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Victor Westlake estaba satisfecho con la evolución del interrogatorio, pero también preocupado. No había testigos, ni ningún informe de balística que vinculase la pistola del 38 de Quinn con el lugar del crimen; tampoco había ninguna huella de bota, ni ningún interrogatorio simultáneo a Dee Ray. Lo que sí había era un móvil, siempre que fueran ciertas las explicaciones de Malcolm Bannister sobre el soborno. De momento la prueba más contundente era que Quinn Rucker había estado en Roanoke el día después de que se encontrasen los cadáveres, y que tenía demasiado dinero en metálico. Westlake y sus hombres estaban agotados por la noche en vela. Fuera aún estaba oscuro. Se recargaron de café y dieron largos paseos por la Nevera. De vez en cuando miraban la pantalla, en busca de imágenes del sospechoso. Quinn estaba recostado en la mesa, pero sin dormir.

 

 

A las seis de la mañana Pankovits y Delocke volvieron a la sala de interrogatorios con sendos vasos altos de Red Bull con hielo. Quinn despegó la cabeza de la mesa y se instaló en su silla para la siguiente ronda.

Fue Pankovits quien empezó.

—Acabo de hablar por teléfono con el fiscal general, Quinn. Le hemos puesto al corriente del interrogatorio, y dice que mañana reunirá al gran jurado para entregarle la imputación. Dos acusaciones de homicidio sin atenuantes.

—Felicidades —contestó Quinn—. Supongo que será cuestión de que me busque un abogado.

—Tú mismo, pero puede que necesites más de uno. No sé si sabes mucho de legislación federal sobre sobornos, Quinn, pero llega a ser brutal. La fiscalía adoptará la postura de que los asesinatos del juez Fawcett y su secretaria fueron obra de una banda muy conocida y bien organizada, y de que el ejecutor, naturalmente, fuiste tú. En el acta se te imputarán muchos delitos, entre ellos el de homicidio, pero también el de soborno. De todos modos, lo principal es que el escrito no te nombrará solo a ti, sino a otros personajes tan funestos como el Alto, Dee Ray, una de tus hermanas, tu primo Antoine Beck y dos o tres docenas de parientes.

—Podréis tener un ala propia en el pasillo de la muerte —añadió Delocke—: la banda Rucker-Beck, celda con celda, esperando la jeringa.

Delocke sonreía. Pankovits lo encontró gracioso. Menudo par de actores.

Quinn empezó a rascarse un lado de la cabeza y a hablar mirando el suelo.

—Me gustaría saber qué diría mi abogado de todo esto. Tenerme encerrado toda la noche en esta sala oscura y sin ventanas... ¿Desde cuándo, desde las nueve, más o menos? Pues son las seis de la mañana: nueve horas seguidas de chorradas, oyendo cómo me acusáis de sobornar a un juez y luego de matarle. Y ahora amenazáis con la pena de muerte no solo al menda sino a toda mi familia. Decís que tenéis testigos decididos a declarar, un informe balístico sobre una pistola robada, y una huella de bota que dejó en el barro algún cabrón. ¿Cómo puedo saber si decís la verdad o mentís como bellacos? Yo no me fío del FBI; no me he fiado nunca y nunca me fiaré. Me mintieron la primera vez que me trincaron, y doy por hecho que vosotros ahora me estáis mintiendo. Quizá yo os haya dicho alguna bola, pero ¿me podéis decir honestamente que vosotros a mí no? ¿Podéis o no?

Pankovits y Delocke se lo quedaron mirando. Tal vez fuera el miedo, o el sentimiento de culpa. Quizá era un delirio. En todo caso, Quinn estaba de lo más elocuente.

—Estamos diciendo la verdad —replicó Pankovits.

—Otra mentira más para la lista. Mi abogado llegará hasta el fondo. Durante el juicio os dejará con el culo al aire y os denunciará, a vosotros y vuestras mentiras. Enseñadme el análisis de la huella de bota. Venga, que lo quiero ver.

—No tenemos permiso para mostrárselo a nadie —objetó Pankovits.

—Muy oportuno. —Quinn se inclinó, apoyando los codos en las rodillas. Casi tocaba el borde de la mesa con la frente. Siguió hablando con la cabeza gacha—. ¿Y el informe de balística? ¿Lo puedo ver?

—No tenemos permiso para...

—¡Qué sorpresa! Pues ya lo conseguirá mi abogado; cuando pueda hablar con él, por cierto, porque llevo toda la noche pidiéndolo y no se han respetado mis derechos.

—Tú no has pedido un abogado —señaló Delocke—. Te has referido vagamente a él, pero sin llegar a solicitarlo, y has seguido hablando.

—Claro, como que tenía elección, ¿verdad? O me quedaba aquí sentado hablando o me iba con los borrachos. Mirad, yo ya he estado preso, y no me asusta. Forma parte del negocio. ¿Delinques? Pues a cumplir. En este negocio no entras sin saber las reglas. Ves que se llevan a todos tus amigos y parientes, pero acaban volviendo. Cumples y sales.

—O te fugas —dijo Delocke.

—También. No niego que fuera una tontería, pero me lo pedía el cuerpo.

—Porque tenías una deuda que saldar, ¿no es cierto, Quinn? Te pasaste dos años en la cárcel pensando cada día en el juez Fawcett, y en el pacto que rompió después de que le dieras el dinero. Y eso en vuestro mundo se castiga, ¿verdad?

—Sí.

