El avión es un Challenger 604, uno de los mejores jets privados que se fletan. En su cabina caben cómodamente ocho personas, y mientras no se supere el metro ochenta de estatura se puede circular sin chocar con el techo. Según los datos de internet este modelo sale por unos treinta millones de dólares, aunque no tengo intención de comprar. Solo necesito un alquiler rápido a cinco mil dólares por hora. El servicio sale de Raleigh y se ha pagado íntegramente con un cheque extendido por el banco de Miami a cuenta de Skelter Films. Está previsto despegar de Roanoke a las cinco de la tarde, con solo dos pasajeros: Nathan y yo. Me paso casi toda la mañana del viernes intentando convencer a la empresa de que les mandaré copia de nuestros pasaportes por correo electrónico en cuanto encuentre el mío. Mi excusa es que lo he perdido y estoy buscándolo por toda mi casa.
Para trayectos internacionales, los servicios privados de vuelos chárter tienen que presentar los nombres de los pasajeros y una copia de su pasaporte varias horas antes de la salida. La policía aduanera confronta la información con su lista de vetados. Ya sé que en ella no aparecen ni Malcolm Bannister ni Max Reed Baldwin, pero no sé qué pasará cuando reciban copia del pasaporte falso de Nathaniel Coley, así que gano tiempo con la esperanza —y la convicción— de que cuanto menos tiempo tenga la policía los dos pasaportes en sus manos, mejores serán mis posibilidades. Al final informo a la empresa de alquiler de que he encontrado el mío, y me demoro una hora más antes de enviarlo por correo electrónico a las oficinas de Raleigh, junto con el de Nathaniel. No tengo la menor idea de qué hará la policía de aduanas cuando reciba la copia de mi pasaporte. Es muy posible que mi nombre haga saltar alguna alarma, y se notifique al FBI. En tal caso, será, que me conste, el primer rastro que deje en los últimos dieciséis días, desde que salí de Florida. Me digo que tampoco es tan grave, puesto que no soy sospechoso ni fugitivo, sino un hombre libre que puede viajar a donde quiera sin restricciones.
Pero ¿por qué me preocupa la situación? Pues porque no me fío del FBI.
Llevo a Vanessa al Aeropuerto Regional de Roanoke, donde toma un vuelo a Miami con escala en Atlanta. Después doy vueltas hasta encontrar la pequeña terminal de aviones privados. Tengo varias horas libres, así que busco un aparcamiento y escondo mi pequeño Audi entre dos furgonetas. Después llamo a Nathan a su bar y le doy la mala noticia de que nuestro vuelo se ha retrasado. Según «nuestros pilotos» hay una luz de advertencia que falla; nada grave, pero «nuestros técnicos» están trabajando lo más deprisa que pueden, y deberíamos salir hacia las siete de la tarde.
La empresa de vuelos chárter me ha enviado el itinerario por correo electrónico. Está previsto que el Challenger se «reposicione» en Roanoke a las tres de la tarde. Aterriza con total puntualidad y circula hasta la terminal. La aventura que está a punto de empezar me llena a la vez de nerviosismo y entusiasmo. Espero media hora antes de llamar al servicio de chárter de Raleigh para explicarles que me retrasaré más o menos hasta las siete.
Pasan las horas, mientras lucho contra el aburrimiento. A las seis de la tarde entro sin prisas en la terminal y pregunto hasta encontrar a uno de los pilotos, Devin. Recurriendo a toda mi simpatía, charlo con él como si fuéramos viejos amigos. Le explico que estoy rodando una película sobre el otro pasajero, Nathan, y que nos vamos unos días a la playa, a divertirnos. No le conozco muy bien. Devin me pide el pasaporte. Se lo doy. Compara mi cara con la foto sin que se note demasiado. Todo bien. Le pido que me enseñe el avión.
