto sonó el suave clic del seguro, Ian tomó a Elizabeth por la cintura con una mano, por la nuca con la otra y se inclinó hacia ella para saborear primero su labio inferior, luego el superior y, finalmente, recorrer el contorno con la lengua. Elizabeth gimió, abriendo la boca y dándole permiso a Ian para que se adentrara en ella. Él no se lo pensó dos veces y obedeció. Elizabeth era su dueña y siempre lo sería, perteneciese él al libro o no.
Elizabeth se aferró a la camiseta del pijama con las dos manos mientras respondía al hambre de los besos de Ian. Para su sorpresa, Elizabeth lo empujó contra la puerta y se pegó más a él. Le encantó notar sus ganas, su deseo, su necesidad de él. Sin embargo, no le gustaba estar apresado, por lo que giró sobre sí mismo y dejó que la espalda de Elizabeth se acomodara sobre la pared. Ella suspiró en su boca al tiempo que sus manos le recorrían el torso y se adentraban por debajo del pijama. Ian gruñó en voz baja al notar sus uñas dibujando las líneas de sus abdominales.
Él no se quedó quieto. Soltó el pelo de Elizabeth y pasó las manos por sus costados, su estómago y el contorno de sus pechos. Solo los cubría una fina camiseta de tirantes tras la cual se adivinaban los dos pezones rosados que tanto le gustaban. El cuerpo de Elizabeth respondió a sus caricias y se arqueó contra sus manos. Su erección rozó el vientre de ella, que se puso de puntillas para que atinara a tocar su punto de placer entre sus piernas. Ian adivinó lo que quería y la tomó por los muslos. Tiró de ella hacia arriba y la cogió en brazos. Elizabeth entendió y enrolló las piernas alrededor de su cintura. En cuanto Ian la acomodó de nuevo contra la pared, Elizabeth notó la punta de su erección dándole en el sitio que ella quería. Estuvo a punto de gritar, pero Ian fue más rápido y se tragó el gemido con otro beso.
—Necesito que no hagas ruido —masculló Ian en su boca, dándole un suave y sensual mordisco en el labio inferior.
—Va… vale…
Ian respiró hondo y dejó la boca de Elizabeth para pasear sus labios y su lengua por la línea de la mandíbula y el cuello. Olía a vainilla, tan dulce que se hacía la boca agua. Elizabeth respondía perfectamente a sus deseos, echando la cabeza a un lado y aprovechando ella también que tenía el camino expedito hacia la clavícula de Ian. Por cada beso que él le dejaba en el cuello, ella le daba otro; por cada suave mordisco, ella mordía; por cada húmedo lametón, ella replicaba con lo mismo. Aquel juego uno a uno estaba volviendo loco a Ian, que subió una de sus manos hacia los pechos de Elizabeth y se los descubrió, para luego poder tirar de uno de los dos pezones con dos dedos.
Elizabeth cerró la boca sobre la piel morena de Ian al notar el pellizco. Un súbito calor se agolpó entre sus piernas, excitándola aún más de lo que ya lo estaba.
—Ian… —suspiró con un hilo de voz.
—Te quiero —dijo él, besándola alrededor de la aureola.
Elizabeth jadeó. No podía responder, ni siquiera podía pensar. Solo podía sentir a Ian por todas partes, su calor corporal invadiendo cada diminuta parte de su ser. Ian se dedicó a esa deliciosa tortura durante unos minutos, hasta que su propio instinto le dijo que no podría seguir aguantando así mucho tiempo más. Con Elizabeth en brazos, caminó hacia atrás, buscando la cama. En cuanto la encontró, se sentó en ella y dejó a Elizabeth sobre su regazo.
