A la mañana siguiente, el humor de Elizabeth no mejoró. La imagen de Ian sujetando a Jennifer por la cintura, sonriéndole y casi besándola había estado atormentándola toda la noche. Y, lo que era peor, no atinaba a comprender por qué narices no dejaba de pensar en lo mismo. Tras casi una hora dando vueltas en la cama, miró el reloj de su mesita de noche y decidió que era hora de levantarse. Ian y ella debían presentarse en el estudio de Gideon a las ocho y ella ya iba un poco tarde.
De un salto, se puso en pie, cogió lo primero que vio en el armario y se metió en el cuarto de baño para darse una ducha rápida. Se puso el conjunto de pantalones grises y camisa blanca y salió como alma que lleva al diablo escaleras abajo.
—Buenos días —jadeó, agotada, mientras rodeaba la isla para saludar a Caroline y a su padre. Su madre debía de estar aún en la cama y se negaba a mirar a Ian a los ojos.
—Buenos días, cariño —respondió Malcom, aceptando el beso en la mejilla de su hija.
—Buenos días, Elizabeth… —comenzó a decir Ian, intentando sonreír para empezar bien el día, aunque ella se limitó a pasar por su lado sin siquiera mirarlo.
—Buenos días —sonrió Caroline, que no pasó por alto la indiferencia de Elizabeth hacia su invitado—. ¿Tortitas, señorita?
—No, gracias, Caroline —rechazó Elizabeth, que se sentó en un taburete en medio de Ian y su padre—. Unas tostadas me irán mejor. Va a ser un día duro.
Caroline asintió y se puso manos a la obra. Ian fue a comentar algo, pero tuvo que cerrar la boca cuando Malcom se dispuso a hablar con su hija.
—Me alegra que te decidieras a trabajar con el señor Thomas. Tu madre estuvo a punto de llamarlo personalmente para que viniera a buscarte.
Elizabeth puso los ojos en blanco y aceptó el zumo de naranja que le tendía Caroline desde los fogones.
—Es una exagerada —masculló, y se limpió las comisuras de los labios con una servilleta de tela blanca.
En ese momento, sus ojos conectaron con los de Ian, que no dejaba de observarla en silencio. Mientras que Elizabeth no había podido dormir bien por culpa de las imágenes y los sentimientos contradictorios, Ian se había pasado toda la noche mirando al techo, preguntándose qué había hecho para que Elizabeth estuviese tan enfadada con él. Le llamaba mucho la atención que sus padres no insistieran en el tema. ¿Por qué no se interesaban más por los estados de ánimo de su hija? ¿No se habían dado cuenta de la carga emocional que llevaba?
Los pensamientos se entremezclaban en su mente. En ese instante, cuando ella por fin lo miró, sintió que se estaba asomando a un pozo infinito de sentimientos que no conseguía leer. Elizabeth era fascinante, pero al mismo tiempo le desquiciaba no saber qué le ocurría. El día anterior no había querido explicárselo y, por la manera en que ella desvió la mirada, aquel día tampoco iba a contárselo.
Unos minutos después, Ian y Elizabeth acabaron de desayunar y salieron por la puerta principal de la casa de los Evans. El chófer de la familia ya los estaba esperando. Elizabeth suspiró. Su plan de mantenerse alejada de Ian y de su esencia se complicaba por momentos. ¿Cómo iba a manejar sus pensamientos con cabeza fría si lo tenía a solo unos centímetros de distancia? Su preocupación quedó patente cuando el chófer cerró la puerta trasera del coche, ocupó su lugar en el asiento del conductor y subió el cristal oscuro que separaba los asientos delanteros de los traseros.
Ian respiró hondo, inhalando el perfume de vainilla de Elizabeth. Se iba a volver loco si no hacía algo, de modo que se armó de valor y probó suerte una vez más.
—¿Estás mejor? —preguntó con suavidad.
Elizabeth dio un saltito en su asiento. Hasta aquel momento, había estado viendo el paisaje de Los Ángeles con las primeras luces del día, pero en esos instantes no se veía capaz de mantener la atención en las tonalidades naranjas sobre el Sena.
