Epílogo

El Black Wings estaba abierto cuando Ian y Elizabeth llegaron cogidos de la mano. Ambos estaban nerviosos, pero no hacía falta decir nada, podían leer la inquietud en la mirada del otro. No obstante, tenían que hacer aquello. Elizabeth necesitaba respuestas e Ian, resolver algunas dudas que tenía. Por mucho que se alegrase de que ella lo hubiera recordado, no comprendía bien cómo había sucedido. Se suponía que ella no iba a poder saber quién era, que no notaría nada. Sin embargo, lo cierto era que nunca había sabido si realmente el precio por desearlo se mantenía en el tiempo. En teoría, sí y, si se confirmaba esa regla, Elizabeth había conseguido romperla, lo cual habría otras cuestiones: cómo y por qué.

Las respuestas se encontraban en la trastienda de Amélie y Peter. Por eso, Elizabeth no dudó demasiado en dar un paso adelante y entrar en el local. El olor afrutado del incienso que Amélie solía quemar ocupó todos sus sentidos. La penumbra y las luces cálidas seguían donde habían estado siempre. Las mesas y las estanterías aún guardaban objetos extraños, supuestamente mágicos. Tras su experiencia con el Libro de los Deseos, Elizabeth se preguntaba si en verdad aquellos objetos no serían cosas extraordinarias. A pesar de todo lo que había aprendido, no le interesaba mucho continuar por el camino de la magia. Le agradecía de corazón que le haya llevado a Ian a su vida, pero nada más.

Amélie no tardó en aparecer tras el mostrador, formando una o gigantesca con la boca al ver a Elizabeth de la mano de Ian. Aun así, no tardó en recuperarse y adoptar una postura de falsa calma.

—Hola, querida, ¿en qué puedo…?

—Déjalo, Amélie, lo sabe todo —la interrumpió Ian con suavidad; a pesar de su cautiverio, aquella mujer era amable y se había portado bien con él. Había sido la única compañía que había aceptado aquel largo mes y medio encerrado.

—Pero… —Amélie los miró a ambos, sin comprender—. ¿Cómo…? ¿Qué es lo que sabes?

—Lo recuerdo todo —intervino Elizabeth, sintiendo cómo Ian le daba un suave apretón—. Me acuerdo de todo, Amélie: el libro, la aparición de Ian, los deseos, lo ocurrido durante el verano, la lucha contra Nuada… Todo.

Amélie se llevó una mano a la boca, completamente pillada por sorpresa. Apenas necesitó unos segundos para salir de detrás del mostrador y abrazar con fuerza a Elizabeth, que tuvo que soltarse de Ian a regañadientes. Sonrió, sobre todo al notar cómo los hombros de Amélie se hundían por culpa de un silencioso sollozo.

—Te he echado tanto de menos… —murmuró, apartándose de ella y sujetándola por los hombros para verla bien—. Temí por ti. Mis hechizos casi nunca fallan, pero tenía miedo de haber fracasado esta vez…

—Estoy bien —le aseguró Elizabeth con una sonrisa—. He ido a rehabilitación y ya no tengo que tomar tantas pastillas. Estoy bien —repitió, sobre todo al ver la expresión de espanto de Amélie y el ceño fruncido de Ian.

—¿Podemos hablar contigo, Amélie? —dijo Ian entonces, captando de nuevo la atención de la bruja—. Hay cosas que Elizabeth quiere saber.

—Por supuesto —asintió ella de inmediato, invitándolos a pasar a la trastienda—. Entrad, yo iré enseguida.

Ian llevó a Elizabeth hacia la parte trasera del local. Aunque para Gideon, él era su hijo, Peter se había encargado de mantenerlo preso en la trastienda con un conjuro de ocultamiento. De alguna manera, Ian estaba en el hogar de Gideon, pero sujeto a las condiciones físicas de la trastienda del Black Wings. En el momento en que daba un paso en falso hacia el exterior, el hechizo le enviaba una fuerte descarga que lo tumbaba de espaldas. Solo intentó salir una vez. Tras aquello, fue Peter quien se dedicaba a visitarlo. Por eso, no le hacía mucha gracia volver a estar entre aquellas paredes. Había vivido en dos prisiones al mismo tiempo.

Elizabeth e Ian entraron en la misma sala de siempre. La mesita que vio Elizabeth la última vez en el centro de la sala había quedado relegada a un rincón. La caja de las reliquias, sin embargo, seguía sobre ella, lo cual hizo que le recorriera un escalofrío por la espalda. Se pegó a Ian, quien le pasó un brazo por encima al ver hacia dónde se dirigían sus ojos.

