Por sexto día consecutivo Victor Westlake leyó un breve informe acerca de Max Baldwin mientras tomaba su primer café de la mañana. El informador había desaparecido. Al final habían encontrado el GPS en un Cadillac Seville propiedad de una pareja mayor de Canadá, y lo habían retirado mientras los dueños del coche comían cerca de Savannah, Georgia. Nunca llegarían a enterarse del ciberseguimiento a que les había sometido durante quinientos kilómetros el FBI.
Baldwin no estaba usando el iPhone, ni las tarjetas de crédito, ni su proveedor inicial de internet. Faltaba una semana para que caducase la autorización judicial para espiarle en esos frentes, y las posibilidades de que la renovasen eran casi nulas. Baldwin no era sospechoso ni fugitivo, y el tribunal se resistía a permitir que un ciudadano respetuoso de la ley fuera expuesto a esos niveles de fisgonería. El saldo de su cuenta en SunCoast era de cuatro mil quinientos dólares. Siguiendo la pista de la recompensa, el FBI la había visto dividirse y circular de un lado al otro del estado de Florida hasta perder su rastro. Baldwin era tan rápido en sus transferencias que los letrados del FBI no habían sido capaces de seguir el ritmo con sus peticiones de órdenes de registro. Había al menos ocho reintegros por un total de sesenta y cinco mil dólares en metálico. También tenían constancia de una transferencia de cuarenta mil dólares a una cuenta en Panamá. Westlake suponía que el resto del dinero estaría en paraísos fiscales. Al final no tuvo más remedio que sentir respeto por Baldwin y su habilidad para desaparecer. Si ni el propio FBI podía encontrarle, quizá estuviera a salvo, a fin de cuentas.
Si Baldwin podía evitar las tarjetas de crédito, el iPhone, el uso del pasaporte y que le detuvieran, podría pasar mucho tiempo escondido. No había vuelto a detectarse ninguna nueva conversación entre los miembros del clan Rucker. A Westlake seguía desconcertándole que una banda de narcotraficantes de Washington hubiera podido localizar a Baldwin cerca de Jacksonville. El FBI y el cuerpo de alguaciles estaban investigando el enigma, pero de momento no tenían ni una sola pista.
Dejó el informe sobre un fajo de papeles y acabó su café.
Encuentro la sede de Beebe Security en un bloque de oficinas que no queda lejos del motel. El anuncio de las páginas amarillas presumía de veinte años de experiencia en las fuerzas del orden, tecnología punta y blablablá. Es el lenguaje que usan casi todos los avisos clasificados de la sección de investigadores privados. Mientras aparco el coche, no recuerdo qué me atrajo de Beebe. Tal vez el nombre. Si no me gusta la agencia, pasaré al siguiente trabajo de la lista.
Si hubiera visto a Frank Beebe por la calle habría pensado: «Mira, un detective privado». Cincuenta años, barrigudo, los botones de la camisa a punto de saltar, pantalones de poliéster, botas de vaquero puntiagudas, pelambrera gris en la cabeza, el obligatorio bigote y los andares chulescos de alguien que va armado y no le teme a nada. El hombre cierra la puerta del despacho, pequeño y saturado.
—¿En qué puedo ayudarle, señor Baldwin? —pregunta.
—Necesito localizar a alguien.
—¿Para qué tipo de caso? —pregunta.
Cae con todo su peso en un sillón de dirección exageradamente grande. La pared de detrás está cubierta de fotos ampliadas y certificados de seminarios.
—Bueno, en realidad no es ningún caso. Solo tengo que encontrar a alguien.
—¿Y qué hará cuando le encuentre?
—Nada, hablar con él. No es ningún tema de infidelidad, o de morosos. No busco dinero, ni venganza, ni nada malo. Solo necesito ver a la persona en cuestión y averiguar más cosas sobre ella.
—Muy bien. —Frank destapa su bolígrafo y se dispone a tomar notas—. Cuénteme algo sobre él.
—Se llama Nathan Cooley. Creo que también le llaman Nat. Tiene treinta años, y creo que es soltero. Es de un pueblo que se llama Willow Gap.