—Sí —mintió con sequedad.
Ian alzó una ceja.
—No lo parece —repuso, sin querer sonar acusica—. ¿Qué te pasa conmigo?
Elizabeth bufó, aún sin mirarlo.
—No me pasa nada. No todo gira a tu alrededor, gatito.
Ian no pudo evitar sonreír ante el apodo. Unos días antes, Elizabeth le había dicho que se parecía a un gato. Estaba claro que lo decía muy en serio.
—No quiero que todo gire a mi alrededor, solo tú.
Elizabeth tragó saliva con fuerza y trató por todos los medios que no se le notara en la cara el calor que se estaba acoplando en sus manos. Se mordió levemente el labio inferior y volvió la vista a la calle, intentando de pensar en una respuesta ingeniosa para cortarle el rollo juguetón a Ian.
—Habrá muchas chicas que girarán a tu alrededor a partir de ahora. Besarán el suelo que pises, sobre todo las adolescentes. Se mueren por los chicos mayores que ellas.
Ian rio por lo bajo. Era fácil captar el veneno en las palabras de Elizabeth, pero eso no pensaba decírselo.
—¿Y si tengo su misma edad? —la pinchó, sabiendo a la perfección que ella se moría por saber cuántos años tenía.
Efectivamente, obtuvo la reacción que esperaba: una expresión alarmada en el bonito rostro asiático de Elizabeth. Ian le sonrió con petulancia.
—Pero… tú… —balbuceó ella, señalándolo con un dedo de arriba abajo.
—Yo…
—¡Tú no aparentas tener veintiún años!
—Ah, ¿no? —Ian se inclinó hacia ella sobre la zona central de los asientos—. ¿Por qué piensas eso?
Elizabeth sintió que el corazón se le desbocaba. Le sudaban las palmas de las manos y sentía como si la presión del aire dentro del coche aumentase cada microsegundo que pasaba. No había visto venir la jugada de Ian y ya no le quedaba otro remedio que intentar escapar del atolladero.
—Bueno… —farfulló, buscando cualquier cosa en el techo del coche que no fuesen los ojazos verdes de su acompañante—. Tu forma de hablar, por ejemplo, no es la de un chico sin experiencia.
—¿Experiencia en qué, exactamente?
Elizabeth cerró los ojos con fuerza.
—Por Dios, Ian, ya sabes a qué me refiero.
—No, para nada.
Elizabeth suspiró de forma prolongada. Abrió los ojos de nuevo y se preparó para encarar a su deseo.
—Al sexo, ¿de acuerdo? Tú mismo me lo dijiste la otra noche. Te has acostado con miles de mujeres.
—Decenas —corrigió Ian al momento—. Ni siquiera yo llevo vivo tanto tiempo como para estar con tantas. Prosigue.
—Y tu cuerpo —añadió Elizabeth antes de que pudiera arrepentirse—. No tienes el aspecto de un veinteañero. Ni siquiera de los que juegan al fútbol, o al béisbol, o qué sé yo.
Ian cambió la expresión, haciéndose el ofendido.
—¿Tan mal estoy? Vaya, no lo sabía.
—Imbécil —masculló Elizabeth, con tal mezcla de sentimientos que no se veía capaz de salir viva de aquella situación.
Por toda respuesta, Ian le guiñó un ojo, cogió con rapidez una de sus manos y se llevó los nudillos a los labios. Depositó un suave beso sin dejar de mirarla fijamente a los ojos a través del flequillo rubio.
—Tu imbécil, Elizabeth, no lo olvides —puntualizó Ian con voz ronca, sabiendo que no le quedaba mucho tiempo más para averiguar lo que le ocurría a aquella chica testaruda, dulce y atractiva—. Igual que no deberías olvidar que yo posé porque tú me metiste en aquello. Si no quieres que toque a otras mujeres, tendrás que ser más específica conmigo.
