Capítulo 2

—Eh, preciosa. Despierta.

Elizabeth frunció el ceño, aún con los ojos cerrados, y se removió en la cama para darle la espalda a quien intentase despertarla.

—Vamos, no seas remolona.

Elizabeth emitió un sonido extraño, más parecido a una queja que a otra cosa. Sin embargo, al ver que quien fuese seguía con su intención de obligarla a despertarse, acabó cediendo. En cuanto lo hizo, la luz del sol de verano la cegó momentáneamente, aunque cuando consiguió enfocar a su invitado no deseado, se despertó por completo y gritó. No supo cómo, pero saltó de la cama en un santiamén y se puso tras el otro extremo, como si así su invasor no pudiera atacarla.

—Shh, no grites… todavía —dijo el chico que la observaba, divertido, desde el aquel lado del colchón.

—¿Qué…? —consiguió vocalizar Elizabeth sin entender nada.

En apenas unos segundos, se dio cuenta de la situación. Ella estaba en pijama, en su habitación, con un chico completamente desnudo que la miraba como si fuese un pastel que había que comerse antes de que se derritiera. ¿Acaso el champán de la noche anterior le estaba provocando alucinaciones? Al mismo tiempo, fue consciente del sonido de unos pasos subiendo por las escaleras hacia su habitación. Sintió que se moría allí mismo.

—¡Escóndete! —le instó Elizabeth en un grito ahogado, señalándole la puerta del baño, a su espalda—. Y, por Dios, ¡tápate!

Él la miró, divertido, y alzó las manos al tiempo que se daba la vuelta y su firme trasero quedaba a la vista de Elizabeth. Ella cerró los ojos hasta que escuchó el sonido de la puerta del baño. Justo en ese instante, la de su habitación se abrió con cuidado y por ella emergió la cabeza de su madre.

—Cariño, ¿estás bien? —preguntó Sarah Evans, mirando a su hija con preocupación.

—Sí —se apresuró a contestar Elizabeth, forzándose a sonreír y a levantarse del suelo—. Sí, sí, estoy bien. Es que… creía que había una araña y, ya sabes… No…

—Vale, vale. —Rio la señora Evans—. Le diré a Caroline que fumigue tu habitación, ¿de acuerdo? —Y volvió a cerrar la puerta.

—¡Gracias!

Solo cuando las pisadas de su madre dejaron de resonar por las escaleras, Elizabeth se permitió tener un momento de calma. Por mucho que su madre enviara a la asistenta a hacer limpieza profunda en su habitación, no encontrarían ni una sola pelusa. Se dio cuenta, entonces, de que tendría que hallar alguna explicación razonable para tener a un chico desnudo en su habitación, ya que sacarlo de casa en esos instantes era materialmente imposible.

—Ay, no —gimoteó, quitándose de encima la sábana que había arrastrado consigo y respirando hondo, armándose de valor—. Vamos, Lizzy, esto no puede ser tan difícil como los experimentos de Biología del instituto.

Se paró frente a la puerta del baño y, tras contar hasta cien en silencio, se adentró en la estancia. Allí estaba él, con el pelo rubio despeinado tapándole apenas los impresionantes ojos verde esmeralda que tenía. Elizabeth hizo todo lo posible para no fijarse en su piel bronceada y en los músculos de los pectorales marcados. Pero era imposible, aún tenía grabada la imagen de sus glúteos firmes y de sus piernas torneadas. Y de su espalda.

Elizabeth sacudió la cabeza y carraspeó.

—Muy bien —dijo entonces, captando de nuevo la atención de su inesperado visitante, que dejó de estudiar el baño para mirarla y sonreír con una mezcla de dulzura y picardía que hizo que a Lizzy le temblara el pulso—, no sé quién narices eres ni por qué estás aquí, pero…

—Ian —la interrumpió entonces el chico, dando un paso hacia ella; y, sí, aún desnudo por completo—. Me llamo Ian.

—Vale, Ian —repitió Lizzy, levantando los ojos azules al techo—, ¿quieres hacer el favor de coger una toalla y taparte?