Will, el otro piloto, está en la cabina de mando, leyendo el periódico. Es la primera vez que entro en un jet privado. Le doy la mano como un político y hago comentarios sobre la espectacular panoplia de pantallas, interruptores, instrumentos, cuadrantes, contadores y demás. Devin me hace de guía. Detrás de la cabina de mando está la cocina, pequeña pero con microondas, grifo de agua fría y caliente, un bar bien provisto, cajones llenos de vajilla y cubiertos y un gran cubo con hielo y cervezas. He pedido expresamente dos marcas, una con alcohol y la otra sin. Detrás de una puerta hay un surtido de snacks, por si nos entra hambre. Cena no servirán, porque no he querido que hubiera una azafata. La empresa insistió en que su presencia era un requisito impuesto por el dueño del avión. Entonces yo amagué con cancelar el vuelo y ellos cedieron, así que en el viaje hacia el sur solo estaremos Nathan y yo.
La cabina dispone de seis grandes butacas de piel y un pequeño sofá. La decoración, en suaves tonos tierra, es de muy buen gusto. La moqueta es mullida, sin una sola mancha. Hay al menos tres pantallas para ver películas, y un sistema de sonido envolvente, añade Devin con orgullo. Pasamos de la cabina al baño, y luego a la bodega. Viajo con poco equipaje. Devin lleva mi bolsa. Vacilo, como si me olvidase de algo.
—En la bolsa llevo unos DVD que puede que necesite —explico—. ¿Podré venir a buscarlos durante el vuelo?
—Sí, claro, no hay ningún problema. Puedes entrar en la bodega, porque también está presurizada —dice Devin.
—Perfecto.
Después de examinar el avión durante media hora empiezo a mirar mi reloj, como si me irritase el retraso de Nathan.
—Es un chaval de las montañas —le explico a Devin, con quien estoy sentado en la cabina—. Dudo que haya subido a algún avión. Es un poco bruto.
—¿Qué tipo de película vais a hacer? —pregunta Devin.
—Un documental. Sobre el negocio de la meta en la zona de los Apalaches.
Volvemos a la terminal y seguimos esperando. Salgo porque me he dejado algo en el coche. Al cabo de unos minutos veo entrar en el aparcamiento la camioneta nueva de Nathan, que aparca en un momento y baja con ímpetu. Lleva unos shorts tejanos, unas Nike blancas sin calcetines y una gorra de camionero con visera, pero lo mejor de todo es su camisa hawaiana con estampado de flores de color rosa y naranja, y como mínimo los primeros dos botones desabrochados. Saca de la parte trasera una bolsa Adidas casi a reventar y corre hacia la terminal hasta que le intercepto. Nos damos la mano. Sujeto bien unos papeles.
—Perdona por el retraso —digo—. Ya está aquí el avión, preparado para despegar.
—No pasa nada.
Le brillan los ojos. Capto olor a cerveza. ¡Fantástico!
Me lo llevo dentro, al mostrador, donde Devin tontea con la recepcionista. Acompaño a Nathan a la ventana panorámica y le señalo el Challenger.
—Todo nuestro —digo con orgullo—. Al menos para el fin de semana.
Mientras Nathan lo mira boquiabierto, viene Devin y le paso rápidamente el pasaporte falso de Nathan. Primero Devin mira la foto, y después a Nathan, que se gira justo entonces. Le presento a Devin, que me devuelve el pasaporte.
—Bienvenido a bordo.
—¿Ya podemos irnos? —pregunto.
—Venid conmigo —indica Devin.
—Venga, a la playa —digo al salir de la terminal.
Una vez en el avión Devin coge la bolsa Adidas y la guarda en la bodega, mientras Nathan se deja caer en uno de los sillones de cuero, admirándolo todo. Estoy en la cocina, preparando la primera ronda de cervezas: para Nathan una normal, y para mí una sin alcohol. Al servirlas en jarras heladas no se ve la diferencia. Mientras Devin explica cómo reaccionar en caso de emergencia, hago unos cuantos chistes por miedo a que diga adónde vamos. Mis temores se disipan. Respiro hondo al ver que se va a la cabina de mando y se pone el cinturón. Él y Will me enseñan el pulgar y encienden los motores.
—Chinchín —le propongo a Nathan.
Chocamos las jarras y bebemos. Despliego una mesa de caoba entre los dos.
—¿Te gusta el tequila? —pregunto mientras el avión empieza a circular por la pista.
—¡Que si me gusta, dices! —contesta él, hecho ya todo un juerguista.
