Elizabeth, Ian y Allyson tomaron asiento junto a Amélie y Peter en la misma sala en la que habían estado la última vez. En aquella ocasión, la estancia desprendía paz y esoterismo, algo misterioso pero apacible. Sin embargo, tal vez fuera por la situación o porque Peter sí estaba allí, lo único que se percibía era tensión y una desagradable sensación de destrucción. Peter observó a los tres amigos sentarse muy juntos, al tiempo que su esposa hacía lo propio con él. Los extraños ojos de gato del marido de Amélie inquietaron a Elizabeth al instante. No obstante, a Ian ni siquiera le afectó y Allyson estaba demasiado concentrada en lo que había en la mesita que ni siquiera se fijó en aquella mirada penetrante.
La mesa alrededor de la cual se habían sentado estaba coronada por una caja rectangular. Estaba abierta por varios sitios, aunque la zona principal se encontraba arriba de todo, donde Elizabeth podía ver todo tipo de símbolos. Justo en el centro, se hallaban los dos más importantes. Elizabeth frunció el ceño. No comprendía absolutamente nada.
—Elizabeth, por favor —dijo entonces Amélie con suavidad, dejando a un lado la lámpara de aceite, que creó formas confusas en el techo y las paredes—, saca el libro.
Ella obedeció. Puso el ejemplar sobre la mesa, junto a la caja. En cuanto lo hizo, la tapadera del libro se iluminó, la caja vibró a su lado e Ian sintió como si acabaran de golpearlo en el centro del estómago. Necesitó de todo su autocontrol para no aferrarse a la mesa y retorcerse de dolor.
—¿Qué ha pasado? —murmuró Allyson cuando la caja dejó de vibrar, a pesar de que el libro seguía brillando.
Peter se inclinó hacia delante.
—Era una prueba —declaró con voz grave—. Estábamos casi seguros de que Nuada estaba aquí, pero esto ha confirmado nuestras sospechas.
—¿Para qué sirve la caja? —preguntó Ian.
Peter lo miró con diversión.
—Qué impaciente, chico.
Ian respiró hondo y tensó la mandíbula.
—En mi época, yo ya era un hombre —replicó, aguantando como podía el dolor que seguía reverberando por cada músculo de su cuerpo.
—Tranquilo, Ian —intervino Amélie, empujando a Peter hacia atrás y poniendo la otra mano sobre el cofre y el libro—. Esta caja guarda nuestros objetos más preciados, nuestra fuente más importante de poder. No los podéis ver porque hace tiempo que me aseguré de pedirle a Wallace que creara un escudo en torno a ellos. Tasha le ayudó y lo convirtió en invisible, pero están aquí. Excepto el de Nuada. El libro —señaló la tapa brillante— nos puede ayudar a encontrarlo.
—¿Qué son esos objetos exactamente? —inquirió Allyson, cruzándose de brazos y piernas.
—Pequeñas reliquias que nos atan a la Tierra —explicó Peter, echándose hacia atrás y apoyando la espalda en la pared—. Mientras las reliquias existan, nosotros podremos seguir viviendo. Por eso están guardadas con tanto celo. Aunque hace tiempo que Nuada se llevó la suya para ocultarla donde quisiera. Eso ocurrió antes de que experimentara con el libro y matara al maestro.
—De modo que el libro actuaría como un gps —adivinó Elizabeth, que se había mantenido al margen de la disputa entre Peter e Ian.
Amélie asintió con la cabeza.
—Exacto. Y estamos casi seguros de que la reliquia se encuentra en las catacumbas, en el laberinto que existe bajo el fuerte Moore.
—¿Por qué allí?
—Porque hace tiempo que Nuada se asentó en Estados Unidos y esas catacumbas rezuman energía. Fueron testigos de guerras, de muerte y sangre. Nuada utiliza el conflicto para crecer; es magia oscura, Elizabeth. Y toda magia deja un rastro, incluida la nuestra.
Ian respiró hondo. Tal vez, por fin viese la luz al final del túnel, pero seguía preocupándole lo más importante. Aprovechando que su cuerpo se había acostumbrado a aquel latigazo de dolor constante, señaló el libro con un dedo.
—¿Eso significa que Nuada ha sabido dónde he estado todos estos siglos por culpa de este cacharro?
Elizabeth esbozó una pequeña sonrisa, divertida por su tono de voz.
—Así es —confirmó Amélie—. No obstante, es más fácil ocultar la magia de la creación que la de la destrucción, así que no tenemos que preocuparnos por nada. Quien debería estarlo es Nuada. —Amélie frunció el ceño, estudiando el libro con la mirada perdida—. Me sorprende que haya sido tan descuidado como para quedarse en un mismo sitio tanto tiempo.
