Elizabeth e Ian intercambiaron una mirada sombría cuando ella colgó el teléfono. Ajenos al ruido del estudio, Ian tomó de la mano a Elizabeth y, sin preguntar a nadie, se la llevó al camerino que le correspondía y cerró la puerta con el pestillo. En cuanto se aseguró de que nadie iba a molestarlos allí, puso ambas manos en las mejillas de Elizabeth y unió su frente a la de ella, respirando hondo. Elizabeth sujetó aquellas manos morenas con las suyas, entrelazando los dedos. Sabía que Ian tenía el mismo miedo que ella, que estaba igual de aterrado. Amélie había encontrado a Nuada, lo cual significaba que no tardarían en enfrentarse a él. El tiempo se agotaba, no podían esperar al fin de semana para faltar al trabajo, de modo que tendría que buscarse alguna excusa para ausentarse en el estudio de Gideon Thomas.
—Todo irá bien —susurró Elizabeth, cerrando los ojos.
Ian tragó saliva con fuerza. Se habían confirmado sus peores temores: no le quedaba mucho tiempo junto a Elizabeth. Con un suspiro, bajó la cara y la besó con toda la dulzura que fue capaz. Elizabeth levantó los párpados, sorprendida por el beso, pero se lo devolvió de buen grado. Ian seguía sin hablar, por lo que pensó que la manera que tenía de comunicarse con ella era a través de ese beso.
Las manos de Ian volaron a su cintura y pegaron su cuerpo al de él, al tiempo que profundizaba el beso. Elizabeth abrió la boca, dejándolo entrar y permitiéndole jugar con su lengua. Ian gruñó, una mezcla de placer, miedo y frustración. Apenas podían respirar cuando se separaron, mientras se oían de fondo las quejas del equipo de fotografía y cómo alguien exigía la presencia de Gideon.
—Ian… —murmuró Elizabeth sin aliento, acariciándole las mejillas con los pulgares.
Él abrió los ojos y los fijó en ella. Aquel verde neón que Elizabeth tanto adoraba se había convertido en una nube borrosa y oscura. Sin embargo, no se asustó.
—No quiero perderte —susurró Ian, y su voz sonaba como la de un hombre desesperado—. Quiero poder hacer esto todos los días. Quiero poder besarte, mirarte, tocarte, decirte que te quiero. Quiero llevarte al cine, quiero cenar contigo en un restaurante caro y que nos echen por no pagar la cuenta. —Elizabeth sonrió con tristeza; a pesar de todo, Ian mantenía parte de su humor—. Quiero llevarte a todas las partes del mundo en las que he estado y contarte lo que sé sobre ellas. Quiero dormir contigo cada maldita noche y despertarme a tu lado todos los días. Quiero… —Inspiró, tenso—. Quiero poder hundirme en ti sin miedo a desaparecer… Quiero…
—Ian —volvió a llamarlo Elizabeth, que sentía cómo su corazón se rompía en mil millones de pedazos al escuchar los sueños de Ian, sueños que deseaba ver cumplidos y que no tenía ni idea de si podría llevarlos a cabo. Tal y como le hablaba, Elizabeth supo que él no tenía esperanzas en que aquella aventura saliese bien—. Ian, escúchame.
Él entornó los ojos y contuvo el aliento, soportando la presión del pecho que no le dejaba respirar con normalidad.
—Podrás besarme, mirarme, tocarme y decirme que me quieres. —Elizabeth intentó volver a sonreír, pero solo consiguió dibujar una mueca en su lugar—. Podremos ir al cine y cenar en un restaurante caro, aunque me niego a irme sin pagar. —Ian puso los ojos en blanco, aunque aquello fue suficiente para que Elizabeth comprendiera que había captado la broma—. Me llevarás a todos los lugares en los que has vivido y me contarás cómo eran. Dormiremos juntos todas las noches y nos despertaremos cada día el uno al lado del otro. Y yo te dejaré hacerme tuya siempre, porque mi lugar está contigo, Ian, y eso jamás desaparecerá.
Ian cerró los ojos, abrumado por la manera en que tenía aquella mujer de decirle lo que sentía sin las dos palabras que estaba deseando oír. En cuanto relajó los hombros, notó como la mirada se le humedecía y un par de lágrimas escapaban de ellos. Ian no recordaba cuándo había sido la última vez que había llorado, dudaba incluso que lo hubiera hecho en algún momento. Y, sin embargo, ahí estaba, llorando ante la única persona a la que quería entregar su vida.
