Tres días después…
El pitido constante de la máquina a la que Elizabeth estaba conectada la despertó de su letargo. Le dolía todo el cuerpo, eso era lo único que tenía claro mientras abría poco a poco los ojos. La luz que entraba por la ventana de su habitación la cegó por un momento y alzó el brazo para taparse los ojos. Sin embargo, en cuanto lo movió, sintió un pinchazo cerca del codo que la obligó a quedarse quieta y mover el otro brazo. Con los ojos entornados, miró abajo y vio que en la parte anterior tenía una aguja incrustada en la piel. El corazón le latía apresuradamente, lo que hizo que la máquina a su izquierda empezara a hacer ruiditos estridentes.
—Cariño —dijo entonces alguien a su lado.
Elizabeth reconoció la voz de su madre y, poco a poco, volvió a serenarse.
—Oh, mi vida, estábamos tan preocupados… —sollozó Sarah, abrazando a su hija mientras ella intentaba ubicarse.
No vio a su padre al tiempo que reconocía la habitación. Estaban en un hospital, uno de los más famosos de Los Ángeles, aquel en el que el doctor Evans tenía su consulta. Sarah Evans no dejaba de murmurar palabras inconexas y Elizabeth trataba de comprender por qué estaba en un hospital.
—¿Qué ha pasado? —murmuró, consiguiendo por fin que su madre dejase de apretujarla contra el mullido colchón de la cama.
—¿No lo recuerdas? Quedaste con Allyson cerca de esa tienda a la que ella le gusta tanto. Cruzaste la calle, un loco se saltó un semáforo en rojo y… —Sarah dejó de hablar, horrorizada— Te trajeron enseguida, cariño. Apenas tienes una costilla rota y algunos hematomas.
Elizabeth frunció el ceño, más confusa que nunca.
—No lo recuerdo… —admitió en voz baja, sintiendo un vacío enorme en el pecho, aunque no tenía ni idea de por qué.
—Oh, cariño, es normal. —Sarah le acarició la cabeza a su hija, con cariño y una sonrisa—. Tu padre se está encargando de todo. No ha dejado que nadie más trate tu historial clínico. Estaremos de vuelta en unos días, cuando tu costilla se mejore.
Elizabeth tragó saliva con esfuerzo y asintió. Notaba la boca reseca y los dedos de las manos y pies, entumecidos. Cuando las enfermeras que su padre había designado supieron que ella había despertado, mandaron llamar al doctor Evans enseguida. Malcom se permitió un momento para besar a su hija en la frente y mirarla con devoción. Él y Sarah habían estado a punto de perderla, a pesar de que Elizabeth no recordase nada de lo ocurrido. Cuando se lo comentó a su padre, este dijo que era un efecto secundario del golpe en la cabeza que el coche le dio. Su memoria a corto plazo había desaparecido y no había garantías de que volviera. Aun así, le aseguró que había hablado con Gideon Thomas para que no perdiese su puesto de becaria hasta que se reincorporara a principios de agosto; como si a Elizabeth lo único que le importase en ese momento fuese su supuesto trabajo.
Unas horas después, Allyson fue a visitarla. Ella había salido mejor parada de todo aquello, el coche ni siquiera la había rozado. Sarah dejó a las amigas a solas durante un rato y fue a por un café, aprovechando que estaba allí Allyson para hacerle compañía a su hija. En cuanto la puerta de su habitación individual se cerró, Elizabeth analizó a Allyson con la mirada.
—¿Cuándo quedamos tú y yo en ir al Black Wings? —inquirió Elizabeth, deseando disipar la niebla que había en su mente y no le dejaba recordar.
—El otro día, ¿no te acuerdas? Estás más despistada que nunca, chica —bromeó Allyson, aunque la alegría no llegó por completo a sus ojos—. Lo cierto es que apenas recuerdo nada del accidente. Solo sé que, de un momento a otro, ya no estabas frente a mí. Suerte que había gente por allí y ellos te trajeron. Fueron muy amables.
—¿Quiénes?
