Capítulo 3

Explicarle a la personal shopper de la señora Evans que había un invitado inesperado con una GRAN necesidad de encontrar ropa de su talla sin que la mujer pusiera el grito en el cielo al verlo casi desnudo fue toda una hazaña para Elizabeth y Allyson. Superado el susto inicial y el bochorno, Elizabeth hasta consiguió reírse en alguna ocasión mientras Ian le sonreía con picardía a la pobre mujer de cuarenta años que le tomaba medidas.

Elizabeth no se lo había preguntado. ¿Cuántos años tendría Ian y cómo había averiguado su nombre? Al tema del nombre le encontró pronto una explicación: tenía un enorme cuadro rectangular en la cabecera de la cama en el que rezaba Elizabeth escrito a punto de cruz. Sin embargo, el tema de la edad la intrigaba. Ella no había especificado en su deseo cuántos debía de tener, aunque por el aspecto parecía ser de su misma edad, más o menos, año arriba, año abajo. Elizabeth apuntó mentalmente la pregunta para hacérsela cuando se quedaran solos y disfrutó de lo lindo al ver a su amiga entusiasmada con aquello.

A pesar de todo, Elizabeth sabía que aquel momento de relajación no duraría mucho. Tenía que buscarle una solución a aquella visita. Sus padres podrían tragarse que era primo de Allyson (a pesar de la diferencia física evidente) y que en la casa de su amiga no tenían sitio para él. Su padre no pasaba tanto tiempo en casa como para importarle tener un invitado y a su madre le encantaba ser una anfitriona modelo, de modo que bien podría mantenerlo en su casa algunas semanas, el tiempo suficiente como para ver qué narices hacía con Ian.

En cuanto la personal shopper se fue de la casa de los Evans con la promesa de volver en una hora con los brazos cargados de ropa, Ian se dejó caer en el sofá del salón, apoyó los codos sobre las rodillas abiertas y la barbilla sobre sus manos entrelazadas. Fijó sus impresionantes ojos verdes en su «dueña» y su amiga, cansado.

—Esperaba que me usaras de alguna manera, Elizabeth, pero no que lo hicieras de esta forma —comentó como quien no quiere la cosa, sabiendo a la perfección lo que sus palabras subidas de tono provocaban en ella.

De hecho, al instante tuvo su primera respuesta. Elizabeth se puso roja y le lanzó una mirada envenenada.

—Deja de hacerte ilusiones. Esto es lo más cerca que vas a estar de jugar conmigo.

Ian se echó a reír. Elizabeth se sorprendió pensando en que su sonido era bastante agradable, pero al momento desechó la idea. Allyson tomó asiento junto a Ian y cruzó las piernas.

—Sinceramente, Lizzy, no sé por qué sigues rechazándolo. Es un portento —declaró Allyson con descaro.

Su mejor amiga puso los ojos en blanco. Allyson no tenía pelos en la lengua, ella lo sabía, pero eso a veces le acarreaba momentos embarazosos, como aquel. Además, a Ian no le hacía falta que le dijeran que estaba bueno, él ya lo sabía de sobra. Constató ese hecho cuando se atrevió a bajar la mirada del techo y fijarla de forma fugaz en su invitado. Tenía una gran sonrisa en la cara y un brillo inquietante en los ojos.

—Gracias —respondió Ian, haciendo gala de su afán de donjuán e inclinándose un poco hacia Allyson.

—Por Dios —masculló Elizabeth, yendo hacia la cocina a por un vaso de agua bien fría.

La distancia de unos metros le sirvió a Elizabeth para calmarse un poco y a Ian, para sopesar sus opciones. Mientras que Elizabeth no quisiera acercarse, él no tendría ninguna posibilidad de cumplir su deseo y volver a su encierro eterno. Lo que nadie sabía era que el castigo de aquel hombre había sido real y, por mucho, menos placentero que el suyo. Ian estaba condenado a hacer realidad el deseo de cualquier persona de ser su pareja, su amigo, su protector o lo que quisiera. En cuanto el deseo se veía cumplido, Ian solo tenía veinticuatro horas para convencer a su dueño para que añadiera detalles en el libro. Por eso tenía tantas páginas, para que su dueño temporal pudiera pedir cuanto quisiera. El problema era que, si el dueño no quería alargar el deseo, este se borraría pasado un día y el objeto de deseo desaparecería, como si nunca hubiese existido. El dueño sabría que había cumplido su sueño, pero jamás sabría cómo.

