No había ningún informe de balística. La Smith & Wesson del 38 estaba en el laboratorio de criminología de la sede central del FBI en Quantico, pendiente de que llegaran los técnicos, cuya jornada de trabajo empezaba en unas cinco horas. El papel que había levantado Pankovits como estrategia era una copia de un informe sin ninguna trascendencia.
Pankovits y Delocke disponían de un amplio repertorio de juego sucio que tenía el beneplácito del Tribunal Supremo. Su uso dependería del margen que les diera Quinn. El problema más inmediato era el comentario sobre el abogado. Si Quinn hubiera dicho de forma clara e inequívoca «¡quiero un abogado!», o «¡no pienso contestar a ninguna otra pregunta hasta que tenga un abogado!», o algo por el estilo, el interrogatorio habría terminado ipso facto. Sin embargo, se fue por la tangente y usó el «puede».
El factor tiempo era crucial. Para desviar la atención de la cuestión del abogado, los agentes efectuaron un cambio rápido de entorno. Delocke se levantó.
—Tengo que echar una meadita —dijo.
—Pues yo necesito más café —añadió Pankovits—. ¿Quieres uno, Quinn?
—No.
Delocke dio un portazo al salir. Pankovits se levantó y estiró la espalda. Casi eran las tres de la madrugada.
Quinn tenía dos hermanos y dos hermanas, de entre veintisiete y cuarenta y dos años, todos los cuales habían pasado por el negocio familiar del narcotráfico. Una de las hermanas se había desmarcado del tráfico y la compraventa en sí, pero seguía dedicándose a actividades de blanqueo. La otra se había salido del negocio para irse a vivir a otro sitio, y hacía lo posible por evitar a la familia por completo. El menor de los hermanos se llamaba Dee Ray Rucker y era un joven callado que estudiaba Ciencias Económicas en Georgetown y sabía mucho de mover dinero. Tenía antecedentes por tenencia de armas, pero nada grave. A Dee Ray, en realidad, le podían el miedo y la violencia de la vida callejera, de la que procuraba apartarse. Vivía con su novia en un piso sencillo cerca de Union Station. Ahí fue donde le encontró el FBI poco después de medianoche: en la cama, sin el peso de ninguna orden judicial de excepción ni de ninguna investigación pendiente por delito, ajeno a lo que ocurría con su querido hermano Quinn. Dormía profunda y plácidamente, y no ofreció resistencia, aunque sí elevó una cantidad enorme de protestas. La brigada de agentes que se lo llevó apenas le dio explicaciones. En el edificio del FBI de Pennsylvania Avenue fue conducido sin ceremonias a una sala, sentado en una silla y rodeado de agentes, todos con la misma parka azul marino con las siglas del FBI en amarillo chillón. La escena fue fotografiada desde varios ángulos. Al cabo de una hora, en la que estuvo sentado y esposado sin recibir ninguna justificación, le sacaron de la sala, se lo llevaron al mismo furgón de antes y le dejaron delante de su casa, en la acera, sin mediar palabra.
Su novia le trajo unas pastillas. Al final Dee Ray se calmó. Por la mañana llamaría a su abogado y montaría la de Dios, pero pronto quedaría en el olvido todo aquel episodio.
En el mundo de la droga nadie espera un final feliz.
Al volver del baño, Delocke dejó la puerta abierta para que pasara una administrativa guapa y delgada, quien depositó al borde de la mesa una bandeja con bebidas y galletas. La mujer sonrió a Quinn, que seguía en el rincón, demasiado desconcertado para reparar en ella. Cuando volvieron a quedarse solos, Pankovits abrió una lata de Red Bull y la sirvió con cubitos.
—¿Necesitas un Red Bull, Quinn?
—No.
En el bar lo servía toda la noche (Red Bull con vodka), pero nunca le había gustado su sabor. La pausa le dio tiempo para respirar y organizar sus ideas, o intentarlo. ¿Qué era mejor, seguir o no hablar más, insistiendo en que viniera un abogado? Su intuición le decía que lo segundo, pero tenía mucha curiosidad por averiguar cuánto sabía el FBI. Lo que ya habían descubierto le tenía atónito. ¿Hasta dónde eran capaces de llegar?
Delocke también se sirvió un Red Bull con hielo, que acompañó con una galleta.
—Siéntate, Quinn —dijo haciéndole señas de que volviera a la mesa.
