Capítulo 6

A la mañana siguiente, Ian se comportó como si el rechazo de Elizabeth de la noche anterior no hubiese ocurrido. Le regaló una sonrisa cuando ella entró en la cocina a desayunar. Por su parte, Elizabeth se sentó a su lado, fingiendo normalidad. Caroline los observó unos segundos antes de ponerles por delante unas tostadas con aceite y pavo, zumo de naranja con hielo y unas lonchas de beicon recién ahumadas. La mujer se dio cuenta de que algo había ocurrido entre los dos chicos, aunque no dijo nada. Ian le caía bien, era guapo e inteligente, por lo poco que había charlado con él antes de que Elizabeth llegara. Se veía a la legua que la hija de sus señores le gustaba, pero ella no parecía estar por la labor de dejarle ser algo más que un amigo o el primo de Allyson.

Pocos minutos después, se unieron a ellos Sarah y Malcom, ya preparado para irse a trabajar. Mordisqueó su desayunó, charló rápidamente con su familia y con Ian y se despidió de ellos diez minutos después. Sarah anunció su intención de ir de compras con su mejor amiga y Elizabeth se encargó de informarle de que irían a echar currículums.

—¿Por qué no os pasáis por el estudio de Gideon? —propuso la señora Evans, encantada con la predisposición de su hija a trabajar—. Él te acepta algunos diseños, ¿no? ¿Y si te ofreces para trabajar con él durante el verano, Lizzy?

—Pues… —dudó, mirando por un segundo a Ian, tal vez buscando apoyo.

Él alzó las cejas y asintió. Elizabeth no estaba del todo convencida, a pesar de que había barajado la posibilidad de ir allí a presentarse como diseñadora novel. No obstante, no se veía lo suficientemente experta o preparada para tener la desvergüenza de intentar trabajar con uno de los diseñadores más famosos del país, incluso del mundo entero.

—No sé…

—Venga, Lizzy, sabes que no te dirá que no —insistió su madre, que rodeó la isla y le dio un beso a su hija en la mejilla—. Anímate.

Y se fue escaleras arriba para prepararse, dejando a Ian y a Elizabeth solos con Caroline de nuevo. Elizabeth se mordió el labio inferior, con los ojos fijos en su desayuno a medias. Se le había quitado el apetito por culpa de los nervios. ¿Y si Gideon le decía que no? Elizabeth nunca había querido darse a conocer por la relación del diseñador con su madre, como si tuviese algún tipo de enchufe. Le asustaba la idea de comenzar a trabajar allí y que todo el mundo la señalara por su contacto dentro del mundo de la moda. Aunque, ¿quién no había tirado de conocidos en aquel universo, donde era más fácil buscar la salida que conseguir un puesto de trabajo?

—Elizabeth —dijo entonces Ian, sacándola de su ensoñación.

Ella dio un respingo en el taburete y miró a todas partes. Se habían quedado completamente solos en la cocina. De nuevo, la incomodidad se hizo patente al darse cuenta de lo cerca que estaba de Ian. Sin embargo, él no hizo un solo movimiento que lo aproximara más a ella.

—Deberías intentarlo —la animó, y apartó el plato y el vaso para apoyarse en la isla—. Es uno de tus sueños, ¿recuerdas? ¿Por qué no intentarlo? No todo el mundo tiene las mismas facilidades que tú.

—No quiero ser la enchufada de la empresa —repuso Elizabeth, decaída—. No quiero que me pongan otra etiqueta, ¿entiendes?

Ian frunció el ceño, aunque por dentro quería saber a qué venía ese último comentario.

—¿Etiqueta? ¿Qué etiquetas?

Elizabeth lo miró a través de un mechón de pelo rebelde, que se dio prisa en colocar tras la oreja.

—Sí, ya sabes: «Calientabraguetas», «buscona», «puta»…

Ian sintió que le hervía la sangre. Tuvo que ponerse en pie y no pudo evitar cubrir el espacio que había entre él y ella, rompiendo la regla número uno que se había establecido a sí mismo aquella mañana al levantarse.

—¿Puta? —repitió, apretando los dientes—. ¿Quién narices te llama así? ¿Por qué te llaman así?

Elizabeth esbozó una sonrisa triste, a pesar de lo aliviada que se sintió al ver a Ian enfadado por aquellos detalles.