—No lo sé, Elizabeth, no me conozco a toda la ciudad —sonrió Allyson, levantándose de los pies de la cama y dando vueltas por la habitación—. Qué pasada de sitio. Parece más un hotel que un hospital.
Elizabeth alzó una ceja, divertida.
—¿Le propongo a mi padre que le cambie el nombre?
Allyson rio, algo más tranquila al ver que su amiga podía hacer chistes aún.
El resto del día se pasó volando, así como la semana que tuvo que pasar tendida en la cama para recuperarse por completo. Al menos, se dijo Elizabeth, el accidente no había ocurrido durante el curso y no tenía nada que perder salvo tiempo de vacaciones. Por eso, cuando le dieron el alta, lo primero que hizo fue ir al estudio de fotografía de Gideon Thomas. Necesitaba disculparse por su ausencia, había conseguido recordar que su jefe y amigo de su madre contaba con ella para los próximos diseños y promociones, y lo había dejado tirado durante casi catorce días. Si hubiese sido otra persona, Gideon ya la habría echado.
En cuanto llegó a la planta correspondiente del enorme edificio de oficinas, Elizabeth se dirigió hacia el despacho de Gideon. El barullo que había en el estudio se apagó de inmediato. Los ojos de todo el mundo se posaron sobre ella. Algunos la miraban con burla, otros con pena y otros, sencillamente, se limitaron a verla pasar por delante de sus narices. Elizabeth hizo de tripas corazón, tal y como había estado acostumbrada durante toda su vida, y pasó de largo.
Al llegar a la puerta de Gideon, llamó un par de veces. Pero nadie contestó. Extrañada, volvió a llamar y esa vez sí se abrió. Aunque, en lugar de encontrarse a Gideon frente a frente, vio a una chica con el pelo rubio platino sujeto en una coleta demasiado estirada salir con una sonrisa gigantesca en la cara. Se fijó en Elizabeth, que mantuvo el contacto visual con ella. Algo en aquella modelo le resultaba sumamente molesto.
—Vaya, mirad a quién tenemos aquí… La niñita mimada de Gideon. —La chica se inclinó hacia ella, destilando veneno—. Será mejor que vayas buscándote otro sitio en el que trabajar, guapa. Aquí ya no pintas nada.
—Eso debería decidirlo mi padre, Jennifer —intervino entonces una voz que Elizabeth no conocía.
Ambas se giraron hacia la persona que había aparecido tras la chica rubia. Elizabeth dejó de respirar.
—Joder, Ian, has vuelto a cargarte mi actuación —protestó Jennifer, haciendo un puchero.
Elizabeth la ignoró y aquel a quien Jennifer había llamado Ian se fijó en ella. Lo primero que vio Elizabeth de él fueron sus ojos, verdes como la hierba recién cortada. Luego, las pestañas rubias, más oscuras que el pelo perfectamente peinado. Y, por último, su porte. Le sonreía como si fuera, no un superior, sino un igual.
—Discúlpala —añadió Ian, dirigiéndose a Jennifer—, está en sus días del mes.
—Y tú eres un grosero, Ian Thomas —espetó Jennifer, molesta por haber dejado de ser el centro de atención.
Jennifer pasó junto a Elizabeth sin siquiera mirarla. Ian puso los ojos en blanco y abrió un poco más la puerta con una mano.
—Buscas a mi padre, ¿no? Pasa, está atendiendo una llamada urgente, pero volverá enseguida.
Elizabeth dudó. No estaba segura de si debía entrar en aquel despacho con el hijo de su jefe. Aunque, si se paraba a pensarlo, Elizabeth ni siquiera sabía que Gideon tuviese un hijo. Fuera como fuese, terminó aceptando y se acomodó en una de las sillas que había frente al gigantesco escritorio de roble de Gideon.
—Yo tengo que irme, pero si necesitas cualquier cosa, avísame —añadió Ian, que le guiñó un ojo antes de cerrar la puerta a su espalda.