Quinn dio unos pasos y se sentó. Pankovits ya había empezado a tomar notas.
—Tu hermano mayor, el Alto, creo que le llaman... ¿Sigue por Washington?
—¿A qué viene eso?
—No, por nada, Quinn, es que estamos llenando unas lagunas. Me gusta tener el máximo de datos. ¿En los últimos tres meses has visto mucho al Alto?
—No pienso decir nada.
—Vale. ¿Y tu hermano pequeño, Dee Ray? ¿Aún está por Washington?
—No tengo ni idea de dónde está Dee Ray.
—¿Le has visto mucho en los últimos tres meses?
—No pienso decir nada.
—¿Te acompañó Dee Ray a Roanoke cuando te detuvieron?
—No pienso decir nada.
—¿Había alguien contigo cuando te arrestaron en Roanoke?
—Estaba solo.
Delocke resopló, molesto. Pankovits suspiró como si fuera otra mentira, y ambos lo supieran.
—Os juro que estaba solo —dijo Quinn.
—¿Qué hacías en Roanoke? —preguntó Delocke.
—Negocios.
—¿Tráfico?
—Eso es cosa nuestra. Roanoke forma parte de nuestro territorio. Teníamos un problema y tuve que resolverlo.
—¿Qué tipo de problema?
—No pienso decir nada.
Pankovits bebió un buen trago de su Red Bull.
—Mira, Quinn —advirtió—, ahora mismo tenemos un problema, y es que no podemos creernos nada de lo que dices. Mientes. Sabemos que mientes. Hasta lo has reconocido. Cuando te preguntamos algo contestas con mentiras.
—Así no vamos a ninguna parte, Quinn —intervino Delocke—. ¿Qué hacías en Roanoke?
Quinn se inclinó para coger una Oreo. Quitó la parte de encima, lamió la crema y contempló a Delocke.
—Teníamos una mula y sospechábamos que se chivaba. Al haber perdido dos remesas de manera rara, sacamos nuestras conclusiones y fui a ver a la mula.
—¿Para matarle?
—No, no es como trabajamos. No le encontré. Se ve que se enteró y se fue. Entonces fui a un bar, bebí demasiado, me metí en una pelea y tuve una mala noche. Al día siguiente un amigo me dijo que vendían un Hummer a buen precio y fui a verlo.
—¿Quién era el amigo?
—No pienso decir nada.
—Mientes —soltó Delocke—. Mientes, Quinn, y nos consta. Encima lo haces fatal, si quieres que te diga la verdad.
—Bueno, pues vale.
—¿Por qué matriculaste el Hummer en Carolina del Norte? —preguntó Pankovits.
—Os recuerdo que me había fugado. Intentaba no dejar ninguna pista. ¿Lo pilláis o no? Un documento de identidad falso, una dirección falsa... Todo falso.
—¿Quién es Jakeel Staley? —inquirió Delocke.
Quinn titubeó un segundo. Después intentó disimular y respondió como si no fuera con él.
—Un sobrino.
—¿Y dónde está?
—En una cárcel federal, no sé dónde. Seguro que vosotros sí.
—Alabama. Está condenado a dieciocho años —aclaró Pankovits—. ¿Verdad que a Jakeel le trincaron cerca de Roanoke con una camioneta llena de cocaína?
—Supongo que tendréis el expediente.
—¿Intentaste ayudarle?
—¿Cuándo?
La reacción de ambos agentes fue una exhibición teatral de frustración. Los dos bebieron un poco de Red Bull. Delocke cogió otra Oreo. En la bandeja quedaba una docena. También había una cafetera llena. Por lo visto pensaban seguir toda la noche.
—Venga, Quinn —dijo Pankovits—, no sigas mareándonos. Tenemos claro que a Jakeel le trincaron en Roanoke con un montón de coca y que le quedan muchos años en el trullo. La pregunta es si intentaste ayudarle.
—Pues claro, es de la familia, forma parte del negocio y le trincaron mientras trabajaba. La familia siempre da la cara.
—¿Fuiste tú quien contrató al abogado?
—Sí.
—¿Cuánto le pagaste?
Quinn pensó un momento.
—La verdad es que no me acuerdo —respondió—, pero un montón de pasta.
—¿Y le pagaste en efectivo?
—Os lo acabo de decir. No está prohibido, que yo sepa. Nosotros no usamos cuentas ni tarjetas de crédito, ni nada que pueda dar pistas a los federales. Solo dinero en efectivo.