Ian necesitaba hablar del tema con Elizabeth, aunque no estaba seguro de si ayudaría en algo a su situación. Por un lado, aquella chica le gustaba. Tenía carácter y, a pesar de que sabía que la ponía nerviosa, no se amilanaba ante su presencia. Era más, lo amenazaba con dejarlo en la calle si se sobrepasaba con ella por la noche. Aunque a Ian le tentaba la idea de poder tocarla cuando nadie los viera, sabía que tenía que andarse con cuidado. Si su dueña quería que desapareciese, solo tenía que escribirlo de nuevo en el libro, pero lo mejor era no contarle aquel detalle, ¿verdad?

Por otra parte, Ian sabía que, cuanto más tiempo pasara fuera del libro sin cumplir su cometido, más doloroso le resultaría permanecer en el mundo real. Algo tenía el libro que lo obligaba a regresar a él y, si no lo hacía por cualquier motivo, empezaba a sufrir los efectos. Solo le había pasado una vez y no mucho después había regresado a las páginas en blanco, de modo que no había podido saber qué más le esperaba fuera de allí. Aquello era un absoluto caos y odiaba pertenecer a él. No habría manera de convencer a Elizabeth de que lo aceptase como su novio si ella no quería. Además, aquello era un arma de doble filo. ¿Qué ocurriría si era él quien se enamoraba de ella? No quería saberlo siquiera.

Así pasaron varios minutos, él con sus propias preocupaciones atormentándolo y Allyson con Elizabeth en la cocina, que había preferido dejar solo a Ian al ver que no le daba conversación. Al menos, hasta que un golpe seco lo sacó de su ensimismamiento y corrió hacia el origen del golpe.

Lo primero que Ian vio fue la sangre. Elizabeth se había cortado con una de las esquirlas de cristal que habían rebotado de un vaso roto en el fregadero. Sin pensar en lo que estaba haciendo, se deshizo el nudo de la toalla de la cintura y se dirigió hacia Elizabeth con ella en la mano. Elizabeth, al verlo, se puso roja como un tomate.

—Maldita sea, Ian, ¡tápate!

Allyson, alertada por el comentario, quiso girarse para fijarse bien, pero Elizabeth la cogió por el brazo con la mano que no sangraba y la obligó a girarse.

—Ni se te ocurra seguir alimentando su ego —le advirtió Elizabeth, dividida entre el dolor por la herida abierta, la vergüenza de tener a Ian desnudo de nuevo y la sensación de posesión que acaba de sentir respecto a su invitado. Se negaba a que Allyson viera lo mismo que ella, algo ilógico por completo.

Ian sacudió la cabeza y, dejando a un lado el comentario morboso, cogió por la muñeca a Elizabeth y le tapó la herida de la palma de la mano con la toalla.

—Voy a por el botiquín —comentó entonces Allyson, evitando a toda costa mirar por el rabillo del ojo a Ian.

Elizabeth asintió y Allyson desapareció escaleras arriba, en dirección al cuarto de baño. Elizabeth utilizó el momento de silencio para observar a Ian. Era realmente guapo, no podía negarlo. Tenía un aire extraño, como de otra época, a pesar de que el corte de pelo y su forma de hablar fuesen como el de cualquier otro chico del siglo XXI. El verde de los iris tenía varias tonalidades, de la más oscura a la más clara conforme se alejaba de la pupila. Debía de haber hecho ejercicio en algún momento, porque su imaginación no era tan increíble como para visualizar a alguien con los músculos marcados a la perfección, sin ser exagerado pero tampoco pobre en forma. Tenía el cuello fino y la piel levemente bronceada.

Era demasiado guapo, hasta para ella.

Elizabeth suspiró, lo que hizo que Ian apartase la mirada de su labor para limpiar la herida y la fijase en los ojos azules de ella.

—¿Te duele? —preguntó, y Elizabeth vio que su preocupación era sincera, que no interpretaba ningún papel.

No pudo menos que sonreír un poco.

—Estoy bien —le aseguró, sintiendo cierta calidez al ver que él intentaba devolverle la sonrisa—. Solo es un poco aparatoso, nada más.

—¿Tienes tendencia a hacerte heridas? —bromeó Ian, que quitó la toalla de la herida y la puso bajo el agua del fregadero.

