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El lunes a las seis y media de la mañana, el agente Fox entró en el espacioso despacho de Victor Westlake.

—Los jamaicanos tan lentos como siempre —dijo—. No hay gran cosa que añadir. Baldwin llegó el viernes por la noche en un avión de alquiler de una compañía de Raleigh, un buen avión del que se ha incautado la policía aduanera jamaicana y que ahora mismo no puede volver. De Baldwin no hay ni rastro. Su amigo Nathaniel Coley intentó entrar con un pasaporte falso, y ahora está como el avión, encerrado.

—¿En la cárcel? —preguntó Westlake mordiéndose una uña.

—Sí. De momento no he podido averiguar nada más. No sé cuándo saldrá. Estoy intentando que la policía consulte los registros hoteleros para encontrar a Baldwin, pero se resisten. No es ningún fugitivo, y a ellos no les gusta molestar en los hoteles. Entre eso, y que era fin de semana...

—Encuentra a Baldwin.

—Es lo que intento.

—¿Qué pretende?

Fox sacudió la cabeza.

—No tiene lógica. ¿Para qué sirve gastar tanto dinero en un avión privado? ¿Y viajar con alguien que usa un pasaporte falso? ¿Quién coño es Nathaniel Coley? Hemos buscado sin resultado en las dos Virginias. Puede que Coley sea un buen amigo que no puede sacarse el pasaporte, e intentaran saltarse la aduana para retozar unos días al sol.

—Puede que sí, puede que no...

—Exacto.

—Sigue profundizando, y mantenme informado por correo electrónico.

—De acuerdo.

—Supongo que el coche lo dejó en el Aeropuerto de Roanoke.

—Sí, en el aparcamiento de la zona de aviación no comercial. Con la misma matrícula de Florida. Lo encontramos el sábado por la mañana y lo tenemos vigilado.

—Muy bien. Encuéntrale, ¿vale?

—¿Y después?

—Le seguís y averiguáis qué está haciendo.

 

 

Planificamos el día entre oro y café, pero sin perder el tiempo. A las nueve Vanessa entrega la llave en recepción y paga. Nos damos un beso de despedida. Salgo detrás de ella del aparcamiento, procurando no rozar el parachoques trasero de su Accord: la mitad del oro está escondido en las profundidades del maletero. La otra mitad está en el de mi Impala de alquiler. Nos separamos en el cruce: ella va al norte y yo al sur. Se despide con la mano en el espejo del retrovisor. Me pregunto cuándo volveré a verla.

Al iniciar el largo viaje, con un café grande en la mano, me acuerdo de que hay que aprovechar el tiempo con sentido común. Nada de soñar despierto como un tonto, ni de pereza mental, ni de fantasías sobre lo que haré con tanto dinero. Hay demasiados temas que se disputan la prioridad. ¿Cuándo encontrará la policía la camioneta de Nathan? ¿Cuándo llamo a Rashford Watley y le pido que entregue a Nathan el mensaje de que todo va de acuerdo con lo planeado? ¿Cuántas cajas de puros cabrán en las cajas fuertes que alquilé hace un mes en el banco? ¿Cuánto oro convendría vender a precio rebajado para disponer de efectivo? ¿Cómo consigo que se fijen en mí Victor Westlake y Stanley Mumphrey, el fiscal de Roanoke? Pero lo más importante es cómo sacaremos el oro del país, y cuánto tiempo tardaremos.

En vez de pensar en eso me acuerdo de mi padre, el viejo Henry, que lleva más de cuatro meses sin tener noticias de su hijo menor. Seguro que está enfadado conmigo porque me sacaron de Frostburg y me enviaron a Fort Wayne. Con seguridad le desconcierta no recibir ninguna carta. Probablemente esté llamando a mi hermano Marcus en Washington, y a mi hermana Ruby en California, para preguntarles si ellos saben algo. Me pregunto si ya será bisabuelo por cortesía del hijo delincuente de Marcus y su novia de catorce años, o si ella habrá abortado.

Bien pensado, es posible que no añore tanto a mi familia como creo a veces, pero sería bonito ver a mi padre. Sospecho, sin embargo, que le parecería mal mi cambio de aspecto. La verdad es que hay muchas posibilidades de que no les vea nunca más, ni a mi padre ni al resto. En función de los caprichos y las maquinaciones del gobierno federal, podré seguir libre o pasar el resto de mi vida como un fugitivo. En todo caso, el oro lo tendré.