Elizabeth no supo qué contestar. Abrió y cerró la boca en dos ocasiones, hasta que, al final, decidió que no tenía nada que decir. Ian, satisfecho con su silencio y con haber adivinado lo que se le había pasado por la cabeza, le soltó la mano con delicadeza y se alejó de ella tanto como el coche se lo permitió. Suerte para Elizabeth que no tardaron en llegar al Aon Center y pudo despegarse de él, al menos hasta que ambos recogieron los pases de trabajador y se metieron en el ascensor.
«De nuevo solos. Yupi», dijo Elizabeth para sus adentros.
Sin embargo, Ian no hizo ningún movimiento en aquella ocasión. Se limitó a disfrutar de su pequeño triunfo en el corazón de Elizabeth y a dejarla en paz para que asimilara sus palabras. De algún modo, había intuido sus celos, pero los había descartado al momento tras todas las muestras de rechazo de ella. No obstante, en cuanto Elizabeth mencionó a Jennifer y a todas las chicas con las que posaría en los siguientes días para la campaña de verano, su ego masculino dio un salto mortal.
Nada más llegar a la planta cuarenta, se dirigieron hacia Gideon, que ya estaba gritándole a su personal para que preparasen el atrezzo de las dos sesiones de aquel día. Al ver a sus dos nuevos fichajes, dejó a un lado a su estresado personal y fue a su encuentro.
—Perfecto, llegáis cinco minutos antes —dijo a modo de saludo—. Ian, ve al camerino de ayer. Te estarán esperando con la ropa de la primera sesión. Elizabeth, ven conmigo a la zona de arreglos, quiero que supervises los últimos encargos. Os daré los contratos para que los firméis a la hora de comer. Vamos, vamos, vamos.
Elizabeth e Ian intercambiaron una mirada antes de que Laurah, la misma chica del día anterior, tirara del nuevo modelo de la empresa para llevárselo al camerino. Por su parte, Gideon puso un brazo por encima de Elizabeth y la arrastró sin remedio hacia el área destinada a arreglar la ropa de los modelos. Varios de ellos, que Elizabeth conocía por las revistas, se paseaban de una mesa a otra mientras esperaban a que sus encargos estuviesen listos. También había una mujer vestida completamente de negro, de aire regio, que supervisaba la labor de costura.
Gideon condujo a Elizabeth hasta ella y carraspeó con suavidad.
—Nathaly, te presento a la señorita Evans —dijo Gideon, captando la atención de la mujer de oscuro.
Ella giró levemente la cabeza, aunque no agachó la barbilla. Estudió a Elizabeth por encima de sus gafas de montura de Tous roja y alzó una ceja. Elizabeth sintió una oleada de inquietud respecto a aquella mujer. Si debía encargarse de ayudarla con su trabajo, se le haría cuesta arriba.
—Así que tú eres la jovencita con talento que no deja de enviarnos imágenes con nuevos diseños —dijo Nathaly, con una voz tan fría como su aspecto.
—Sí —respondió Elizabeth, dejando a un lado el hecho de que Nathaly sonaba molesta.
—Ya veo. —Nathaly dirigió entonces su atención a Gideon—. Que sea capaz de trazar unas cuantas líneas en un papel no significa que pueda confeccionar un vestido a partir de un patrón.
—De hecho, sí que puedo —intervino Elizabeth antes de que Gideon pudiese decir algo—. Deme uno y lo tendrá hoy mismo.
Gideon dibujó una media sonrisa, satisfecho, mientras que Nathaly le lanzaba agujas con los ojos. Elizabeth no rompió el contacto visual, cosa que agradeció haber hecho cuando la jefa del personal de costura asintió una sola vez y le plantó un patrón bastante grande de un abrigo ancho y largo.
—Muy bien. Veamos si eres capaz de tener esto listo en dos horas. Iba a hacerlo uno de mis chicos, pero ya que te ofreces voluntaria… —Nathaly pasó por su lado subiéndose las gafas por el puente de la nariz—. Por cierto, Gideon quiere que aparezca en la segunda sesión de hoy. Te aconsejo que te des prisa y que esté perfecto.
Y, sin añadir nada más, se perdió por el estudio, dejando a Gideon y a Elizabeth allí donde la habían encontrado. Elizabeth no tenía ni idea de lo que decir, mientras que Gideon parecía contento.