—Soy un poco patosa —admitió Elizabeth, obligando a sus ojos a mantenerse fijos en la cara de Ian—. Me pincho varias veces por semana con la aguja.

—¿Cómo?

—Soy diseñadora —Elizabeth puso los ojos en blanco—, bueno, casi. Coso por diversión y porque me gustaría trabajar algún día como diseñadora. Le paso mis dibujos al antiguo jefe de mi madre y él los valora. Algunos incluso los escoge para sus sesiones de fotos.

Ian alzó las cejas, sorprendido. Iba a decir algo, pero en ese momento llamaron a la puerta y cualquier comentario al respecto se perdió en el aire. Elizabeth suspiró.

—Es probable que sea la personal shopper. Quédate aquí, no quiero que te vea así. —Y lo señaló entero con la mano herida.

—Está bien —aceptó Ian—, seré tuyo mientras lo quieras así.

Elizabeth puso los ojos en blanco. Se ahorró la respuesta y fue a abrir la puerta. Allyson bajó entonces por las escaleras con unas gasas y agua oxigenada. Elizabeth permitió pasar a la personal shopper, que venía acompañada por dos de sus ayudantes cargadas de ropa hasta arriba. Allyson le preguntó a Elizabeth por Ian y ella le dijo que se había quedado en la cocina. Allyson le guiñó un ojo a su amiga, que tuvo que contenerse para no gritar de la frustración. Dejó que le limpiase un poco más la herida y que la cubriese con una gasa mientras la personal shopper y sus ayudantes se dedicaban a exponer toda la ropa que habían escogido a lo largo y ancho del enorme sofá del salón de los Evans.

—Muy bien —dijo la personal shopper en cuanto hubieron acabado de preparar las prendas—. Que pase.

—Sí, eh… Un momento —masculló Elizabeth, lanzándose a por unos calzoncillos de Calvin Klein negros del montón de ropa interior.

Nadie dijo nada, pero sí que se pudo escuchar la risita de Allyson hasta la cocina. Elizabeth corrió hasta allí con la prenda en la mano y se la tiró a la cara a Ian.

—¡Ponte eso antes de salir! —le gritó y regresó con las demás mujeres.

Aunque Elizabeth jamás lo admitiría en voz alta, ver a Ian desfilar con cada uno de los modelitos fue un auténtico espectáculo y un placer a la vista. La personal shopper había llevado todo tipo de conjuntos, desde deportivos e informales a trajes de chaqueta para reuniones elegantes. Elizabeth decidió que uno de esos trajes se había convertido en su conjunto favorito, pero eso, claro, Ian nunca lo sabría. No necesitaba darle falsas esperanzas, aunque a veces a ella le diesen ganas de dárselas.

Para cuando terminaron, tres horas después, Ian tenía un armario entero lleno de ropa nueva, lista para ser estrenada, un cajón completo de bóxeres y calzoncillos ajustados, calcetines, un par de zapatos de vestir, una sandalias de hombre y un par de botines. El problema de la ropa se había resuelto, para alivio de Elizabeth, y creía haber encontrado la solución para la cuestión de tener a un desconocido en casa. Entre Allyson y ella habían elaborado la excusa perfecta y entre las dos se encargarían de convencer a los Evans de que dejaran quedarse a Ian durante una temporada. Allyson les explicaría que su primo se había ido de casa porque sus padres tenían problemas legales y él no quería verse salpicado con el tema. Añadiría que el sofá cama de su casa había quedado hecho polvo y que no tenían sitio para alojarlo. Y ahí entraba Elizabeth, pidiéndoles a sus padres que lo dejaran quedarse en la habitación de invitados hasta que consiguiese un trabajo y pudiese buscarse un apartamento propio en la ciudad.

Para llevar a cabo el plan, Elizabeth invitó a Allyson a comer. Sarah Evans, la madre de Elizabeth, recibió encantada a la amiga de su hija y le comunicó que su marido se había tenido que quedar a una operación muy importante. Elizabeth lo agradeció en silencio. Así sería más fácil convencer a su madre, que no tardó en hacerle un hueco a Ian en la mesa. Este dejó que las chicas se encargasen y, para las cuatro de la tarde, ya estaba todo resuelto. Sarah se encargaría de explicarle la situación a Malcom, su esposo.