Nadie dijo nada. Inconscientemente, Elizabeth se inclinó hacia Ian, que le pasó un brazo alrededor de la cintura para pegarla más a él en ademán protector. Allyson, por su parte, seguía dándole vueltas al asunto de la caja y del libro. Había algo que no le cuadraba.
—Un momento —dijo al fin, atrayendo la atención de todos los presentes—. El otro día, dijiste que la única manera de liberar a Ian es matando a Nuada. —Miró a Amélie, que la escuchaba con atención—. ¿Eso significa que, si destruimos la reliquia, nos deshacemos de Nuada?
Amélie lanzó un largo suspiro.
—Sí, su esencia terrenal desaparecería. Eso acabaría con toda la magia oscura que ha hecho en la Tierra.
—Pero no garantiza que no pueda volver…
—No —intervino Peter, rompiendo su silencio autoimpuesto—. Nosotros no somos como los brujos que os inventáis los humanos. Nosotros existimos desde hace más de lo que puedo recordar. —Intercambió una mirada con Amélie que, para sorpresa de todos, estaba llena de devoción—. Amélie y yo fuimos los primeros en aparecer. Los demás llegaron después. Y un ancestro de nuestro maestro fue quien se percató de nuestra existencia. Con nuestra ayuda, creó las reliquias que nos atan a la Tierra y guardan parte de nuestro poder. Si destruyes nuestra reliquia, destruyes parte de nuestra magia, lo que significa que nos llevará otros tantos siglos poder regresar.
—Para cuando Nuada consiguiera volver a la Tierra, habrán pasado más de mil años —sonrió Amélie, como si así pudiera consolar y aliviar la desazón de Elizabeth e Ian—. Estaréis a salvo e Ian será libre. —Miró directamente al preso del libro—. Podrás proseguir con tu vida allí donde la dejaste, pero en el siglo XXI. Crecerás, envejecerás y morirás con el paso de los años, igual que una persona normal.
—¿Junto a ella? —preguntó Ian, afianzando su agarre sobre Elizabeth.
Amélie suspiró, borrando la sonrisa.
—No es ninguna garantía, Ian. No sabemos hasta qué punto estás atado a Nuada ni las consecuencias de desligarte del libro. Podemos hacernos cargo de tu libertad, no de los efectos secundarios. Quiero que lo tengas bien claro.
Elizabeth tragó saliva.
—El precio del deseo…
Peter sacudió la cabeza una sola vez, asintiendo.
—Así es. Si aún estáis dispuestos a correr el riesgo, podemos ir a por Nuada esta misma noche, cuando las visitas al pozo que une el exterior con las túneles bajo el fuerte terminen.
—¿Por qué allí? —inquirió Allyson, confusa.
—Porque esa es la entrada más directa y fácil hacia las catacumbas. A no ser, claro, que prefiráis hacer una excavación —bromeó Peter.
Ian puso los ojos en blanco. Aquel tipo lo ponía de los nervios.
—Nos vamos al fuerte Moore.
Eran las doce de la noche y Los Ángeles dormía. En la calle, apenas quedaban unos barrenderos, algunos taxistas y personas que era mejor no conocer. El cielo se había nublado por completo, cerrándose a la luz de la luna llena. Elizabeth, Ian y Allyson esperaban pacientemente a las afueras del fuerte, ocultos a la luz de las farolas que iluminaban la ciudad. Amélie y Peter estaban a punto de llegar. Según les habían comentado a los chicos, harían unas llamadas para intentar contar con la ayuda de otros seres como ellos. Ninguno puso pegas, cuantos más se enfrentaran a Nuada, mejor. Elizabeth, por su parte, había vuelto a guardar el libro en la mochila que llevaba a la espalda. Ian había insistido en llevarla él, pero ella se había dado cuenta de que había ocurrido algo cuando el libro y la caja de las reliquias se habían encontrado. No se lo había dicho, por supuesto; sabía que si lo mencionaba, Ian lo negaría.
—¿Cuánto más crees que van a tardar? —protestó Allyson, mirando de reojo a un grupo de borrachos que se acercaba a la zona donde ellos se encontraban.
—No mucho —dijo entonces una voz, sobresaltándolos.
