Desde el centro de Los Ángeles, pasando por Hollywood y Bel Air hasta llegar a Dowtown, Pasadena y Westlake. Elizabeth dedicó todo su fin de semana a enseñarle su ciudad a Ian, junto a Allyson. Una vez que supo que Ian nunca había tenido que cumplir un deseo en aquella ciudad, Elizabeth se esmeró en hacer un plan realmente completo para que disfrutara de lo mejor de Los Ángeles. Se movieron sobre todo en autobús, aunque cedió a la petición de Allyson de acudir al chófer de la familia para ir a los barrios y lugares más alejados. Sin embargo, aunque Ian vio de todo gracias a las chicas, su lugar favorito fue el mirador del Observatorio Griffith, alejado de todos y de todo, de manera que podía ver la ciudad a sus pies.
Por su parte, Elizabeth disfrutaba al tiempo que le explicaba los detalles de los lugares que visitaban y le hacía fotos con poses un tanto… extrañas, por llamarlas de alguna manera. Mientras que en unas parecía un auténtico modelo, en otras, Ian ponía caras raras o posaba con Allyson como si estuviesen interpretando a los personajes de películas. Elizabeth se sorprendió al saber que no hacía mucho que Ian había estado cumpliendo un deseo en España, por lo que conocía muchas de las películas de las que hablaban.
Por eso, cuando el domingo por la noche se tiró en la cama a ver todas las fotografías que había hecho, no pudo hacer otra cosa que echarse a reír. Ian había resultado ser también alguien muy dado a las bromas. Adoraba hacer chistes, por muy malos que fueran. Allyson se reía, claro, pero ella se mordía la lengua para no seguirle el rollo. Era divertido ver cómo se frustraba por no conseguir que se riera.
En ese momento, mientras se secaba las lágrimas tras haber visto una en la que Ian imitaba al Maestro Yoda en las primeras entregas de Star Wars, este llamó a la puerta de su habitación con los nudillos y abrió una rendija para asomarse.
—¿Puedo reírme contigo? —preguntó con falsa timidez.
Elizabeth asintió sin perder la sonrisa y lo instó a pasar con la mano libre mientras con la otra cogía el ordenador y lo ponía sobre sus piernas. Se sentó a modo indio en la cama, dándole un par de golpecitos a un hueco a su lado para que Ian se acomocadara. Él, que se había acostumbrado demasiado rápido a la Elizabeth entusiasta y simpática, no se hizo de rogar. Cerró la puerta a su espalda y se apresuró a trepar por la cama desde los pies para ubicarse junto a ella.
—Pareces un gato —comentó Elizabeth, diciendo por fin en voz alta lo que había pensado de él cuando lo vio por primera vez.
—Miau —respondió Ian, imitando a un felino tan bien que Elizabeth se echó a reír de nuevo—. ¿Cuál estabas viendo?
Elizabeth giró un poco hacia él la pantalla del ordenador. Ian asintió con una gran sonrisa en la cara.
—Tenía que hacerlo —se excusó, encogiéndose de hombros.
Estiró las piernas y se apoyó sobre un codo para ver bien cada una de las fotos que Elizabeth iba pasando. Ambos iban haciendo comentarios y se reían de nuevo de las situaciones. Aunque cuando aparecía una foto en la que Ian salía realmente bien, ninguno decía nada. Hasta que Elizabeth se hartó de ese silencio tan raro.
—¿Alguna vez has trabajado como modelo? —preguntó, pillando desprevenido a Ian al dejar el ordenador en el escritorio con una de las fotos buenas brillando en la pantalla.
—Pues… —Pensó unos segundos—. No, creo que no.
—¿En qué has trabajado?
—En casi todo. Guardaespaldas, camarero, jefe, astrofísico…
—¿Astrofísico? —repitió Elizabeth con una mueca—. ¿Quién narices iba a desear tener a un astrofísico?
—Un alumno desesperado por aprobar una asignatura.
—Tiene sentido —asintió Elizabeth, llevándose un dedo a los labios.
Ian siguió el movimiento con los ojos, pero apartó al momento la mirada de su boca. Se estaban llevando realmente bien, no quería estropear los buenos momentos de aquel fin de semana por su curiosidad. Hacía demasiado que nadie lo había deseado como pareja y no recordaba cuándo había sido la última vez que había besado a una mujer.
Sacudió la cabeza de inmediato, alejando esos pensamientos.
—Aún no comprendo bien cómo funciona el libro —confesó entonces Elizabeth con un suspiro—. Y me da miedo conocer el precio a pagar por haberte deseado sin querer.
Ian alzó una ceja y esbozó una sonrisa picarona.
—Así que sí me has deseado…
—No en ese sentido —replicó Elizabeth, lanzándole uno de sus peluches a la cara—. ¿Cuántas vidas has vivido?