—¿Por qué crees que no tengo muchas amigas, Ian? Yo soy la antítesis de la popularidad —suspiró, dándole vueltas a su vaso de zumo vacío—. Siempre me he llevado bien con los chicos. Al principio, mis compañeras creían que era lesbiana. Luego, cuando vieron que ellos solo querían ligar conmigo, empezaron a señalarme y a expandir rumores falsos sobre mí. Dijeron que me acostaba con un compañero cada semana y que todos los chicos del instituto me habían visto desnuda. Al final, me gané esos apodos sin ser verdad. Acabé el instituto con una única amiga, Allyson.

—¿Por qué no te defendiste? —inquirió Ian, estupefacto.

—Lo intenté —le aseguró Elizabeth, encogiéndose de hombros—, pero la gente siempre creerá lo que quiera creer. Y en la universidad no es diferente, sobre todo si encima sacas buenas notas y tus padres son ricos.

—¿Te insultan solo por ser preciosa e inteligente? ¡Eso es una gilipollez!

—¡Shh! —chistó Elizabeth, sujetándolo por el brazo para llamar su atención—. No grites, ¿vale? Nadie sabe nada, ni siquiera Caroline.

Ian se inclinó hacia ella, claramente furioso. Elizabeth se dio cuenta de lo mucho que se iluminaban sus ojos verdes, cargados de ira y descontento. Hasta parecía como si su pelo se hubiese despeinado más de la cuenta, rebelde. Ian seguía igual de guapo, pero ahora intimidaba mucho más.

—¿Tus padres están ciegos? —masculló en voz baja, intentando contener su enfado—. ¿Acaso no han visto que solo tienes una amiga?

—Ahora te tengo también a ti —replicó ella con dulzura, desconcentrándolo.

Ian parpadeó, sorprendido, y se apartó un poco de ella. Elizabeth sintió que enrojecía.

—Eres mi amigo, ¿no? —añadió, manteniendo el mismo tono de voz.

Ian sacudió la cabeza.

—Sí —dijo, sin saber muy bien cómo sentirse al respecto—. Sí, somos amigos —volvió a mirarla a los ojos, esa vez algo más calmado—, aunque solo porque tú no quieres que seamos otra cosa —bromeó guiñándole un ojo y sonriendo.

Elizabeth lo imitó. Con un largo suspiro, apartó el plato y el vaso, se levantó y llevó los restos del desayuno al fregadero. Tiró la comida que no había sido capaz de engullir y dejó los platos en el lavavajillas.

—Pues, ya que eres mi amigo —puntualizó entonces, recogiendo el plato y el vaso vacíos de Ian—, no puedes contarle esto a mis padres o a Caroline. O a nadie, ¿entendido? Solo puedes hablar del tema con Allyson y preferiría que no lo hicierais.

Ian alzó las cejas.

—¿Hacer el qué?

Elizabeth le lanzó un paño e Ian lo atrapó en el aire, riendo.

—Es muy fácil picarte.

Ella bufó.

—Para nada. —Pasó por su lado y tiró de la camiseta de su nuevo pijama—. Venga, vamos, ponte algo decente para ir a entrevistas de trabajo. A ser posible, una camisa y unos pantalones arreglados. ¡Y nada de botines o sandalias! Y péinate, por favor.

—¿Vamos a una entrevista o a una boda?

Elizabeth puso los ojos en blanco, pero terminó sonriendo, divertida.

A pesar de la insistencia de Ian, Elizabeth dejó el estudio de Gideon para lo último. Aquello resultaba ser una estrategia. Si conseguían trabajo en otra parte, Ian dejaría de insistir en ir a ver al amigo diseñador de Sarah Evans y ella podría considerarse a salvo de miradas indiscretas y críticas no constructivas. Sin embargo, su plan falló estrepitosamente y, aunque en todas partes admitieron sus currículums —el de Ian era impresionante— y les hicieron algunas entrevistas, en todas partes les dijeron que estaban «demasiado cualificados». En la última tienda que le dijeron aquello, Elizabeth estuvo a punto de saltar el mostrador de la dependienta y lanzarse a su cuello. Ian lo impidió abrazándola por la cintura y tirando de ella con suavidad hacia afuera.

