40

 

 

El sueño, como casi siempre, es irregular. De hecho me cuesta tanto conciliarlo y mantenerlo que ni siquiera estoy seguro de haber dormido. Hay tanto que hacer que acabo bebiendo café malo y mirando cualquier cosa en la televisión antes de que haya amanecido. Al final me ducho, me visto, meto los paquetes en el coche y salgo a las calles vacías de Miami en busca de algún sitio donde desayunar. A las nueve, Hassan llega al bar con una bolsa de papel marrón, como si hubiera ido a comprar un par de cosas al colmado. Vamos a un reservado, pedimos café y hacemos nuestras cuentas esquivando a la camarera. Él lo tiene mucho más fácil que yo: después de acariciar los cinco lingotes en miniatura, los mete en los bolsillos interiores de su americana arrugada. Introduzco la mano en la bolsa de papel y cuento con dificultad diez fajos.

—Está todo —dice Hassan vigilando a la camarera—. Sesenta y un mil dólares.

Una vez convencido, cierro la bolsa e intento saborear el café. Hassan se marcha veinte minutos después de haber llegado. Espero un poco más para ir hacia la puerta, nervioso por la idea de que al ir al coche pueda ser asaltado por un equipo de las fuerzas especiales. Reservo veintiún mil dólares para el viaje y distribuyo cuarenta mil en los dos tableros de backgammon que me quedan. Después voy a una oficina de FedEx y me pongo en la fila con cinco paquetes de envío exprés. Observo atentamente lo que hacen los clientes de delante. Llegado el momento, la empleada examina los formularios.

—¿Qué son? —pregunta tan tranquila.

—Cosas de casa, algunos libros... Nada de mucho valor, ni que haya que asegurar —es mi respuesta, ensayada con el máximo cuidado—. Es que tengo una casa en Antigua y la estoy arreglando un poquito.

Asiente como si le interesaran sinceramente mis planes.

Enviar los paquetes con plazo garantizado de tres días cuesta trescientos diez dólares, que saldo con una tarjeta de prepago. Al salir del vestíbulo y dejar el oro a mis espaldas respiro profundamente, esperando que todo salga bien. El GPS del coche de alquiler me sirve para localizar una sucursal de UPS y repetir el mismo procedimiento. Después vuelvo a Palmetto Trust y tardo una hora en acceder a mi caja fuerte. Dejo el resto del dinero y los cuatro lingotes en miniatura que me quedan.

El Aeropuerto Internacional de Miami es tan grande que tardo un poco en encontrar el mostrador de envíos de DHL, pero al final lo localizo y dejo más paquetes. Finalmente me separo de mi Impala en una sucursal de Avis y voy en taxi a la zona de aviación no comercial, que queda muy lejos de la terminal de pasajeros. Hay varias manzanas de hangares para aviones privados, empresas de vuelos chárter y escuelas de vuelo. El taxista se pierde en la infructuosa búsqueda de Maritime Aviation. Necesitarían un cartel más grande, porque el que tienen casi no se ve ni desde la calle más cercana. Cruzo la puerta con tentaciones de soltárselo al recepcionista, pero al final me muerdo la lengua y me relajo.

No paso por ningún detector. Tampoco mi equipaje. Supongo que las terminales de aviación privada no estarán equipadas con estos aparatos. De todos modos he tomado precauciones, en previsión de que me sometan a algún tipo de escáner al llegar a Antigua. Llevo encima unos treinta mil dólares en efectivo, casi todos ocultos en el equipaje. Si me lo revuelven y ponen el grito en el cielo, me haré el tonto y pagaré la multa. He tenido la tentación de pasar de contrabando algún lingote de oro, para ver si es factible, pero es mayor el riesgo que lo que se gana.

A la una y media los pilotos anuncian que es la hora de embarcar. Subimos a un Learjet 35, un avión pequeño, más o menos la mitad que el Challenger del que gozamos brevemente Nathan y yo durante nuestro viaje a Jamaica. En el 35 deben de caber unas seis personas, aunque si fueran todas de sexo masculino y desarrollo normal se tocarían los hombros. Hay un lavabo con un orinal de emergencia debajo de una silla. Se va estrecho, por decirlo con benevolencia, pero qué más da: es mucho más barato que un avión grande, e igual de rápido. Además, soy el único pasajero y tengo prisa.