Aquella pregunta le pareció tan profunda y tan difícil de contestar que Ian tuvo que cambiar el chip de inmediato. Se esforzó en olvidar por un instante el tonteo que había empezado con Elizabeth, la difícil de Elizabeth, y trató de concentrarse en la pregunta.
—Una sola, de diferentes maneras y en diferentes momentos históricos —respondió, aunque al ver el gesto de susto de Elizabeth, carraspeó y se removió en la cama para encararla e intentar explicarse—. No recuerdo bien cuándo nací, si es lo que te estás preguntando. Tampoco me acuerdo de cuándo entré a formar parte del libro, pero sí recuerdo cuál fue el primer deseo que concedí.
—¿Y cuál fue? —quiso saber ella, inclinándose hacia él sin darse cuenta, muerta de curiosidad.
Los ojos de Ian se ensombrecieron.
—No puedo hablar de eso —mintió, sobre todo porque no le apetecía ver cómo Elizabeth se alejaba de él al descubrir lo que había hecho aquella primera vez—. No está permitido.
Elizabeth frunció los labios, fastidiada, pero no dijo nada. Comprendía que Ian estaba atado a unas normas que ella no conocía. Debía acostumbrarse a tener ese tipo de trabas mientras descubría una forma de liberarlo. Porque, sí, había comenzado a pensar en la posibilidad de que Ian no tuviera que desaparecer cuando se cumpliera su deseo, a pesar de las pocas posibilidades que había de que lo hiciera; y, si no se cumplía, que al menos pudiera quedarse en el mundo real sin sufrir, como él le había dejado caer días atrás. Aunque le había costado, descubría a cada segundo un rasgo nuevo del chico que le había tocado en suerte y veía que le gustaba, aunque no tanto como para enamorarse de él en unos días. Eso era imposible y, además, ella no creía en los flechazos.
Por otra parte, veía lo injusto que era para Ian aparecer y desaparecer según la providencia del libro. Por eso, necesitaba saber más de él. Quería tener una idea aproximada de cuánto tiempo llevaba sometido a las reglas del Libro de los Deseos y si ella podría hacer algo para romper alguna de esas reglas. No obstante, no le había comentado nada a Ian, ni siquiera a Allyson. Quería tratar el tema ella sola y para eso necesitaba que Ian estuviese trabajando cuanto antes. Quería visitar a Amélie en el Black Wings para averiguar qué sabía ella al respecto.
—Entonces —dijo ella tras unos minutos en silencio, perdida en los pozos verdes de Ian—, ¿nunca has tenido un amigo? ¿Novia? ¿Novio?
Ian se echó a reír ante la última pregunta.
—Si me estás preguntando si he tenido que salir con chicos, sí. Pero nunca en términos sexuales. Ellos sabían lo que deseaban y yo me limitaba a fingir.
—¿Te usaron para dar celos?
—Sí, la mayoría del tiempo —rio Ian, que recogió un mechón de pelo negro de Elizabeth que descansaba cerca de su cara y enredó en él un dedo—. Con las mujeres era diferente —le advirtió, mirándola con tanta intensidad que Elizabeth tuvo que apartar la mirada—. ¿Te molesta?
—No —respondió ella al instante, aunque una parte había deseado que nunca se hubiese enamorado—. Entiendo que, después de tanto tiempo, hayas llegado a enamorarte y…
—No, no, no —la interrumpió, posando con suavidad un dedo de la mano libre en sus labios y acariciándolos al bajarlo de nuevo al hueco que había entre ellos—. No me he enamorado jamás. Solo me acostaba con ellas. Eran sus deseos, no podía decir que no, igual que tampoco puedo decir que no a enamorarme de ti.
Elizabeth tensó los hombros ante la caricia y, como si fuese producto de la misma magia del libro, sintió cómo el juego de Ian con su pelo le enviaba una descarga eléctrica por todo el cuerpo que hizo que su corazón saltara en su pecho.
—¿Te he obligado a enamorarte de mí? —quiso saber ella, sin saber por qué hacía el tipo de preguntas de las que no quería saber la respuesta.
—En cierto modo —admitió Ian con un largo suspiro—, aunque eso no significa que, cuando ocurra, no lo haga también por cómo eres. Será fácil enamorarme de esos ojos increíbles que tienes, Elizabeth.
Ella abrió la boca dispuesta a responderle con algo ingenioso; sin embargo, no le salía nada. Había esperado que le dijese algo parecido, pero no que le llegase tan adentro que se hubiera quedado sin palabras. De modo que acabó por cerrar la boca, entrelazar las manos y desviar la mirada al colchón.