De modo que, tras demasiadas negativas como para poder contarlas, Elizabeth se vio obligada a llevar a Ian al gigantesco edificio en el que se encontraba el estudio de fotografía y la sede de Estados Unidos de Gideon. El Aon Center era uno de los rascacielos más impresionantes de la ciudad, porque parecía que estuviese hecho de cristal y acero por completo; miles de ventanales le daban ese aspecto de espejo gigante. A Elizabeth le parecía que era un edificio demasiado frío por fuera, aunque por dentro la cosa cambiaba.

Respiró hondo antes de entrar por la puerta de cristal doble del edificio, con Ian tras ella como si fuera un guardaespaldas. Se acercó al gran mostrador de acero al fondo del vestíbulo y saludó a la mujer que había tras él.

—Buenas, Roxy —dijo con una sonrisa, escondiendo el fastidio de haber tenido que volver allí.

Roxy levantó la mirada del ordenador y dejó de escribir al momento. Una gran sonrisa se le plantó en su cara morena y hasta sus ojos castaños resplandecieron con alegría al verla.

—¡Por Dios, Lizzy! —exclamó ella, que se puso en pie y rodeó el gigantesco escritorio para abrazarla—. ¡Hacía demasiado que no te veía por aquí! Suerte que Gideon presume de tus diseños; si no, habría creído que te tragó la tierra.

Elizabeth se sonrojó ante el cumplido. Ian sonrió de medio lado.

—¿Qué te trae por aquí? ¿Algún encargo de tu madre?

Elizabeth negó con la cabeza. A su madre le encantaba que Gideon trabajase para ella de vez en cuando. Además, el diseñador se moría por vestir a la hija de la joven Evans, que había sido su musa durante tantos años. De hecho, parte de su armario estaba lleno de diseños exclusivos de Gideon, aunque casi nunca se ponía aquella ropa, salvo para cenas elegantes de su padre y poco más.

—Quisiera hablar con Gideon —dijo Elizabeth, mirando de reojo a Ian—. Él es mi amigo, me gustaría que lo conociera.

Aquella declaración sorprendió un poco a Ian, pero no lo demostró. Sentía curiosidad por saber qué se le había pasado por la cabeza a Elizabeth. Dudaba mucho de que ella tuviera que mentir para conseguir ver al diseñador, por lo que aquella excusa debía ser real.

—Por supuesto. —Roxy dio una palmada y volvió a su puesto tras el escritorio con rapidez—. Dejadme vuestros carnés para haceros los pases de visitante. Ya sabes —miró un segundo a Elizabeth—, la seguridad es lo primero aquí.

Ella asintió, conocedora de la gran cantidad de cámaras y equipos de seguridad, humanos y técnicos, que había repartidos por uno de los edificios más importantes de Los Ángeles. Unos cinco minutos después, ambos se despidieron de Roxy con los pases colgando del cuello, sus nombres y fotos impresos en ellos.

Elizabeth guio a Ian hacia uno de los muchos ascensores que rodeaban el vestíbulo y, una vez dentro, presionó el botón de la planta cuarenta y esperaron con paciencia a que las puertas metálicas se cerraran. Solo entonces, Ian se atrevió a hablarle directamente a Elizabeth. Apoyó una mano en la pared trasera del cubículo y puso la otra en la cadera, dejándole a Elizabeth poco espacio para escapar. Ella, al darse cuenta del movimiento, no pudo hacer otra cosa que resignarse. Sabía que Ian la sometería a un tercer grado en cuanto estuvieran solos, y no se había equivocado.

—¿Qué ha sido eso de que quieres que tu amigo me conozca? —inquirió Ian con una sonrisa traviesa.

Elizabeth puso los ojos en blanco.

—Cuando te pones así, no te aguanto —murmuró, aunque Ian se enteró y le regaló un guiño, pícaro—. No es mi amigo, es amigo de mi madre. Gideon es un artista, Ian. Sé que intentará captarte para su ejército de modelos en cuanto te vea.

Ian alzó una ceja, divertido.

—Estás muy convencida de ello. —Se fijó en que aún iban por la planta diez—. ¿Por qué no me has traído aquí desde el principio entonces?

Elizabeth suspiró y empezó a quitarse las pielecitas de alrededor de las uñas, de forma distraída.

