Diana me informa por teléfono de que ya tiene mi nuevo permiso de conducir de Florida y mi nuevo pasaporte. Quedamos en una cafetería para tomar un café. Ella me da los documentos y yo, un itinerario con muchas lagunas.
—Así que te vas de viaje, ¿eh? —dice al mirarlo.
—Pues sí. Estoy impaciente por probar el nuevo pasaporte. Las tres primeras noches, a partir de hoy mismo, estaré en Miami, en South Beach. Salgo en coche en cuanto me haya acabado este café. Desde allá volaré a Jamaica y me quedaré aproximadamente una semana. Después me iré a Antigua, y puede que a Trinidad. Te llamaré cada vez que llegue a un sitio nuevo. El coche lo dejaré en el Aeropuerto de Miami, para que puedas decirles exactamente dónde está a los del FBI. Y ya puestos, por favor, pídeles que me dejen en paz durante mi paseo caribeño.
—¿Que te dejen en paz? —pregunta ella fingiendo no saber nada.
—Ya me has oído. Dejémonos de bromas, Diana. Puede que no sea el testigo más protegido del país, pero debo de estar entre los tres primeros. Siempre me vigila alguien. En las últimas dos semanas he visto cinco veces al mismo tío, uno al que llamo el Pelopincho. No lo hace muy bien. Hazme el favor de comentárselo a los del FBI cuando les des el parte. Metro ochenta, ochenta kilos, gafas Ray-Ban y perilla rubia. Va en un Cooper y lleva el pelo muy bien cortado. Es de un torpe.... Me sorprende.
También a ella. Se queda mirando el itinerario sin que se le ocurra nada que decir. La he pillado.
Pago el café y me voy por la interestatal 95, directo al sur durante casi seiscientos kilómetros. Hace bochorno. El tráfico, denso, avanza lentamente, pero disfruto de cada kilómetro. Me paro a menudo para repostar, estirar las piernas y estar atento por si se mueve algo a mis espaldas, aunque no lo espero. El FBI ya sabe adónde voy, así que no se habrán tomado la molestia de seguirme. Además, doy por supuesto que en algún punto de mi coche habrá un localizador GPS muy bien escondido. Siete horas más tarde me paro en el hotel Blue Moon, uno de los muchos hoteles pequeños de diseño en edificios reformados del barrio art déco de South Beach. Saco del maletero mi cartera y mi pequeña bolsa de viaje, le entrego las llaves al botones y entro en un decorado de Corrupción en Miami: ventiladores que giran lentamente en el techo mientras los huéspedes cotillean y toman copas en sillas blancas de mimbre.
—¿Tenía reservada alguna habitación, señor? —pregunta una chica guapa.
—Sí, Max Baldwin —contesto.
Por alguna razón me enorgullece. Tanta libertad me ahoga, a mí, Max el Poderoso. En este momento es más de la que puedo asimilar. Dinero de sobra, documentos nuevos y legales, un descapotable con el que puedo ir a donde quiera... Casi me aturde. Salgo de mi ensoñación al ver cruzar la recepción a una chica alta y morena. En la parte de arriba lleva la mínima expresión de un biquini de cuerdas que apenas tapa nada. En la de abajo, una falda transparente que aún esconde menos.
Entrego una Visa para los gastos. También podría pagar en efectivo, o usar una tarjeta de prepago, pero no hace falta disimular, porque el FBI sabe dónde me alojo. Seguro que han notificado a la delegación de Miami, y que no anda lejos algún par de ojos. Si fuera paranoico de verdad podría pensar que el FBI ya ha accedido a mi habitación y quizá haya puesto algún micrófono. Al entrar y no ver micros ni agentes, me doy una ducha corta y me pongo shorts y sandalias. Después voy al bar, a ver chicas guapas. Como solo en la cafetería del hotel, y llamo la atención de una cuarentona que parece estar cenando con una amiga. Más tarde volvemos a encontrarnos en el bar y nos presentamos. Eva, de Puerto Rico. Mientras tomamos una copa empieza a tocar el grupo de música en vivo. Eva quiere bailar. Hace años que no bailo, pero salgo a la pista con toda mi energía.
Hacia medianoche entro en mi habitación con Eva, que se desnuda enseguida y se mete en la cama. Casi rezo por que el FBI haya escondido micros sensibles al menor sonido, porque Eva y yo les estaremos dando un buen concierto.
Bajo del taxi en una acera de la Octava Avenida, en pleno centro de Miami. Son las nueve y media de la mañana, pero ya hace calor. Después de unos minutos a buen paso se me ha pegado la camisa a la espalda. Dudo que me sigan, pero de todos modos voy escabulléndome. El edificio es un bloque cuadrado de cinco plantas, tan feo que parece increíble que alguien pagase el proyecto a un arquitecto; claro que tengo mis dudas de que la mayoría de los inquilinos sean empresas punteras en su sector... Resulta que hay una que se llama Corporate Registry Services, o CRS, un nombre tan inocuo y anodino que sería imposible adivinar a qué se dedica. Y la mayoría de la gente no querría saberlo.
Aunque CRS sea una empresa totalmente legal, atrae a muchos clientes que no lo son. Es una dirección, una fachada, un contestador telefónico que pueden contratar las sociedades para adquirir un poco de autenticidad. Al no haber llamado con antelación paso una hora esperando a un asesor; Loyd, se llama, y acaba por llevarme a un despacho pequeño y de ambiente cargado, donde me ofrece una silla al otro lado del vertedero que usa como mesa. Charlamos un par de minutos mientras le echa un vistazo al cuestionario que he rellenado.