Quinn se frotaba las sienes, mirándose los pies. Más que hablar, farfullaba. Los agentes respiraron hondo e intercambiaron sonrisas fugaces. Por fin el primer atisbo de una confesión.

Pankovits ordenó unos documentos.

—Bueno, Quinn —dijo—, vamos a ver si hacemos un poco de balance. Acabas de admitir que el juez Fawcett tenía que pagar, ¿no? ¿Quinn?

Quinn seguía apoyado en los codos, con la mirada perdida, aunque ahora se mecía como si estuviera mareado. No contestó a la pregunta.

Delocke levantó la vista de su libreta.

—Según mis notas, Quinn, te he hecho la siguiente pregunta: «Y eso en vuestro mundo se castiga, ¿verdad?» Y tú has contestado: «Sí». ¿Lo niegas, Quinn?

—Me estás haciendo decir cosas que no he dicho. Para.

Pankovits aprovechó la ocasión.

—Mira, Quinn, tenemos que informarte de las novedades. Hace unas dos horas Dee Ray ha reconocido que le diste dinero para que se lo entregase al juez Fawcett, y que él, el Alto y algunos otros te ayudaron a planear el asesinato. Dee Ray ha confesado y ya ha aceptado un trato para salvarse de la pena de muerte. Al Alto le hemos pillado hace dos horas. Ahora estamos buscando a una de tus hermanas. La cosa se está poniendo fea.

—¡Venga ya! Si no saben nada.

—Claro que saben, y mañana mismo les acusarán, igual que a ti.

—No me hagáis eso, tíos, que mi madre se muere. Tiene setenta años, la pobre, y está mal del corazón. No podéis jugar así con ella.

—¡Pues estate al quite, Quinn! —dijo en voz alta Pankovits—. ¡Cómete el marrón! El asesinato lo hiciste tú. Pues cumple, como tanto dices. No tiene sentido arrastrar al resto de la familia.

—¿Al quite de qué?

—Te estamos proponiendo un trato. Tú nos das los detalles y nosotros le decimos al ministerio fiscal que deje en paz a tu familia —explicó Pankovits.

—Ah, y otra cosa —añadió Delocke—. Si hacemos bien el acuerdo no habrá pena de muerte, solo cadena perpetua sin libertad condicional. Parece que la familia Fawcett no es partidaria de la pena capital, y tampoco quiere un juicio largo y penoso. Lo que quiere es que se cierre la causa, y el ministerio fiscal respetará sus deseos. Según el fiscal, él no se niega a una sentencia acordada que te salve la vida.

—¿Y por qué me lo tengo que creer?

—No es ninguna obligación, Quinn, pero espera unos días, hasta que presenten los cargos. Puede haber hasta treinta acusados, cada uno por algo diferente.

Quinn Rucker se levantó despacio y elevó al máximo ambas manos. Después dio unos pasos, primero en una dirección y luego en otra.

—Bannister, Bannister, Bannister —empezó a decir.

—¿Cómo dices, Quinn? —preguntó Pankovits.

—Bannister, Bannister, Bannister.

—¿Quién es Bannister? —quiso saber Delocke.

—Una rata —soltó Quinn con amargura—. Un mierda. Un viejo amigo de Frostburg, abogado corrupto, que va de inocente. Pues un rata es lo que es. No hagáis como si no os sonara, que si Bannister no fuera un rata no estaríais aquí.

—No le conozco de nada —dijo Pankovits.

Delocke también lo negó con la cabeza.

Quinn se sentó y puso los codos en la mesa. Ahora estaba muy despierto, observando a los agentes con los ojos entornados, mientras frotaba entre sí sus grandes manos.

—Bueno, a ver, ¿qué pactaríamos? —preguntó.

—Nosotros no podemos pactar, Quinn, pero sí poner en marcha algunas cosas —le explicó Pankovits—. Para empezar llamaremos a Washington para que dejen en paz a tu familia y los de tu banda, al menos de momento. La fiscalía lleva cinco semanas con un marrón de no te menees, desde el asesinato, y se muere de ganas de recibir buenas noticias. Nos han asegurado que no pedirán pena de muerte, y nosotros te lo aseguramos a ti. Serás el único acusado. Solo tú por los dos asesinatos. Así de fácil.

—Eso por un lado —aclaró Delocke—. La otra mitad sería una declaración en vídeo en la que confieses tus delitos.

Quinn se cogió la cabeza con las manos y cerró los ojos. Durante un minuto estuvo inmerso en una pugna interior.

—Ahora sí que quiero un abogado —pidió finalmente entre dientes.

—Allá tú, Quinn —contestó Delocke—. No faltaría más, pero ahora mismo Dee Ray y el Alto están bajo custodia policial, cantando como pajaritos, y la cosa se pone cada vez peor. Tu abogado podría tardar un par de días en llegar. Si dices que sí soltamos a tus hermanos y ya no les molestamos más.

Quinn se vino abajo de repente.

—¡Vale, vale! —bramó.

—¿Vale qué?

—¡Que sí, que lo haré!

—No tan deprisa, Quinn —advirtió Pankovits—. Primero tenemos que repasar un par de cosas. Vamos a ordenar los hechos, formarnos una idea clara y asegurarnos de que estamos de acuerdo en lo que se refiere al lugar del crimen. Tenemos que comprobar que no falte ningún detalle importante.

—Que sí, que sí, pero ¿puedo desayunar algo?

—Claro, Quinn, por supuesto. Tenemos todo el día.