Ian se echó a reír ante el color rojo de las mejillas de Elizabeth, pero asintió. Se hizo con una toalla verde limón que colgaba de una percha junto a la bañera y se la enredó en la cintura. Elizabeth pensó que tendría que coger una toalla limpia del mueble después de eso.

—Gracias —suspiró, aliviada. Al menos ahora solo podía distraerse con los abdominales de semejante monumento rubio—. Bien, ¿qué narices haces en mi casa, en mi habitación?

—Tú me llamaste —respondió Ian, acercándose a Elizabeth hasta el punto de quedar a un palmo de ella—. Lo escribiste en el libro, ¿recuerdas?

Elizabeth parpadeó, confusa.

—¿El libro? ¿Qué libro? —repitió ella y, como si lo hubiese conjurado, el lomo azul y las letras doradas del regalo de Amélie llegaron a ella como un destello—. Oh, Dios, no puede ser. Es imposible, ¡ese libro es una farsa! ¡Y tú eres una alucinación! Seguro que me he dado un golpe en la cabeza o algo —añadió, llevándose ambas manos al pelo.

Sin embargo, Ian se las quitó de ahí enseguida con suavidad y se las puso sobre el pecho. Elizabeth dio un respingo al notar el calor emanar del cuerpo de Ian y sentir los latidos de su corazón bajo la yema de los dedos.

—Soy real, Elizabeth —insistió Ian, observándola con detenimiento.

—No me lo puedo creer…

Ian esbozó una media sonrisa y ladeó la cabeza.

—¿No querías que viniera? Estoy aquí, por ti.

Elizabeth alzó los ojos hacia su rostro. Se había quedado muda. Todo en su cabeza estaba explotando como las palomitas de maíz en el microondas. Ella, que nunca, jamás de los jamases, había creído en la magia ni en rituales esotéricos, acababa de encontrarse con que el libro que tanto le había llamado la atención cumplía lo que advertía en la portada. Había escrito un deseo, simplemente por poner algo aquella noche, y se había encontrado con que ese deseo se había hecho realidad.

—Es increíble —murmuró, alucinada, quitándole las manos de encima antes de que él se diera cuenta de lo nerviosa que estaba.

Ian amplió la sonrisa.

—Tú eres increíble —susurró y se inclinó hacia ella con la clara intención de besarla.

Sin embargo, se encontró con la palma de la mano de Elizabeth en medio del camino y una mirada de reproche. Ian frunció el ceño, confuso y fastidiado.

—¿Por qué no puedo besarte?

—¿Disculpa? Eres producto de un libro. ¡No voy a besar a un libro!

—¿Por qué no? ¿Alguna vez lo has hecho?

—¡No! —exclamó ella, riéndose como una histérica—. ¡Y menos aún si está desnudo!

Ian se encogió de hombros. Al ver el gesto, Elizabeth notó cómo se le secaba la boca.

—No veo ningún problema. Pediste un novio que te quisiera y no te engañara. Yo te quiero y no voy a engañarte.

—Eso es una mentira tan grande como un piano de cola —espetó Elizabeth, que le dio la espalda y comenzó a dar vueltas por la habitación como un león enjaulado—. No puedes quererme, ni siquiera sabes cuál es mi color favorito.

Ian la siguió.

—Si lo adivino, ¿podré besarte?

—Oh, Dios, ¡no! ¡Deja de intentar besarme o lo que sea que quieras hacer conmigo! —Elizabeth se giró hacia él y le puso un dedo en medio de los pectorales—. Entre tú y yo no va a pasar nada, ¿de acuerdo? Voy a asegurarme de conseguirte ropa y, luego, veré qué hago contigo, porque aquí no puedes quedarte, ¿entiendes?

Ian no contestó al momento. Se quedó mirando el dedo de Elizabeth apoyado sobre él. Después, sus ojos siguieron el camino hasta encontrarse con su mirada, que exigía una respuesta decente. Apenas había pasado cinco minutos con aquella chica y no se veía capaz de cumplir con su obligación. Era un auténtico fastidio, pero no le quedaba otra que acatar los deseos de aquella que lo había llamado.

Suspiró y alzó ambas manos a modo de rendición.

