El sol le dio en la cara a Ian a eso de las siete y cuarto de la mañana. Fastidiado, se revolvió en la cama y se dio media vuelta para encontrarse con que había alguien más en la habitación. Abrió un ojo, perezoso, y descubrió el rostro en paz de Elizabeth, que frunció el ceño al notar la luz del sol. Ian lo cerró de inmediato y esperó pacientemente hasta notar como Elizabeth se movía a su lado. Esperaba que se diera la vuelta para poder seguir contemplándola, pero, para su sorpresa, notó su mano acariciándole el flequillo y la frente. Se quedó quieto, fingiendo que dormía. Y cuando menos lo esperaba, sintió los labios de Elizabeth sobre los suyos, dándole un cálido beso. No pudo resistirse a sonreír y a abrir los ojos.
La cara de Elizabeth era un cuadro cuando se dio cuenta de que Ian había estado medio despierto mientras ella lo tocaba.
—Buenos días —saludó él, remolón, al tiempo que se estiraba todo lo largo que era.
Elizabeth no dijo nada, estaba muda.
—Qué ansiosa estás esta mañ…
Elizabeth le tiró la almohada a la cara antes de que pudiera seguir hablando. La pegó a su rostro y la aplastó contra la cama, tirándose encima de él.
—Tonto, tonto, tonto… —farfullaba Elizabeth, azorada, más roja que un tomate maduro.
—Lizzy… Elizabeth… —mascullaba Ian, riéndose y luchando por respirar—. Lo siento, déjame respirar, por favor… Princesa…
—Cretino —espetó Elizabeth, que se apartó al fin de él y se escondió bajo las sábanas. Profirió un gritito cuando se dio cuenta de que ambos estaban desnudos.
Ian salió de debajo de la almohada, riéndose y disfrutando de lo lindo al ver lo tímida que se había levantado Elizabeth aquella mañana. No era como si la noche anterior él no se hubiera despertado de esa guisa con ella, pero sí era cierto que Elizabeth no había tenido oportunidad de verse en esa tesitura. Además, era temprano, podía disfrutar un poquito más de ella antes de tener que escabullirse a su habitación y adecentarse un poco para bajar a desayunar.
—Vístete, pervertido —dijo Elizabeth con un hilo de voz mientras trataba de alcanzar la ropa del suelo sin que se le viera nada, tapada con la sábana.
—Vísteme tú —la provocó Ian, soltando una carcajada al ver el apuro en el que se encontraba Elizabeth—. Con lo atrevida que estabas anoche y ahora te da vergüenza verme sin nada.
Elizabeth le lanzó una mirada envenenada, pero en el fondo sabía que él tenía razón. Se había echado a su cuello nada más verlo y ya no era capaz de mantener la vista fija en su flamante torso bronceado. No, no podía, babearía al instante y ella lo sabía. Con un suspiro, se quitó la sábana y dejó que Ian le recorriera el cuerpo con los ojos. Tragó saliva con fuerza cuando se detuvo en sus pechos y en la zona de la entrepierna. Ya la había visto desnuda y había disfrutado de ella, pero no se sentía igual bajo la luz del día que con la lamparita de la mesita de noche. El sol dejaba al descubierto todos sus defectos.
—Eres demasiado hermosa para ser real —murmuró Ian cuando sus ojos se encontraron con los de ella—. Deja de taparte delante de mí, por favor.
Elizabeth se mordió el labio inferior, desvió la mirada, pero asintió con la cabeza. Ian contó mentalmente hasta diez para no abalanzarse sobre ella y se puso en pie. Buscó la ropa interior y se la puso con un salto.
—Debería bajar a mi habitación —comentó como si no tuviera importancia o no le molestara no poder retozar en la cama con ella—. ¿Crees que tendremos pronto noticias de Amélie sobre Nuada?
Aquella pregunta hizo que Elizabeth regresara a la realidad. Le dio igual estar desnuda, la preocupación era más importante y más dolorosa de soportar.
—Algo me dice que sí. —Se atrevió a alzar la cara, Ian la observaba en silencio, serio—. No sé por qué, pero si fuera difícil localizar a Nuada, Amélie no nos habría asegurado que no tardarías en estar libre.