Aquí está Max Baldwin, con su documentación en regla. Malcolm Bannister se ha jubilado definitivamente. Seguro que tarde o temprano el personal de aduanas se lo notificará a algún espía del FBI, que una vez vencida su perplejidad acudirá a su jefe para darle la noticia. Entonces se pondrán la mano en la barbilla, meditando sobre las intenciones de Baldwin, su obsesión por los aviones privados y el motivo de que gaste tanto dinero. Muchas preguntas, aunque la principal sigue siendo la siguiente: ¿qué coño hace?

Si no se lo digo yo estarán perdidos.

Al alejarnos de la terminal hago un repaso rápido de mi correo electrónico a Mumphrey y Westlake y clico en Enviar.

 

 

Es 28 de julio. Salí de Frostburg hace cuatro meses, y de Fort Carson hace dos, con una nueva cara y un nuevo nombre. Mientras me duermo, trato de acordarme de las últimas semanas y ponerlas en perspectiva. El sueño llega al alcanzar los doce mil metros de altitud.

Dos horas después me despiertan unas turbulencias. Miro por la ventana: sobrevolamos a gran velocidad una tormenta veraniega, que hace dar saltos al pequeño avión. Uno de los pilotos se gira y alza el pulgar: todo va bien. Si tú lo dices, colega... Después de unos minutos el cielo vuelve a quedar despejado. Hemos dejado la tormenta atrás, y veo a nuestros pies las hermosas aguas del mar Caribe. Según la pantalla de navegación de la mampara de enfrente estamos a punto de pasar por encima de Saint Croix, una de las islas Vírgenes de Estados Unidos.

Cuántas islas bonitas, y qué variadas... En la biblioteca de la cárcel escondí una guía Fodor del Caribe, muy gruesa, con dos docenas de fotos en color, mapas, listas de consejos al turista y una breve historia de cada isla. Soñaba con estar algún día en el Caribe, libre, a solas con Vanessa en un pequeño velero con el que bogaríamos de isla en isla en la más absoluta libertad, sin restricciones. No sé navegar, ni he tenido nunca un barco, pero Malcolm era así. Ahora Max está iniciando una nueva vida a los cuarenta y tres años, y si se quiere comprar un velero, aprender a navegar y pasarse el resto de la vida de playa en playa, ¿quién se lo podrá impedir?

Los motores reducen un poco su potencia y generan una leve sacudida en el avión. Veo que el capitán acciona la palanca para el largo descenso. Al lado de la puerta hay una pequeña nevera en la que encuentro una cerveza. Sobrevolamos a gran distancia Nevis y Saint Kitts, dos islas que también tienen leyes bancarias muy interesantes; por eso en Frostburg, cuando me sobraba tiempo para mi investigación, las tuve en cuenta. También sopesé la posibilidad de las islas Caimán, pero me enteré de que las ha devorado el ladrillo. Las Bahamas están demasiado cerca de Florida, y son un hervidero de agentes estadounidenses. Puerto Rico no ha llegado a figurar en mi lista porque es un estado asociado. En Saint Bart hay embotellamientos, y en las Vírgenes estadounidenses demasiada delincuencia. En Jamaica ahora vive Nathan. Si elegí Antigua como primera base de operaciones fue porque su población actual es de setenta y cinco mil personas, casi todas negras, como yo: ni demasiado poblada, ni desértica. Se trata de una isla montañosa con trescientas sesenta y cinco playas, una para cada día; al menos es lo que dicen los prospectos y las páginas web. La elegí porque sus bancos tienen fama de ser flexibles, y de saber mirar para otro lado. Si por alguna razón no es de mi gusto, no tardaré en cambiar de lugar. Hay tantos que ver...

Impactamos con la pista de aterrizaje y frenamos con un chirrido. El capitán se vuelve y articula:

—Lo siento.

Los pilotos se enorgullecen mucho de aterrizar con suavidad. Debe de estar avergonzado. Como si me importara... Ahora mismo lo único que me interesa es bajar sano y salvo del avión y entrar sin problemas en el país. En la terminal privada hay otros dos aviones. Por suerte acaba de llegar uno grande, y hay al menos diez americanos adultos con pantalones cortos y sandalias que van hacia la terminal para pasar el control. Me entretengo bastante para unirme al grupo con toda naturalidad. Mientras los agentes de inmigración y aduanas se ocupan de los trámites de rigor, me doy cuenta de que no hay escáneres para los pasajeros privados, ni para su equipaje. ¡Qué bien! Me despido de los pilotos, y al salir del pequeño edificio veo que todos los americanos suben a un minibús que les espera. Se pierden de vista. Me quedo en un banco hasta que aparece mi taxi.