—Tranquila —susurró, escuchando los pasos apresurados de Amélie por el pasillo—. No puede hacernos daño.

Elizabeth alzó los ojos hacia él.

—¿Cómo estás tan seguro, Ian? ¿Y si resulta que Peter y Amélie se equivocaban?

—No lo han hecho —repuso Ian, demasiado convencido para gusto de Elizabeth—. Y si no estaban en lo cierto, ten por seguro que no pienso dejar que nadie se te acerque lo más mínimo.

Elizabeth sonrió, aunque la inquietud no desaparecería de su corazón hasta que no hablase con Amélie. Por suerte, ella llegó en ese preciso instante y los invitó a sentarse en los mullidos cojines que había en el suelo.

—¿Queréis beber algo? —preguntó, indicándoles la tetera y las tacitas que había en un rincón de la salita.

—No, gracias —rechazó Elizabeth con dulzura—. No tengo mucho tiempo.

—Pues pregúntame lo que quieras saber —la animó Amélie—. Aunque creo que habrá cosas que requerirán tiempo para comprenderlas. Ni siquiera yo entiendo cómo es posible que el sacrificio de tu memoria se haya extinguido.

Elizabeth tragó saliva con fuerza y clavó los ojos en Amélie.

—¿Sabías que olvidaría a Ian?

—Es el precio a pagar por desear a una persona —asintió Amélie, mirando de reojo a Ian.

A Elizabeth, aquel gesto no le pasó desapercibido.

—¿Tú lo sabías también? —inquirió, molesta de repente con Ian.

—No podía decírtelo —se excusó él—. No quería que te preocupases por otro asunto más.

Aquella respuesta no era suficiente, pero sabía que tendría tiempo de discutir sobre el tema con él. De manera que volvió a centrarse en Amélie y en sus preguntas.

—¿Por qué Ian ahora es un Thomas?

Amélie suspiró.

—Tenemos la sospecha de que Gideon o su esposa tienen ascendencia noruega, lazos de sangre con los antepasados de Ian. Lo más probable es que sean los de su, ahora, madre. Ian ha ocupado el sitio que le corresponde por época.

—No lo entiendo.

Amélie asintió levemente con la cabeza.

—Es difícil de explicar. El padre vikingo de Ian perdió a su hijo, de manera que necesitaría a alguien que heredase sus tierras y sus bienes. Ese segundo o tercer hijo sobrevivió y tuvo descendencia. Y ese hijo, también. Y, así, hasta llegar a la ahora madre de Ian. Como el matrimonio Agreste no tenía hijos, Ian tenía el hueco libre para volver con sus lazos familiares noruegos.

—¿Y si Gideon hubiese tenido hijos?

—No lo sabemos —admitió Amélie, sirviéndose un poco de té en una taza—. Y no vale la pena pensar en el «y si…». Centraos en el ahora, tenéis una vida por delante, juntos, gracias a ti. —Amélie sonrió, mirando a Elizabeth, y la señaló con la mano que sujetaba la taza—. Has hecho lo que pocas personas pueden hacer: liberar a un prisionero de una cárcel mágica.

—Una cárcel con un precio a pagar por la libertad —recordó Ian, sombrío, a pesar de que el pecho se le hinchó al escuchar de boca de Amélie lo extraordinario de la hazaña de Elizabeth—. ¿Por qué me recuerda? Creía que tendría que volver a conocerla, ganarme su confianza…

—No estoy segura sobre eso —confesó Amélie con tristeza—. Y no quiero pensar en posibles efectos secundarios. Tal vez sea mejor que no entretenernos en esos detalles…

—Necesitamos saberlo —replicó Elizabeth, inclinándose hacia adelante—. Amélie, perdí la memoria durante un mes y medio. ¿Qué ha ocurrido para que haya recuperado mis recuerdos? ¿Y si es obra de Nuada? —Por fin soltó lo que se le había estado pasando por la cabeza a medida que los recuerdos iban asentándose en su mente.

—Ya te lo expliqué, Elizabeth. Cuando se destruye la reliquia de uno de los nuestros, deja el plano material. Va a otra dimensión, si queréis llamarlo así. Desaparece de aquí hasta que su magia pueda restaurar las funciones de la reliquia. No tenéis que preocuparos de nada, estamos hablando de un largo periodo de tiempo para los humanos.

»Nuada ya no puede haceros daño a ninguno de los dos. Y si has recuperado la memoria, tómalo como un regalo. Las leyes de la magia son complejas, ni siquiera yo las conozco todas. Lo único que podría llegar a asemejarse a lo que te ha ocurrido es una recompensa: sacrificaste lo que fue necesario por la libertad de Ian. La magia ha restaurado lo que es tuyo cuando ha sido propicio.

