Teniendo en cuenta la importancia de la actividad de los jueces federales y las polémicas que suelen rodearla, así como el carácter violento de algunas personas con quienes se relacionan, sorprende que en la historia de este país solo hayan muerto asesinados cuatro de ellos en activo.
El honorable Raymond Fawcett acaba de convertirse en el quinto.
El cadáver estaba en el pequeño sótano de la cabaña que se había construido a la orilla de un lago, a la que acudía muchos fines de semana. El lunes por la mañana, alarmados al ver que no se personaba en un juicio, sus secretarios llamaron al FBI, cuyas pesquisas permitieron dar con el lugar del crimen. La cabaña se encontraba en una zona muy boscosa del sudoeste de Virginia, en la falda de una montaña, junto a una pequeña extensión de aguas cristalinas conocidas en la zona como lago Higgins, una superficie que no está recogida en la mayoría de los mapas de carreteras.
No se observaron indicios de que se hubiera forzado la vivienda. Tampoco de pelea ni de resistencia. Solo se hallaron dos cadáveres con impactos de bala en la cabeza y, en el sótano, una caja fuerte de metal vacía. Al juez Fawcett le encontraron cerca de la caja, con dos balazos en la nuca (señal irrefutable de una ejecución) y un gran charco de sangre seca a su alrededor. Según los cálculos del primer experto que inspeccionó el lugar, llevaba muerto al menos dos días. Uno de sus secretarios declaró que se había marchado del despacho el viernes hacia las tres con la intención de ir directamente a la cabaña para trabajar todo el fin de semana.
El otro cuerpo era el de Naomi Clary, de treinta y cuatro años, divorciada y madre de dos hijos, a quien el juez Fawcett había contratado como secretaria poco tiempo atrás. El juez, de sesenta y seis años y con cinco hijos adultos, seguía casado; llevaba algún tiempo separado de la señora Fawcett, pero en ocasiones señaladas aún se les veía juntos por Roanoke. Al ser de todos conocido que no convivían, y dada la condición del juez de prohombre en la localidad, circulaban bastantes rumores sobre su situación marital. Ambos cónyuges habían reconocido ante sus hijos y amigos que les daba pereza divorciarse. Así de sencillo. La señora Fawcett tenía dinero y el juez, prestigio. Ambos parecían bastante satisfechos y se habían prometido mutuamente no tener aventuras, un pacto según el cual procederían a divorciarse en caso de que alguno de los dos entablara una relación con otra persona.
Evidentemente el juez había encontrado a alguien de su gusto. En cuanto la señorita Clary estuvo en nómina empezaron a correr rumores por el juzgado de que su señoría había vuelto a las andadas; algunos de sus subordinados sabían que nunca había sido capaz de quedarse con los pantalones puestos.
El cadáver de Naomi fue hallado en un sofá, cerca de donde asesinaron al juez. Estaba desnuda, de espaldas, con los tobillos atados con cinta americana plateada, así como las manos, sujetas a la espalda. Le habían pegado dos tiros en la frente. Tenía el cuerpo lleno de pequeñas quemaduras. Tras unas horas de debate y análisis, el jefe de la brigada de investigación aceptó como hipótesis más probable que la hubieran torturado para que Fawcett abriera la caja fuerte. Por lo visto había funcionado: la caja estaba vacía, con la puerta abierta, y dentro no quedaba absolutamente nada. El ladrón la había limpiado, y después había ejecutado a sus víctimas.
El padre de Fawcett había sido constructor. De pequeño el juez le seguía a todas partes con un martillo, y desde entonces nunca se había cansado de erigir cosas: un nuevo porche trasero, una galería, un cobertizo... Cuando sus hijos aún eran pequeños, antes del naufragio de su matrimonio, había vaciado y reformado por completo una suntuosa mansión de época en el centro de Roanoke. Se ocupaba de todo, y se pasaba los fines de semana sobre una escalera de mano. Años más tarde reformó un loft que primero fue su picadero y después su domicilio. El martillo, la sierra, el sudor eran una terapia, una huida mental y física del estrés del trabajo. La cabaña del lago, con tejado a dos aguas, la había diseñado y construido casi a solas durante cuatro años. En el sótano donde murió había una pared revestida con estanterías de la mejor madera de cedro, llenas de gruesos tomos jurídicos. En el centro, sin embargo, había una puerta oculta. Una parte de las estanterías giraba sobre unas bisagras y escondía perfectamente la caja fuerte. En el transcurso del crimen la habían separado casi un metro de la pared antes de vaciarla.
