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Más allá del deseo

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Besos en verso

de Ruth M. Lerga

 

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Beatriz entró en la biblioteca de la universidad cargada de libros, como era habitual. Bajo el brazo izquierdo portaba los manuales que iba a devolver, con la mano derecha mandaba un wasap avisando de que no la esperara a comer. Tenía veintiséis años y vivía con sus padres, porque no le quedaba otro remedio. Tras licenciarse en Ciencias Físicas participaba en un proyecto de la universidad sobre el cambio climático. Era un privilegio poder investigar en su campo, la meteorología, pero su sueldo de becaria no le permitía pagar un alquiler. Ni siquiera compartir uno.

Y aun así no era esa la razón por la que enviaba un mensaje a su madre en aquel preciso instante. Rara vez iba a comer a casa, sino que devoraba una ensalada en el comedor de la facultad lo más rápido que la cola de caja le permitía, y aprovechaba el resto de su descanso de mediodía para acercarse a la biblioteca de la universidad, un enorme edificio de ocho plantas donde se reunía un ecléctico y numeroso grupo de estudiantes de todas las carreras. Futuros biólogos, médicos, maestros, abogados, filósofos, arquitectos o artistas tenían cabida en aquel espacio multicultural. La única condición: estudiar en la universidad. Y, desde luego, mantenerse en silencio.

La razón de que enviara un wasap todos los días, en el instante preciso en el que se acercaba al mostrador para dejar los libros prestados, era la misma por la que enviaba otro mensaje, a sí misma la segunda vez, cuando volvía al mostrador para tomar otros.

El encargado de la biblioteca.

Cada vez que era él quien estaba sentado frente al ordenador para registrar cualquier entrada o salida de material del centro, tomaba su móvil, evitando así que sus miradas se cruzaran.

Yago, según indicaba su tarjeta identificativa, trabajaba allí desde hacía seis meses, y desde el momento en que lo vio, se quedó prendada de él. Alto y de hombros anchos, con cuerpo de deportista y mirada sincera, la tenía cautivada. Debía rozar los treinta, y tenía unas arruguitas alrededor de sus ojos azules, fruto sin duda de su perenne sonrisa. Pero lo que más le gustaba a Beatriz era su pelo, negro y revuelto. Le cosquilleaban las manos de avidez. Hubiera pagado por peinar con los dedos abiertos sus rebeldes mechones, que caían hacia delante y le cubrían la frente. Siempre tenía una palabra amable para cualquiera que se acercara, hombre o mujer, a pedir consejo sobre novelas, y parecía haber leído todos los libros que había en la octava planta, lo que hacía que la admiración de Beatriz por él aumentara en cada uno de sus encuentros diarios.

Porque la octava planta de la biblioteca universitaria era especial. Allí no había libros de consulta, ni tesis doctorales, ni manuales. Allí se cobijaban las novelas. Había miles de ellas, de todas las temáticas, de todos los autores, de todas las épocas, nacionales y traducidas. La octava planta era el paraíso de cualquier amante de los libros, y el lugar favorito en el mundo de Beatriz. Allí pasaba la hora que le restaba antes de comenzar la jornada de la tarde. Y en los días duros, regresaba incluso tras salir del laboratorio, para relajarse antes de volver a casa.

Allí encontraba, algunas veces, a Yago, empujando el carro de los libros, colocando cada uno en su lugar. Sentía celos de aquellos tomos tratados con tano mimo, que casi acariciaba con sus largos y fuertes dedos antes de acomodarlos en la correspondiente estantería. Parecía que para él cada volumen fuera único, y lo trataba como su mayor tesoro.

Así que dejó, como todos los días, sus tres manuales sin apartar los ojos de la pantalla del móvil.

Executive Council 64th session, de la WMO.

Guidelines on Ensemble Prediction Systems and Forecasting.

Y Alicia en el país de los Cuantos, su capricho mensual, su oasis en un desierto de fríos números e impersonales teorías. Una alegoría de la física cuántica que, sin ser su especialidad, le apasionaba, como a todos sus compañeros del departamento y a cualquier físico que se preciara de serlo. Nunca tomaba prestado ningún libro de la biblioteca que no fuera de estudio, pues prefería comprar en una pequeña librería cercana a su casa las novelas con la que evadirse del mundo, y atesorar su pequeña colección en su dormitorio. Además, sus gustos literarios eran para ella tan íntimos como la elección de su ropa interior. Muy privados, y muy selectos. Y aun sí, aquella alegoría basada en el libro de Lewis Carroll le había tentado lo suficiente como para hacer una excepción.

