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Los pilotos no paran de llamarme al móvil, pero no contesto. Devin deja cuatro mensajes de voz histéricos, que podrían resumirse de la misma manera: la policía ha requisado el avión y les ha dicho a ellos, los pilotos, que no pueden salir de la isla. Están alojados en el Hilton, pero no se puede decir que se diviertan mucho. En la central de Raleigh están que trinan. Todos exigen respuestas. Les ha caído a ellos el marrón de haber presentado un pasaporte falso, y lo más seguro es que se queden sin trabajo. Ya les está amenazando el dueño del avión, y tal y cual.

No tengo tiempo de preocuparme por ellos. Seguro que alguien con un avión de treinta millones de dólares encontrará la manera de recuperarlo.

 

 

A las dos del mediodía Rashford sale conmigo del despacho y me lleva a la comisaría, que queda a diez minutos. La cárcel está en el mismo complejo. Rashford deja el coche en una de las pocas plazas libres del aparcamiento y señala con la cabeza un edificio bajo, de techo plano, con ventanas muy estrechas y un adorno a base de alambradas. Al caminar saluda amablemente a los celadores y los ordenanzas.

Llega a una puerta y habla en voz baja con un vigilante. Se nota que se conocen. Asisto a la conversación de manera discreta. No se produce ningún intercambio de dinero. Vamos a un mostrador y firmamos en una hoja sujeta por una tablilla.

—Les he dicho que eres abogado y trabajas conmigo —susurra Rashford mientras pongo uno de mis nombres—. Hazte el abogado.

Si él supiera...

 

 

Rashford espera en una sala estrecha y larga que usan los abogados para reunirse con los presos cuando la policía no necesita ese espacio. Al no haber aire acondicionado parece una sauna. Después de unos minutos se abre la puerta y meten a Nathan Coley, que mira a Rashford con unos ojos como platos y se gira hacia el celador. Este se va y cierra la puerta. Nathan se sienta lentamente en un taburete de metal y mira a Rashford, embobado. Este le entrega una tarjeta.

—Soy Rashford Watley, abogado. Me ha contratado su amigo Reed Baldwin para estudiar la situación.

Nathan coge la tarjeta y aproxima un poco el taburete. Tiene el ojo izquierdo algo cerrado, el lado izquierdo de la mandíbula inflado y sangre seca en la comisura de los labios.

—¿Dónde está Reed? —pregunta.

—Aquí. Está muy preocupado y quiere verle. ¿Se encuentra bien, señor Coley? Tiene la mandíbula hinchada.

Nathan mira la cara de Rashford, grande y redonda, y hace un esfuerzo por asimilar sus palabras. Habla en inglés, pero con un acento raro. Tiene ganas de corregirle, de explicarle que no es «Coley», sino «Cooley», pero, bueno, quizá en Jamaica suene de otra manera.

—¿Se encuentra bien, señor Coley? —repite el abogado.

—Me he peleado dos veces en las últimas dos horas. Y he perdido. Tiene que sacarme de aquí, señor...

Mira la tarjeta, pero no puede enfocar bien las letras.

—Watley.

—Pues eso, señor Watley, que se han equivocado. No sé qué pasó, pero no he hecho nada. No he usado ningún pasaporte falso, y le aseguro que no intenté meter ni droga ni ninguna pistola. Me lo puso alguien en la bolsa. Lo pilla, ¿no? Es la verdad. Se lo juraría sobre un montón de biblias. No consumo droga ni la vendo, y ni muerto se me ocurriría traficar. Quiero hablar con Reed.

Pronuncia las palabras como si escupiera, con los dientes muy juntos, frotándose la mandíbula.

—¿Se ha roto la mandíbula? —pregunta Rashford.

—No soy médico.

—Trataré de conseguirle uno. También intentaré que le cambien de celda.

—Todas son iguales: asfixiantes, sucias y llenas a reventar. Tiene que hacer algo, señor Watley. Y deprisa. Seguro que aquí no sobrevivo.

—Ya había estado en la cárcel, si no me equivoco.

—Solo unos años en una penitenciaría federal, pero no se puede comparar. Y yo que pensaba que estaba mal... Pues esto es un infierno. En mi celda hay quince tíos, todos negros. Solo hay dos camas y un agujero en el suelo para mear. Ni aire acondicionado ni comida. Por favor, señor Watley, haga algo.

—Las acusaciones son muy graves, señor Coley. Si le condenan por ellas podrían caerle hasta veinte años.

Nathan baja la cabeza y respira hondo.

—No duraré ni una semana.

—Confío en lograr que le reduzcan la pena, pero seguiría siendo larga. Y no en una cárcel municipal como esta. Le mandarían a una de las regionales, donde las condiciones no siempre son tan buenas como aquí.

—Pues piense algún plan. Tiene que explicarle al juez, o a quien sea, que se han equivocado. No soy culpable, ¿vale? Tiene que conseguir que se lo crea alguien.