Era una caja de metal y plomo sobre cuatro ruedas de doce centímetros de diámetro, fabricada por la compañía Vulcan de Kenosha, Wisconsin, y que el juez había adquirido por internet. Según la descripción poseía una altura de ciento diecisiete centímetros, una anchura de noventa y dos, una profundidad de ciento dos, una capacidad de doscientos cincuenta y cinco litros, un peso de doscientos treinta kilos y un precio de venta al público de dos mil cien dólares. Bien cerrada era ignífuga, impermeable y sobre todo antirrobo. En la puerta había un teclado donde se tenía que introducir una clave de seis dígitos.
El FBI se extrañó desde el primer momento de que un juez que cobraba ciento setenta y cuatro mil dólares al año necesitase guardar sus objetos de valor en un compartimento de aquel tipo, blindado y oculto. En el momento de su muerte Fawcett tenía quince mil dólares en una cuenta corriente, sesenta mil a plazo fijo con un interés anual menor al uno por ciento, treinta y un mil en bonos y cuarenta y siete mil en un fondo común que llevaba casi una década rindiendo por debajo de la inflación. También tenía un plan de pensiones, y las prestaciones habituales en los funcionarios de máximo nivel. Al carecer de deudas, su balance causaba cierta —moderada— impresión. Su auténtica seguridad era su cargo. Dado que la Constitución le permitía ejercer hasta su muerte, nunca dejaría de percibir su salario.
La familia de la señora Fawcett estaba forrada de acciones, a las que el juez, sin embargo, nunca había tenido acceso, y que desde la separación quedaban aún más lejos de sus manos. En otras palabras, su posición era desahogada, pero sin llegar a la riqueza, ni a ser el tipo de persona que necesita una caja fuerte secreta para proteger sus cosillas.
¿Qué había dentro de la caja? O dicho sin rodeos, ¿por qué le asesinaron? Más tarde, las entrevistas a parientes y amigos permitieron saber que el juez no tenía costumbres caras ni atesoraba oro o diamantes raros, o algún otro artículo que justificase tanta protección. Aparte de una colección francamente copiosa de tarjetas de béisbol de su juventud, no había señales de que practicase ningún tipo de coleccionismo.
La cabaña estaba tan adentrada en el bosque que era casi imposible encontrarla. Rodeada por un porche, desde ningún punto se veían personas, vehículos, bungalows, casas grandes, barracas o barcas. El aislamiento era total. Fawcett tenía guardados en el sótano un kayak y una canoa, y era sabido que pasaba horas en el lago, pescando, pensando y fumando puros. Era un hombre tranquilo, ni solitario ni tímido, pero sí cerebral y serio.
Al FBI le resultó de una obviedad exasperante que no podía haber testigos, dada la ausencia de seres humanos en varios kilómetros a la redonda. La cabaña era el lugar perfecto para matar a alguien y estar muy lejos cuando se descubriera el crimen. Nada más llegar, los investigadores supieron que iban muy por detrás del asesino, situación que se agravó al no encontrar ninguna huella dactilar ni pisadas, ningún trocito de fibra o folículo capilar, ningún rastro de neumático... ninguna pista, en suma. No es que la cabaña careciera de cámaras de vigilancia, es que no tenía ni una simple alarma. ¿Para qué instalarla, si el policía más cercano estaba a media hora de camino? Y aun suponiendo que encontrase la casa, ¿qué haría? Cualquier descerebrado estaría muy lejos para entonces.
Los investigadores escrutaron durante tres días hasta el último centímetro cuadrado de la cabaña y de las dos hectáreas que la rodeaban, pero no encontraron nada. Tampoco les puso de muy buen humor que el asesino se hubiera mostrado tan escrupuloso y tan metódico. Se enfrentaban con alguien de talento, dotado para el crimen y que no dejaba pistas. ¿Por dónde empezar?