—¿Qué es Skelter Films? —pregunta finalmente.
—Una productora de documentales.
—¿De quién es?
—Mía. Está constituida en Delaware.
—¿Cuántas películas ha hecho?
—Ninguna. Acabo de empezar.
—¿Cuántas posibilidades hay de que dentro de dos años siga existiendo?
—Pocas.
Se enfrenta constantemente a estos tejemanejes, y no se inmuta.
—Suena a fachada.
—Se podría decir así.
—Necesitamos una declaración jurada en la que testifique que su compañía no participará en actividades delictivas.
—Lo testificaré.
Tampoco es la primera vez que lo oye.
—Bueno, pues le explico cómo funcionamos. Suministramos a Skelter una dirección física en este edificio. Todo el correo se lo reenviamos a donde nos diga. También le facilitamos un número de teléfono. Todas las llamadas entrantes serán atendidas por una voz en directo que soltará la cantinela que usted quiera: «Buenos días, Skelter Films, ¿con quién desea hablar?», u otra cosa. ¿Tiene socios?
—No.
—¿Y empleados, ficticios o reales?
—Tendré unos cuantos nombres, todos ficticios.
—No se preocupe, que si la persona que llama pregunta por alguno de estos fantasmas nuestra chica dirá lo que le indique usted. «Lo siento, pero está rodando en exteriores», o cualquier otra cosa. Usted escribe la ficción y nosotros la divulgamos. En cuanto recibamos una llamada se lo notificaremos. ¿Y una página web?
Es un tema que no tengo muy claro.
—De momento no —digo—. ¿Qué ventajas tendría?
Loyd cambia de postura y se apoya en los codos.
—Bueno, pongamos que Skelter sea una empresa legal que haga muchos documentales. En ese caso necesitará una página web por todos los motivos habituales: marketing, información, ego... Pongamos, en cambio, que Skelter es una empresa de verdad, pero no una productora de verdad. Pongamos que lo único que intenta es dar esa impresión, por la razón que sea. Las páginas web van muy bien para apuntalar esa imagen, dándole realismo, como si dijéramos. No es nada ilegal, ¿eh? Pero podríamos crear una página web con fotos de archivo y biografías de su personal, películas, premios, proyectos en marcha... Lo que usted diga.
—¿Por cuánto?
—Diez mil.
No estoy seguro de querer ni de necesitar gastar tanto dinero, al menos de momento.
—Deje que me lo piense —digo. Loyd se encoge de hombros—. ¿Y los servicios básicos de registro, a cuánto salen?
—La dirección, el teléfono, el fax y todo lo relacionado salen a quinientos al mes, que se pueden pagar con seis meses de antelación.
—¿Aceptan dinero en efectivo?
Loyd sonríe.
—¡Por supuesto! De hecho, lo preferimos.
No me sorprende. Pago en metálico, firmo un contrato y la declaración jurada de que mis actividades se mantendrán dentro de la legalidad y salgo del despacho. CRS presume de tener a novecientos clientes satisfechos. Al cruzar el vestíbulo no puedo evitar la sensación de haberme incorporado a algún tipo de mafia compuesta por empresas pantalla, timadores anónimos y evasores fiscales extranjeros. Qué más da.
Después de otras dos noches, Eva pretende que la acompañe a Puerto Rico, su país. Le prometo que me lo pensaré y abandono disimuladamente el Blue Moon para ir en coche al Aeropuerto Internacional de Miami, donde aparco para varios días y voy en transporte público a las terminales. Saco mi tarjeta de crédito y mi nuevo pasaporte y compro un billete solo de ida a Montego Bay, en Air Jamaica. El avión va muy lleno, con un pasaje repartido a medias entre jamaicanos nativos de piel morena y turistas blancos en busca de sol. Antes de despegar, las azafatas, que son unas preciosidades, sirven ponche de ron. El vuelo dura tres cuartos de hora. Después de aterrizar, la policía tarda demasiado en estudiar mi pasaporte. Me hace pasar justo cuando empiezo a sentir pánico. Encuentro el autobús que lleva al complejo Rum Bay, una serie de playas de topless solo para solteros, con todo incluido, y no muy buena fama. Me paso tres días sentado a la sombra, junto a la piscina, reflexionando sobre el sentido de la vida.
Desde Jamaica vuelo a Antigua, en las islas de Barlovento, en el este del Caribe. Es una isla muy bonita, de menos de trescientos kilómetros cuadrados, con montañas, playas blancas y decenas de complejos hoteleros. También es conocida por ser uno de los paraísos fiscales más acogedores de la actualidad, que es el motivo de mi visita. Si solo quisiera irme de juerga me habría quedado en Jamaica. La capital es Saint John’s, bulliciosa población de treinta mil habitantes situada en un profundo puerto que atrae a los cruceros. Ocupo la habitación que he reservado en una pequeña posada en los aledaños de Saint John’s, con bonitas vistas al mar, los barcos y los yates. Es junio, temporada baja: por trescientos dólares al día comeré como un rey, dormiré hasta mediodía y disfrutaré de que nadie me conozca ni sepa de dónde vengo o cuál es mi pasado.