—¿Quién te dio la pasta para contratar al abogado?
—No pienso decir nada.
—¿Te la dio Dee Ray?
—No pienso decir nada.
Pankovits acercó lentamente la mano a una fina carpeta, de la que sacó un papel.
—Pues Dee Ray dice que te dio todo el dinero que pudieras necesitar en Roanoke.
Quinn sacudió la cabeza y lo negó con una sonrisa repelente, como diciendo «venga ya».
Pankovits empujó hacia él una ampliación de veinte por veinticinco de una foto de Dee Ray entre agentes del FBI, esposado, furioso y con la boca abierta.
—Más o menos una hora después de pillarte hemos encontrado a Dee Ray en Washington —explicó Delocke—. ¿Sabes que le gusta mucho hablar? De hecho habla bastante más que tú.
Quinn enmudeció, mirando la foto.
La Nevera. Las cuatro de la madrugada. Victor Westlake se levantó y dio su enésimo paseo por la habitación. Había que moverse para combatir el sueño. Los otros cuatro agentes seguían despiertos, con el cuerpo activado por anfetaminas sin receta, Red Bull y café.
—Pero qué lentos son estos tíos —dijo uno.
—Son metódicos —contestó otro—. Le están desgastando. Es increíble que después de siete horas todavía hable.
—No quiere ir a la cárcel del condado.
—No me extraña.
—Yo creo que aún tiene curiosidad. El gato y el ratón. ¿En realidad cuánto sabemos?
—No le pillarán. Es demasiado inteligente.
—Saben lo que hacen —dijo Westlake.
Se sentó y se sirvió más café.
En Norfolk, Pankovits también se puso a beber café.
—¿Quién te llevó a Roanoke? —preguntó.
—Nadie. Yo mismo, en coche.
—¿Qué tipo de coche?
—No me acuerdo.
—Mentira, Quinn. La semana anterior al 7 de febrero fuiste a Roanoke con otra persona. Erais dos. Tenemos testigos.
—Pues vuestros testigos mienten. Y vosotros también. Aquí miente todo el mundo.
—El Hummer lo compraste el 9 de febrero. Lo pagaste al contado, sin ningún tipo de plazos. ¿Cómo llegaste al concesionario de segunda mano el día en que adquiriste el Hummer? ¿Quién te llevó?
—No me acuerdo.
—O sea, que no te acuerdas de quién te llevó.
—No me acuerdo de nada. Tenía resaca. Aún estaba medio borracho.
—Venga, Quinn —dijo Delocke—, que tus mentiras empiezan a ser ridículas. ¿Qué escondes? Si no escondieras algo no mentirías tanto.
—¿Qué queréis saber, exactamente? —preguntó Quinn levantando las manos.
—¿De dónde sacabas tanto dinero en efectivo, Quinn?
—Soy traficante de droga. Lo he sido casi toda la vida. Si he estado en la cárcel ha sido por tráfico de droga. Nosotros el efectivo lo quemamos. Nos lo comemos. ¿No lo entendéis?
Pankovits sacudía la cabeza.
—Pero Quinn, por lo que acabas de contarnos has trabajado poco para la familia desde que te fugaste. ¿No decías que te tenían miedo? ¿O me equivoco? —preguntó mirando a Delocke, que se apresuró a confirmar que su colega estaba en lo cierto.
—Como la familia te hacía el vacío —dijo Delocke—, empezaste a hacer viajes de ida y vuelta por el sur. Has dicho que ganaste unos cuarenta y seis mil dólares, aunque ahora sabemos que es falso, porque te gastaste veinticuatro mil en el Hummer y hemos encontrado cuarenta y un mil en tu trastero.
—Conseguiste dinero, Quinn —añadió Pankovits—. ¿Qué nos escondes?
—Nada.
—Pues entonces ¿por qué mientes?
—Miento como todo el mundo. Creía que en eso estábamos de acuerdo.
Delocke dio unos golpes en la mesa.
—Vamos a retroceder unos años, Quinn —dijo—. Tu sobrino Jakeel Staley está en la cárcel de Roanoke, esperando juicio. Tú le pagaste a su abogado una suma al contado por sus servicios jurídicos, ¿verdad?
—Sí.
—¿Circuló más efectivo? ¿Alguna ayudita para engrasar la maquinaria? No sé... ¿Un soborno, para que el tribunal no estuviera muy duro con el chico? ¿Algo así, Quinn?