Elizabeth se quedó congelada. Aquella situación había sido, como poco, estrambótica. Por suerte, Gideon no tardó en llegar (tal y como Ian había prometido) y le aseguró a Elizabeth que no tenía que preocuparse por nada. Había hecho un trabajo excelente durante las semanas que había estado y estaría encantado de que regresara a trabajar. Sin embargo, Elizabeth rechazó la propuesta con elegancia. A pesar de que sus dolores de cabeza habían disminuido considerablemente, todavía notaba pinchazos aquí y allá que la dejaban fuera de combate. Odiaba dejar las cosas a la mitad y no dar el cien por cien cuando trabajaba, por lo que declinó la oferta y le agradeció a Gideon todo lo que había hecho por ella.
Al salir del despacho, Nathan la abordó. Elizabeth recordaba vagamente haber salido con él y que la cita, a pesar de haber sido perfecta, no había conseguido que sintiera mariposas en el estómago. Su compañero se interesó por ella y, tras contestar a sus preguntas de forma concisa, se marchó del estudio. No volvió a encontrarse con Jennifer, lo cual fue un alivio, aunque en el fondo le habría gustado volver a toparse con el hijo de Gideon. Elizabeth sabía que no lo vería de nuevo, de modo que sacudió la cabeza, se metió en el ascensor y se despidió de su puesto como becaria en el estudio de Gideon Thomas.
Un mes y medio después
El regreso a clase siempre era una tortura para Elizabeth. Aunque Allyson estaba entusiasmada por regresar y pasar más tiempo fuera de su casa, a Elizabeth le costaba vida y milagros madrugar para aguantar a un profesor que no dejase de comerle la cabeza con cosas que no usaría en su vida. No obstante, aquel día tenía un extraño presentimiento de que ese curso sería diferente, por lo que no le dio un puñetazo al despertador ni tampoco remoloneó en la cama. Sarah no tuvo que ir a llamar a su hija; se la encontró terminando su desayuno, inmersa en sus pensamientos.
Sarah sabía que a su hija le ocurría algo, aunque no estaba muy segura de qué podía ser. En un primer momento, cuando Elizabeth salió del hospital, ella y Malcom se lamentaron por no haber pasado más tiempo junto a su hija. Sin embargo, a medida que pasaron los días y ella se fue recuperando, Sarah descartó la posibilidad de que estuviera enfadada con ellos. A pesar de todo, incluso de que hizo una excursión a su habitación y la registró de arriba abajo un día que ella no estaba, Sarah no encontró nada que explicara ese extraño estado de ánimo en el que vivía su hija tras el accidente. En el fondo, Sarah esperaba que Elizabeth recuperase su energía al regresar a clase.
Elizabeth, ajena a todo lo que se le pasaba a su madre por la cabeza, terminó de desayunar y recogió sus cosas, dejando que Caroline se ocupara del plato y el vaso vacíos. El chófer de la familia ya estaba listo para llevarla a la facultad, aunque ella declinó enseguida la oferta. No le apetecía comenzar su rutina completa el primer día, por lo que se despidió del chófer y caminó hasta la parada de autobús más cercana. El trayecto sería algo largo, pero no importaba, se entretuvo charlando con Allyson a través del móvil, que no dejaba de repetir que ese año era el último que le quedaba antes de poder independizarse.
Tras varios minutos contestando a Allyson, Elizabeth guardó el móvil en el bolso y esperó con paciencia a que el autobús llegara a la facultad. En cuanto las puertas se abrieron frente a la increíble fachada del edificio donde tendría sus clases, sintió como si alguien tuviera sus ojos fijos en ella. Confusa, miró a ambos lados, aunque no vio a nadie prestándole especial atención, salvo unos abuelos que la miraban con mala cara por estar tardando tanto en bajarse. Finalmente, puso ambos pies fuera y el autobús cerró las puertas antes de internarse en la ciudad. Aún se sentía observada, pero hizo de tripas corazón y se dirigió hacia la facultad, repleta de estudiantes deprimidos porque se acababa el verano y ansiosos por comenzar una nueva etapa en sus vidas. Los novatos y los veteranos se entremezclaban, creando un contraste de expectativas e ilusiones que Elizabeth siempre calificaba como extraño.