Mientras esperaba a que Yago pasara por el lector los códigos de barras, sus dedos se afanaban en escribir cualquier cosa medianamente verosímil que enviar.

—Reconozco que este no lo he leído. —Su voz de barítono parecía acariciarle.

Beatriz presionó los botones con más fuerza, y siguió tecleando, sin importarle ya si lo que decía tenía sentido o no.

—¿Beatriz?

Levantó la vista, sorprendida. Sorprendida y emocionada.

—¿Sabes mi nombre? —susurró, maravillada.

Él sonrió, y las arruguitas de sus ojos se pronunciaron. ¿Desde cuándo eran sexis las arrugas?

—Lo dice en tu carné.

Se sonrojó violentamente. Una carrera de físicas, una tesina, y no por ello era menos estúpida.

Sin decir nada más, roja como la grana, dio media vuelta y huyó a la octava planta, a consolarse entre los versos del primer poeta que encontrara.

***

Yago la vio volverse y alejarse a toda prisa. Sonrió. Por el bochorno sufrido, parecía que le gustaba. Si pudiera retroceder unos segundos el tiempo, hubiera sido más delicado en su respuesta.

Darse cuenta de que no le era indiferente templó su corazón. No era engreído, pero se sabía atractivo. Muchas jovencitas se le habían insinuado desde que ocupara la plaza de encargado de la biblioteca en la universidad. Y algunas profesoras, también. Pero Beatriz, la becaria del Departamento de Meteorología de la Facultad de Físicas, según había averiguado, apenas lo miraba. Entraba invariablemente tecleando en su móvil, dejaba los libros y desaparecía por las escaleras. Siempre evitaba el ascensor, lo que le hacía fantasear con unos muslos contorneados y un trasero... Suponía que no escribía a ningún novio, pues tras unas discretas preguntas aquí y allá le habían dicho que no tenía pareja. Pero sabía también, o más bien temía, que la hermosa joven no hubiera estado interesada en él.

Hasta hoy. Hoy por primera vez le había sonado alguno de los libros que dejaba, y se había decidido a preguntarle por él, como hacía con otros estudiantes. Por fin encontraba un pretexto para hablarle. Y aunque ella no había contestado, algo en su mirada se le había declarado.

Pidió a un compañero que le sustituyera en el ordenador, tomó el carro de novelas todavía medio vacío, y se dirigió hacia el ascensor, tentando a la suerte y sucumbiendo a su deseo de verla.

Era el único que ordenaba en la octava planta. Cuando se incorporó descubrió que cualquier libro no divulgativo había sido colocado en la última altura, la más alejada para los estudiantes, en estricto orden alfabético, con independencia de su antigüedad, asunto o estilo. Decidió acudir cada tarde, fuera de su horario laboral, a adecuar el lugar como se merecía. Requirió, sin éxito, mejores estanterías, pues las que había eran viejas, y ni siquiera tenían separador entre un lado y el otro. Las enormes baldas daban cabida a dos libros cada vez, uno mirando a cada costado, a uno y otro corredor, sin que siquiera una fina chapa distanciara a las novelas, dándoles la intimidad necesaria para existir con dignidad. Resolvió por último cambiar los libros de lugar, ordenándolos según su propio criterio.

Los otros siete pisos eran de estudio, y era necesario que el alfabeto dictara la colocación. Pero la última planta era el templo de la imaginación. Nadie solía entrar allí buscando un libro en concreto, para eso preguntaban en el mostrador de la planta baja si estaba la obra que querían. Quien pisaba aquel lugar casi sagrado, buscaba siguiendo el dictado de su estado de ánimo. Y podía pasearse por los pasillos de intriga, de terror, de comedia o drama, de amor… y dejar que el azar, el destino, o algo tan banal como el color de una portada, eligieran por él.

Ahora era Yago quien se encargaba de colocar los libros prestados de aquella planta, cuando los estudiantes los devolvían. Nadie más osaba ordenarlos. Y repasaba, con más frecuencia de la que se consideraría sana, que nadie hubiera sembrado el caos en su territorio. Porque si bien sabía que aquellos tesoros no eran de su propiedad, se consideraba el guardián de todos ellos.

Solo en los tres estantes de poesía había consentido la amnistía. Alguna alma sensible cambiaba en ocasiones a alguno de los poetas de lugar. Pero en vez de sentirse ofendido por la intrusión, sonreía con ternura, como si comprendiera el sentimiento que había llevado al extraño a moverlos de un estante a otro. En ocasiones, incluso, compartía esa misma emoción, y se sentía cercano a alguien a quien jamás conocería.