Mientras pasan los kilómetros, y me atengo al límite de velocidad a la vez que procuro no chocar con los camiones, no tengo más remedio que acordarme de Bo. Llevo cuatro meses fuera de la cárcel, y no ha habido un solo día en que no haya dejado de pensar en mi hijo. La idea de no volver a verle duele demasiado, aunque el paso de las semanas me ha llevado a aceptar la realidad. De alguna manera, un reencuentro sería el primer paso en el camino a la normalidad, un avance gigante, pero de ahora en adelante mi vida no tendrá nada de normal. No podríamos vivir de nuevo bajo el mismo techo, como padre e hijo, y no veo que a Bo pudiera beneficiarle saber que de repente estoy fuera de la cárcel y me apetecería invitarle a un helado dos veces al mes. Estoy seguro de que aún se acuerda de mí, pero es evidente que sus recuerdos habrán empezado a difuminarse. Dionne es inteligente, un encanto de mujer. Seguro que ella y su segundo esposo velan por la felicidad de Bo. ¿Qué sentido tiene que un casi desconocido como yo (al menos por su aspecto) irrumpa en su mundo y lo trastoque? Después de haber convencido a Bo de que soy su verdadero padre, ¿cómo insuflaría nueva vida a una relación que lleva más de cinco años muerta?

Intento poner freno a esta tortura concentrándome en las próximas horas, y en los próximos días. Quedan pasos decisivos, y cualquier metedura de pata podría costarme una fortuna, además de enviarme de nuevo a la cárcel.

Me paro cerca de Savannah para repostar y tomarme un bocadillo de una máquina expendedora. Dos horas y media después estoy en Neptune Beach, mi lugar favorito. Entro en una tienda de material de oficina y me compro una cartera gruesa y pesada. Después voy a un aparcamiento público para los bañistas. No hay cámaras de seguridad, ni peatones. Abro rápidamente el maletero, saco dos de las cajas de puros y las meto en la cartera. Son casi veinte kilos. Al dar la vuelta al coche me doy cuenta de que pesa demasiado, así que saco una caja y la devuelvo al maletero.

Aparco a cuatro calles, en una sucursal del First Coast Trust, y voy tranquilamente hacia la puerta. El termómetro digital del cartel giratorio del banco anuncia treinta y cinco grados. El peso de la cartera aumenta a cada paso. Hago un esfuerzo por hacer como si solo contuviera papeles importantes. Nueve kilos no es mucho, pero sí demasiado para cualquier maletín. Ahora cada uno de mis pasos están siendo filmados, y lo último que quiero es que se vea que entro en el banco dando tumbos con un peso enorme. Me preocupo por Vanessa y su tentativa de acceder a las cajas fuertes de Richmond con semejante peso a sus espaldas.

A pesar del suplicio, se me escapa una sonrisa al pensar en el alucinante valor del oro puro.

Una vez dentro espero con paciencia a que la encargada de las cajas fuertes acabe de atender a otro cliente. Cuando llega mi turno le entrego mi permiso de conducir de Florida y estampo mi firma. Ella mira mi cara y mi letra, da su beneplácito y me acompaña a la cámara acorazada en la parte posterior del banco. Inserta la llave maestra en mi caja fuerte, y yo introduzco la mía. La cadena de ruidos es perfecta. Sale la caja, y me la llevo a una salita privada. Cierro la puerta. La encargada espera fuera, en medio de la cámara.

Es un compartimento de quince centímetros de ancho, otros quince de alto y casi medio metro de profundidad; la más grande que tenían disponible hace un mes, cuando la alquilé por un año a cambio de trescientos dólares. Meto la caja de puros. Hemos puesto una etiqueta con el número exacto de lingotes. Esta contiene treinta y tres, es decir, trescientas treinta onzas, aproximadamente medio millón de dólares. Cierro la caja, la admiro, pierdo unos minutos y abro la puerta para decirle a la encargada que ya he terminado. Uno de sus cometidos es guardar las distancias, sin mostrar ningún tipo de sospecha. Lo hace bien. Supongo que habrá visto de todo.

Veinte minutos después estoy en la cámara acorazada de una sucursal del Jacksonville Savings Bank. Esta cámara es más grande; las cajas son más pequeñas, y el encargado es más receloso. Por lo demás, ninguna diferencia. Meto otro alijo de lingotes en el compartimento de seguridad, a puerta cerrada: treinta y dos miniaturas que valen otro medio millón de dólares.