Se giraron en redondo para encontrarse con la sonrisa sarcástica de Peter y la mirada dulce de Amélie. Tras ellos, había un grupo de tres personas que los seguían de cerca: dos mujeres y un hombre, por lo que Elizabeth atinó a ver. La primera tenía el pelo de un naranja chillón, como el de las calabazas de Halloween, y sus ojos violetas desprendían misterio. La segunda era rubia, con mechones negros aquí y allá y los ojos de un azul tan profundo como el agua de las cavernas submarinas. Y, finalmente, el tercer componente del nuevo grupo era un hombre, con el pelo en distintas tonalidades de verde y los ojos del color de la hierba bajo una capa de bruma matinal.
—Hemos traído compañía —añadió Peter, haciéndose a un lado—. Os presento a Tasha. —Señaló a la pelirroja—. Paulina. —Su dedo pasó a la rubia—. Y Wallace.
—Quien creó el escudo y quien lo volvió invisible —recordó Elizabeth, mirando primero al hombre y luego a la mujer pelirroja.
—Exacto —asintió Tasha con entusiasmo—. ¿Nos conocéis?
—Solo de oídas —intervino Allyson, situándose junto a su amiga para ver mejor a los nuevos brujos.
La mujer rubia le echó una mirada furibunda a Peter.
—A ver si lo adivino, no les has dicho quién soy.
—Es mejor que no lo sepan —se excusó Peter, ganándose una colleja por parte de Amélie y de Paulina.
—Imbécil —masculló la rubia, haciendo reír a Elizabeth—. No lo cuenta porque soy mejor que él. Eso es lo que realmente le fastidia. Como desde el principio siempre ha sido hijo predilecto de la magia oscura…
—Vale ya, Paulina —la interrumpió Amélie, interponiéndose entre ambos—. El origen no define quién eres.
Paulina no dijo nada, se limitó a situarse junto a Tasha y Wallace. Ian, por su parte, observó a Peter. Al fin comprendía por qué le había dado tan mala impresión: manejaba el mismo tipo de magia que aquel que lo había encarcelado en el libro.
—No tenemos tiempo que perder —añadió Amélie, resoluta—. Seguidme, por favor. Y no hagáis ruido. El escudo y la invisibilidad no reprimen el sonido, ¿de acuerdo? —Elizabeth, Ian y Allyson asintieron con seriedad mientras todos caminaban hasta la puerta principal de la Catedral—. Bien. Tasha, Wallace…
—A la orden, jefa —dijo Wallace, que dio una suave palmada.
En cuanto separó las manos, se pudo ver cómo aparecía una esfera perfecta de color verdoso. La globo se fue agrandando más y más hasta convertirse en un cubículo que podía cubrir perfectamente a aquel grupo tan grande de ocho personas. Una vez dentro, Tasha se llevó la mano a la espalda y sacó una vara demasiado grande para las manos de cualquier mujer. Sin embargo, la sostuvo con maestría, la colocó sobre la parte superior del escudo y le dio un par de golpes en diferentes puntos. Desde dentro de la esfera nadie lo notó, pero de cara a los demás habían desaparecido por completo de su vista.
—Perfecto. Peter, es tu turno —susurró Amélie, que dejó que Peter tomara la delantera, aunque a medio camino, cogió a Amélie de la mano y le besó el dorso con infinita ternura. Aquel gesto hizo que se le encogiera el corazón a Elizabeth. Como si le hubiera leído la mente, Ian entrelazó sus dedos con los de ella y los apretó. Se buscaron con la mirada. El mundo pareció detenerse entre ellos mientras Peter ocupaba el sitio de Amélie y ella, el de su marido.
—Te quiero —murmuró Ian, nervioso.
Elizabeth se mordió el labio inferior.
—Lo sé… —Era lo único que podía responder de momento.
No pudieron recrearse mucho más en sus sentimientos. Peter se arrodilló en el suelo y posó una de sus manos sobre la reja que cubría el pozo. Un par de segundos después, esta se desmaterializó frente a los ojos de los tres amigos. A continuación, Amélie utilizó su poder para crear una escalera de la nada, que descendía hasta las profundidades de aquel.
—Venga, adentro —ordenó Amélie.
Elizabeth dudó un segundo, pero finalmente puso un pie en el primer escalón y comenzó a descender. Tras ella bajaron Ian y Allyson, hasta que llegó un punto en que la penumbra de la noche dejó de iluminar el camino de Elizabeth. Alertó de la situación a quienes estaban arriba, de modo que Amélie pudiera crear una pequeñísima bola de luz. Esta descendió hasta la altura de Elizabeth y, poco a poco, todos continuaron bajando por las escaleras.
