Elizabeth no volvió a salir de su habitación hasta la hora de la cena. Esperaba ver a Ian entonces, pero no apareció. Su padre por fin había regresado de trabajar y quiso presentárselo, aunque cuando fue a buscarlo a su habitación, solo obtuvo por respuesta un «no me encuentro bien». Por el tono cortante que Elizabeth atinó a escuchar, no insistió. Esperó en silencio que su padre no se lo tomara a mal, aunque no tuvo tiempo de preguntarle. Debía regresar al hospital para hacer la guardia de esa noche.
Elizabeth suspiró, agotada. Había sido un día demasiado largo y quería que acabase de una vez; quizás, así, cuando se despertase al día siguiente, se daría cuenta de que había sido todo un mal sueño y que el Libro de los Deseos no era mágico y que Ian no existía. Le dio las buenas noches a su madre y subió a su habitación. Al pasar por delante de la puerta de Ian, estuvo tentada de entrar e invadir su pequeño espacio para disculparse; no fue capaz. «Tal vez mañana esté de mejor humor para hablar», pensó, y se internó en su habitación.
Sin embargo, a la mañana siguiente, al despertar, lo primero que sintió fue un vacío extraño. Había algo mal, estaba segura, aunque no sabía bien qué. Se adecentó en su cuarto de baño y bajó las escaleras. Pasó por delante de la puerta de Ian, pero no se escuchaba nada. Se mordió el labio inferior. Quizás ya estuviera abajo, desayunando con su madre. Con ese pensamiento, bajó a la cocina respirando hondo, pensando cómo enfrentar el carácter de alguien a quien apenas conocía. No obstante, lo primero que Elizabeth encontró al entrar en la cocina fue a la asistenta, que tenía varios fuegos encendidos para dejar hecha la comida y la cena.
Elizabeth frunció el ceño, confusa.
—Caroline, buenos días —saludó, rodeó la isla y se acercó.
Ella apenas levantó la vista de la comida que hervía en el fuego, pero le dedicó una sincera sonrisa.
—Buenos días, señorita Elizabeth. ¿Ha dormido bien?
—Sí… Eh, Caroline, ¿no ha bajado nadie más a desayunar?
—Sí, señorita —respondió Caroline, que dejó a un lado la comida hervida y apagó el fuego correspondiente—. Su madre bajó hace una hora y ha salido a dar un paseo con su amiga. Su padre ha llegado hace dos horas y está durmiendo.
Elizabeth sintió una dolorosa opresión en el pecho.
—¿E Ian? —Al ver la expresión extrañada de Caroline, especificó—: Un chico, rubio, alto, ojos verdes… Es mi invitado. ¿No está?
—No, señorita —negó Caroline, viendo la preocupación en el rostro de la hija de sus jefes e inquietándose ella también—. No hay nadie en la habitación de invitados, señorita. La he limpiado antes de venir a la cocina.
Elizabeth abrió mucho los ojos y se llevó una mano a la boca mientras se apoyaba con la otra sobre la isla. Ian se había marchado. Habría metido todas sus cosas en la maleta nueva que la personal shopper había tenido la decencia de incluir en el pedido y se había ido sin decir adiós. Elizabeth sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies y la tenaza que le apretaba los pulmones aumentó su agarre. No podía respirar bien y tampoco era capaz de pensar con claridad.
—No puede ser —boqueó, dándose la vuelta.
Fue escaleras arriba y recorrió el pasillo hasta llegar a la habitación de invitados. Abrió la puerta sin llamar. Por un momento, Elizabeth esperó encontrarse a Ian durmiendo en la cama, pero allí no había nadie. El armario estaba vacío, como pudo comprobar, al igual que los cajones y el zapatero. No quedaba nada. Ian se lo había llevado todo, aunque no tenía ni idea de a dónde.