—Lo intentaré, señor Coley, pero primero hay que cumplir una serie de trámites, y por desgracia aquí en Jamaica todo va bastante despacio. El tribunal programará su primera comparecencia para dentro de unos días. Después presentarán la acusación formal.

—¿Y una fianza? ¿Puedo pagar una fianza y salir?

—Lo estoy consultando con un fiador judicial, pero no soy optimista. El tribunal consideraría que existe riesgo de fuga. ¿De cuánto dinero dispone?

Nathan resopla y sacude la cabeza.

—No lo sé. En mi cartera, que no sé dónde está, llevaba mil dólares. Seguro que han volado. También tenía quinientos en el bolsillo, pero ya no están. Me han dejado tieso. En Estados Unidos tengo algunos bienes, pero nada en efectivo. No soy rico, señor Watley; soy un ex presidiario de treinta años que hasta hace unos seis meses estaba en la cárcel. Mi familia no tiene nada.

—Pues no es lo que pensará el tribunal al ver la cantidad de cocaína y el avión privado.

—La cocaína no es mía. No la había visto ni tocado en mi vida. Me la endosaron, ¿vale, señor Watley? Como la pistola.

—Le creo, señor Coley, pero lo más probable es que el tribunal sea más escéptico. Oyen esos argumentos a menudo.

Nathan abrió lentamente la boca y se rascó los restos de sangre del borde de los labios. Se veía que estaba dolorido y en estado de shock.

Rashford se levantó.

—Quédese sentado, señor Coley, ha venido Reed —dijo Rashford—. Si le preguntan algo, diga que es uno de sus abogados.

 

 

Cuando entro, la cara magullada de Nathan se ilumina un poco. Me siento a menos de un metro, en el otro taburete. Él tiene ganas de gritar, pero sabe que le escuchan.

—¿Qué coño pasa, Reed? ¡Dime algo!

En este momento mi papel es el de un hombre asustado que no sabe muy bien qué pasará mañana.

—No lo sé, Nathan —digo, nervioso—. No estoy detenido, pero no me dejan salir de la isla. Lo primero que he hecho esta mañana ha sido ir a ver a Rashford Watley. Estamos intentando saber qué pasa. De lo único que me acuerdo es de que nos emborrachamos enseguida. Qué chorrada... Eso lo tengo claro. Tú te quedaste roque en el sofá. Yo apenas estaba despierto. En algún momento uno de los pilotos me llamó a la cabina de mando y me explicó que en Miami no podían aterrizar los aviones por culpa del mal tiempo, que había alerta de tornado, de una tormenta tropical... No sé, algo muy grave. El Aeropuerto Internacional de Miami estaba cerrado. Como el frente se movía hacia el norte, lo rodeamos hacia el sur y nos desviaron por el Caribe. Dimos vueltas y vueltas. La verdad es que no me acuerdo de todo. Intenté despertarte, pero roncabas.

—Pues no me acuerdo de haberme quedado inconsciente —dice dándose unos golpecitos en la mandíbula hinchada.

—¿Y quién se acuerda después de emborracharse? Nadie. El caso es que te pusiste morado. Ya habías bebido antes de que despegásemos. Pero, bueno, da igual: en un momento dado se empezó a acabar el combustible y tuvimos que aterrizar. Según los pilotos nos dirigieron aquí, a Montego Bay, para repostar. Después teníamos que salir para Miami, porque ya había mejorado el tiempo. Me acuerdo de casi todo porque estuve bebiendo litros y litros de café. Al aterrizar, el capitán nos dijo que no bajáramos del avión, que solo estaríamos veinte minutos. Luego añadió que los de inmigración y los de aduanas querían echar un vistazo. Nos mandaron bajar, pero estabas en coma y no podías moverte. Casi no tenías pulso. Entonces pidieron una ambulancia y todo empezó a fastidiarse.

—¿Y qué es esa chorrada del pasaporte falso?

—Un error mío. Es que nosotros volamos mucho al Aeropuerto Internacional de Miami, y a menudo quieren ver un pasaporte, aunque no salgas del país; sobre todo si es un vuelo chárter. Creo que viene de la guerra contra las drogas en los ochenta, cuando los narcos y su séquito usaban muchos aviones privados para desplazarse. Ahora, con lo de la lucha contra el terrorismo, prefieren ver un pasaporte. No es que sea obligatorio, pero va bien. En Washington trabajo con un tío que te los consigue de la noche a la mañana por cien pavos. Le pedí uno para ti, por si lo necesitábamos. No me imaginaba que pudiera dar problemas.

El pobre Nathan no sabe qué creer. Tengo la ventaja de haberme preparado con meses de antelación, mientras que a él le están zurrando por todos lados, y su desconcierto es absoluto.

—Pero te digo una cosa, Nathan: lo que menos tiene que preocuparte es el pasaporte falso.