—No te preocupes, Elizabeth —dijo entonces Gideon, volviendo a ponerle una mano sobre un hombro—. Sé que te irá bien. Nathaly es tan exigente como yo, por eso la contraté.
—Tú no me hablas así.
—Porque te conozco desde que naciste —replicó Gideon con dulzura—. Y, ahora, ponte a trabajar si no quieres que me comporte igual que ella.
Para cuando el reloj dio las dos, Elizabeth no era capaz de enhebrar una sola aguja más e Ian necesitaba un sofá, urgentemente. Ambos estaban agotados y así lo vieron en la cara del otro cuando fueron a encontrarse en el ascensor. Parte del equipo de fotografía ya se había ido, pero algunos costureros seguían trabajando en los modelos del siguiente día. Por eso, Elizabeth e Ian agradecieron en silencio que Gideon les hubiese hecho un contrato de jornada partida.
—¿Qué tal con Morritos? —preguntó Elizabeth en cuanto las puertas del ascensor se cerraron, alejándolos de todo y de todos.
Ian alzó una ceja y la miró de reojo.
—¿Quién?
—La rubia que posa contigo —explicó Elizabeth con acidez—. Jen-no-sé-qué.
Ian sonrió con cansancio.
—Se llama Jennifer. Será mi compañera durante lo que queda de mes. ¿Por qué la llamas así?
—No sé. —Elizabeth se encogió de hombros e hizo como que se quitaba algo de las uñas—. Porque parece que se ha metido medio litro de bótox en la boca, a lo mejor.
Ian soltó una carcajada y se apoyó en la pared contraria del ascensor.
—¿No eras tú la que se quejaba de los prejuicios sin conocer a la persona?
—Ya la conozco —se apresuró a replicar Elizabeth—. Tuvo el placer de mearte encima ayer y luego restregármelo por la cara.
—¿Mearme encima? —repitió Ian, que se cruzó de brazos y ladeó la cabeza, incrédulo—. ¿Eso no es lo que hacen los perros?
—Pues eso —insistió Elizabeth—, lo que es ella, ¿no?
Ian no pudo evitar reír por la bajo, aunque se pasó una mano por la frente, alborotándose el flequillo y dejándoselo como cuando estaba recién levantado. Elizabeth se lo había visto así muy pocas veces y no le gustaba lo que provocaba en ella aquel aspecto de macarra en su cara de niño bueno.
—Sinceramente, princesa, no te entiendo —dijo Ian y aprovechó que, en ese momento, se montaba gente en la planta veinte para acercarse a Elizabeth y rodearle la cintura con un brazo, pegándola a su costado con un suave tirón. Elizabeth se tensó, pero no trató de zafarse del inesperado agarre—. Si no dejas de ponerte celosa por todo, voy a empezar a pensar que te gusto.
Elizabeth abrió los ojos por completo y lo miró un segundo antes de volver a girar la cabeza hacia delante, con las mejillas rojas y el corazón a punto de estallar.
—Estás loco —farfulló ella, esa vez, sí intentando separarse de él—. Solo me preocupo por ti.
—No deberías. Tú y yo no somos nada.
—Somos amigos. Los amigos se cuidan unos a otros.
Ian amplió la sonrisa y se agachó para pegar los labios a su oreja por encima del pelo.
—Interesante. ¿Cómo te gustaría cuidarme?
Elizabeth ahogó un grito y trató de darle un codazo en el estómago, pero falló y acabó encerrada entre los brazos de Ian, con su pecho contra la espalda y su aliento recorriéndole el cuello y la nuca.
—Te lo dije esta mañana, Elizabeth —le susurró, con la boca en el hueco bajo su oreja—. Vas a tener que ser más clara conmigo.