Enseguida, una idea absurda y fugaz cruzó su cabeza de parte a parte. Salió del cuarto de Ian sin cerrar la puerta y fue al suyo. Una vez allí, se lanzó de cabeza a por el Libro de los Deseos. Su deseo seguía allí escrito, aunque Elizabeth podía jurar que palpitaba como una luz intermitente. Sin embargo, no podía detenerse a analizar aquel detalle. Cogió un bolígrafo del lapicero y escribió con rapidez:
Tener un coche rojo que sea rápido y nuevo para buscar a Ian.
Tener algo para encontrar a Ian.
Elizabeth soltó el boli con violencia sobre la mesa y dejó el libro abierto frente a ella. Pasados unos segundos, las páginas del libro comenzaron a brillar hasta el punto de no ser capaz de mantener los ojos abiertos. La luz se hizo más y más intensa. De repente, el destello desapareció tan rápido como había surgido. Expectante y con la respiración alterada, Elizabeth vio cómo habían aparecido unas llaves de la marca Porsche frente a ella con un bonito lazo rojo y, junto a ellas, una especie de GPS en cuya pantalla aparecía un punto azul que se movía de un lado a otro por el parque de atracciones de Santa Mónica.
Con el corazón en un puño y sabiendo, sin tener la certeza, que ese punto era Ian, cogió las llaves del que seguro era su nuevo coche y bajó con rapidez las escaleras. Le dio igual estar en pijama. Tenía suerte de que fuese un conjunto que bien podía pasar por ropa para ir a la playa. Se calzó sus botines en la entrada, cogió el bolso más cercano del armario que había junto a la puerta y salió corriendo hacia la parte trasera de la casa sin decir nada a Caroline.
Efectivamente, ahí estaba, un flamante Porsche 911 GTS de color rojo, preparado para ser usado. Elizabeth se montó frente al volante y metió la llave en el contacto. Al momento, el motor rugió con un suave ronroneo. Sin pensar mucho en que iba a conducir un coche de lujo con un carné de conducir recién sacado, metió primera y salió de su casa. Le dio la vuelta a la manzana y recorrió Beverly Hills hacia abajo.
Elizabeth maldijo cuando vio que todos los semáforos la pillaban en rojo. Al menos, se dijo, podía revisar de vez en cuando la dirección de Ian, aunque no se movía de la zona. «Seguro que no sabe a dónde ir», pensó en primer lugar al cerciorarse de que el puntito azul se había quedado quieto en medio de la playa. «No tiene dinero para alojarse en un hotel y tampoco sabe cómo llegar a casa de Allyson», se le ocurrió después. «Aunque podría preguntar. Pero tardaría demasiado en llegar a Hyde Park caminando».
Fuera como fuese, Elizabeth quería ir más rápido y el destino parecía querer retenerla. Por fin, tras tardar el doble de lo que habría tardado de no haber tenido los semáforos en rojo y no haber presenciado un aparatoso accidente frente a ella, pudo dejar el Porsche en uno de los pocos aparcamientos que quedaban libres a las once de la mañana. Apagó el motor del coche, cogió todas sus cosas y se deslizó por el asiento para salir del vehículo.
Una vez fuera, volvió a comprobar su GPS particular. En esos instantes había un segundo puntito, rojo. Elizabeth probó a moverse unos metros, solo para comprobar que el símbolo la señalaba a ella. Aguantando la risa histérica que amenazaba con estallar en su interior, bajó corriendo por el paseo, esquivando constantemente a quienes se cruzaban en su camino y la retrasaban. Por cosas como aquellas, odiaba ir a esa parte de la ciudad.
Por suerte, no tardó en encontrar a su puntito azul. Ian destacaba demasiado con ropa que aún tenía la etiqueta y una maleta tan grande. Los que pasaban cerca de él se quedaban mirándolo, sobre todo las mujeres. Pero él no hacía caso, cosa que a Elizabeth le gustó muy en el fondo. Se apresuró a llegar hasta él, aunque no tenía ni idea de cómo abordarlo. Lo único que se le ocurrió fue carraspear cuando lo tuvo frente a ella.