Sea como fuere, ella cruzó la explanada que separaba el edificio de la calle y subió los escalones para entrar. Sin embargo, no supo bien por qué, no llegó a pisar en condiciones uno de los escalones y su cuerpo se tambaleó peligrosamente hacia atrás. Elizabeth quiso girarse, aunque antes de que pudiera hacerlo por completo, alguien la cogió por los hombros y la enderezó. Alzó la cara, dispuesta a agradecerle a quien fuera que le hubiese evitado el golpe, pero las palabras no salieron de su boca.
—Hola otra vez —saludó aquel chico rubio y de ojos demasiado verdes que había visto en el estudio de Gideon la última vez que estuvo allí.
—Hola —respondió Elizabeth, saliendo del shock que suponía ver al hijo de Gideon Thomas con ella en la facultad—. ¿Qué haces aquí?
—Estudio aquí —respondió Ian con amabilidad, señalando la entrada con una mano que sujetaba una carpeta.
—Pues nunca te he visto.
—No me extraña, me mudé a Los Ángeles el día que me viste —explicó Ian, que la cogió por el brazo suavemente y la empujó para que terminase de subir los escalones—. Ahora vivo con mi padre.
—¿Y tu madre? —quiso saber Elizabeth, pero de inmediato se llevó una mano a la boca, avergonzada—. Lo siento, no debería…
—Tranquila —rio Ian, de manera que Elizabeth creyó que aquella sonrisa le estaba hundiendo la vida—. Mi madre se ha quedado en Noruega.
Elizabeth parpadeó varias veces, aún más confundida que momentos antes de que estuviera a punto de llenarse la boca de asfalto.
—¿Noruega? —repitió en voz baja.
—Sí, soy medio americano.
—Vaya…
Ian le regaló una sonrisa que la cegó por un momento. Aturdida, se separó de él, que todavía no la había soltado, y se aferró a su mochila.
—Bueno, esto… Gracias por salvarme, pero tengo que irme ya a clase.
Ian asintió y dio un paso en la dirección contraria a la de ella.
—Nos veremos por aquí, supongo —dijo él, clavando los ojos en los de Elizabeth.
—Sí… Supongo…
Ian le sonrió de nuevo y se despidió, dejándola sola. En cuanto lo perdió de vista, Elizabeth sintió como se le formaba un nudo en la garganta. No comprendía por qué el hijo de Gideon Thomas iba a estudiar en su misma facultad, y lo que menos entendía era por qué tenía la sensación de que nada de aquello era cierto. Desde que salió del hospital, Elizabeth había estado convencida de estar soñando y, durante los primeros días, no dejaba de pellizcarse el brazo, esperando despertarse. Sin embargo, aquellos pellizcos le dolían y los días se fueron sucediendo uno tras otro, hasta que por fin llegó el momento de regresar a la rutina. Lo agradeció, pero estaba segura de que era un error.
Algo no iba bien.
Fue por eso por lo que se apartó de toda la marabunta de estudiantes que buscaba las aulas donde empezaría el nuevo curso y se sentó en uno de los muchos bancos de piedra de que disponía el histórico edificio donde estudiaba. Solo cuando se hizo el silencio en el pasillo, pudo pararse a pensar, intentando recordar qué había ocurrido antes del accidente que la había llevado al hospital.
Recordaba a Allyson, haber hablado con ella todos los días. Recordaba haber ido a buscar trabajo al estudio de Gideon Thomas, pero cuando intentaba mirar hacia a un lado en sus recuerdos, una nube negra ocultaba la escena. Elizabeth frunció el ceño, la cabeza empezaba a dolerle seriamente. Recordaba haber ido a Venice Beach y haber paseado por allí, ¿sola? No, ella nunca iría sola a un sitio tan bonito y frecuentado. Recordaba haber hecho varias entrevistas y que tuvieron que sacarla de una de ellas cuando infravaloraron sus aptitudes. ¿Quién la sacó de allí? Recordaba haber entrado varias veces en el Black Wings durante el mes de julio, más de las que nunca juró que iría a entrar. ¿Iba sola? No, había ido con Allyson. De nuevo aquella nebulosa oscura le decía que había lagunas en sus recuerdos, algo que su mente no lograba identificar y recrear…
Y fue entonces cuando, sin venir a cuento, la imagen del rostro de Ian Thomas iluminó sus pensamientos. Sus ojos, su sonrisa, el brillo de su pelo rubio bajo el sol, el calor de sus manos…, su voz…, su cuerpo…, su olor…
Elizabeth creyó que caía por un precipicio. El nudo en la garganta se esfumó, pero a cambio hizo que Lizzy cayera al suelo desde el banco, boqueando como un pez fuera del agua y mirando a todas partes, desubicada.