Desde Washington, los de Justicia ya estaban presionando. El director del FBI estaba formando un grupo ad hoc, una especie de brigada de operaciones especiales que caería sobre Roanoke para resolver el crimen.
Como era de prever, el brutal asesinato de un juez adúltero y su joven novia fue un magnífico regalo para los medios de comunicación y la prensa sensacionalista. Cuando enterraron a Naomi Clary, tres días después de encontrar su cadáver, la policía de Roanoke puso barreras para evitar la presencia de periodistas o curiosos en el cementerio. Al día siguiente, en las honras fúnebres de Raymond Fawcett en la iglesia episcopaliana, llena hasta la bandera, no se oía la música porque un helicóptero sobrevolaba el templo. El comisario jefe, viejo amigo del juez, no tuvo más remedio que mandar un helicóptero de la policía para que lo ahuyentase. Firmemente plantada en la primera fila con sus hijos y nietos, la señora Fawcett no quiso derramar ninguna lágrima, ni mirar el ataúd. Se dijeron muchas cosas buenas sobre el juez, pero hubo quien pensó, sobre todo entre los hombres: «¿Cómo consiguió una novia tan joven, el muy carcamal?».
En cuanto estuvieron ambos bajo tierra la atención volvió a centrarse en las pesquisas. El FBI no hacía declaraciones, más que nada por falta de argumentos. Una semana después de que se encontrasen los cadáveres había una sola prueba encima de la mesa: los informes balísticos. Cuatro balas expansivas disparadas con una pistola de calibre 38, como las que había a millones por la calle; un arma que a esas alturas seguramente estaba en el fondo de un gran lago, en las montañas de Virginia Occidental.
Se empezaron a buscar posibles móviles. En 1979 el juez John Wood murió de varios disparos a las puertas de su casa en San Antonio. El asesino era un sicario a sueldo de un poderoso narcotraficante que estaba a punto de ser condenado por el juez, gran enemigo del tráfico de drogas y de sus practicantes. Su apodo de «John Penamáxima» despejaba cualquier duda sobre la motivación del crimen. En Roanoke, las brigadas del FBI inspeccionaron hasta la última causa que había presidido Fawcett, penal o civil, y elaboraron una breve lista de posibles sospechosos, casi todos vinculados al narcotráfico.
En 1988 fue otro juez, Richard Daronco, quien murió por arma de fuego mientras trabajaba en el jardín de su casa de Pelham, Nueva York. El asesino era el airado padre de una mujer que acababa de perder un caso en la sala del juez. Después de disparar se suicidó. En Roanoke, los hombres del FBI analizaron los archivos del juez Fawcett y hablaron con sus secretarios. En los juzgados federales nunca faltan majaderos que archiven tonterías y presenten demandas extravagantes. Poco a poco se formó una lista de nombres, pero no de verdaderos sospechosos.
En 1989 mataron en su casa de Mountain Brook, Alabama, al juez Robert Smith Vance. Murió al abrir un paquete que contenía una bomba. Al final encontraron al asesino y le condenaron a muerte, pero no llegó a esclarecerse el móvil. Los fiscales formularon la hipótesis de que estaba indignado con uno de los últimos veredictos de Smith. En Roanoke, el FBI habló con cientos de abogados cuyas causas Fawcett había instruido tiempo atrás o en los últimos meses. Todo abogado tiene algún cliente bastante loco o sádico para querer vengarse, y por la sala del juez Fawcett habían pasado varios de ellos. Los localizaron, los interrogaron y los descartaron.
En enero de 2011, un mes antes del asesinato de Fawcett, el juez John Roll fue abatido cerca de Tucson, en el mismo tiroteo del que salió herida la congresista Gabrielle Giffords. El juez Roll, que no era el objetivo, tuvo la mala suerte de estar donde no debía, así que su muerte no sirvió de nada al FBI en Roanoke.
Cada día se enfriaba más el rastro. Sin testigos, ni pruebas dignas de ese nombre ni errores por parte del asesino, solo con algún inútil chivatazo y unos pocos sospechosos de la lista de autos del juez, la investigación topaba cada dos por tres con un camino sin salida.
De poco sirvió el anuncio a bombo y platillo de una recompensa de cien mil dólares para insuflar vida en las líneas telefónicas del FBI.