—¿Qué fue lo que te dijo su marido antes de salir de la tienda? —recordó Ian, que no había preguntado por él el día anterior.
Elizabeth sabía que si volvía la cabeza, él se daría cuenta de que había un gran PERO en su plan. No debía mostrar debilidad, necesitaba que él confiara en ella por completo. Si le decía que cabía la posibilidad de que ella le olvidara, Ian se asustaría y preferiría regresar al libro.
—Que teníamos que mantenernos firmes —mintió Elizabeth, aunque no del todo—. No dijo nada más.
Ian frunció el ceño con sospecha. Se apoyó con ambos puños sobre la cama y se inclinó hacia ella por encima del colchón.
—¿Seguro? Parecías asustada.
—Ya lo estaba antes. —Elizabeth esquivó la pregunta con maestría; y sabiendo que aquello desviaría su atención de su pequeña charla con Peter, levantó una mano y le acarició la mejilla con suavidad—. Necesito que estés conmigo en esto.
El gesto hizo que Ian cerrara los ojos unos segundos para que, al abrirlos, volvieran a ser del mismo verde brillante que siempre, ese verde que había cautivado a Elizabeth desde el primer momento, por mucho que ella se resistiera a él.
—Lo estoy —le aseguró Ian, dándole un beso en el interior de la muñeca y separándose de ella—. Será mejor que te vistas si quieres salir de tu cuarto en algún momento del día.
Aquel comentario pícaro hizo reír a Elizabeth, que se puso de pie y se paseó por toda la habitación recogiendo la ropa. Ian no protestó, se limitó a disfrutar del espectáculo hasta que ella se escondió tras la puerta del baño y lo echó de allí.
El domingo pasó en medio de miradas furtivas, sonrisas discretas y besos a escondidas. Los padres de Elizabeth habían decidido quedarse en casa ese fin de semana, lo cual trastocaba los planes de la pareja. Al menos, tenían la noche para ellos solos, aunque al día siguiente tuvieran que madrugar para ir a trabajar. Por primera vez, Elizabeth deseó no tener obligaciones para disfrutar con Ian todo el tiempo posible. Una parte de ella temía el momento en que se enfrentaran a Nuada. Si todo salía mal, no volvería a ver a Ian y, si lo conseguían, cabía la posibilidad de que ella se olvidase de él. Odiaba ambas perspectivas, pero estaba dispuesta a borrar su memoria si con ello Ian quedaba libre.
Por su parte, él no dejaba de rumiar sus dos posibles destinos. En ambos, Elizabeth salía perjudicada. Durante los minutos que había pasado a solas con Amélie el día anterior, cuando Allyson había salido a buscar a Elizabeth, aquella extraña bruja del pasado le dijo que el precio para pagar al libro por su libertad era sumamente alto. No costaría su vida, pero sí una parte de ella. Ian ya sabía que Elizabeth lo olvidaría cuando se cumpliera su deseo; sin embargo, jamás se le había pasado por la cabeza que el efecto recayera sobre él. Si quedaba libre, Elizabeth podría recordarlo y ser él quien la olvidara. Sin embargo, Amélie no aseguró nada, por lo que no podía dar por sentado cualquier opción.
Fuera como fuese, ambos estaban decididos a pasar juntos todo el tiempo posible, por lo que aquella noche también durmieron en la misma cama. Se entregaron el uno al otro hasta quedar agotados y, a la mañana siguiente, el despertador de Elizabeth los devolvió al mundo en que él era modelo y ella, diseñadora.
Caminaron de la mano por el vestíbulo del fastuoso rascacielos donde Gideon Thomas tenía su estudio. Una vez arriba, se vieron obligados a separarse. Sin embargo, Elizabeth se las ingenió para ser quien supervisara la sesión de fotografía de aquel día. Ian y Jennifer llevarían su nueva línea, Más allá del deseo, que se basaba en el espectacular brillo de las estrellas, con prendas atrevidas y sensuales. Elizabeth había creado una colección glamurosa pero, al mismo tiempo, elegante, con brillos en las prendas más inesperadas y diferentes tipos de tela, sobre todo guipur, encaje y seda.