—No sé cómo lo vamos a hacer, Elizabeth —confesó, abriendo los ojos y dejando que ella viese su interior por completo—. No tengo ni idea de lo que va a ocurrir a partir de ahora, pero quiero que sepas que…
Elizabeth se apresuró a ponerle una mano en la boca.
—No te despidas de mí —le suplicó ella, sujetándose a sus brazos al notar cómo le temblaban las piernas—. No me vas a decir adiós, Ian, ni yo a ti. Así que ni se te ocurra pensarlo siquiera. ¿De acuerdo?
Ian no dijo nada, se limitó a asentir con la cabeza. Había estado a punto de revelar las consecuencias de su idea de liberarlo, empujado por la presión del momento, el terror a perder a Elizabeth, a que ella lo olvidara…
—No le temo a la muerte —declaró Ian, más seguro de sí mismo y algo más sereno, cuando Elizabeth le quitó la mano—, solo a vivir sin la razón de mi existencia.
Elizabeth creyó que el corazón se le paraba. No tenía nada que decir. Le echó los brazos al cuello y fue al encuentro de sus labios, que la recibieron como solían hacerlo: con hambre, pasión y fervor. Sin embargo, no podían perderse el uno en el otro. Eran conscientes de que aún estaban en el trabajo. No obstante, una parte de Elizabeth ya había ideado un plan, de modo que, tras asegurarse de que su temperatura corporal era demasiado alta (por culpa de los besos de Ian), abrió la puerta del camerino y fue al encuentro de Gideon, ignorando las llamadas de atención de todo el mundo. Ian la siguió de cerca y en silencio, dejando a un lado al director de fotografía, a Jennifer y a todo aquel que no fuera la chica que lo precedía.
—Gideon —dijo Elizabeth cuando por fin lo encontraron, criticando las costuras de uno de los nuevos vestidos. El diseñador giró sobre sí mismo al escuchar la voz de su becaria estrella.
—Vaya, Elizabeth, no te esperaba.
—Lo sé, es que… —Miró a Ian por el rabillo del ojo—. No me encuentro muy bien. Me preguntaba si no te importaría que Ian me llevase a casa.
Gideon frunció el ceño y observó a los dos jóvenes, que no se dejaron amedrentar.
—Sí, supongo que podría llevarte… Pero mañana deberéis quedaros más tiempo para compensar las horas que no trabajaréis hoy.
Elizabeth casi saltó de la alegría.
—Muchísimas gracias, Gideon.
—De nada. Y mejórate, ¿quieres? Eres la única que trabaja con ganas en este sitio —comentó, alzando la voz para que el resto de su equipo se enterase.
Nadie se atrevió a decir nada en contra. Ian le pasó un brazo por encima a Elizabeth y la llevó hasta el ascensor. En cuanto se quedaron solos, se apoyaron el uno en el otro sin decir nada. Las palabras sobran cuando el futuro está tan cerca. Ian casi podía saborear la libertad, pero no quería hacerse ilusiones. Había muchas posibilidades de que aquello saliese mal. Bastante sería lidiar con la tristeza de tener que dejar a Elizabeth sola en Los Ángeles, creciendo, envejeciendo, olvidando…, mientras él seguía vivo e inalterable.
Durante el camino, no intercambiaron palabra alguna. El mismo ambiente sombrío y triste los acompañó de regreso a la mansión de los Evans, donde fueron directos hacia la habitación de Elizabeth. A Ian poco le importó salir con el traje de gala del estudio de Gideon y tampoco pensaba cambiarse.
—Bien… —habló por fin Elizabeth, carraspeando para aclararse la garganta después de más de media hora sin hablar—. Creo que deberíamos avisar a Allyson. Ella también está en esto y si no le cuento lo que ocurre…
—¿No crees que eso significaría ponerla en peligro? —la interrumpió Ian, que la abrazó por detrás mientras ella se dedicaba a coger el Libro de los Deseos y a guardarlo en una mochila.
Elizabeth se giró en sus brazos, sujetando sus cosas.
—Créeme, sería más peligroso no decirle nada.
Ian alzó una ceja, lo dudaba, pero no iba a discutir con Elizabeth por algo tan absurdo. Al fin y al cabo, si él regresaba al libro, aquella chica que se había convertido en su amiga lo olvidaría también. Y, en parte, Elizabeth tenía razón; las broncas dejaban al corredor de la muerte a la altura del betún.