—Gideon sabe quién soy, me conoce desde que nací y siente predilección por mi madre. —Alzó la vista del suelo y la fijó en Ian—. No es que esté enamorado de ella; de hecho, está casado. Pero mi madre lo ha ayudado muchísimo y él siente que le debe todos los favores que le ha hecho. Por eso acepta mis diseños de vez en cuando y me ayuda a mejorar. Algunos de mis dibujos han llegado a sus revistas y pasarelas y me he ganado algún dinero en esas ocasiones, es solo que no quiero que nadie piense que acudo a él por tener enchufe. No necesito otra etiqueta más.

Ian borró la sonrisa y enderezó el cuerpo. Dio un paso hacia ella y le puso dos dedos bajos la barbilla, obligándola a mirarlo.

—¿Crees que pensarían así de mal de ti?

—No lo creo, lo sé —repuso ella con resignación—. Mi objetivo es ser diseñadora de moda, por supuesto, pero no así. No quiero entrar en este mundo con ayuda. La gente te tacha de favorita aun sin serlo. Es odioso.

Ian frunció el ceño, cada vez más confundido.

—¿Y, a pesar de todo, quieres entrar a formar parte de ese mundo?

—Es mi sueño, Ian —replicó Elizabeth, y él sintió un estremecimiento al escuchar su nombre en su boca—. Quiero que la gente lleve la ropa que yo diseñe. Lo demás es secundario para mí.

Ian sacudió la cabeza y apartó de ella la mano. Seguía sin comprender bien a Elizabeth en algunos sentidos y, cuando se comportaba de aquella manera, tan reservada y madura, no sabía cómo actuar con ella. Se mantuvieron, pues, en silencio durante lo que quedaba de viaje hacia arriba. Finalmente, el ascensor se detuvo en la planta cuarenta y los dos salieron. Elizabeth agradeció al instante el cambio de ambiente. Ya empezaba a marearle el aire cargado con el dulce olor de Ian, aunque jamás lo diría en voz alta.

No le costó mucho encontrar a Gideon en aquel laberinto de cámaras, camerinos, perchas, mesas auxiliares de costura, telas y luces. De hecho, se sintió por un momento como en casa al verse rodeada de nuevo por todo aquel material. Deseaba ser, algún día, su propia Gideon. Como si lo hubiera conjurado, el diseñador apareció en su campo de visión y él la captó al momento.

Con una pequeña sonrisa, fue hacia Elizabeth y la estrechó entre sus brazos, igual que había hecho Roxy. Ella sonrió, agradecida ante la muestra de cariño, pero incómoda al ver las miradas de envidia que atraída. Ian se percató al instante de aquel detalle y se encargó de fijar sus ojos en cada una de las personas que amenazaba la felicidad de Elizabeth. Pronto, todos ellos volvieron a sus quehaceres, ignorando al diseñador y a la chica a la que abrazaba.

—Estás guapísima, Elizabeth. Tanto o más que tu madre —comentó el diseñador, haciendo enrojecer a Elizabeth—. Pero no se lo digas, ¿eh?

—Tranquilo. —Rio Elizabeth e hizo el gesto de cerrarse la boca como si fuera una cremallera.

Aquella caricia inesperada despertó el instinto salvaje de Ian.

—¿Qué te trae por aquí? ¿Nuevos diseños?

—No —repuso Elizabeth, tirando del brazo de Ian para colocarlo junto a ella; era justo lo que le faltaba a él, que ella lo tocara en esos momentos, con las hormonas a flor de piel—. Te he traído a tu próxima estrella.

Ambos hombres se giraron para mirar a Elizabeth, que pareció encogerse ante tanta atención.

—Se llama Ian, es el primo de mi amiga Allyson —mintió, creyéndose ella misma esa mentira, por su propio bien y el de él; a continuación, sacó su iPhone y buscó la galería de imágenes—. Te he traído algunas fotos que le hice el otro día para que las veas. Nunca ha trabajado como modelo, pero tiene un talento innato.

—Sí… —murmuró Gideon, estudiando las fotos que le mostraba Elizabeth con detenimiento y observando a Ian de arriba abajo—. El porte lo tiene, sin duda. Quítate la camisa, por favor.

Elizabeth tragó saliva, pero intentó que no se le notase el nerviosismo. Ian se zafó del agarre de ella con suavidad y le dedicó una sonrisa ladina al ver su tensión. Hizo lo que Gideon le pedía y le tendió la camisa a Elizabeth, que evitaba mirarle el torso marcado, los abdominales gritando que los tocaran y la espalda captando la atención de todas las mujeres, y algunos hombres, del estudio de fotografía. A pesar de estar rodeados de personas que parecían esculpidas por los mejores artistas, Ian atraía las miradas de forma especial.