Aquel lugar olía a humedad por todas partes. Ian, acostumbrado a buscar huellas y pistas en el suelo durante su infancia y sus largos años de vida, se dio cuenta de que el suelo presentaba una leve decoloración que marcaba el camino que solían tomar quienes se adentraban en los entresijos del laberinto del fuerte Moore.
—Poneos en círculo a mi alrededor —susurró Amélie.
Todos obedecieron. En cuanto se hubo asegurado de que la formación era casi perfecta, Amélie se agachó y puso ambas manos en el suelo. Cerró los ojos e inspiró con fuerza.
—Está aquí —murmuró.
Aquellas dos palabras fueron suficientes para hacer que todo el mundo se pusiera en alerta. Peter se arrodilló junto a Amélie y rozó las huellas con la punta de los dedos. Una fina línea de luz ultravioleta surgió de ellos y avanzó túnel abajo. Allyson ahogó una exclamación y fue a decir algo, pero Tasha le puso una mano encima. No podían hacer ruido y, a excepción del rayo de luz, que apenas duró unos instantes, no se veía absolutamente nada, por lo que no podían estar seguros de que nadie los vigilaba.
La humedad se hizo más patente cuando comenzaron a caminar. Ian frunció el ceño.
—Odio este olor —musitó junto a Elizabeth.
—¿Por qué?
—Me recuerda cosas que quiero olvidar.
Elizabeth no dijo nada. Ella tampoco estaba segura de querer saber lo que Ian ocultaba.
—Vamos —susurró Amélie, apremiándolos—. Paulina, ¿te encargas de la luz?
Ella asintió y chasqueó los dedos. En cuanto lo hizo, una pequeña pero brillante llama apareció en la palma de su mano; gracias al escudo de Wallace, nadie en el exterior podría ver el fuego lamiendo los dedos de Paulina. Por un momento, todos necesitaron entornar los ojos antes de seguir caminando. Elizabeth torció la cabeza para mirar a su alrededor. Había oído hablar de las catacumbas de Los Ángeles, pero jamás había pensado que bajaría a verlas.
Las catacumbas eran el hogar de las ratas y el origen de una serie de leyendas alrededor de una raza de humanos especialmente avanzados. Las batallas y el deseo de construcción las convirtieron en pasadizos ocultos y, más adelante, en los cimientos del fuerte Moore. La luz de Paulina dejaba a la vista las columnas de gruesos ladrillos oscuros, los hilillos de agua subterránea que se filtraba tierra abajo y los huesecitos de los ratones que habían encontrado allí la muerte. Aquel lugar era de todo menos acogedor.
—Vuestro amigo ya podría haber buscado otro sitio más alegre para esconder su reliquia —comentó Allyson en voz baja, haciendo reír al grupo.
—El objetivo es que nadie pueda echarle el guante —replicó Paulina, a su lado—. Nadie lo buscaría en un sitio como este.
—Nosotros, sí. Y te aseguro que no me agradaría tampoco tener que subir a lo alto de la colina de Hollywood si se encontrase allí.
Paulina puso los ojos en blanco. En ese momento, Amélie se detuvo de golpe, haciendo tropezar a Tasha y Wallace. Elizabeth e Ian, que iban en medio del grupo, dejaron de caminar al momento e igual hicieron Peter, Allyson y Paulina.
—Ahí hay algo —susurró Amélie, señalando un punto unos metros por delante de ella.
Ian entornó los ojos para ver mejor. Paulina se puso a la cabeza del grupo junto a Amélie y alzó la mano. Efectivamente, a unos diez metros, el pasadizo en el que se encontraban acababa y, justo incrustada en la pared, había una brillante piedra púrpura. La luz procedente de la mano de Paulina hizo destellar la joya, que pareció darle la bienvenida a la mujer rubia y a sus acompañantes.
—Muy bien —dijo Amélie dándose la vuelta para poder mirarlos a todos—. Yo cogeré la piedra. Elizabeth, tú vendrás conmigo, necesitaremos el libro para poder hacer esto…
—¿Hacer qué, exactamente? —intervino entonces una voz que dejó helados a todos los presentes excepto a Peter.
Ian sintió su presencia junto a él. No necesitó girarse para saber que el causante de todas sus desgracias y todos sus problemas, aquel que le había arrebatado la vida y le impedía continuarla junto a la mujer de sus sueños, se encontraba justamente a su lado. Sin embargo, algo dentro de él se rebeló contra la falsa tranquilidad que había estado demostrando durante los últimos días y, antes siquiera de que alguien pudiera pararlo, alzó el puño y fue al encuentro de Nuada.