—Ian… —murmuró y, como si fuese alguna especie de hechizo, el sonido de su nombre reverberó en las paredes de la facultad y en el fondo de su alma.
Por un momento, Elizabeth se quedó sin aliento y comprendió que, tras aquella nube negra en sus recuerdos, se encontraba él. En esa ocasión, al revivir los momentos vividos en el verano, cada recuerdo estuvo impregnado de un brillo diferente e Ian apareció en todos y cada uno de ellos. Vio en su mente imágenes sacadas de algo que no parecía su vida, pero allí estaba ella y allí estaba él: ambos en su cama, riendo, jugando, besándose, bromeando, ella huyendo de él y él atrapándola. Porque Ian siempre había ido tras ella, por mucho que Elizabeth se hubo esforzado por apartarse de él.
Y recordó el libro. Un libro con la cubierta de terciopelo azul oscuro y una piedra violeta y brillante incrustada en ella.
—Oh, Dios… —musitó.
Con esfuerzo, se levantó del suelo y echó a correr por los largos pasillos de la facultad. No le había preguntado a Ian dónde estudiaba porque, ¿qué más daba? ¡Él ni siquiera era de aquella época! ¿El hijo de Gideon Thomas? ¿Eso era lo que la magia de Amélie había hecho con la vida que a Ian debería haberle tocado vivir?
Las ideas que Elizabeth creía confusas fueron cobrando sentido a medida que se quedaba sin aliento y sin fuelle, perdida en la inmensidad del edificio. Además, tampoco pudo salir afuera, porque en el momento en que se le ocurrió la idea, el cielo se encapotó y un estruendo le hizo pegar un salto. Se puso a llover como si no hubiera un mañana, mientras que Elizabeth creía que se le iba a salir el corazón del pecho. Necesitaba verlo, necesitaba volver a mirarlo a los ojos para asegurarse de que su aventura había ido bien y que no había sido un coche lo que la había obligado a estar diez días postrada en una cama del hospital.
Estuvo a punto de gritar su nombre, pero nunca llegó a hacerlo. No a viva voz, al menos.
Agotada por las carreras, Elizabeth se apoyó en una pared y miró a ambos lados del pasillo. Allí, en uno de los extremos, había alguien. Sabiendo que podía meterse en un pequeño lío por haber interrumpido las clases con sus idas y venidas, apoyó el peso en la columna y los pies, y caminó hacia la persona que la esperaba. Porque, de alguna manera, sabía que era a ella a quien quería ver. A medida que se fue acercando, reconoció la silueta y la postura, esa misma que denotaba seguridad en sí mismo, la misma que la había traído de cabeza desde el mismísimo instante en que pisó su habitación.
Todo raciocinio desapareció. Sin darse cuenta, tiró al suelo la mochila y corrió pasillo abajo. La luz iluminó su rostro y creyó que moría de felicidad al ver el reconocimiento en aquellos ojos verdes que tanto adoraba.
—Ian… —jadeó, sintiendo que los ojos se le llenaban de lágrimas.
Él abrió los brazos con una enorme sonrisa.
—Ven —dijo simplemente.
Elizabeth no se lo pensó dos veces. Aceleró el paso y, en pocos segundos, su cuerpo se estampó contra el pecho de Ian, que la rodeó con los brazos y dio varios pasos hacia atrás hasta dar con un muro. Aún con Elizabeth pegado a él, se dejó caer al suelo y la acogió también con las piernas.