—No.
—¿Estás seguro?
—Pues claro que estoy seguro.
—Venga, Quinn.
—Pagué al abogado en efectivo y supuse que se quedaría el dinero en concepto de honorarios. Es lo único que sé.
—¿Quién era el juez?
—No me acuerdo.
—¿Te suena de algo el nombre del juez Fawcett?
Quinn se encogió de hombros.
—Puede.
—¿Fuiste alguna vez con Jakeel al juzgado?
—Estaba en la sala cuando le condenaron a dieciocho años.
—¿Te sorprendió que le cayeran dieciocho?
—Sí, la verdad es que sí.
—En principio tenían que caerle muchos menos, ¿no?
—Según su abogado sí.
—Y tú estabas en la sala para poder ver bien al juez Fawcett, ¿verdad?
—Estaba por mi sobrino, nada más.
La pareja se calló al mismo tiempo. Delocke bebió un poco de Red Bull.
—Tengo que ir al lavabo —dijo Pankovits—. ¿Tú estás bien, Quinn?
Quinn se frotaba la frente.
—Muy bien —contestó.
—¿Te traigo algo de beber?
—¿Podría ser un Sprite?
—Hecho.
Pankovits no se dio prisa. Quinn iba bebiendo. A las cuatro y media el interrogatorio se reanudó con una pregunta de Delocke.
—Oye, Quinn, ¿has seguido las noticias en los últimos tres meses? ¿Has leído algún periódico? Supongo que tendrías un poco de curiosidad por saber si decían algo de tu fuga.
—La verdad es que no —dijo Quinn.
—¿Te has enterado de lo del juez Fawcett?
—No. ¿Qué le pasa?
—Le asesinaron. De dos tiros en el cogote.
No hubo ninguna reacción por parte de Quinn, ni de sorpresa ni de pena. Nada.
—¿No lo sabías, Quinn? —preguntó Pankovits.
—No.
—Dos balas expansivas disparadas con una pistola del 38 idéntica a la que hemos encontrado en tu caravana. El informe de balística preliminar dice que hay un 90 por ciento de posibilidades de que tu pistola fuera la que se usó para matar al juez.
Quinn empezó a sonreír y asentir.
—Ahora lo entiendo. Todo esto es porque se ha muerto un juez. Creéis que al juez Fawcett le he matado yo, ¿verdad?
—Pues sí.
—Genial. O sea, que hemos desperdiciado... ¿cuántas horas, siete? En chorradas. Pues estáis malgastando mi tiempo, el vuestro, el de Dee Ray y el de todos, porque no he matado a nadie.
—¿Has estado alguna vez en Ripplemead, Virginia, un pueblo de quinientos habitantes en medio de la montaña, al oeste de Roanoke?
—No.
—Es la población más próxima a un pequeño lago donde asesinaron al juez. En Ripplemead no hay negros, y si aparece alguno llama la atención. Según el dueño de una gasolinera, el día antes de que mataran al juez pasó por el pueblo un hombre negro que concuerda con tu descripción.
—¿Es una identificación como Dios manda o solo una suposición?
—Algo a medio camino. Mañana le enseñaremos una foto tuya de mejor calidad.
—No me extraña. Seguro que mejora mucho su memoria.
—Suele pasar —señaló Delocke—. A seis kilómetros al oeste de Ripplemead se acaba el mundo. Ya no hay asfalto, solo unas cuantas pistas de grava que se pierden por las montañas. Lo que hay es una de esas tiendas donde venden un poco de todo. Se llama Peacock’s. Al señor Peacock no se le pasa nada por alto. Dice que el día antes del asesinato entró un hombre negro en la tienda y le pidió unas indicaciones. El señor Peacock no recuerda la última vez que vio a un hombre negro por la zona. Nos dio una descripción, y cuadra bastante contigo.
Quinn se encogió de hombros.
—No soy tan tonto.
—¿Ah, no? Pues ¿por qué te quedaste la Smith & Wesson? Cuando recibamos el informe de balística definitivo serás hombre muerto, Quinn.
—La pistola es robada, ¿vale? Las pistolas robadas dan muchas vueltas. Me la compré hace dos semanas en una casa de empeño de Lynchburg. Debe de haber cambiado de manos una docena de veces en el último año.