—¿De dónde salieron la coca y la pistola? —pregunta.

—De la policía —digo como si tal cosa, pero muy seguro—. Tú no fuiste, y yo tampoco, o sea, que la lista de sospechosos se reduce. Rashford dice que en la isla se conocen otros casos. Llega un avión privado de Estados Unidos con un par de tíos ricos (si no lo fueran no irían en un avión tan chulo). Uno de los ricos está tan borracho que no puede ni tocarse el culo con las manos. Desmayado de borracho. Hacen bajar al sobrio del avión, distraen con papeleo a los pilotos y en el momento justo te encasquetan la droga. Es tan fácil como meterla en una bolsa. Pocas horas después el gobierno jamaicano se incauta oficialmente del avión y detiene al traficante. Y todo por dinero.

Nathan lo asimila mirándose los pies descalzos. Tiene manchas de sangre en la camisa hawaiana rosa y naranja, y arañazos en los brazos y las manos.

—¿Podrías traerme algo de comer, Reed? Es que me muero de hambre. Hace una hora han servido la comida, una porquería que te cagas, y no he tenido tiempo de comer ni un bocado porque uno de mis compañeros de celda ha pensado que le hacía más falta que a mí.

—Lo siento, Nathan —digo—. Le preguntaré a Rashford si puede sobornar a alguno de los celadores.

—Sí, por favor —masculla.

—¿Quieres que llame a alguien? —pregunto.

Sacude la cabeza.

—¿A quién? Del único que me fío un poco es del que me lleva el bar, y sospecho que roba. Con mi familia ya no tengo relación. Tampoco podrían ayudarme. ¿Qué iban a hacer? No saben ni dónde está Jamaica. Dudo que pudieran encontrarla en el mapa.

—Según Rashford es posible que me acusen por cómplice, o sea, que puede que pronto estemos juntos.

Sacude la cabeza.

—Igual tú sobrevives. Al ser negro, y estar fuerte... Un blanco enclenque lo tiene crudo. En cuanto he entrado en la celda, me ha dicho un tío enorme que le encantaban mis Nike. Adiós Nike. Luego otro me ha pedido prestado un poco de dinero y, como no tengo nada, ha querido que le prometiera que se lo conseguiré dentro de poco. Es lo que ha provocado la primera riña: tres bestias pardas dejándome hecho polvo. Me acuerdo de haber oído reírse a un celador, y decir algo de que los blancos no saben pelear. Mi sitio, en el suelo de cemento, está al lado del váter, que solo es un agujero, con un olor que da arcadas y te hace vomitar. Si me muevo tres o cuatro centímetros ya entro en el terreno de otro, y venga a pelearse. Aire acondicionado no hay. Es como un horno. Quince personas apretadas, sudando, con hambre y sed. No hay quien duerma. No me imagino lo que será esta noche. Por favor, Reed, sácame de aquí.

—Lo intentaré, Nathan, pero muy posible que también quieran trincarme a mí.

—Bueno, pero haz algo, por favor.

—Mira, Nathan, todo esto es culpa mía, ¿de acuerdo? Ya sé que ahora no sirve de nada decirlo, pero no podía saber que había una tormenta en nuestra ruta. Los memos de los pilotos deberían habernos dicho algo sobre el tiempo antes de despegar, o haber aterrizado en algún otro sitio de Estados Unidos, o haber llevado más combustible en el avión. Cuando volvamos les denunciamos, que son unos capullos, ¿vale?

—Ya, ya.

—Nathan, voy a hacer todo lo que pueda para sacarte, pero también me la juego. Al final será cuestión de dinero. Esto es un simple timo, una manera de forrarse que tienen unos cuantos polis listos. Juegan bien, pero, claro, las reglas las han escrito ellos... Dice Rashford que exprimirán al dueño del avión y se meterán en el bolsillo un buen soborno. A nosotros también nos echarán un hueso, a ver cuánto podemos reunir entre los dos. Ahora que saben que tenemos un abogado no tardarán mucho tiempo en ponerse en contacto con él. Lo ha dicho Rashford. Prefieren montarse todo el chantaje antes de que esto llegue a los tribunales, porque luego hay una acusación formal y unos jueces que lo controlan todo. ¿Entiendes lo que te digo, Nathan?

—Supongo. Es que alucino, Reed. Ayer a la misma hora estaba en mi bar, tomándome una cerveza con una chica guapa y presumiendo de que me iba a Miami para el fin de semana. Ahora... Mira cómo estoy: en una celda asquerosa, rodeado de jamaicanos que hacen cola para machacarme. Tienes razón, Reed: es todo culpa tuya, tuya y de tu tontería de película. No debería haberte hecho caso.

—Lo siento, Nathan; te aseguro que lo lamento mucho.

—Lógico, Reed, pero haz algo, y date prisa, que aquí dentro no puedo durar mucho.