—Uhm… —Gideon lo analizó con la mirada y se atrevió a tocarle con un dedo los brazos—. Bien formado. Tienes buena presencia. ¿Dices que nunca has modelado? —le preguntó directamente a Ian.

—No, ni una sola vez —respondió Ian con calma, siendo consciente de la atención que estaba llamando con su desnudez—. Aunque estoy dispuesto a probarlo, si se me propone.

A Elizabeth le dio un ataque de tos al captar el sentido oculto de sus palabras. Tosía tan fuerte que tuvieron que buscarle un vaso de agua y esperar a que se calmara.

—Perdón —se disculpó, azorada.

Ian se aguantó la risa, aunque no pudo ocultar su satisfacción al ver el efecto que causaba en Elizabeth. Pudiera ser que ella se negara en redondo a tener algo con él, pero al menos podía estar seguro de que su aspecto la perturbaba, sobre todo cuando no había tantas capas de ropa de por medio. Tomó nota mental y se centró en la situación.

—De acuerdo —aceptó Gideon, resoluto—. Te haremos ahora una sesión de prueba.

Elizabeth abrió la boca, sorprendida.

—Laurah —le dijo Gideon a una de las muchas ayudantes que pasaba en ese instante por su lado, comiéndose con los ojos a Ian—, ¿podrías llevarte a nuestro amigo Ian al camerino dos? Quiero que le preparéis los nuevos modelos enseguida. Vamos a hacerle unas cuantas fotos.

—¿Te refieres a la sección de verano?

—Esa misma —asintió Gideon, empujando a Ian para que fuese con su ayudante—. Vamos, vamos, vamos. Lo quiero fuera en quince minutos. Tomadle las medidas. Si me gusta, se quedará y habrá que adaptarle la ropa.

La mujer asintió, claramente feliz de tener a alguien que le alegrase la vista, y se llevó a Ian hacia donde Gideon le había indicado. Elizabeth esperaba que Ian se girase alguna vez, pero no hizo nada de aquello. Se adentró en el camerino sin dirigirle ni una sola palabra. Bueno, no debía de molestarle tanto que no la tuviese en cuenta. Al fin y al cabo, la chica que lo había acompañado era preciosa y él se regodeaba en el placer visual que provocaba. Además, ella no quería saber nada de relaciones íntimas con Ian, de modo que no tenía que fastidiarle su poco tacto.

—Bonita —dijo entonces Gideon, volviendo a hablarle a Elizabeth—, ¿qué tal si te quedas a la sesión y vemos tus últimos diseños después de comer?

Elizabeth se mordió el labio, insegura.

—Vamos —insistió Gideon—, hace meses que no te veo. Ya me mandas tus dibujos escaneados, no puedo verte bien la cara. Podrías ser modelo si quisieras.

—Prefiero diseñar —le aseguró Elizabeth con una sonrisa.

—Me parece perfecto —asintió Gideon, tomándola por los hombros para guiarla a la zona desde la que se podría ver el reportaje—. ¿Qué te parecería entonces trabajar para mí durante el verano? Serías mi asistente de diseños. Y así no tendrías que mandarme tus dibujos por Internet.

Elizabeth se quedó sin palabras, boquiabierta y creyendo que se había quedado dormida en el coche de la familia y que aún no habían llegado al Aon Center. Sin embargo, cuando se pellizcó, se dio cuenta de la mirada impaciente de Gideon.

—¿Y bien? ¿Qué me dices? —insistió el diseñador.

Elizabeth contuvo un grito ahogado y asintió con la cabeza, sin ser capaz de expresar con palabras lo que sentía en aquellos momentos. «Además», dijo una vocecita en su cabeza, «si cogen a Ian, podrás ver cómo lleva tus diseños delante de tus narices». Elizabeth estaba demasiado emocionada como para negar aquella parte de su nuevo trabajo.

Tras quedar con Gideon en que volvería al día siguiente para firmar el papeleo y estudiar con más tranquilidad sus últimos diseños, accedió a ver el reportaje de moda de verano para una de las grandes marcas del país. Elizabeth se acomodó en una silla plegable de director y, apenas hubo anunciado a Allyson lo que había ocurrido mediante un mensaje rápido, la puerta que daba al estudio sin pasar por las mesas de trabajo se abrió y por ella emergieron una chica de su edad, más o menos, con el pelo rubio platino y unos ojos azules como el hielo, e Ian.