—Estás aquí… —susurró Elizabeth, sollozando de pura felicidad—. Eres… eres… tú…
—Soy real, ¿recuerdas? —musitó Ian con la boca pegada al pelo de Elizabeth, inhalando con fuerza.
—Dios mío… —lloró Elizabeth, llevándose las manos a la cara.
El calor de Ian la envolvió. Tenían tiempo antes de que los estudiantes regresaran a los pasillos, no había prisa por separarse. Incluso, si hubiese llegado alguien, nada ni nadie podría haber alejado a Elizabeth de Ian.
—Estaba empezando a preocuparme —admitió Ian con una sonrisa, obligándola a levantar la cabeza para poder mirarla directamente a los ojos; con los pulgares se deshizo de las lágrimas que atravesaban las mejillas de Elizabeth.
—Lo… lo siento… yo… —hipó ella.
Ian le acarició los labios con los dedos para acallarla. La observó, como llevaba semanas deseando hacerlo.
—Te he echado de menos, princesa.
Elizabeth puso los ojos en blanco al escuchar el apelativo, pero sonrió a su pesar.
—No me habías dicho nada... —protestó ella, algo dolida—. ¿Por qué no…?
—No podía —suspiró Ian, con fastidio—. Peter me encerró en la trastienda de Amélie para evitar que saliera corriendo hacia tu casa.
—Qué desconsiderado —sonrió Elizabeth, acariciándole el rostro a Ian con ambas manos.
—Mucho —coincidió Ian con voz ronca.
Los latidos de su corazón se aceleraron todavía más, si es que aquello era posible. Elizabeth le recorrió el cuerpo con la punta de los dedos, rememorando cada pequeña parte, cada hueco. Se inclinó hacia él y pegó la nariz a su cuello, inhalando su perfume natural. Ahí estaba, el olor a Ian, a hombre. Aprovechó y depositó un suave beso encima de su corazón, que le provocó un espasmo.
Elizabeth levantó la cabeza y volvió a encontrarse con la penetrante mirada de Ian. Él, que se había dedicado a mirar cómo lo estudiaba, sentía la picazón en las manos. La necesitaba.
—¿Realmente estás estudiando? —preguntó Elizabeth, perdida en el frondoso bosque esmeralda de los ojos de Ian.
—Era una excusa barata —admitió Ian, sin sonreír—. Amélie quería que esperase un poco más, pero Peter me abrió la puerta de la jaula. —Elizabeth se echó a reír—. Créeme, así es como me he sentido.
—¿Y qué es eso de que eres el hijo de Gideon?
Ian se encogió de hombros, acariciando con suavidad los pómulos de Elizabeth y las líneas de su mandíbula hasta llegar a su cuello; una caricia impregnada de infinito cariño.
—Fue el último hombre con el que tuve contacto directo. Gideon está casado con una mujer con ascendencia norteña, como la mía. Algo debemos de tener en común, como un hilo familiar, según dice Amélie. Ella debe de ser pariente mío, de manera que he acabado unido a su familia. Para Gideon, yo existo desde que mi «madre» me concibió.
Elizabeth asintió y se llevó un dedo a la boca, pensativa.
—¿Y crees que eso de la vena vikinga sigue patente en ti?
Ian soltó una suave carcajada, divertido.
—Te dije que eso nunca desaparecerá.
Elizabeth volvió a mover la cabeza. Fue entonces cuando tomó una decisión. Aquel día sería el más productivo de toda su vida académica.
—Demuéstramelo —musitó, notando cómo las mejillas se le encendían bajo la abrasadora mirada de Ian, que parecía haber leído sus oscuros pensamientos.
—No seas maleducada —replicó él, disfrutando del juego y de tenerla junto a él, sintiendo su corazón palpitar alocadamente bajo su pecho—. ¿Cómo se piden las cosas?
Elizabeth se mordió el labio inferior.
—Por favor…
Ian esbozó una media sonrisa. Elizabeth supo que había alcanzado el cielo.
—Como desees…