Ian la ignoró. Elizabeth estuvo a punto de tirarle la maleta a la cabeza, pero luego se le ocurrió que quizás pensara que era otra persona más que no dejaba de mirarlo y, también, que no era la mejor forma de entablar una conversación. De modo que lo rodeó y lo encaró.
El sol cegó por un instante a Ian cuando miró hacia arriba, aunque luego fue capaz de vislumbrar quién estaba ahí con él. Su corazón dio un salto, pero no se lo dejó ver a la chica que acababa de encontrarlo y que lo miraba con una mezcla de alivio y enfado que se le antojaba graciosa.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Elizabeth con suavidad, arrodillándose para quedar a su altura.
Ian se protegió del sol con una mano y desvió los ojos verdes un segundo hacia las aguas del Pacífico.
—Esperar —respondió con el mismo tono de voz.
—¿A qué?
—A desaparecer —murmuró, clavando de nuevo los ojos en ella—. ¿Sorprendida?
Elizabeth tragó saliva.
—Sí —admitió—. ¿Por qué ibas a desaparecer?
Ian se encogió de hombros, dejando de mirarla de nuevo.
—Es lo que hacemos los deseos cuando cumplimos con nuestro cometido o cuando no somos capaces de ser eficaces. —Volvió a fijar sus ojos en ella—. A mí me dolerá más, por supuesto, pero al menos podré dejar de sentirme inútil.
Elizabeth se mordió el labio inferior. El pulso le temblaba bajo la piel, no se había esperado esa respuesta.
—¿Tú desaparecerás? —Ian asintió con la cabeza—. ¿Y por qué querrías hacerlo aquí, solo?
Ian esbozó una media sonrisa demasiado triste como para que Elizabeth pudiese mirarla de hito en hito, de modo que agachó la cabeza, sintiéndose tremendamente tímida.
—Ya me has dejado claro que no quieres que esté contigo. Aquí, no molesto a nadie.
—Es ilegal acampar aquí —le informó Elizabeth al momento, con su mente buscando excusas para hacerlo volver a su casa—. Y hace fresco por las noches. Y podrían robarte las cosas.
Ian bufó, sarcástico.
—Y… —continuó Elizabeth; se armó de valor y se atrevió a buscar su mirada. Estaba hecha de dos gemas de un impresionante color verde esmeralda—. Yo me preocuparía por ti.
—¿De veras? —Ian se inclinó hacia delante y atrapó a Elizabeth de manera que esta cayó sobre él, con ambas manos sobre su pecho para aguantar su peso.
—S… Sí —respondió, demasiado perdida en la intensidad de la mirada de Ian.
Él alzó una ceja, incrédulo.
—Tú no me necesitas —le recordó entonces, haciendo que Elizabeth sintiera como si le clavasen un puñal en la espalda.
—Podría haberme equivocado —murmuró ella, y dejó que Ian la acomodase un poco sobre la arena y sobre su cuerpo—. Quizás no me enamore de ti, pero podrías ser mi amigo. —Ian sonrió, esa vez de verdad—. No se me da muy bien hacer amigos sin que me odien, pero podría intentarlo contigo.
Ian ladeó la cabeza y observó detenidamente a Elizabeth, que trataba por todos los medios de convencerlo para que regresara. Alzó una mano casi sin pensar y le quitó un mechón de pelo negro de la cara. Se paró entonces a estudiarla. Llevaba puesto el pijama y unos botines. «¿Ha salido de su casa vestida así?», se sorprendió al descubrirlo. Eso hizo que algo dentro de él se calentase.
Suspiró y negó con la cabeza. Antes de que Elizabeth pudiera analizar lo que hacía, Ian la empujó contra él, la tiró sobre su pecho para rodearle la espalda y la cintura con los brazos y hundió la nariz en su pelo. Elizabeth parpadeó, confusa, temiendo por un momento que Ian se diera cuenta de lo rápido que iba su corazón al tenerlo tan cerca. Sin embargo, él no podía prestarle atención a ese detalle. Estaba demasiado emocionado por la preocupación de Elizabeth que no podía fijarse en otra cosa.