En el tercer y último banco, a poco más de un kilómetro del primero, hago el último depósito del día, antes de pasarme una hora en busca de un motel donde pueda aparcar justo delante de mi habitación.

 

 

En un centro comercial del oeste de Richmond, Vanessa se pasea por unos grandes almacenes de gama alta hasta encontrar la sección de accesorios femeninos. Aunque finja tranquilidad, tiene los nervios de punta por haber dejado su Accord en el aparcamiento, a merced de quien quiera reventarlo o robarlo. Elige un bolso de cuero rojo muy elegante, y bastante grande para ser clasificado como equipaje. Es de un diseñador muy conocido, y probablemente llame la atención de las encargadas de los bancos. Lo paga en metálico y vuelve al coche lo antes posible.

Dos semanas antes, Max —siempre le había llamado Malcolm, pero le gusta más el nuevo nombre— le dio instrucciones de alquilar tres cajas fuertes. Vanessa hizo una cuidadosa selección de bancos por Richmond y su entorno, presentó las solicitudes pertinentes, pasó todos los filtros y pagó los alquileres. Después, cumpliendo las indicaciones, fue dos veces a cada sucursal para depositar papeles inútiles y otras cosas por el estilo. Ahora las encargadas de las cámaras reconocen a Vanessa Young, se fían de ella y no albergan la menor sospecha al verla con un bolso nuevo de infarto, y oír que desea acceder a la cámara.

En menos de noventa minutos guarda sin percances casi un millón y medio de dólares en lingotes de oro.

Vuelve a su apartamento por primera vez en más de una semana y deja el coche en una plaza visible desde su ventana del primer piso. El complejo está en un buen barrio, cerca de la Universidad de Richmond, una zona donde no acostumbra a haber peligro. Hace dos años que vive aquí y no recuerda ningún robo de coches o en las casas. Aun así no quiere correr riesgos: inspecciona las puertas y ventanas por si hay alguna señal de que las hayan forzado. Al no encontrar ninguna, se ducha, se cambia y se va.

Cuatro horas después, cuando vuelve, ya es de noche. Lenta, metódicamente, transporta el tesoro a su vivienda y lo esconde debajo de la cama. Ella duerme encima, con la Glock en la mesita de noche y todas las puertas cerradas con llave, pestillos y sillas debajo de los pomos.

Pasa una noche irregular. El alba la encuentra tomando café en el sofá del cuarto de la tele, mirando el pronóstico del tiempo en una cadena regional. Parece que se haya parado el reloj. Le encantaría dormir más, pero su cerebro no permite que su cuerpo quede fuera de combate. Tampoco tiene hambre. Aun así, hace el esfuerzo de meterse un poco de queso fresco en el estómago. Se acerca a la ventana más o menos cada diez minutos para mirar el aparcamiento. La gente que sale temprano a trabajar lo hace por tandas: las siete y media, las ocho menos cuarto, las ocho... Los bancos no abren hasta las nueve. Se da una ducha larga, se viste como para ir al juzgado, coge una maleta y se la lleva al coche. Regresa y durante los siguientes veinte minutos saca tres cajas de puros de debajo de la cama y las traslada al coche. Pronto las depositará en las mismas tres cajas fuertes que visitó el día antes.

El gran debate que tiene en ascuas a Vanessa es si los tres recipientes que quedan estarán más seguros en el maletero o en su piso, debajo de la cama. Decide compaginarlo: deja dos en casa y se lleva una.

 

 

Llama Vanessa para darme la noticia de que ha hecho el tercer y último depósito de la mañana y está de camino a Roanoke para ver al abogado. Le llevo un poco de ventaja: he ido a mis tres bancos un poco más temprano, he hecho los depósitos y ahora me dirijo en coche hacia Miami. Hemos guardado trescientos ochenta de los quinientos setenta lingotes en miniatura. La sensación es agradable, pero no ha desaparecido toda la presión. Si se diera el caso de que el FBI pudiera incautarse de todos los bienes, lo haría. Vaya, que no nos podemos arriesgar. Tengo que sacar el oro del país.

Parto de la premisa de que el FBI no sabe que estoy colaborando con Vanessa. También de que aún no me han relacionado con Nathan Cooley. Son muchas premisas, que no puedo saber si son correctas.