Dicho y hecho: me levanto y voy a la cocina a por un Cuervo de Oro y dos vasos de chupito que estampo en la mesita. Los lleno y nos los tomamos. Luego más cerveza. Cuando despegamos ya estoy medio piripi. Se apaga la luz de cinturón obligatorio. Sirvo otra ronda de cerveza y seguimos con los chupitos: tequila y cerveza, tequila y cerveza. Lleno los silencios con chorradas sobre la película y lo entusiasmados que están nuestros socios comerciales. Como Nathan se aburre enseguida del tema, le cuento que tenemos preparada una cena a última hora, y que una de las chicas que comerá con nosotros, amiga de una amiga, podría ser perfectamente la tía más buena de todo South Beach. Ha visto algunas de las escenas que hemos rodado, y tiene ganas de conocer a Nathan.
—¿Te has traído algún pantalón largo? —pregunto, dando por supuesto que la bolsa Adidas contendrá ropa del mismo buen gusto que la que tengo ante mis ojos.
—Sí, sí, llevo de todo —dice él hablando cada vez peor.
Cuando vamos por la mitad del Cuervo de Oro miro el mapa de navegación de la cabina.
—Solo falta una hora para Miami —digo—. Venga, a beber.
Después de brindar con otro chupito me acabo el vaso de cerveza sin alcohol. Al sobrevolar Savannah a unos doce mil metros, yo, que peso unos quince kilos más que Nathan y que la mitad de lo que bebo es sin alcohol, ya veo borroso. Nathan lleva una buena cogorza.
Sigo rellenando sin que dé muestras de desfallecer. La última ronda la sirvo justo cuando pasamos a gran altura sobre mi viejo terruño de Neptune Beach. Le pongo a Nathan en la jarra de cerveza dos pastillas de hidrato de cloral de quinientos miligramos cada una.
—Vamos a pulirnos estas de un trago —digo estampando las jarras sobre la mesa.
Nos las acabamos sin respirar, y no me enfado por que sea Nathan el ganador del concurso. Media hora después está en el limbo.
Observo nuestra trayectoria por la pantalla de al lado de la cocina. Ahora vamos a doce mil metros. Se ve Miami, pero no emprendemos el descenso. Bajo a Nathan de su butaca para tenderlo en el sofá, donde le tomo el pulso. Después me sirvo una taza de café y veo diluirse la imagen de Miami.
No tardamos mucho tiempo en dejar atrás Cuba. Después aparece Jamaica en la parte inferior de la pantalla, y se aminora un poco la velocidad de los motores: es el principio del largo descenso. Bebo café a espuertas, desesperado por que se me aclare la cabeza. Los próximos veinte minutos serán decisivos y caóticos. Tengo un plan, pero gran parte de él no depende de mí.
La respiración de Nathan es lenta y pesada. Le zarandeo, pero está inconsciente. Saco su llavero del bolsillo derecho de sus shorts tejanos, demasiado ceñidos. Aparte de la llave de la camioneta hay otras seis de múltiples formas y diseños. Seguro que habrá un par que se ajusten a las puertas de su casa. Tal vez otro par cierre y abra las del Bombay. En el bolsillo izquierdo encuentro un buen fajo de billetes (unos quinientos dólares) y un paquete de chicles. De la parte trasera izquierda saco su cartera, una de esas baratas de velcro que se pliegan en tres, bastante voluminosa. Durante el inventario entiendo el porqué del grosor: el fiestero de Nathan ha metido ocho condones Trojan, listos para usar. También hay diez billetes nuevecitos de cien, un permiso de conducir de Virginia, dos tarjetas de socio del Bombay, otra del supervisor de libertad condicional y una de un distribuidor de cerveza. Tarjetas de crédito no lleva; será porque hasta hace poco estuvo encarcelado, y porque no tiene un trabajo digno de ese nombre. Dejo el dinero en su sitio. Los Trojan no los toco. Sí me quedo todo lo demás, sustituyendo el permiso de conducir válido por uno falso antes de devolver la cartera a Nathaniel Coley. Por último deslizo suavemente el pasaporte falso en su bolsillo trasero derecho, sin que él se mueva lo más mínimo, ni sienta nada.