Buen argumento, que no podían refutar, al menos hasta que hubieran concluido las pruebas de balística. Una vez que dispusieran de ellas, ningún jurado daría crédito a la versión de Quinn sobre el origen del revólver.
—En tu trastero —dijo Pankovits— hemos encontrado unas botas militares, de esas falsificaciones baratas de lona, con camuflaje y todas las demás chorradas. Están bastante nuevas, no se han usado mucho. ¿Para qué necesitabas unas botas militares, Quinn?
—Tengo los tobillos débiles.
—Ah, ya. ¿Y te las pones a menudo?
—Hombre, si están guardadas será que no. Me las probé, me salió una ampolla y me olvidé de ellas. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque encajan con una huella que encontramos en el suelo cerca de la cabaña donde fue asesinado el juez Fawcett —mintió Pankovits, pero con suma eficacia—. Concuerdan, Quinn. Lo cual te sitúa en el lugar del crimen.
Quinn bajó la cabeza y se frotó los ojos, inyectados en sangre y cansados.
—¿Qué hora es?
—Las 4.50 —contestó Delocke.
—Tengo que dormir un poco.
—Pues no sé qué decirte, Quinn. Hemos hablado con la cárcel del condado y tu celda está bastante llena. Ocho hombres y cuatro catres. Tendrás suerte si encuentras sitio en el suelo.
—Me parece que esa cárcel no me gusta. ¿Podríamos buscar alguna otra?
—Lo siento, pero espera a ver el pasillo de la muerte, Quinn.
—Al pasillo de la muerte no iré, porque no he matado a nadie.
—Mira, Quinn, la situación es la siguiente —dijo Pankovits—: dos testigos te sitúan en la zona a la hora del asesinato, y el lugar no es precisamente un cruce de calles muy transitado. Estuviste, llamaste la atención y se acuerdan de ti. La balística te pillará por los cojones. La huella de bota ya es la guinda. Eso en lo que respecta al lugar del crimen. Después del asesinato la cosa mejora, o empeora, según quién lo mire. Estuviste en Roanoke el día en que encontraron los cadáveres, el martes 8 de febrero; lo has reconocido tú mismo y lo respaldan los registros de la cárcel y el juzgado. De un día al otro te cargaste de billetes. Pagaste una fianza y veinticuatro mil dólares por un Hummer. Has despilfarrado mucho más, y ahora que te pillamos resulta que tienes otra fortuna escondida en un minitrastero. ¿Móviles? Hay muchos. Pactaste con el juez Fawcett para que emitiera un veredicto favorable a Jakeel Staley. Le sobornaste con una cantidad que rondaría el medio millón de dólares, y él, una vez que tuvo el dinero, se olvidó del acuerdo y le echó encima todo el código penal a Jakeel. Tú juraste venganza, y al final la conseguiste. Por desgracia se cruzó la secretaria en el camino.
—Pena de muerte asegurada, Quinn —afirmó Delocke—. No hay vuelta de hoja.
Quinn cerró los ojos a la vez que se encogía. Empezó a respirar más deprisa, mientras se le formaban gotas de sudor sobre las cejas. Transcurrieron dos minutos. Se había esfumado toda su chulería.
—Os habéis equivocado de hombre —señaló el nuevo Quinn.
Pankovits se rió.
—¿No se te ocurre nada mejor? —soltó Delocke con desdén.
—Os habéis equivocado de hombre —repitió Quinn, aún con menos convicción que antes.
—Suena muy pobre, Quinn —dijo Delocke—. Y en el juicio aún sonará peor.
Quinn se contempló las manos, mientras pasaba otro minuto.
—Si tanto sabéis —saltó finalmente—, ¿qué más queréis?
—Quedan algunas lagunas —contestó Pankovits—. ¿Lo hiciste solo? ¿Cómo abriste la caja fuerte? ¿Por qué mataste a la secretaria? ¿Qué ha sido del resto del dinero?
—No os puedo ayudar. No sé nada de todo eso.
—Lo sabes todo, Quinn, y no nos iremos hasta que hayas aclarado los detalles.
—Pues entonces me parece que estaremos aquí mucho tiempo —dijo Quinn. Se inclinó hasta apoyar la frente en la mesa—. Voy a echar una cabezadita.
Los dos agentes se levantaron y recogieron sus carpetas y libretas.
—Vamos a tomarnos un descanso, Quinn. Volveremos dentro de media hora.