2

 

 

Frostburg queda a pocos kilómetros al oeste de Cumberland, Maryland, en una estrecha franja dominada y empequeñecida al norte por Pennsylvania y al oeste por Virginia Occidental. En el mapa se ve con claridad que esta parte desterrada del estado nació de un error de reconocimiento, y que no debería formar parte de Maryland. Lo que no está tan claro es a qué estado debería pertenecer. En la biblioteca, mi lugar de trabajo, hay un gran mapa de Estados Unidos colgado en la pared, justo sobre mi pequeño escritorio. Me lo quedo mirando demasiado tiempo mientras sueño despierto y me pregunto cómo he acabado siendo un preso federal en lo más remoto del oeste de Maryland.

A cien kilómetros al sur está Winchester, Virginia, una localidad de veinticinco mil habitantes donde nací, pasé mi infancia, estudié y trabajé hasta la «caída». Me han dicho que sigue más o menos igual que cuando me fui. El bufete Copeland & Reed continúa funcionando en el mismo local donde había estado mi oficina. Da directamente a Braddock Street, en la parte vieja, justo al lado de un restaurante. Antes se anunciaba como Copeland, Reed & Bannister, con letras negras pintadas sobre el cristal, y era el único despacho de abogados de raza exclusivamente negra en ciento cincuenta kilómetros a la redonda. Me han dicho que a los señores Copeland y Reed les va bien; no es que prosperen, ni que se hagan ricos, pero tienen suficiente trabajo para pagar el sueldo de sus dos secretarias y el alquiler. Cuando yo era socio del bufete no llegábamos a mucho más. Subsistíamos sin pena ni gloria. En la época de la Caída yo me estaba cuestionando seriamente mi futuro en una población tan pequeña.

Me han dicho que ni Copeland ni Reed quieren hablar de mí o de mis problemas. A ellos también estuvieron a punto de juzgarles, y su reputación quedó manchada. El fiscal que me acusó iba a perdigonada pura contra cualquier persona que pudiera tener algo que ver con su magna conspiración, y estuvo a punto de cargarse a todo el bufete. Mi delito fue equivocarme de cliente. Ninguno de mis dos antiguos socios ha cometido un delito en toda su vida. Lamento lo ocurrido de muchísimas maneras, pero hay algo que aún me quita el sueño y es el desprestigio que han tenido que sufrir. Ambos están cerca de los setenta, y en su juventud, como abogados, no solo tuvieron que luchar por mantener a flote un bufete de pueblo sino que participaron en algunas de las últimas batallas raciales. A veces el juez hacía como si no existiesen durante la vista, y dictaminaba en contra de ellos sin ningún fundamento jurídico. Muchos compañeros de profesión les dispensaban un trato grosero y antiprofesional. El colegio de abogados del condado no les invitó a inscribirse. Algunos secretarios judiciales extraviaban sus demandas, y los jurados blancos no les otorgaban ninguna credibilidad. Lo peor de todo, sin embargo, era la falta de clientes interesados por sus servicios. Me refiero a clientes negros. En los años setenta los blancos no contrataban bufetes de negros, al menos en el sur. Eso no ha cambiado mucho. Pero a lo que iba: cuando Copeland & Reed daba sus primeros pasos estuvo a punto de irse a pique porque los negros pensaban que los abogados blancos eran mejores. La situación se revirtió a base de trabajo y profesionalismo, pero fue un proceso lento.

Winchester no fue mi primera elección para desempeñar mi oficio. Cursé mis estudios de Derecho en la Universidad George Mason, en la parte de Virginia del Norte donde se extiende el área urbana de la ciudad de Washington. Durante el verano del segundo curso tuve la suerte de conseguir una pasantía en un bufete enorme en Pennsylvania Avennue, cerca del Capitolio. Era uno de esos despachos con miles de abogados, sucursales en el mundo entero, antiguos senadores en el membrete, clientela selecta y un ritmo frenético que me encantaba. El mejor momento fue cuando serví de recadero en el juicio a un ex congresista (nuestro cliente) acusado de conspirar con su hermano, delincuente convicto, para cobrar sobornos a cambio de servicios para el gobierno. Fue un auténtico circo, y me entusiasmó estar tan cerca de la pista central.

Once años después entré en la misma sala de los juzgados E. Barrett Prettyman, en el centro de Washington, siendo yo el procesado.