Ian sacudió la cabeza, confuso.

—Hablas de la magia como si tuviera cerebro.

—Es que lo tiene —sonrió Amélie, misteriosa—. La magia es un espíritu que nos mantiene vivos. Nos da poder y nos protege al mismo tiempo, excepto de nosotros mismos. Todos tenemos luz y oscuridad, la cuestión es qué parte de la magia decidimos utilizar. La magia no es buena ni mala, está en constante equilibrio. La destrucción de Nuada era necesaria para restaurar ese equilibrio, y el sacrificio de Elizabeth se ha podido considerar como un acto de valor infinito por una humana hacia alguien que no pertenecía a su mundo; hacia ti, Ian.

»Durante los siglos que estuviste encerrado en el libro, a expensas de sus normas, dejaste de ser humano. Eras un ser inmortal, no envejecías ni enfermabas. El libro te dotó de esa magia, ese don, aunque no podías utilizarlo por ti mismo para liberarte. Sin saberlo, Elizabeth utilizó toda su fuerza humana para sacarte de allí, estuvo a punto de morir.

—Lo sé —espetó Ian, que apresó a Elizabeth entre sus brazos y la obligó a sentarse en su regazo; la necesitaba todo lo cerca que pudiera tenerla—. Estuve allí, ¿recuerdas?

—Dar la vida por uno de nosotros es algo extraordinario, Ian —añadió Amélie con dulzura, ignorando el tono duro de la voz de él—. El hechizo que utilicé cuando el techo se nos vino encima nos hizo regresar al exterior, pero la vida de Elizabeth se escapaba de entre mis dedos. La magia le devolvió las gotas de vida que había derramado para liberarte, pero no la memoria. El proceso para restaurar las lagunas mentales requiere más tiempo. Hoy ha debido de ocurrir algo para que «se encendiera» esa sección de su cerebro que estaba en reposo. Por eso te ha recordado, por eso ella sigue viva y por eso debéis dejar de anclaros en lo que pasó y disfrutar de lo que la vida os ofrece.

Elizabeth no supo bien qué responder. La última frase tenía sentido; en realidad, todo lo tenía. No obstante, sabía que la preocupación por Nuada no desaparecería así como así. Pasaría un tiempo hasta que ella se sintiese segura. A pesar de todo, no quería romper el contacto con Amélie. La cabeza le dolía y ese era el signo inequívoco de que había tenido suficientes revelaciones por un día. Recuperar a Ian había sido lo suficientemente intenso y ni siquiera había decidido que hubiese tenido bastante de él después del encuentro furtivo en los baños de la facultad.

Amélie comprendió que la pareja necesitaba pasar por un proceso de adaptación a su nueva realidad, una en la que el único peligro real era el de ser atropellado por un coche. De modo que, como solo ella sabía hacerlo, los animó a marcharse y a volver cuando se tranquilizaran y hubiesen asimilado su reencuentro. Elizabeth no se quejó e Ian se apresuró a sacarla de allí, antes de que a Peter le diese por aparecer. Cuando se lo comentó a Elizabeth, ella soltó una carcajada y le aseguró que lo vería de todas formas para agradecerle su ayuda.

En silencio, emprendieron el camino a casa. Aún era temprano para volver, pero Elizabeth confiaba en que la casa estuviese sola. Como si alguien la hubiese escuchado —o algo, pensó ella después—, al llegar, se encontraron con que no había nadie en la mansión de los Evans. Por eso, en cuanto Ian hubo cerrado la puerta que daba a la calle, se giró con rapidez hacia Elizabeth y la cogió en brazos. Ella enrolló las piernas en torno a su cintura y se aferró a su cuello con ambos brazos. Sus ojos se encontraron. La mirada de Ian brillaba, como si esa magia de la que había hablado Amélie no hubiese desaparecido del todo. Elizabeth sabía que aquello era imposible, pero siempre le parecería que los ojos verdes de Ian iluminaban un cuarto oscuro.

¿Vas a llevarme así hasta mi habitación? —murmuró Elizabeth, sintiendo el aliento de Ian rozándole el cuello y colándose por el escote de su camiseta.

—Luego —repuso Ian caminando hacia el salón—. Primero pienso oírte gritar encima de ese sofá.

El corazón de Elizabeth latió desbocado.