—¿Quieres que vuelva? —preguntó, temeroso, sin apartarla de él.
—Sí —musitó ella con un nudo en la garganta—. Por favor, regresa.
Ian cerró los ojos y asintió con la cabeza.
—Lo haré —le prometió, y solo entonces Elizabeth sintió que podía respirar con normalidad de nuevo.
Unos minutos después, ambos se separaron sin mirarse a la cara. Ninguno de los dos quería hablar de lo que había ocurrido. Se encaminaron hacia el coche de Elizabeth y subieron a él en silencio. Así transcurrió parte del recorrido de vuelta que, para desgracia de Elizabeth, fue igual de lento y frustrante que el de ida.
—¿Este coche es tuyo? —dijo entonces Ian, rompiendo el silencio incómodo que no parecía querer irse.
Elizabeth se sobresaltó al escucharlo, pero se repuso con rapidez.
—No —confesó, sintiendo cómo el calor se agolpaba en sus mejillas—. Lo deseé.
Ian alzó una ceja, sorprendido, y la miró con evidente interés.
—¿En serio?
Elizabeth sacudió la cabeza a modo de respuesta y torció a la izquierda para tomar la calle en la que se encontraba su casa.
—¿No decías que el libro era una estafa? —sonrió Ian, satisfecho al ver que Elizabeth evitaba mirarlo directamente.
Elizabeth puso los ojos en blanco, pero no dijo nada. Aparcó en la zona trasera de la casa y salió del coche. Ian la siguió, divertido. Aquella chica era demasiado testaruda, aunque estaba claro que empezaba a acostumbrarse a la idea de que él era real y de que podía pedir casi cualquier cosa a través del libro, lo cual le recordó algo. Sin embargo, pensó que lo mejor sería comentárselo cuando estuvieran a salvo dentro de su habitación. No se fiaba de nadie, dudaba de que alguien tomase por cuerda a Elizabeth si empezaban a hablar de un libro mágico que concedía deseos. Lo considerarían absurdo.
Ambos entraron por la puerta trasera de la casa. Solo entonces Elizabeth se giró hacia Ian, aunque fue para coger el asa de su maleta.
—Ve a la cocina —le indicó ella con súbita timidez—. Si Caroline no está, habrá dejado el desayuno en el microondas.
—Son casi las doce —apuntó Ian, sin saber muy bien qué horario de comidas seguir en ese momento. Después de tantas vidas y tantos países, uno dejaba de intentar memorizar las horas de desayuno, comida y cena.
—No comas si no quieres —respondió Elizabeth con una punzada de acritud que a Ian no le pasó desapercibido.
—Lo haré, tengo hambre —cedió finalmente.
Elizabeth no dijo nada. Se fue escaleras arriba y dejó a Ian abajo. Esperaba no tener que salir corriendo otra vez tras él como aquella mañana. No había desayunado y no se encontraba del todo bien después del episodio de estrés, de modo que rogaba en silencio para que le pusiera las cosas fáciles. Al menos, se dijo, Caroline se había marchado ya; se ahorraba la presentación por ese día.
Por su parte, Ian cada vez estaba más seguro de que conquistar a Elizabeth y cumplir su deseo sería tarea difícil, no solo por lo escéptica que era, sino también porque parecía negarse en redondo a que nadie se adentrase en su cabeza y en su corazón. No sabía bien por qué, pero le daba la impresión de que alguien le había deshecho todas las ilusiones tiempo atrás y que por eso no se fiaba de él. Además, Ian era un deseo, algo que se desvanecería con el tiempo. Dudaba de que eso la ayudase a superar su trauma o el complejo que tuviese respecto a las relaciones.
No pudo pensar en ello mucho tiempo más. Elizabeth bajó las escaleras de nuevo tras haber dejado la maleta de Ian en su sitio y haber sacado la ropa para que se le quitasen las arrugas. Le pediría a Caroline el favor de que las planchara si le quedaba tiempo al día siguiente. Ian se sentó en uno de los taburetes de la isla de la cocina y vio a su dueña moverse de un lado a otro en silencio, evitando el contacto visual.