Aquel verano éramos diecisiete pasantes. Los otros dieciséis, todos de las diez mejores facultades del país, recibieron ofertas de trabajo. Yo, al haberlo apostado todo al mismo número, dediqué mi tercer año de Derecho a ir por Washington llamando a puertas, sin que se me abriera ninguna. Seguro que las calles de Washington se las patean a cualquier hora miles de abogados desempleados. Es fácil hundirse en la desesperación. A partir de un momento amplié mi búsqueda al extrarradio, donde hay bufetes mucho más pequeños, y aún menos trabajo, si cabe.

Al final volví a casa, derrotado. No se habían cumplido mis sueños de gloria en la cumbre. Los señores Copeland y Reed no andaban sobrados, y difícilmente podrían haberse permitido un nuevo socio, pero les di lástima y me despejaron una habitación del piso de arriba que servía de almacén. Ahí trabajé con todo mi empeño, aunque a menudo las horas se me hacían largas con tan pocos clientes. Por lo demás nos llevábamos muy bien, tanto que después de cinco años tuvieron la generosidad de incorporar mi nombre al del bufete. Lo cual no comportó un gran aumento en mis ingresos.

Me dolió ver arrastrados sus nombres por el barro durante mi proceso. Era tan absurdo... Cuando el agente del FBI que estaba al frente del equipo me tenía contra las cuerdas, me dijo que si no me declaraba culpable y colaboraba con la fiscalía se presentarían cargos contra los señores Copeland y Reed. Yo, pensando (sin poder estar seguro) que era un farol, le dije que se fuera a la mierda.

Por suerte era un farol.

Les he escrito cartas de disculpa, largas cartas lacrimógenas a las que nunca han respondido. También les he pedido que vengan a verme para hablar cara a cara, pero tampoco han respondido a mi petición. Aquí, a cien kilómetros de mi lugar de nacimiento, tengo un solo visitante habitual.

 

 

Mi padre, Henry, fue uno de los primeros policías negros al servicio de la mancomunidad de Virginia. Durante los treinta años que pasó patrullando por Winchester y sus alrededores nunca dejó de disfrutar. Le gustaba el trabajo en sí, la sensación de autoridad y de reconocimiento, el poder de hacer cumplir la ley y la ayuda compasiva a los necesitados. Le encantaba el uniforme, el coche patrulla... todo menos la pistola que llevaba en la cintura; arma que se vio obligado a desenfundar algunas veces, pero que jamás disparó. Aunque daba por sentado que los blancos darían rienda suelta a su rencor, y que los negros buscarían manga ancha, él estaba decidido a mostrar la más absoluta equidad. Era un policía duro, que no veía medias tintas en la ley: cualquier acto que no fuera legal tenía que ser ilegal, sin margen de maniobra ni tiempo para tecnicismos.

Desde el momento de la acusación mi padre me creyó culpable de algo. Nada de presunciones de inocencia. Ni caso a mis protestas, a mis diatribas. Como hombre orgulloso de su trayectoria, su cerebro había sufrido el lavado de una vida entera en persecución de quienes infringían la ley; y si los federales, que tantos recursos tenían y tanto sabían, me consideraban digno de cien páginas de acusaciones, la razón la tenían ellos, no yo. No dudo de que se compadeciese, ni de que rezase por verme salir del embrollo en que me había metido, pero le costaba mucho transmitírmelo. Para él era una humillación, y no me lo escondió. ¿Cómo era posible que su hijo abogado se hubiera juntado con semejante pandilla de sinvergüenzas?

Yo me he hecho mil veces la misma pregunta, pero no existe una buena respuesta.

Henry Bannister acabó la secundaria de milagro, y a los diecinueve años, después de algún que otro pequeño escarceo con la delincuencia, ingresó en la Marina, que en poco tiempo hizo de él un hombre: un soldado que anhelaba disciplina y se enorgullecía sobremanera de su uniforme. Estuvo tres veces en Vietnam, donde recibió disparos y quemaduras y estuvo un tiempo prisionero. Sus medallas están en la pared de su estudio, en la casita donde pasé mi infancia y donde ahora vive solo. A mi madre la mató un conductor borracho dos años antes de que me juzgaran.

Henry viaja a Frostburg una vez al mes para una visita de una hora. Está jubilado y tiene poco que hacer. Si quisiera podría visitarme cada semana, pero no lo hace.