Voy al lavabo, echo el pestillo, entro en la bodega, abro la cremallera de mi equipaje de mano y saco dos bolsas donde pone en mayúsculas primeros auxilios. Las meto al fondo del saco de deporte de Nathan y cierro todas las cremalleras, antes de acercarme a la cabina de mando, descorrer la cortinilla negra y asomar la cabeza para que me vea Devin. Se quita enseguida los auriculares.
—Oye, que el tío ha estado bebiendo todo el rato y se ha quedado roque. No le puedo despertar. Tampoco le noto mucho el pulso. Puede que necesitemos atención médica en cuanto aterricemos.
También lo oye Will con los auriculares puestos. Él y Devin se miran fugazmente. Si no estuviéramos bajando, lo más probable es que alguno de los dos fuera a la cabina a echarle un vistazo a Nathan.
—Vale —dice finalmente Devin.
Vuelvo a la zona de pasajeros, donde Nathan yace en rígor mortis, pero con pulso. Cinco minutos más tarde regreso a la cabina de mando con la noticia de que respira, en efecto, pero que no le puedo despertar.
—El muy burro se ha bebido una botella entera de tequila en menos de dos horas —digo.
Sacuden la cabeza.
Aterrizamos en Montego Bay y pasamos junto a una hilera de aviones comerciales en las puertas de embarque de la terminal de pasajeros. Veo al sur otros tres jets estacionados al lado de la terminal privada. Hay varios vehículos de emergencia con las luces rojas encendidas. Todos esperan a Nathan. Disto mucho de estar sobrio, pero la adrenalina ha hecho su efecto y pienso con claridad.
Una vez apagados los motores, Devin se apresura a levantarse y abrir la puerta. Ya tengo en la butaca el maletín y la bolsa de viaje, listos para la ocasión, aunque de momento no me alejo de Nathan.
—Espera a los de inmigración —dice Devin.
—Sí, claro —contesto.
Aparecen en la cabina dos agentes jamaicanos de inmigración que me miran muy serios.
—El pasaporte, por favor —dice uno de los dos.
Se lo doy. Lo mira.
—Salga del avión, por favor.
Al llegar al pie de la escalera, otro agente me dice que espere. Dos médicos suben a bordo, supongo que para atender a Nathan. Una ambulancia da marcha atrás hacia la escalera. Al mismo tiempo llega un coche de la policía, con las luces encendidas pero sin la sirena. Retrocedo un par de pasos. Discuten sobre cómo bajar al paciente del avión. Parece que todos tienen su opinión: los médicos, los agentes de inmigración y los policías. Al final deciden que es mejor no usar camilla, así que Nathan sale más o menos a rastras y pasa de mano en mano. Está débil, inerte. Si no pesara menos de sesenta y cinco kilos el rescate habría sido una chapuza. Mientras le suben a la ambulancia aparece en la puerta la bolsa de deporte Adidas de Nathan. Un agente de inmigración pregunta por ella a Devin, que se ocupa de dejar bien sentado que es del pasajero inconsciente. Finalmente la suben con él a la ambulancia.
—Me tengo que ir —le digo al policía más cercano, que señala una puerta de la terminal privada.
Entro justo cuando se llevan a Nathan. Me sellan el pasaporte y me pasan la bolsa y el maletín por el escáner. Un agente de aduanas me pide que espere en el vestíbulo. Al hacerlo veo discutir acaloradamente a Will y Devin con las autoridades jamaicanas. Es muy probable que me quieran hacer preguntas difíciles que prefiero evitar. Un taxi frena delante de la puerta, debajo de la marquesina. Veo bajar la ventanilla trasera, y a mi querida Vanessa, que me hace señas como loca para que suba. Cuando no hay nadie cerca salgo de la terminal y subo al taxi, que arranca a toda pastilla.
Vanessa tiene una habitación en un hotel barato, a cinco minutos de camino. Desde el balcón del segundo piso se ve el aeropuerto, y cómo llegan y se van los jets. Se oye el ruido incluso desde la cama. Estamos agotados, y vamos en reserva, pero ¿dormir? Ni hablar.