De modo que ahí se encontraba Elizabeth, sentada en la misma silla que había ocupado durante su primer día en la empresa. Mientras estudiaba los movimientos de los encargados de las cámaras y de la producción, no podía evitar recordar cómo se había sentido la primera vez que estuvo allí, viendo a Ian pasearse en bañador. Con una sonrisa que ocultó tras la mano, rememoró la forma en que se había negado a sí misma su mutua atracción. Ian había llegado como el vendaval que era y le había puesto el mundo patas arriba; había derribado todas sus defensas, cuidadosamente estructuradas y construidas alrededor de su corazón, con una sola mirada de sus impresionantes ojos verdes. Solo había tenido que sonreír para que su corazón palpitara de una forma que nunca lo había hecho, ni siquiera con su anterior ex, alguien del que ya no recordaba siquiera su rostro. Cualquier chico que hubiera pasado por la vida de Elizabeth había quedado eclipsado por la silueta de Ian.
Justo en ese momento, el auténtico Ian salió por la puerta que conectaba los camerinos con el plató de fotografía. Al identificar a Elizabeth junto al responsable de las luces, sonrió y le guiñó un ojo. Jennifer apareció a su lado de inmediato, sin siquiera mirar a la joven diseñadora. A Elizabeth aquello no podía importarle menos. Aprovechó ese instante para observar bien a Ian, que iba con una especie de esmoquin negro de satén, camisa blanca de algodón y seda y una pajarita roja con pequeñas lentejuelas, a juego con el pañuelo que llevaba en el bolsillo superior izquierdo de la chaqueta. L habían peinado el pelo de manera que el flequillo quedaba hacia atrás, a ambos lados de la cara. Bajo los focos, su piel resplandecía y le hacía parecer un actor de Hollywood en plena alfombra roja. Elizabeth se dio dos palmaditas mentales en la espalda por haber escogido aquellos colores y texturas. Ian estaba sublime, aunque aquello supusiese que Jennifer apareciera despampanante con el vestido rojo de satén y encaje a juego con la pajarita y el pañuelo de Ian.
El director de fotografía empezó a dar indicaciones y pronto el estudio se llenó de flashes, comentarios y críticas. Elizabeth no decía nada, se limitaba a observar el trabajo de los demás y a disfrutar de Ian. No obstante, se tensó en la silla cuando el fotógrafo les pidió que se acercaran lo bastante como para que la punta de sus narices quedara a un centímetro de distancia. Debían mirarse a los ojos fijamente, como si se desearan el uno al otro, debían crear un ambiente de anticipación a un beso de película. Elizabeth se mordió el labio inferior. Hicieron la foto, aunque el director no quedó satisfecho. Se acercó a Ian y Jennifer y les susurró unas indicaciones. Jennifer asintió al instante, pero Ian desvió la mirada hacia Elizabeth. Sus ojos se encontraron y, en cuanto el director volvió a su puesto, Elizabeth ya sabía que aquello no le iba a gustar ni un poco.
Sin embargo, en el momento en que Jennifer cubría la poca distancia que la separaba de Ian, el móvil de Elizabeth sonó en el silencio de aquella zona del estudio. El director de fotografía se giró en redondo, buscando el origen del sonido, hasta que descubrió a Elizabeth sacando el teléfono del bolsillo de sus pantalones. Él le lanzó una mirada furibunda y ella se disculpó con un gesto. No obstante, su expresión cambió por completo cuando vio quién la llamaba. Elizabeth alzó los ojos y buscó a Ian. En menos de diez segundos, ya lo tenía junto a ella, rodeándole los hombros con el brazo e ignorando los improperios del director de fotografía italiano.
El nombre de Amélie brillaba en la pantalla. Elizabeth e Ian intercambiaron una mirada de entendimiento. Ella aceptó la llamada y acercó el auricular a su oreja, al tiempo que Ian hacía lo propio.
—¿Elizabeth? —dijo aquella voz tan dulce y extraña al otro lado de la línea—. Soy Amélie.
—Hola —saludó Elizabeth con un susurro—. ¿Pasa algo?
—Sí… —suspiró Amélie—. Hemos localizado a Nuada. Necesito que vengáis esta misma tarde a la tienda.