—Sí, he pasado por allí alguna vez.
—Según mis últimas noticias, su madre todavía vive en el pueblo. Lo que no tengo claro es dónde está Cooley. Hace unos años le trincaron en una redada de metanfetaminas...
—Anda, qué sorpresa.
—... y estuvo un tiempo en una cárcel federal. A su hermano mayor le mataron durante un tiroteo con la policía.
Frank escribe y escribe.
—¿Y usted de qué le conoce?
—Bueno, digamos que es una larga historia.
—Vale. —Sabe cuándo hacer preguntas y cuándo pasarlas por alto—. ¿Qué tengo que hacer?
—Mire, señor Beebe...
—Llámeme Frank.
—De acuerdo, Frank. Dudo que en Willow Gap y sus alrededores haya muchos negros. Encima soy de Miami, y tengo un coche pequeño y extranjero con matrícula de Florida. Si aparezco y empiezo a hacer preguntas lo más probable es que no llegue muy lejos.
—Lo más probable es que le peguen un tiro.
—Cosa que preferiría evitar. Por eso he pensado que podría hacerlo usted sin levantar sospechas. Solo necesito su dirección, y si es posible su teléfono. Cualquier dato más sería un chollo.
—¿Ha probado a mirar en el listín?
—Sí. En Willow Gap hay más de un Cooley, pero ninguno que se llame Nathan. Si me pongo a llamar no llegaré muy lejos.
—Ya. ¿Algo más?
—No, nada. Es muy sencillo.
—Bueno, pues yo cobro cien por hora más gastos. Iré esta misma tarde a Willow Gap. Queda más o menos a una hora, en las quimbambas.
—Eso me han dicho.
He aquí el primer esbozo de mi carta:
Apreciado señor Cooley:
Me llamo Reed Baldwin y me dedico a hacer documentales en Miami. Somos tres socios y tenemos una productora, Skelter Films, especializada en reportajes sobre el abuso de poder por parte del gobierno federal.
Mi último proyecto trata de una serie de asesinatos cometidos a sangre fría por agentes de la Agencia Antidroga, la DEA. Es un tema que me toca muy de cerca, ya que hace tres años dos agentes pegaron un tiro a un sobrino mío de diecisiete años en Trenton, New Jersey. Mi sobrino no iba armado, ni tenía antecedentes. Como supondrá, la investigación interna no halló nada ilícito, y la demanda presentada por mi familia fue desestimada.
Durante mis investigaciones para el documental creo haber descubierto una conspiración que llega hasta lo propia cúpula de la DEA. Me parece que a determinados policías se les instiga a asesinar a sangre fría a los traficantes de droga o sospechosos de serlo, por dos motivos: en primer lugar, porque es evidente que los asesinatos frenan la actividad delictiva y, segundo, porque así se evitan juicios largos y esas cosas. La DEA está matando a gente en vez de detenerla.
Hasta la fecha he descubierto en torno a una docena de estos homicidios. He entrevistado a varias familias, todas convencidas de que sus seres queridos fueron asesinados. Por eso acudo a usted. Conozco los datos básicos sobre la muerte de su hermano Gene en 2004. En el tiroteo participaron al menos tres agentes de la DEA, que como siempre alegaron actuar en legítima defensa. Tengo entendido que usted se encontraba en el lugar de los hechos.
Le ruego que me permita hablar con usted e invitarle a comer para explicarle el proyecto. Ahora mismo estoy en Washington, pero puedo ir al sudoeste de Virginia cuando más le convenga. Mi número de móvil es el 305-806-1921.
Gracias por su atención.