 

 

Cuántas vueltas dan las condenas largas, y qué crueles son... Una de ellas es la sensación de que el mundo, y tus seres queridos, a los que tanto necesitas, lentamente se van olvidando de ti. El correo, que en los primeros meses llegaba en grandes fajos, se fue adelgazando hasta quedar en una o dos cartas por semana. Los amigos y parientes que tanto anhelaban visitarte no aparecen en mucho tiempo. Mi hermano mayor, Marcus, viene dos veces al año para ponerme al día de sus contratiempos. Así se entretiene durante una hora. Tiene tres hijos adolescentes, en diversas fases de delincuencia juvenil, y una mujer que no está bien de la cabeza. Según como se vea, supongo que no tengo problemas... Aunque la vida de Marcus sea tan caótica, me gustan sus visitas. Siempre ha imitado a Richard Pryor, y tiene gracia en todo lo que dice. Nos pasamos la hora entera riendo, mientras despotrica de sus hijos. Mi hermana pequeña, Ruby, vive en la costa Oeste y la veo una vez al año. Muy cumplidora, me escribe sin falta cada semana y guardo sus cartas como oro en paño. Tengo un primo lejano que estuvo siete años en la cárcel por robo a mano armada (fui su abogado) y que viene a verme cada seis meses porque yo también lo hacía cuando él estaba preso.

Después de tres años aquí, puedo pasar semanas sin ninguna visita, salvo la de mi padre. La Dirección de Prisiones procura situar a los reclusos en un radio de unos ochocientos kilómetros respecto a su anterior residencia. Yo tengo suerte de que Winchester quede tan cerca, pero es como si estuviera a dos mil kilómetros. Entre mis amigos de la infancia hay más de uno que nunca se ha acercado, o de quien no he tenido noticias en dos años. La mayoría de los abogados con quienes tuve amistad están demasiado ocupados. Mi mejor amigo de la facultad de Derecho me escribe cada dos meses, pero nunca encuentra tiempo para venir. Vive en Washington, a doscientos cincuenta kilómetros al este, y asegura trabajar siete días por semana en un bufete grande. Mi colega más íntimo de los marines vive en Pittsburgh, a dos horas en coche, pero en Frostburg ha estado exactamente en una ocasión.

Pues nada, habrá que agradecerle a mi padre el esfuerzo.

La escena es la de siempre: Henry está sentado en la pequeña sala de visitas con una bolsa de papel marrón sobre la mesa (cookies o brownies de mi tía Racine, su hermana). Nos damos la mano, pero no un abrazo; Henry Bannister no ha abrazado nunca a otra persona de su mismo sexo. Me mira de arriba abajo para cerciorarse de que no haya engordado, y como de costumbre pregunta por mi rutina diaria. Él no ha ganado ni un kilo en cuarenta años, y aún le cabe su uniforme de marine. Está convencido de que comiendo menos se vive más, y teme morir joven. Tanto su padre como su abuelo estiraron la pata poco antes de cumplir los sesenta. Él camina ocho kilómetros al día, y considera que yo debería hacer lo mismo. Ya me he resignado a que siempre me diga cómo tengo que vivir, dentro o fuera de la cárcel.

Da unos golpecitos en la bolsa marrón.

—Esto te lo manda Racine —dice.

—Dale las gracias, por favor —contesto.

Si tan preocupado está por mi figura, ¿por qué me trae una bolsa de dulces ricos en grasa cada vez que viene a verme? Me comeré dos o tres, y el resto los regalaré.

—¿Has hablado últimamente con Marcus? —pregunta.

—No, desde hace un mes. ¿Por qué?

—La cosa está que arde. Delmon ha dejado embarazada a una chica. Él tiene quince años y ella catorce.

Frunce el ceño y sacude la cabeza. A los diez años Delmon ya era reincidente, y la familia siempre ha supuesto que va a consagrar su vida a la delincuencia.

—Tu primer bisnieto —digo intentando ser gracioso.

—¡No veas, qué orgullo! Una blanca de catorce preñada por un imbécil de quince que por casualidades de la vida se apellida Bannister.

Seguimos hablando un poco del tema. Muchas de sus visitas no se definen por lo que se dice, sino por lo que queda guardado en lo más hondo. Mi padre ya ha cumplido los sesenta y nueve, y en vez de saborear una vejez dorada se pasa casi todo el tiempo lamiendo sus heridas y compadeciéndose. No se lo reprocho. En décimas de segundo le arrebataron a su amada esposa después de cuarenta y dos años de matrimonio. En pleno duelo nos enteramos del interés del FBI por mi persona, y la investigación creció y creció como una bola de nieve. El juicio duró tres semanas, y mi padre no faltó ni un solo día. Se le partía el corazón al verme ante un juez y oír que me condenaban a diez años de cárcel. Después Bo: nos lo quitaron a ambos. Ahora los hijos de Marcus son bastante mayores para hacer sufrir de verdad a sus padres y a toda la familia.

Los Bannister deberíamos tener algo de buena suerte, pero parece poco probable.