Ian sacudió la cabeza y abrazó a Elizabeth. Sabía que aquella sería la última vez antes de que saliera de aquella casa en unos minutos. Elizabeth dejó la mochila en el suelo y le devolvió el abrazo a Ian. Sencillamente, se limitaron a sentir los latidos del corazón del otro, su calor, la presión de un cuerpo sobre el otro… Elizabeth memorizó todo lo que hacía de Ian alguien real, y él, por su parte, grabó a fuego en su mente y en su corazón la sensación de sentirse amado de verdad por primera vez en sus más de dos mil años de vida.
Poco después, Elizabeth e Ian se montaban en el autobús con las manos entrelazadas y el Libro de los Deseos a sus pies. Elizabeth le envió un mensaje rápido a Allyson, que quedó en encontrarse con ellos en la puerta del Black Wings. Elizabeth no podía evitar pensar en lo irónico de todo aquello. Hacía un mes, había ido a ese mismo local junto a Allyson sin pensar en que nada que pudiera comprar allí le cambiaría la vida. En esa ocasión, regresaba acompañada precisamente de quien le había dado un giro de ciento ochenta grados a su forma de ver las cosas, producto de uno de los objetos del Black Wings.
Más pronto que tarde, Ian y Elizabeth llegaron al lugar acordado con Allyson, quien ya los esperaba allí, golpeando el suelo con un pie, impaciente. Al verlos bajar del autobús, fue corriendo hacia ellos, pasó los brazos por el cuello de cada uno y los estrechó contra ella. Ian protestó, pero Elizabeth no dijo nada. Tener allí a su amiga era esencial para que no perdiera la cabeza, y Allyson no había dudado ni un segundo en acudir en su ayuda.
—Gracias por venir —murmuró Elizabeth cuando Allyson la soltó.
Los ojos de la pelirroja se clavaron en los de ella. La tomó por los hombros y apretó con los dedos.
—Nunca dudes de mí, ¿vale?
Elizabeth se mordió el labio inferior. Se había mantenido muy serena durante aquel rato tan largo desde que recibió la llamada de Amélie hasta que se había encontrado con Allyson, pero en esos momentos sentía que las fuerzas flaqueaban y que se moría de miedo de perder a Ian, de que todo saliera mal, de que las cosas acabaran peor de lo que ya estaban.
—Siento involucrarte en esto.
—Ni lo menciones —la cortó Allyson con una sonrisa y un guiño—. ¿Vamos a por ese brujo mal parido o no?
La mirada de Allyson se encontró con la de Ian. Él se limitó a sonreírle a modo de agradecimiento. Si se quedaba finalmente en el mundo terrenal, se aseguraría de que a Allyson jamás le faltara de nada. Le debería su vida, y a Ian lo habían educado para que siempre pagara sus deudas. Aunque, en esa ocasión, sería más una deuda del corazón.
—Vale… —Elizabeth respiró hondo y buscó las manos de Ian y Allyson—. Adelante.
Los tres, juntos, encararon la puerta principal del Black Wings. Como si el local los estuviese esperando, esta se abrió en cuanto se quedaron a menos de un metro. Con el corazón latiéndole con fuerza, Elizabeth se soltó de Ian y de Allyson y fue la primera en pisar la tienda.
En cuanto Elizabeth entró, supo que había algo diferente en el ambiente. Las persianas estaban bajadas; las luces, apagadas, y olía a algo extraño, como algo parecido al azufre, pero más suave. Elizabeth no sabía exactamente qué era. No obstante, en cuanto sintió a Ian a su lado, agarrándola por la mano, supo que debía mantenerse alerta. Tras ella, Allyson cerró con suavidad la puerta y se colocó a la derecha de Ian. Entonces, vieron que una luz se encendía en el pasillo que daba a las habitaciones traseras de la tienda. Ian se tensó junto a Elizabeth. La sujetó con fuerza, pero ella no se quejó. Solo cuando vieron que era Amélie quien iba hacia ellos con una lámpara de aceite, se relajaron un poco.
—Habéis venido pronto —murmuró Amélie sin un ápice de su humor y su optimismo habituales—. Venid conmigo, no tenemos mucho tiempo.
Dio media vuelta y se internó en la trastienda. Allyson, Elizabeth e Ian se miraron. Era ahora o nunca. Respiraron hondo y, sin soltarse, rodearon el mostrador y siguieron a Amélie con la esperanza de que su plan saliera bien.