—¿Estás bien? —quiso saber Ian, preocupado.
—Sí —repuso Elizabeth, ajena al análisis visual de Ian, mientras calentaba las tortitas de Caroline y le servía zumo de naranja en un vaso—. ¿Crees que podrías no salir huyendo otra vez?
Ian ladeó la cabeza.
—Ya te lo he dicho. Me quedaré aquí hasta que se cumpla tu deseo. —Era una media mentira, pero ella no tenía por qué saberlo.
Elizabeth esbozó una sonrisa.
—Sigues empeñado, ¿no? Creía que eras tú el que tenía que quererme y no fallarme.
—Ese deseo es recíproco —replicó Ian, captando el interés de Elizabeth, que le puso el desayuno por delante—. Hay varios tipos de deseos. La mayoría de la gente pide cosas, como tú con el coche.
—Y el GPS —señaló Elizabeth antes de poder controlar su boca.
Ian parpadeó, confuso.
—Déjalo —masculló Elizabeth con la boca pequeña.
—Vale. Y el GPS. En cuanto su dueño utiliza esos deseos y se cumplen, estos desaparecen. Son unidireccionales, no interactúan con el dueño.
Elizabeth frunció el ceño.
—¿Quieres decir que el Porsche desaparecerá?
—Y el GPS —asintió Ian, dándole un bocado a una tortita—. Dios, qué rico está esto.
Elizabeth sonrió levemente ante el entusiasmo de Ian por la comida, lo que hizo que se preguntase cuánto tiempo llevaba sin comer. Sin embargo, tuvo que apartar ese pensamiento a un lado, porque otro ocupó el lugar central en su cerebro. Sin decir nada, corrió a su habitación a por el libro y lo abrió por la página donde había escrito sus tres deseos.
Tal y como había pensado, el del coche y el de la manera de encontrar a Ian palpitaban. Aparecían y desaparecían.
—¿Elizabeth? —escuchó a su espalda.
Ella se giró con el libro en la mano y le mostró lo que veía.
—¿Por qué pasa esto? ¿Qué significa? —preguntó, nerviosa, señalando con un dedo los deseos intermitentes.
Ian entornó los ojos.
—Significa que ya han sido cumplidos. Desaparecerán. —Los ojos de Ian se centraron en la expresión asustada de Elizabeth—. Si quieres que no lo hagan, añádele detalles, pero eso implicará que el pago por el deseo será más alto.
—¿El pago? —repitió Elizabeth; fue entonces cuando recordó la leyenda que había escrita en la página anterior a la que ella había usado.
Ian se imaginó lo peor.
—Has pagado por el coche y el GPS, ¿no?
—¡No sé cuál es el pago! —gritó Elizabeth, que sentía como si el mundo se tambaleara a su alrededor—. ¿Qué tengo que dar a cambio?
—¿Te ha pasado algo con el coche o con el GPS? —quiso saber Ian de inmediato, agarrándola por los hombros con suavidad.
—¿Te refieres al atasco, los semáforos en rojo y el accidente que ha ocurrido demasiado cerca de mí?
—Sí —exhaló Ian, apartándose de ella y llevándose las manos al pelo—. Bien, has pagado por el coche.
—¿Y el GPS? ¿Qué tengo que pagar por el GPS?
Ian volvió a girarse hacia ella. Tomó el libro de sus manos y lo examinó. El deseo de encontrarlo era muy ambiguo. El libro le había dado la manera de cumplirlo en lugar de hacerlo realidad por sí mismo, de modo que el pago debía ser diferente.
—Di que me has encontrado —dijo de repente, sorprendiendo a Elizabeth—. Díselo al libro.
Elizabeth le miró como si se hubiera vuelto loco, pero le hizo caso. Se acercó a él y se agachó para susurrarle al libro:
—He encontrado a Ian.