Una vez que ella notó la suavidad de su colcha, decidió que era el momento perfecto para dominar. Empujó suavemente a Ian para que se tumbara en el colchón y ella se acomodó sobre sus caderas, a horcajadas. Ian la observó, divertido, notando cómo el deseo se apoderaba de él a ver a Elizabeth tan segura de sí misma encima de él. Sin dudarlo demasiado, Elizabeth arrastró la camiseta del pijama hacia arriba y se la quitó. Después, dio un par de pasos hacia adelante, dejando las caderas de Ian libres para deshacerle el nudo del pantalón del pijama y tirar de él hasta lanzarlo por los aires. Mientras, Ian solo podía observar, sujetando a Elizabeth por la cintura con ambas manos. Se dejó manejar como un muñeco, tal y como se sentía cada vez que Elizabeth lo tocaba o le hablaba. En cuanto Ian estuvo casi desnudo, ella hizo lo propio con su ropa y la dejó caer al suelo de cualquier manera. Finalmente, sabiendo que se había quedado tan solo con la parte inferior de la ropa interior, se inclinó hacia Ian con ambas manos a los dos lados de su cara y pegó su nariz a la de él.
Sus respiraciones aceleradas se entremezclaron, azul y verde se encontraron en medio de la penumbra de la habitación, ambos corazones latían al mismo ritmo y con la misma intensidad. Ian alzó una mano para apartar un mechón rebelde del rostro de Elizabeth.
—¿Qué quieres hacer? —murmuró, y su voz reverberó en los rincones más oscuros de ella.
—Quiero estar contigo —admitió Elizabeth sin ningún tipo de pudor.
Ian dibujó una sonrisa sincera. Elizabeth juró que nunca lo había visto sonreír de esa manera, carente de toda lujuria, solo… amor.
—Pues quédate conmigo.
—Lo haré —le aseguró Elizabeth.
Sin esperar más, Elizabeth fue al encuentro de la boca de Ian, que la recibió como si le hubiera tocado el primer premio. A continuación, se perdieron en un laberinto de manos, brazos y piernas. Rodaron varias veces por la cama, tocándose, dándose placer mutuamente, hasta que Ian acabó de nuevo sobre Elizabeth, como la noche anterior, y le abrió las piernas con la rodilla. Sus dedos viajaron al centro de ella y la acariciaron, presionando en los puntos exactos para que Elizabeth empezara a perder la cabeza. Ella tampoco se quedó atrás y tanteó la virilidad de Ian, envolviéndola con la mano. Ian pensó que no podría llegar a adentrarse en ella si Elizabeth seguía tocándolo de arriba abajo con esa inexperiencia y esa inocencia que la caracterizaban en aquellos asuntos. Sí, Elizabeth no era como las mujeres con las que había estado, pero era justo por eso por lo que no podía evitar que su deseo por ella creciera más y más.
—No sigas por ahí —le advirtió con los dientes apretados cuando ella se atrevió a apretar su presa en torno a él.
—¿Te he hecho daño? —preguntó Elizabeth, preocupada, aunque solo consiguió que Ian soltara una risa gutural.
—No exactamente.
Aquella respuesta hizo sonreír a Elizabeth que, muy a su pesar, lo soltó y dejó que se acomodara sobre ella. Ian se deshizo de las dos prendas de ropa interior con un solo movimiento y, con otro, encontró tirado en el suelo el preservativo. Se lo colocó con la misma maestría que la noche anterior y se introdujo en Elizabeth muy despacio. Ella echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y enterró las uñas en los bíceps de Ian. En cuanto estuvo dentro por completo, él soltó el aire contenido y dejó que la calidez y la estrechez de Elizabeth lo envolvieran por completo.
Con un jadeo, Ian comenzó a salir y a entrar en ella a un ritmo cadencioso, dulce, un castigo placentero que hizo que Elizabeth llegara al clímax con solo unas pocas embestidas. Tal vez fuera la declaración de Ian, el saber que sentía por ella lo mismo que ella por él; o tal vez fuera la certeza de que el destino de Ian cambiaría dentro de poco. O quizás se tratara de que lo necesitaba con más intensidad que otros días. No lo sabía, no estaba segura.
—Ian… te… —No le dio tiempo a terminar.
Él se apresuró a taparle la boca con una mano sin dejar de moverse, esa vez, con más rapidez.