—Nos pueden descubrir…

—Eso no es verdad y lo sabes —sonrió Ian con picardía, mientras colocaba a Elizabeth sobre el asiento del largo sofá y él apoyaba una rodilla entre sus piernas—. Así que dime, ¿te quitas tú la ropa o lo hago yo?

Elizabeth se mordió el labio inferior. Las manos le sudaban por la excitación al tiempo que se iba quitando prenda por prenda en completo silencio. Por su parte, Ian se dedicó a admirarla desde su altura y a lamerse la boca por dentro cuando Elizabeth quedó cubierta únicamente por el conjunto de sujetador y braguitas de color rosa bebé. Con un solo dedo, acarició el hueso de la clavícula de Elizabeth desde la zona derecha hasta la izquierda. Ella se tensó, consciente de que esa vez Ian iba a tomarse su tiempo para saborearla como quería. Poco a poco, su dedo fue descendiendo, dibujando formas inconexas por toda su piel. Torturó sus pechos con toquecitos leves sobre la tela del sujetador que, dado que no llevaba relleno, dejaba entrever a través del encaje los pezones rosados de Elizabeth.

—Ian… —suspiró ella, cerrando los ojos y juntando los muslos en la medida de lo posible.

Él se apoyó en el respaldo del sofá y en un trocito de asiento junto a la cabeza de Elizabeth, y pegó su boca a su cuello.

—Voy a hacerte sentir tan bien que no querrás que se acabe nunca —susurró, poniéndole la piel de gallina, y bajó el dedo por la zona central de su estómago hasta llegar al ombligo; Elizabeth gimió, ya empezaba a perder la noción del tiempo—. No habrá una sola parte de este cuerpo precioso que no me haya sentido.

—Ian —masculló Elizabeth cuando el dedo de Ian acarició su clítoris por encima de las braguitas de encaje.

Él pasó su boca por la línea de la mandíbula y depositó un suave y húmedo beso en la comisura izquierda. Elizabeth fue a su encuentro y él se separó lo justo y necesario para poder besar la derecha. Elizabeth protestó, pero el quejido se convirtió en un suspiro de placer en el momento en que Ian echó a un lado las braguitas y tocó directamente su carne cálida y mojada.

—Estás lista, ¿verdad, amor? —musitó Ian, colmándola de besos por todas partes excepto en la boca.

—Sí… Bésame, Ian…

Él obedeció, aunque el beso acabó en la base de su garganta.

—Ian…

—Aún no, princesa —murmuró Ian sobre su piel, su aliento provocándole escalofríos a Elizabeth a medida que aumentaba las caricias en su sexo.

Elizabeth se retorció contra la mano de Ian. Él decidió que era el momento de añadir un dedo más a la ecuación y la tanteó con él para avisarle. Elizabeth no se quejó cuando sintió el corazón y el anular acariciándola de arriba abajo, provocando esa dulce fricción que lanzaba descargas de placer por todo su cuerpo. Poco a poco, mientras con la boca besaba y chupaba la piel de los montes de sus pechos, sus dedos fueron bajando aún más hasta colocarse en su entrada. Y tras un par de círculos alrededor de ella, se adentraron en la suave y caliente cavidad.

Elizabeth arqueó la espalda, regalándole a Ian ambos pechos para que hiciera con ellos lo que quisiera. Sin poder utilizar la mano que apoyaba sobre el respaldo del sofá, Ian se sirvió de los dientes para deslizar hacia abajo las copas de encaje del sujetador de Elizabeth y dejar expuestas las pequeñas y redondas protuberancias, que se alzaban hacia él como si acabase de llamarlas por sus nombres.

—Tan bonita… —musitó Ian, perdido en la blancura de la piel de Elizabeth, que contrastaba con las zonas rosadas que él había dejado con sus besos—. Tan dulce… —Ian cubrió uno de los pezones con sus labios—. Tan… Elizabeth.

Ella suspiró, absorbida por el cielo que era estar con Ian. Sus manos encontraron el hueco perfecto en su espalda y ahí se quedaron, flojas, con la fuerza justa para estrujar entre los dedos su ropa. Ian los sacaba y metía a un ritmo especialmente lento, el fuego se iba extendiendo poco a poco por el cuerpo de Elizabeth, hasta que llegó un momento en que la subida hacia la cima se hizo inevitable. Ian supo que estaba a punto al notar sus músculos apretando sus dedos. Subió el rostro a tiempo para cubrir con sus labios la boca de Elizabeth y tragarse su grito.

El orgasmo asoló por completo con la cordura de Elizabeth. Ian sacó la mano y siguió acariciando el clítoris de ella, provocándole una segunda oleada sin que hubiese terminado de desaparecer la primera. Elizabeth gritó su nombre una y otra vez, hasta que Ian no lo soportó más.