En cuanto lo hubo hecho, el deseo del coche y de hallar a Ian palpitaron una vez más y desaparecieron gradualmente, de la misma forma que se expanden las vibraciones en el mar o se pierde la sintonía de una emisora de radio. Al mismo tiempo, ambos objetos fueron esfumándose del jardín trasero de los Evans. Elizabeth lo vio desde su posición, cercana a la ventana que daba a aquella parte de la casa. Sus ojos vagaron del jardín al libro y del libro a Ian.
Aquello era demasiado increíble.
—Madre mía —musitó, intentando asimilar lo que había visto.
Ian cerró el libro con gesto severo y lo dejó en el escritorio. Había sido demasiado fácil deshacerse del último deseo. Algo le decía que, si Elizabeth volvía a pedir algo parecido, el precio no sería simplemente informar al libro. Habría algo más, algo que quizás ella no estuviera dispuesta a dar. Aun así, no le comentó nada acerca de sus suposiciones. Se limitó a aproximarse a ella y a estrecharla entre sus brazos. Elizabeth no se quejó, necesitaba sentir que algo era tangible y que no se desharía delante de sus ojos. Pasó los brazos por la cintura de Ian y se apretó contra él. Era la segunda vez que se abrazaban en el día, pero prefirió no pensar mucho en ello.
—¿En qué piensas? —murmuró Ian, eligiendo las palabras con cuidado. Sabía que Elizabeth estaba en una especie de shock.
—Me siento engañada —confesó tras unos segundos, que alzó la cabeza para encontrarse con los ojos verdes de Ian fijos en ella—. Todo lo que creía es mentira. La magia existe, los libros que conceden deseos también. ¿Qué no es real?
—Los vampiros —respondió Ian, intentando hacerla sonreír y quitarle la preocupación de encima— y los hombres lobo.
—¿Y las brujas?
—Bueno —suspiró Ian, acariciándole el pelo distraídamente—, tu concepto de bruja difiere mucho de la verdad. En realidad, no hacen magia negra ni blanca. Se limitan a establecer contacto con aquella parte de la realidad que la mayoría del mundo ignora o prefiere dejar a un lado.
—Dios… —musitó Elizabeth, aunque nunca había sido creyente. Tal vez debía replantearse sus creencias después de haber visto todo aquello.
—Relájate, Lizzy —dijo entonces Ian, sorprendiéndola al llamarla por su diminutivo—, no va a venir el hombre del saco a por ti.
Elizabeth le lanzó una mirada divertida y molesta al mismo tiempo. Se separó de él y le dio un golpe en el brazo. Ian rio, aunque dejó que ella buscara su propio espacio pues que se había tranquilizado un poco.
—Bueno, sea como sea, vas a tener que conseguir algún trabajo.
—¿Y qué hay de ti? —apuntó Ian con cierto tono pícaro—. ¿Tú no vas a trabajar?
—Claro que lo haré —repuso Elizabeth, aunque hasta ese momento no lo había pensado mucho—. Hoy es viernes, así que mañana no habrá muchas empresas abiertas. Saldremos a primera hora del lunes a echar currículums y buscar entrevistas. De todas formas, primero tendremos que resolver el tema de tu identificación y…
—Ya tengo carné —la interrumpió Ian con una sonrisa de suficiencia.
Se metió la mano en el bolsillo delantero de los pantalones que llevaba y sacó un pequeño cuadradito que lo identificaba como Ian Smith. Nadie diría que no era primo de Allyson con ese apellido. Elizabeth alzó una ceja, sorprendida. Iba a preguntar cómo lo había conseguido, pero prefirió no saberlo.
—Vale, un problema menos —sentenció y se sentó en la cama.
—¿Qué vamos a hacer el fin de semana? —inquirió Ian, inclinándose hacia ella con su típico aire juguetón.
Elizabeth, que empezaba a acostumbrarse a sus cambios de su humor y a su facilidad para ponerla nerviosa, le puso un dedo en la nariz y le empujó hacia atrás.
—Turismo —replicó, sonriente.