Notó cómo se le resecaba la boca. Habían despeinado un poco a Ian y volvía a tener ese aire salvaje que tanto le gustaba. Sus ojos verdes resaltaban bajo las luces del estudio, que hacían que su piel brillase un poco, como si lo hubiesen untado en aceite. Por suerte, se dijo Elizabeth, no tuvieron que aplicarle ningún bronceador. El tono cálido de su piel era más que suficiente para la escena que se estaba montando frente a ella, con un croma verde al fondo de la sala. Ian caminó tras la chica, vestido con un bañador negro ajustado y una camisa de manga corta blanca. Elizabeth inspiró con fuerza cuando Ian volvió sus ojos hacia ella y se quedó mirándola unos segundos. Sin hacerle ningún gesto en particular, dejó de observarla y obedeció las órdenes de los fotógrafos, pegándose demasiado a la chica rubia.

Con aplomo, Elizabeth observó la sesión sin decir nada. Ian tuvo que abrazar a la chica, imitar una escena romántica en lo que se suponía que era una playa, simular que iba a besarla, tumbarse sobre una tabla de surf mientras le hacían fotos desde arriba y quitarse la camisa con lentitud mientras las cámaras sacaban varias fotos del momento poco a poco. Aquella parte fue la que Elizabeth pudo disfrutar más, ya que no implicaba que la rubia posase sus uñas de porcelana en la suave piel de Ian.

Unos cuarenta minutos después, la sesión se dio por finalizada y todos comenzaron a recoger el atrezzo. Ian y la chica regresaron a los camerinos y Elizabeth se quedó allí sentada, sola, esperando a que Ian se vistiese de nuevo con su ropa para regresar a casa.

Sin embargo, él no fue la primera persona con la que se topó mientras esperaba. La chica rubia salió antes que él, aún maquillada como en la sesión de fotos y se dirigió directamente hacia Elizabeth.

—Así que tú eres Lizzy. Yo me llamo Jennifer —le dijo la modelo con retintín en la voz.

—Elizabeth —le corrigió, dejando claro que solo sus amigos y familia la llamaban Lizzy.

—Como sea. ¿Dónde conociste a Ian? —preguntó.

Elizabeth captó el tono familiar con el que ella pronunció su nombre, y eso la cabreó al instante. Se puso a la defensiva.

—No te interesa —replicó, molesta.

—Bueno, tranquila —rio la rubia, alzando las manos y mirándola con la burla pintada en sus ojos azules—, solo era una pregunta.

Y se marchó de allí con una sonrisa petulante en los labios pintados de rosa palo. Elizabeth pensó en si debía de tirarle por encima un cubo de purpurina para ropa que había visto cerca, pero no tuvo tiempo de poner en práctica su plan. Ian no tardó en aparecer, completamente vestido y con una mirada extraña en los ojos.

—¿Nos vamos? —preguntó él, metiendo las manos en los bolsillos.

Elizabeth apenas le miró.

—Dame un minuto. Voy a hablar con Gideon.

Se marchó de allí, dejando a Ian con una sensación agridulce en la boca del estómago. Elizabeth no tardó en regresar y le prometió que al día siguiente ambos firmarían el contrato a las nueve de la mañana. Se despidieron de Gideon con un agradecimiento y una sonrisa, y regresaron al ascensor. Durante el trayecto hasta la planta baja, Ian intentó entablar conversación con Elizabeth, pero ella se limitó a contestarle de forma cortante. Tras el décimo intento, Ian desistió con un suspiro.

Poco después, se metieron en el coche de la familia Evans tras asegurarle a Roxy que necesitarían pases de trabajador para el día siguiente. Tampoco hablaron en el coche y, en cuanto pusieron un pie en el jardín de la casa de Elizabeth, esta salió corriendo hacia su habitación y se encerró en ella sin decirles nada a sus padres. Sarah interrogó a Ian, pero él solo pudo encogerse de hombros y garantizarles que no tenía ni idea de lo que le ocurría a su hija. Así pues, él tuvo que comer a solas con los padres de su dueña, hasta que pudo escabullirse a su nueva habitación y tirarse en la cama.