Elizabeth tragó saliva e intentó respirar hondo, sin éxito. El perfume de Ian, su olor a jabón, inundaban sus fosas nasales y le impedían pensar. Ian no podía ser más claro, seguía interesado en ella. Elizabeth no conseguía entender si aquello se debía a su deseo o a que realmente él sentía algo por ella. Al recordar ese pequeño detalle, se dio cuenta de que era uno de los muchos motivos por los que no se dejaba llevar por las hormonas, que bailaban al son de Ian cuando este aparecería, le sonreía o le hablaba como en aquellos instantes.
No podía enamorarse de un libro.
—No tengo nada que aclarar —musitó ella, viendo que por fin llegaban a la planta baja, aunque antes el ascensor se detuvo en la tercera para soltar a todas las personas que había recogido en la vigésima; una vez solos, tuvo el espacio suficiente para apartarse de Ian—. Tú eres el que lanza mensajes contradictorios: «oh, Elizabeth, por favor, déjame besarte»; «no, Elizabeth, se llama Jennifer y es mi compañera»; «¡oh, por favor, cuídame, Elizabeth!». Si vas a seguir jugando a ese juego, me será imposible tomarte en serio y tardarás más en regresar al libro.
Ian alzó las manos, confuso y sorprendido al mismo tiempo.
—¿Por qué debería decantarme solo por ti, si tú no me das seguridad de nada?
—¿QUÉ?
—Escúchate —añadió Ian, molesto—. No dejas de repetir que no quieres nada conmigo, pero en cuanto desvío mi atención hacia una chica guapa, te pones hecha una fiera. ¡Y ni siquiera la he besado! Eres tú la que se contradice. O me quieres para ti o no me quieres.
El ascensor llegó a la planta baja y se detuvo con una suave sacudida. Las puertas se abrieron, pero Elizabeth e Ian no podían dejar de lanzarse cuchillos con los ojos.
—¡No soy yo la que persigue la idea absurda de enamorarse de forma instantánea!
—¿Y quién te ha dicho que esté enamorado?
Elizabeth ahogó un grito. Pudo oír cómo su corazón se resquebrajaba.
—Así que —empezó a decir ella en voz baja, con un susurro tan amenazador que Ian supo que habían llegado a un punto de no retorno—, quieres besarme, tocarme, acostarte conmigo, ¿pero ni siquiera estás enamorado de mí?
Ian suspiró. Aquello iba muy mal.
—No, no es eso lo que…
—Respóndeme, Ian. ¿Te gusto por mí misma, acaso? ¿O solo soy un encargo más? —Ian no dijo nada, se había quedado sin palabras—. Ya veo.
Sin añadir nada más, Elizabeth le dio la espalda y salió del ascensor. Algunos curiosos se habían quedado escuchando el nuevo cotilleo del edificio, pero eso a Elizabeth le importó poco. Por primera vez en mucho tiempo, le dio igual lo que dijeran de ella. Salió del vestíbulo sin siquiera saludar a Roxy, la recepcionista, y se metió en el coche de su familia, que ya esperaba en la puerta del rascacielos. Apenas un par de minutos después, Ian hizo lo mismo y el chófer arrancó, de regreso a la casa de los Evans.
En cuanto llegaron, se repitió la misma escena del día anterior. Elizabeth no saludó a su madre al entrar en la casa, sino que se dirigió derecha a su habitación. Ian la siguió con la mirada, tentado de hablar con ella, pero supo que no era el mejor momento para intentar explicarle su situación. La dejó sola, sin imaginarse ni por un segundo lo que estaba haciendo.
Elizabeth se encerró en el baño de su cuarto y, controlando las lágrimas que pugnaban por salir, se sentó en la taza del retrete y tecleó el número de su mejor y única amiga. Tras tres timbrazos, la voz de Allyson llenó el baño.
—Hola, niña, ¿qué me cuentas de tu primer día?
Elizabeth inspiró hondo y alzó la vista al techo.
—¿Te importaría que Ian se quedase en tu casa unos días?
—Oh, oh —dijo Allyson, cambiando su tono alegre por uno más serio—, ¿qué ha pasado?
Elizabeth suspiró largamente y permitió que una sola lágrima recorriera sus mejillas.
—Nada que no supiera de antes.
—Está bien —aceptó Allyson, paciente—, cuéntamelo todo.