—Está bien, Elizabeth, tú ganas —claudicó, dejando a un lado su lado perverso y tratando de facilitarle las cosas a aquella chica tan testaruda.

Ella alzó las cejas, sorprendida. Esperaba tener que pelearse más con él para conseguir que cediera en algo. Sintió que se había quitado un peso de encima. Por eso, no tardó en apresurarse para quitarse otro también. Necesitaría ayuda con aquel asunto y solo había una persona que pudiera estar al tanto de lo que había ocurrido. Sabía que le llevaría años quitarse de encima las pullitas de Allyson sobre su escepticismo, pero no le importaba. Elizabeth estaba segura de que necesitaría a su mejor amiga para salir de aquel embrollo en el que se había metido sin saberlo.

—Gracias —dijo con absoluta sinceridad—. Necesito que te quedes callado un momento. Voy a llamar a mi amiga.

Ian asintió en silencio y se sentó en la cama. Elizabeth aprovechó su buena voluntad para encender su iPhone y buscar a toda velocidad el contacto de Allyson. No se le ocurría cómo le explicaría su situación, pero sí que estaba segura de algo: debía conseguir traerla a su casa como fuera. De modo que, tras convencerla de que había un asunto urgente que necesitaba tratar en su casa y de que era algo de vida o muerte, advirtió a Ian que ni se le ocurriese bajar de la habitación al salón y corrió a avisar a su madre para que el coche de la familia estuviera listo. Recogería a Allyson y, con suerte, aquel día no sería un absoluto desastre.

—A ver si me aclaro —dijo Allyson en cuanto Elizabeth subió el panel que separaba el asiento del conductor y del copiloto del resto del coche—. Según tú, si no veo lo que hay en tu habitación, no me lo voy creer, ¿cierto?

—Más o menos —asintió Elizabeth, mirando por la ventanilla y viendo cómo salían de Hyde Park de regreso a Beverly Hills—. Ni siquiera puedo encontrarle una explicación lógica a esto.

Allyson observó a su amiga con preocupación. Elizabeth no era alguien que se agobiara con facilidad. Toda su vida había estado marcada por su belleza y había aprendido a no dejarse llevar por las mareas altas. Incluso, durante los exámenes en la facultad, ella era la única que parecía controlar sus nervios, si es que realmente se ponía nerviosa alguna vez. Por eso, era demasiado extraño que su mejor amiga se encontrase al borde del colapso. Algo muy grave debía haber pasado como para tenerla en ese estado de inquietud y nerviosismo.

—Tranquila, Lizzy —dijo Allyson entonces, poniendo una mano sobre la pierna de su amiga—. Todo irá bien, ya lo verás.

Elizabeth intentó sonreír a Allyson, pero le resultó imposible. Aún recordaba los malabares que había tenido que hacer para mantener a Ian encerrado en el baño mientras ella se vestía a toda prisa antes de salir hacia casa de Allyson. Aquel chico parecía tener una especie de carácter cambiante, porque era capaz de pasar de tener una actitud sensual y pícara a ser un auténtico cachorrito. Era como un gato, podía ser un donjuán y un chico tímido al mismo tiempo. Resultaba inquietante.

En cuanto llegaron a casa de Elizabeth, Allyson y ella salieron escopeteadas hacia la habitación. Lizzy aprovechó que su madre había salido a visitar a una amiga del vecindario y que su padre estaba trabajando en el hospital para encerrarse a cal y canto con su amiga en la habitación. Una vez dentro, Elizabeth necesitó de toda su fuerza de voluntad para confesarse.

—¿Recuerdas el libro que vimos ayer en la tienda de Amélie? —dijo, nerviosa.

—Sí, ese que quise regalarte pero no me dejaste —bromeó Allyson, intentando relajar a su amiga.

—Sí, ese. Bueno, Amélie me lo metió en la mochila. —No era una verdad completa, aunque tampoco era una mentira. Amélie la había obligado a quedárselo—. Bien, pues funciona.

Allyson abrió mucho los ojos.

—¿Cómo que funciona? ¿A qué te refieres?

Elizabeth cerró los ojos, mortificada.

—Allyson, necesito que mantengas la calma, por favor.

—Lizzy, ¿qué quieres…?