Atentamente,
M. REED BALDWIN
A medida que pasan las horas, el reloj avanza bastante más despacio. Voy hacia el sur por la interestatal 81, en un largo viaje que me lleva a Blacksburg (donde está el Instituto Politécnico de Virginia), Christianburg, Radford, Marion y Pulaski. Es una zona montañosa, de bonitos paisajes, pero no he venido por las vistas. Puede que alguna de estas poblaciones me resulte necesaria en un futuro próximo. Anoto las áreas de descanso, los moteles y los sitios de comida rápida cerca de la interestatal. La carretera está llena de camiones, y de coches de muchísimos estados, así que nadie se fija en mí. De vez en cuando salgo de los cuatro carriles, me adentro en las montañas y cruzó pueblos sin pararme. Encuentro Ripplemead, de quinientos habitantes, el pueblo más cercano a la cabaña del lago donde asesinaron al juez Fawcett y Naomi Clary. Después de muchas vueltas regreso a Roanoke. Las luces están encendidas. Vuelve a haber un partido de los Red Sox. Compro una entrada y ceno un frankfurt con una cerveza.
A las ocho de la mañana me llama Frank Beebe. Una hora después estoy en su despacho.
—Le he encontrado en Radford —dice como si nada, sirviendo café—, una ciudad universitaria de unos dieciséis mil habitantes. Salió hace pocos meses de la cárcel, vivió una temporada con su madre y después se fue. He hablado con su madre, que es de armas tomar, y dice que su hijo se ha comprado un bar en Radford.
—¿Cómo consiguió que hablara? —pregunto por curiosidad.
Frank se ríe y enciende otro cigarrillo.
—Esa es la parte fácil, Reed. Cuando llevas tantos años como yo en el oficio siempre se te ocurre alguna mentira para aflojar las lenguas. Me imaginé que la madre tendría un sano miedo a cualquier persona mínimamente relacionada con el sistema penitenciario, así que le dije que era agente federal de prisiones y que tenía que hablar con su hijo.
—¿No es usurpación de autoridad?
—¡No, qué va, porque los agentes federales de prisiones no existen! Tampoco me pidió ninguna identificación. Y si llega a solicitármela, le habría enseñado alguna. Siempre llevo encima un montón de tarjetas. Tengo a mano todo un repertorio de agentes federales. Le sorprendería lo crédula que es la gente.
—¿Fue al bar?
—Sí, pero no entré. Habría llamado la atención. Al quedar justo al lado del campus de la Universidad de Radford, tiene una clientela mucho más joven que yo. Se llama Bombay y existe desde hace bastante tiempo. Según el registro de la propiedad cambió de dueño el 10 de mayo de este mismo año. El vendedor se llamaba Arthur Stone, y el comprador Nathan Cooley, que es el chaval a quien busca usted.
—¿Dónde vive?
—No lo sé. No sale en el catastro. Sospecho que vive de alquiler, y eso no lo registran. Qué coño, hasta puede que duerma encima del bar, que es un edificio viejo de dos plantas. Espero que no se le ocurra ir.
—No.
—Me alegro. Es demasiado mayor y demasiado negro. Allá son todos blancos.
—Gracias. Quedaré con él en otro sitio.
Pago seiscientos dólares en efectivo a Frank Beebe.
—Oiga, Frank —pregunto al irme—, ¿me podría dar alguna idea si necesitase un pasaporte falso?
—Sí, claro. Hay un tío en Baltimore que hace casi de todo. He trabajado alguna vez con él. De todos modos, hoy en día, con la ley de seguridad interior y todo eso, los pasaportes tienen su intríngulis. Como le pillen se pondrán como una moto.
Sonrío.
—No, si no es para mí.
Él se ríe.
—¡Anda —dice—, esa frase nunca me la habían dicho!
Meto el equipaje en el coche y me voy de la ciudad. Cuatro horas después estoy en McLean, Virginia, buscando una copistería rápida. Encuentro una en un centro comercial de lujo, pago la conexión y enchufo mi portátil a una impresora. Después de diez minutos tocando botones logro hacer funcionar el dichoso trasto e imprimo la carta a Nathan Cooley. El papel lleva el membrete de Skelter Films, con su dirección y todo (Octava Avenida, Miami), y varios números de teléfono y fax. Escribo en el sobre: «Nathan Cooley, c/o Bar Bombay & Grill, 914 East Main Street, Radford, Virginia 24141». A la izquierda de la dirección añado en mayúsculas: «Personal y confidencial».
Después de los últimos retoques, cruzo el Potomac y conduzco hasta el centro de Washington en busca de un buzón.