Asunto resuelto. Aunque la tranquilidad para Elizabeth duró más bien poco. Llegaba la hora para que Allyson regresase a casa y no le quedaba otro remedio que encargarse sola de Ian y del problema del libro, del que aún no habían hablado expresamente. Por eso, en cuanto el chófer de los Evans se llevó a Allyson de regreso a Hyde Park, Elizabeth arrastró a Ian a su habitación, ya que no se fiaba de lo que su madre pudiera escuchar desde el cuarto de invitados.

Una vez allí, Elizabeth cerró la puerta con llave y se puso a dar vueltas, agobiada.

—Bien, hoy todo ha salido demasiado bien, ¿no te parece?

—Para ser el primer día aquí, sí —asintió Ian, algo más relajado que hacía unas horas.

Había decidido apartar sus oscuros pensamientos y disfrutar de la extraña amabilidad de Elizabeth. Sospechaba que ella estaba siendo condescendiente porque no estaban a solas. Le preocupaba que, en cuanto no hubiese nadie escuchándolos ni analizándolos, ella volviese a cargar su ira contra él.

—Muy bien —dijo Elizabeth, pareciendo más resuelta de lo que en realidad se sentía; se giró hacia Ian y caminó en su dirección, señalándolo con un dedo—. Vas a tener que empezar a pensar en buscar trabajo. Yo puedo cubrirte un par de semanas hasta que encuentres algo.

Ian frunció el ceño, debatiendo consigo mismo.

—¿Puedo hacerte una pregunta, Elizabeth? —dijo entonces con absoluta seriedad, pillando por sorpresa a la chica.

Ella se repuso de inmediato y asintió en silencio.

—Sé sincera. ¿Cuánto tiempo crees que voy a poder estar aquí?

Elizabeth tragó saliva.

—No comprendo. ¿No eres libre una vez que alguien te desea?

—No del todo —confesó Ian, que vio cómo el color se iba del rostro de Elizabeth—. Estoy atado a tu deseo. Hasta que no lo cumpla, no seré libre.

—¿Estás condenado? —inquirió Elizabeth, eligiendo unas palabras un tanto curiosas para describir la situación de Ian.

—Sí —replicó él, y aquella palabra cayó como una pesada losa sobre Elizabeth—. Si no cumplo las condiciones del deseo, empezaré a… cambiar —vaciló Ian, sin saber muy bien cómo explicarle las consecuencias de la desobediencia—. No importa si es cosa tuya o mía, estoy obligado a cumplir con lo que se desea. Es la norma número uno del libro.

—¿Qué ocurre si no cumples el deseo? —quiso saber ella, aunque en parte preferiría que no hubiese preguntado nada.

Ian captó al momento la doble intencionalidad de sus palabras y, con una sonrisa sarcástica, negó con la cabeza.

—No quieras saberlo. Lo mejor es que me dejes cumplir tu deseo.

—Pero eso no puede ser —replicó Elizabeth, confusa—. No puedes estar enamorado de mí.

—¿Por qué no? —dijo a su vez Ian, acercándose a ella y posando una de sus manos sobre la mejilla de ella.

—No me conoces —insistió Elizabeth, nerviosa por la cercanía de Ian, a pesar de que ya no estaba desnudo ni la estaba provocando con su actitud perversa. Sin embargo, ni él se apartó de ella ni ella hizo intento alguno para quitar su mano de encima—. No tienes ni idea de cómo soy ni de lo que me gusta.

—¿Como tu color favorito? —bromeó Ian, consiguiendo que Elizabeth bajara un poco la guardia; ¿cómo podía acordarse de eso?

—Es un buen ejemplo —repuso Elizabeth, e Ian se echó a reír por lo bajo—. De verdad, Ian —suspiró, puso una mano sobre la de Ian y la bajó con suavidad—, siento haberte llamado, pero no puedes hacer nada por mí.

La expresión de Ian cambió por completo. Borró la sonrisa genuina de su rostro, que se tornó en severidad. Sus ojos dejaron de parecer amables para convertirse en hielo. Elizabeth sintió que se le encogía el corazón.

—Muy bien —dijo Ian, apartándose de ella, y se dirigió hacia la puerta de la habitación—. No te molestaré más entonces.

Elizabeth no tuvo tiempo de impedir que saliera de esa forma de su cuarto. Antes de que pudiera hacer nada, Ian ya había bajado las escaleras y se había metido en su nueva habitación para ocultarse de todo y de todos.