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Al ser Frostburg un centro de baja seguridad, tenemos más contacto con el exterior que la mayoría de los internos. Siempre existe la posibilidad de que nos abran y lean las cartas, pero no es lo habitual. Tenemos acceso limitado al correo electrónico, aunque no a internet. Teléfonos los hay a decenas. Aunque su funcionamiento esté sujeto a muchas reglas, podemos hacer todas las llamadas que queramos a cobro revertido. Los móviles están rigurosamente prohibidos. Nos dejan suscribirnos a decenas de revistas de una lista autorizada, y cada mañana llegan puntualmente varios periódicos, disponibles a cualquier hora en un rincón del comedor al que llamamos «la cafetería».

Allí es donde una mañana, a primera hora, leo el titular de The Washington Post: «Asesinado un juez federal cerca de Roanoke».

Se me escapa una sonrisa. Es el momento.

Hace tres años que estoy obsesionado con el juez Raymond Fawcett. No le conozco personalmente, no he entrado nunca en su despacho, ni he presentado ninguna demanda en su terreno, el distrito Sur de Virginia. He ejercido casi siempre en juzgados del estado. Mis incursiones en el coso federal han sido pocas, y siempre en el otro distrito de Virginia, el Norte, desde Richmond hacia arriba. El distrito Sur se extiende por Roanoke, Lynchburg y la gran franja urbana del área metropolitana de Virginia Beach-Norfolk. Antes de la defunción de Fawcett trabajaban en el distrito Sur doce jueces, y trece en el Norte.

Aquí en Frostburg he conocido a varios presos condenados por Fawcett. A través de ellos, disimulando mi curiosidad, me he ido informando sobre el juez. Usaba la excusa de que nos conocíamos y habíamos coincidido en varios juicios. Todos le odiaban, sin ninguna excepción. No había ni uno que no considerase excesiva su condena. Parece que como más disfrutaba el juez era echando sermones al dictar sentencia por algún delito económico. Es un tipo de vista que acostumbra a atraer a mucha prensa, y Fawcett tenía un ego como una catedral.

Empezó los estudios universitarios en Duke, cursó Derecho en la Universidad de Columbia y trabajó unos cuantos años en un bufete de Wall Street. Su adinerada mujer era de Roanoke, donde se instalaron cuando Fawcett apenas sobrepasaba los treinta años. Tras ingresar en el mayor bufete de la ciudad, tardó poco tiempo en escalar hasta la cima. Su suegro siempre había dado dinero a los demócratas. En 1993 el presidente Clinton nombró a Fawcett para un cargo vitalicio en el tribunal del distrito Sur de Virginia.

En el mundo de la judicatura estadounidense, un nombramiento de ese tipo da un prestigio enorme, pero no mucho dinero. Por aquel entonces el nuevo sueldo de Fawcett era de ciento veinticinco mil dólares anuales, aproximadamente trescientos mil menos que lo que ganaba como socio muy activo de un próspero bufete. A sus cuarenta y ocho años pasó a ser uno de los jueces federales más jóvenes del país, y con sus cinco hijos, uno de los más apurados económicamente. Pronto su suegro empezó a complementar sus ingresos, y alivió esa presión.

Los primeros años de Fawcett en el cargo fueron descritos por el propio juez en una larga entrevista para una de esas publicaciones jurídicas que gozan de tan pocos lectores. Me la encontré por casualidad en la biblioteca de la cárcel, dentro de un fajo de revistas destinadas a la basura. Pocos libros y revistas pasan por alto a mi mirada curiosa. Muchos días leo durante cinco o seis horas. Aquí los ordenadores son de sobremesa, un poco viejos, y hay tanta demanda que acaban hechos polvo, pero al ser el bibliotecario, y controlar toda la parte informática, puedo acceder a ellos sin problemas. Estamos suscritos a dos webs de investigación jurídica digital por las que he navegado para leer todas las opiniones publicadas por el honorable Raymond Fawcett, que en paz descanse.

En el año 2000, con el cambio de siglo, al juez le pasó algo. Durante sus primeros siete años como magistrado había manifestado tendencias progresistas: protector de los derechos individuales, compasivo con los pobres y los afligidos, no le dolían prendas en regañar a las fuerzas del orden, ni en mostrarse escéptico con las grandes empresas, a la vez que manifestaba un gran deseo de censurar a los demandantes veleidosos mediante una pluma afiladísima. En el transcurso de un año, sin embargo, algo empezó a cambiar: sus opiniones se volvieron más breves, menos argumentadas, y a veces hasta desagradables. Fue un claro viraje a la derecha.

Ese mismo año el presidente Clinton le nombró para cubrir una vacante en el tribunal federal de apelaciones de la Región Cuarta, con sede en Richmond. Es un ascenso lógico para un juez de distrito con talento, o con las amistades necesarias. En Richmond habría sido uno de los quince jueces que se ocupaban exclusivamente de las apelaciones. Por encima de eso, en el escalafón no queda más que el Tribunal Supremo, y no se puede afirmar que Fawcett tuviera tantas ambiciones (aunque en un momento u otro la mayoría de los jueces federales las albergan). El caso, sin embargo, es que Clinton estaba a punto de dejar la presidencia, y no de forma muy brillante, así que el Senado frenó sus nombramientos y, tras la victoria de George W. Bush, el futuro de Fawcett se quedó en Roanoke.