Ian se dio cuenta de que se ruborizaba. Una parte de él, la juguetona, se sentía tentada de picar a Elizabeth y provocarla. Pero otra parte de él, la tierna que estaba resurgiendo poco a poco en su interior, sintió que se derretía con aquel gesto tan impropio de la Elizabeth guerrera y testaruda que conocía. Llevado por un impulso, subió la mano que jugueteaba con el pelo hasta llegar al pómulo derecho. Con los nudillos, y notando la tensión acumulada en el cuerpo quieto de Elizabeth, le acarició la mejilla con suavidad. Se impulsó hacia delante casi imperceptiblemente, lo suficiente como para poder tomarla con cuidado por la barbilla y obligarla a mirarlo.
—No sé cómo no creías en la magia teniendo esos ojos —murmuró Ian.
El corazón de Elizabeth se detuvo medio segundo antes de comenzar a bombear sangre con demasiada rapidez. Su respiración se hizo más trabajosa y su cerebro era incapaz de pensar en una salida rápida para aquella situación.
—Iluminas una habitación con solo asomarte a ella, Elizabeth.
—Ian… —suspiró ella, que cerró los ojos y se rindió a la melodía de sus palabras.
Poco podía hacer ella contra aquello. Era como si Ian estuviese susurrándole las palabras que había soñado siempre que alguien le dijera. ¿Eso iba implícito en el deseo? No estaba segura y, en ese momento, poco le importaba aquel detalle.
Sus miradas se encontraron y Elizabeth tuvo la certeza de que una especie de magnetismo la incitaba a acercarse más a Ian. Se mordió el labio inferior, sin ser consciente de que Ian se moría por probarlos. Él avanzaba a pasos minúsculos, a la espera de que ella lo rechazara y le dijera que se comportara como un buen chico; su sorpresa no podía ser más grande al ver que Elizabeth, lejos de apartarse, se aproximaba cada vez más, hasta el punto de que sus respiraciones comenzaron a entremezclarse.
Ian sintió un tirón en el vientre al oler su deseo. No el que había escrito en el libro, sino el que rezumaba su cuerpo hacia él. Si realmente quería que la tocase, ¿por qué no se lo pedía? Él estaba allí para hacer lo que ella quisiera. Quizás tendría que aprender a leer sus gestos, como la forma en que bajaba los ojos para mirarle la boca unos segundos antes de regresar arriba; o la manera de retorcerse las manos sobre el pecho, como si quisiera tocarlo, pero no se atreviese. Ian decidió que no aguantaba más. Bajó la mano que le acariciaba la cara y, con un suave roce en el brazo a modo de aviso, le cogió una de las suyas y la entrelazó con la de ella.
Elizabeth inspiró con fuerza, observando los movimientos calculados de Ian. Se fijó en cómo él atrapaba los dedos bajos los suyos, largos, como los de los pianistas, y los llevaba hasta su pecho. Aquello le recordó a la primera vez que le tocó. Él le dijo que era real y no mentía. Sus latidos seguían ahí, bajo la piel, con el pulso acelerado y la calidez empapando cada parte de su cuerpo. Elizabeth sabía que era suave y firme, por lo que no pudo evitar sentirse un poco decepcionada al darse cuenta de que lo estaba tocando por encima de la camiseta.
Parpadeó, confusa. ¿Por qué pensaba en aquello? ¿Por qué se detenía a analizar a Ian de esa manera, como si fuera un experimento de Ciencias?
Como si de un sueño se tratase, Elizabeth fue saliendo poco a poco del trance en el que la intensa mirada de Ian y sus dulces palabras la habían hundido. No sin esfuerzo, apartó la mano de su cuerpo y se alejó un tanto de él. Ian notó cómo la burbuja explotaba. Había estado a punto de conseguir que ella se rindiera a él. ¿Qué narices había pasado para que ella decidiera echarse atrás?
Elizabeth carraspeó y se puso en pie. Necesitaba respirar aire que no estuviese impregnado del olor a jabón de Ian. Él la observó en silencio, tratando de normalizar su respiración. El silencio que se había instalado entre ellos había pasado de ser eléctrico a ser demasiado tenso como para soportarlo, de modo que la imitó y se levantó.
—Me voy —anunció con voz neutra.
Elizabeth se atrevió a mirarlo de reojo.
—Nos vemos mañana en el desayuno —añadió Ian, maldiciendo en su interior—. ¿A qué hora?
—A las ocho —respondió Elizabeth tras unos segundos de duda.
Ian asintió y fue hacia la puerta, aunque antes de cerrarla, la miró de nuevo.
—Buenas noches, Elizabeth.
Ella murmuró la despedida sin mirarlo. Ian apretó los puños y cerró la puerta de la habitación con toda la suavidad que fue capaz. Bajó las escaleras con rapidez, sintiendo cómo la frustración se acumulaba a un ritmo acelerado. Solo cuando estuvo dentro de su cuarto, sintiéndose seguro, cogió la almohada para amortiguar el sonido y gritó.