—Anoche hablé con Ruby —me cuenta—. Está bien. Te manda saludos y dice que se rió mucho con tu última carta.

—Pues dile lo importantes que son las suyas para mí, por favor. En cinco años no ha fallado ni una semana.

Ruby es la alegría de una familia que se viene abajo. Es consejera matrimonial y su marido, pediatra. Tienen tres hijos perfectos, a los que se mantiene a distancia del infame tío Malcolm.

—Gracias por el cheque, como siempre —añado después de una larga pausa.

Él se encoge de hombros.

—Me alegro de poder ayudarte —responde.

Cada mes me envía cien dólares que son más que bienvenidos. Los pongo en mi cuenta, pues me permiten comprar artículos tan necesarios como bolígrafos, libretas, libros de bolsillo y comida decente. La mayoría de mis amigos blancos reciben cheques de sus familias, mientras que a los negros no acostumbra a llegarles ni un centavo. En la cárcel siempre sabes quién recibe dinero.

—Casi vas por la mitad —dice mi padre.

—Me faltan dos semanas para cumplir los cinco años —respondo.

—Por algo afirman que el tiempo vuela.

—Será desde fuera. Te aseguro que a este lado de la pared los relojes van mucho más despacio.

—Bueno, pero parece mentira que ya lleves cinco años aquí dentro.

Sí, sí que lo parece. ¿Cómo se sobrevive durante tanto tiempo en prisión? Sin pensar en años, ni en meses, ni en semanas. Piensas en el día a día: en cómo hacer que pase otro, cómo sobrevivir a una jornada más... A la mañana siguiente, cuando te despiertas, ya tienes otro día a tus espaldas. Los días van sumando, se juntan las semanas, los meses se hacen años... Te das cuenta de lo resistente que eres, y de que puedes funcionar y aguantar cuando no tienes otra alternativa.

—¿Has pensado en qué harás? —me pregunta mi padre.

Últimamente lo repite cada mes, como si la libertad estuviera a la vuelta de la esquina. Paciencia, me digo: es mi padre. ¡Y está aquí! Ya es mucho.

—La verdad es que no. Aún está demasiado lejos.

—Pues yo de ti empezaría a planteármelo —dice él, seguro de que en mi situación sabría con exactitud qué hacer.

—Acabo de terminar el tercer nivel de español —añado con cierto orgullo.

En mi grupo de colegas hispanos tengo a Marco, un buen amigo y excelente profesor de idiomas. Tráfico de drogas.

—No, si está visto que dentro de poco hablaremos todos español. Es una invasión.

A Henry le sublevan los inmigrantes, la gente con acento, los de Nueva York y New Jersey, los que cobran subsidios, los parados... Según él habría que meter a todos los indigentes en centros penitenciarios que si se ajustaran a su idea serían peores que Guantánamo.

Hace unos años tuvimos una pelea y me amenazó con no volver. Las discusiones son una pérdida de tiempo. No seré yo quien cambie a mi padre. Ya que tiene la bondad de venir en el coche hasta aquí, lo mínimo que puedo hacer es comportarme. Soy yo el convicto, no él. Él es el ganador, y yo el perdedor. Parece que da importancia a esas cosas, aunque no sé por qué; tal vez porque yo fui al instituto y a la facultad de Derecho, algo que él ni soñó.

—Lo más seguro es que me vaya del país —digo—. Me iré a algún sitio donde pueda servirme de algo el español, como Panamá o Costa Rica: clima cálido, playas, gente morena... Allá no dan importancia a los antecedentes penales y tampoco les preocupa si has estado en la cárcel.

—Lo de fuera siempre parece mejor, ¿verdad?

—Sí, papá. Cuando estás en la cárcel, cualquier sitio es mejor. ¿Qué quieres que haga, que vuelva y me dedique a trabajar como pasante sin licencia, investigando para algún bufete pequeño que se lo pueda permitir? ¿O como fiador judicial? ¿O como detective privado? No es que haya muchas opciones...

Asiente sin cesar. Lo hemos hablado al menos doce veces.

—Y al gobierno lo odias —dice.

—¡Sí! Odio al gobierno federal, al FBI, a la fiscalía, a los jueces federales y a los tontos que dirigen las cárceles. Odio tantas cosas... Aquí me tienes, cumpliendo diez años por un delito inexistente solo porque un fiscal lanzado al estrellato tenía que inflar su cuota de víctimas. Si el gobierno pudo trincarme diez años sin pruebas, piensa en lo que puede pasar ahora que llevo la palabra «presidiario» tatuada en la frente. En cuanto salga de aquí no me ven más el pelo, papá.

Asiente sonriendo. Claro, Malcolm.