Mientras Elizabeth descendía poco a poco de su segundo orgasmo, Ian aprovechó para quitarse a toda prisa la ropa y rebuscar en su nueva cartera. No es que aquel día hubiese sabido que ella iba a recordarlo, pero se había propuesto ir preparado por si llegaba el día en que Elizabeth volviera a enamorarse de él, con la misma intensidad con la que él lo estaba de ella. Sacó el preservativo y se deshizo del paquete en unos segundos. Elizabeth ya había podido abrir los ojos y lo observaba, expectante, con los ojos nublados de placer y el cuerpo relajado, aunque con los hombros tensos al saber lo que se avecinaba. En cuanto Ian se hubo enfundado el condón, se colocó en su entrada y penetró en ella poco a poco.

La diferencia con sus dedos fue abismal y Elizabeth se llevó una mano a la boca, gesto absurdo después de los gritos de placer que había proferido momentos atrás. Ian cerró los ojos y gruñó cuando terminó de entrar en ella. Un mes y medio separado de Elizabeth, en todos los sentidos de la palabra, había sido una absoluta tortura. Volver a sentirla como en aquellos momentos era como saborear la gloria y saber que era suya, que esos momentos le pertenecían.

Poco a poco, Ian se movió y se cernió sobre ella para pegarla a su cuerpo y besarla a gusto. Elizabeth le rodeó las caderas con las piernas, empujándolo hacia ella desde atrás. Ian sonrió ante su entusiasmo y respondió acelerando el ritmo. Haber visto a Elizabeth deshaciéndose con sus caricias había sido suficiente para llevarlo casi al orgasmo. Solo necesitaba unas cuantas embestidas más para llegar a la cima, pero no pensaba hacerlo solo.

—Te amo —susurró Ian contra su boca, buscando sus ojos azules como el cielo—. Te amo y pienso demostrártelo cada día de mi vida.

Elizabeth sonrió, recibiendo cada estocada con un gemido y una caricia de agradecimiento.

—Hazlo. Quédate siempre conmigo.

—¿Incluso si te pido ahora que te cases conmigo? —inquirió Ian, enfatizando su propuesta con un golpe de caderas más intenso que los anteriores.

Elizabeth gritó.

—¿Qué…?

—Cásate conmigo —repitió Ian, volviendo a embestirla con más fuerza.

—Ian… —Nueva embestida—. Te amo, Ian.

—¿Eso es un «sí»?

Elizabeth subió una de sus manos a su nuca y tiró de él para besarlo, con hambre, con pasión, con ardor pero, sobre todo, con una cosa bien clara:

—Sí —exhaló dentro de su boca.

Ian no necesitó nada más. Con una nueva embestida, catapultó a Elizabeth otra vez hacia las estrellas, y él la siguió. Porque eso sería lo que siempre haría, seguirla allá donde fuera.

Tras recuperarse de aquel segundo reencuentro, decidieron que no era suficiente. Recogieron la ropa del salón y se encerraron en la habitación de Elizabeth. Al pasar por el cuarto de invitados, Ian no pudo evitar acordarse de las semanas que había vivido allí, de la incertidumbre sobre lo que quería Elizabeth de él o, más bien, lo que no quería; posteriormente, sobre lo que ambos sentían el uno por el otro y, al final, la incógnita sobre si podrían o no estar juntos para siempre.

Así, mientras Elizabeth descansaba a su lado, con la cabeza sobre su pecho y un dedo dibujando círculos sobre su piel, pensó en todo lo que había vivido. Sería difícil acostumbrarse a no tener que regresar al libro, pasarían años hasta que notase los cambios físicos que cualquier persona normal debía de sufrir al envejecer. Pero eso era lo que quería, crecer y hacerse viejo junto a la chica que en esos momentos le besaba el costado de forma distraída. Pensó en su padre y supo que Elizabeth le habría gustado. Ella era una chica con talento, decidida y más valiente de lo que la propia Elizabeth creía. Sabía que había dado con su otra mitad y no pensaba separarse de ella por nada del mundo.

De esa forma, su único deseo, el único que había albergado realmente durante su larga existencia, se había cumplido: amar y ser correspondido. Tal vez tuvieran que luchar contra muchos obstáculos a lo largo de su vida, pero no lo cambiaría por nada del mundo. A fin de cuentas, Elizabeth había sido su propio amuleto de buena suerte y él había destruido todo lo que ella había dado por sentado.

¿Qué mejor combinación que la de ellos?

FIN