—No lo digas —rugió, aguantando como podía sus propias ansias para que Elizabeth disfrutara—. Aguanta.
Elizabeth, en medio de la bruma de placer, asintió y se dejó llevar por las sensaciones que Ian le proporcionaba. Sin dejar de besarla y acariciarla, la hizo suya una y otra vez hasta que su propio cuerpo llegó al límite. Con una última y fuerte estocada, Ian se dejó caer sobre Elizabeth mientras se vaciaba en su interior. Elizabeth lo envolvió con brazos y piernas, pegándolo a ella hasta que no pudiera notar otra cosa que no fuera su calor. El simple hecho de que ella lo buscara de esa forma hizo que Ian gimiera sobre su pecho.
Así se quedaron los dos, uno sobre el otro, durante lo que se les antojó una eternidad. Cuando Ian se percató de que a Elizabeth se le acalambraba el cuerpo por su peso, se deslizó a un lado y la acurrucó juntó a él, pegando su torso a su espalda y dejando que su cabeza reposara sobre su brazo. Elizabeth suspiró, sintiéndose plena y sin complejos. Después de la cantidad de veces que Ian la había visto desnuda en aquellas dos noches, le importaba más bien poco tenerlo adherido a ella sin ropa de por medio. Por su parte, Ian se deshizo del condón y lo tiró a la papelera que había bajo el escritorio.
—Buen tiro —lo felicitó Elizabeth, riendo en voz baja.
—Fui amigo de Paul Arizin —respondió Ian, dándole un beso tras la oreja—. Fue uno de los grandes jugadores de los Philadelphia Warriors. Lo conocí cuando su madre deseó un entrenador que ayudase a su hijo. —Se encogió de hombros cuando Elizabeth se giró hacia él, sorprendida—. Esa fue la última vez que salí del libro antes de conocerte.
—Vaya… —murmuró Elizabeth, anonadada—. Has conocido a gente importante, entonces.
—Hay personas a las que me gustaría no haber conocido nunca —confesó Ian con un largo suspiro—. ¿Recuerdas a Enrique VIII?
—¿El de las hermanas Bolena? ¿El fundador de la iglesia anglicana?
—Sí —asintió Ian, rodando los ojos—. Por su culpa, salí del libro para fingir ser el hermano noble de una de las chicas que querían ponerle por delante. Tuve que actuar más de lo normal. Suerte que ese deseo apenas duró dos semanas.
—Uhm… —Elizabeth se llevó una mano a la barbilla, pensativa—. ¿Cuánto suelen durar los deseos?
Ian se tensó, aunque Elizabeth apenas se dio cuenta del cambio en su abrazo.
—Depende. Aunque la mayoría duran un mes, más o menos.
Elizabeth suspiró.
—Así que solo nos queda una semana para que se cumpla el límite de tiempo, ¿no?
Ian no quiso responder en voz alta. Se limitó a asentir. El jueves de la semana siguiente se acercaba a pasos agigantados. Con una sola mirada al reloj, supo que el sábado ya se había consumido y que el domingo acababa de empezar.
—Podremos hacerlo —añadió Elizabeth, sonando más convencida de lo que realmente estaba—. Son más días de lo que esperaba.
—Elizabeth… —intentó advertirla Ian.
—Ni Elizabeth ni leches —sentenció ella, que giró para quedar cara a cara—. Confía en mí igual que yo he confiado en ti.
Ian se quedó mirándola en silencio un par de minutos. Elizabeth tenía razón, solo le pedía lo mismo que ella le había dado. Tal vez él no tuviera demasiadas esperanzas y no quisiera hacerse ilusiones, pero lo cierto era que la resolución de Elizabeth lo animaba bastante. Quizás, si pensaba en positivo, podría conseguir lo que tanto anhelaba. Quizás, solo quizás…
Ian decidió dejar de pensar. Se inclinó hacia Elizabeth y la besó hasta dejarla sin sentido; porque eso era lo que ambos necesitaban, perder la noción del tiempo y de la realidad.