—Ian —la interrumpió Elizabeth, abriendo los ojos de nuevo y tratando de parecer resoluta—, sal, por favor.

Allyson frunció el ceño.

—No habrás pedido un perro…

Elizabeth negó con la cabeza y se preparó mentalmente para lo que iba a ocurrir. La puerta de su cuarto de baño se abrió y por ella apareció Ian, aún con la toalla alrededor de la cintura, aunque había tenido la decencia de peinarse un poco y parecer alguien más presentable.

Allyson creyó que alucinaba. Tuvo que quitarse las gafas y limpiarlas antes de analizar lo que estaba viendo. Con la boca abierta, perpleja, se fijó en cómo el chico llamado Ian atravesaba la habitación y se ubicaba junto a Elizabeth. Sí, aquello parecía típico de un perro, pero no era un animal lo que su mejor amiga había deseado. Era un chico y eso implicaba el deseo de Elizabeth de ser amada realmente por alguien.

—Qué pasada —musitó Allyson, avanzando hasta Ian y tocándole el brazo—. ¡Eres de verdad!

—Eso llevo intentando hacerle entender a Elizabeth toda la mañana —repuso Ian, divertido, mientras alzaba una mano—. Soy Ian, encantado.

Allyson estuvo a punto de soltar un comentario soez, pero prefirió morderse la lengua. Analizó a Ian todo cuanto pudo, aprovechando que él no se sentía para nada incómodo con la observación.

—Dios, Allyson, no es un experimento de laboratorio —suspiró Elizabeth, apartando a Ian para poder sentarse en la silla de escritorio y coger el Libro de los Deseos, que aún reposaba sobre la superficie de la mesa—. Aunque bien podría serlo. Escribí esto anoche y, esta mañana, Ian estaba aquí.

Elizabeth abrió el libro por la página donde había escrito. Allyson leyó las líneas y asintió.

—¿Has intentado pedir alguna otra cosa? —quiso saber Allyson, con actitud seria—. No sé, algo como un Porsche rojo, una casa en Miami o algo así.

—No —negó Elizabeth rotundamente—. Ni en broma, no pienso volver a usar el libro hasta que no sepa cómo narices solucionar esto. —Señaló a Ian con la mano, pero a él no pareció molestarle—. ¿Cómo voy a ocultarle a mi familia y a Caroline que tengo a un chico desnudo aquí? ¿Te recuerdo que mi padre es cirujano y sabe mutilar a la gente?

Ian se tensó al escuchar aquello y giró con demasiada fuerza el cuello hacia Elizabeth, llevándose las manos a la entrepierna tapada por la toalla.

—¡Ni de coña!

Allyson se echó a reír y Elizabeth, después de unos segundos, no pudo hacer otra cosa que acompañarla.

—No te va a pasar nada, Ian —le aseguró Allyson, guiñándole un ojo con toda la confianza del mundo—. Elizabeth tiene demasiado aprecio a su libertad como para exponerte de esa manera.

Ian alzó una ceja, suspicaz.

—No sé cómo tomarme eso.

Elizabeth puso los ojos en blanco.

—Necesito comprarle ropa, Allyson —continuó diciendo Elizabeth para regresar al quid de la cuestión—. ¿Cómo puedo vestirlo si ni siquiera puedo sacarlo de aquí?

Allyson se llevó una mano a la barbilla. Se dio golpecitos durante un par de segundos hasta que una buena idea cruzó su mente.

—¿Y si llamas a la personal shopper de tu madre? ¿No es ella la que elige la ropa de tu padre?

—No quiero que ella le chive a mis padres que…

—No lo hará —replicó Allyson con una sonrisa perversa—. Por una vez, podrás gastar todo el dinero que quieras en mantener callada a esa mujer.

Ian, que apenas comprendía nada, miraba a Elizabeth y a Allyson como si estuviera en un partido de tenis. Al cabo de unos minutos, solo tuvo una cosa clara: se acabó el ir andando como el libro lo trajo al mundo por la casa de Elizabeth. ¿Significaba aquello que ella lo aceptaba en su vida? Bueno, aunque no lo hiciera tal y como él esperaba, se alegró de no tener que desaparecer tan pronto.