Tenía cincuenta y cinco años. Sus hijos ya eran mayores de edad, y algunos de ellos se estaban marchando de casa. Es posible que sufriera una especie de crisis de los cincuenta, o que su matrimonio estuviera zozobrando. Para entonces su suegro ya había muerto, sin incluirle en su testamento. Mientras Fawcett, figurativamente hablando, pasaba penurias con un sueldo de empleado, sus antiguos colegas se hacían ricos. En fin, que por algún motivo el juez se convirtió en otra persona al subir al estrado. En las causas penales sus sentencias se volvieron más erráticas, y mucho menos compasivas. En las civiles mostraba muchas menos simpatías por los débiles, y tomó partido repetidas veces por los intereses de los poderosos. Los jueces suelen cambiar con la edad, pero no es habitual un viraje tan brusco como el de Raymond Fawcett.

El mayor juicio de toda su carrera fue una guerra en torno a la extracción de uranio que empezó en 2003. Yo entonces aún trabajaba, y a grandes rasgos conocía el proceso. No se podía obviar. La prensa le dedicaba prácticamente un artículo diario.

Por el centro y el sur de Virginia pasa una rica veta de uranio. La extracción de este mineral es una pesadilla para el medio ambiente. Por eso el estado aprobó una ley que la prohibía. Como es lógico, los propietarios de tierras, los arrendatarios y las compañías mineras que controlan los yacimientos deseaban desde hacía mucho tiempo poner en marcha las excavaciones, y se gastaron millones de dólares en tratar de influir en los legisladores para que levantasen la prohibición, pero la Asamblea General de Virginia no daba su brazo a torcer. En 2003 una compañía canadiense, Armanna Mines, presentó una demanda en el distrito Sur de Virginia por supuesta inconstitucionalidad de la prohibición. Era un ataque frontal, sin cortapisas, con mucho dinero a sus espaldas, y encabezado por algunos de los mejores talentos jurídicos que pudieran comprar con dinero.

Armanna Mines, como pronto salió a relucir, era un consorcio de empresas mineras no solo canadienses, sino de Estados Unidos, Australia y Rusia. El valor potencial de los yacimientos de Virginia se calculaba entre los quince y los veinte mil millones de dólares.

Siguiendo el procedimiento aleatorio de selección vigente en esa época, el caso fue asignado a un juez de Lynchburg, un tal McKay, de ochenta y cuatro años, que sufría demencia senil y alegó motivos de salud para inhibirse. El siguiente fue Raymond Fawcett, que carecía de razones válidas para abstenerse. La parte demandada era la mancomunidad de Virginia. Pronto se unieron a ella muchas ciudades, pueblos y condados situados sobre los yacimientos, así como algunos propietarios que no querían ser cómplices de la destrucción, y la demanda se convirtió en un macrolitigio que daba trabajo a más de cien jueces. Fawcett rechazó las peticiones iniciales de sobreseimiento y encargó una instrucción a fondo. Poco después ya dedicaba el 90 por ciento de su tiempo a la demanda.

En 2004 entró en mi vida el FBI y perdí interés por la causa minera. De repente había temas más urgentes que me reclamaban. Mi juicio empezó en octubre de 2005, en Washington. Para entonces ya hacía un mes que estaba dirimiéndose el de Armanna Mines, en una sala abarrotada de Roanoke. A mí, tal como estaban las cosas, lo que menos me preocupaba era el uranio.

Después de tres semanas de juicio me declararon culpable y me condenaron a diez años. Tras un juicio de diez semanas, el juez Fawcett dictaminó a favor de Armanna Mines. No podía haber ninguna relación entre ambos casos. Al menos era lo que pensaba al entrar en la cárcel.

Pero poco después me relacionaría con el hombre que acabó matando al juez Fawcett. Conozco la identidad del asesino, y su móvil.

 

 

El móvil: ardua cuestión para el FBI. Durante unas semanas el operativo especial se centra en el litigio de Armanna Mines y se habla con decenas de personas relacionadas con el juicio. En su momento aparecieron un par de grupos ecologistas radicales que se movían por los márgenes del pleito, y que fueron vigilados de cerca por el FBI. Fawcett recibió amenazas de muerte, y a lo largo del juicio tuvo escolta. Tras investigar a fondo las amenazas se vio que no eran creíbles. Aun así, los guardaespaldas siguieron con el juez.

La intimidación es poco plausible como móvil. Fawcett ya había tomado su decisión, y aunque los ecologistas no pudieran verle ni en pintura, el daño ya no tenía vuelta atrás. En 2009 la Región Cuarta confirmó la sentencia de Fawcett. Ahora el pleito ha sido remitido al Tribunal Supremo. El uranio, de momento, mientras se resuelven los recursos, no lo ha tocado nadie.

Lo que sí es un móvil es la venganza, a pesar de que el FBI no la mencione. Algunos periodistas han empezado a usar las palabras «asesino a sueldo», aunque no parece que se basen en nada más que en la profesionalidad de los asesinatos.

Teniendo en cuenta el lugar del crimen, y que una caja fuerte tan bien escondida apareciese vacía, la causa más probable parece el robo.

Yo tengo un plan, que hace años que tramo. Es mi única manera de salir de aquí.