La casa está en Willoughby Bay, a veinte minutos del aeropuerto. Voy en el asiento de detrás, recibiendo en la cara el aire caliente y salobre que entra por las ventanillas mientras subimos sinuosamente una montaña y después bajamos despacio por el lado contrario. Al fondo se ven decenas de barquitos atracados en una bahía, sobre un agua azul que presenta un aspecto completamente inmóvil.

Es una vivienda con dos dormitorios. Forma parte de un bloque de casas iguales. Sin estar en primera línea de mar, se oyen romper las olas. La he alquilado con mi nombre actual. Los tres meses de alquiler han corrido a cuenta de Skelter Films, a través de un cheque. Después de pagar al taxista cruzo la verja de Sugar Cove. En la oficina, una mujer muy agradable me entrega la llave y un folleto con los pormenores del complejo. Entro, pongo en marcha los ventiladores y el aire acondicionado y miro las habitaciones. Un cuarto de hora después estoy dentro del mar.

 

 

A las cinco y media exactas, Stanley Mumphrey y dos de sus subordinados se reunieron en torno a un altavoz puesto en el centro de la mesa de una sala de reuniones. Pocos segundos después se oyó la voz de Victor Westlake, que tras una breve ronda de saludos tomó la palabra.

—Bueno, Stan, ¿a usted qué le parece?

—Pues mire, Vic —contestó Stanley, que en las cuatro horas transcurridas desde la recepción del correo electrónico no había pensado en nada más—, yo diría que lo primero es decidir si vamos a confiar otra vez en este tío. ¿No crees? Reconoce que la última vez se equivocó... Pero no admite que ha mentido. Está jugando con nosotros.

—Será difícil volver a confiar en él —dijo Westlake.

—¿Sabe dónde está? —preguntó Mumphrey.

—Acaba de ir de Miami a Antigua en un avión privado. El viernes pasado fue de Roanoke a Jamaica en otro avión privado, y el domingo salió del país como Malcolm Bannister.

—¿Tiene alguna idea de para qué le sirven estos movimientos tan raros?

—Para nada, Stan. No sabemos qué pensar. Ha demostrado una gran habilidad para desaparecer y para mover dinero.

—Bueno, Vic, pues tengo una hipótesis. Suponga que lo de Quinn Rucker fue una mentira. Puede que Rucker forme parte del plan y se prestase a todo para que Bannister pudiera salir de la cárcel. Ahora intentan salvarle. Me huelo una conspiración. Mentiras, asociación delictiva... ¿Y si nos presentamos con una acusación sellada, arrestamos a Bannister y volvemos a meterle en la cárcel para enterarnos de qué sabe sobre el auténtico asesino? Puede que esté más hablador detrás de unos barrotes.

—¿O sea, que le cree? —preguntó Westlake.

—No he dicho eso, Vic, en absoluto, pero, si es verdad lo que pone en el mensaje, y Dusty Shiver tiene una coartada, se nos habrá ido la causa al carajo.

—¿Piensa que deberíamos hablar con Dusty?

—No hará falta. Si tiene las pruebas las veremos muy pronto. Una cosa que no entiendo, una de las muchas, es que se hayan guardado tanto tiempo las pruebas.

—Exacto —dijo Westlake—. Una de las teorías que se nos ocurren es que Bannister necesitaba tiempo para encontrar al asesino; eso si nos creemos lo que dice, claro. Francamente, ahora mismo no sé qué pensar. ¿Y si Bannister sabe la verdad? Nosotros no tenemos nada, ni una prueba tangible. La confesión muy sólida no es. Como Dusty tenga algo irrefutable, acabaremos todos por morder el polvo.

—Pues les imputamos y les exprimimos —dijo Mumphrey—. Mañana convocaré al gran jurado, y en veinticuatro horas tendremos una imputación. ¿Será complicado traernos a Bannister de Antigua?

—Un coñazo. Habrá que extraditarle. Podría tardar meses, con el riesgo añadido de que vuelva a desaparecer. El tío es listo. Espere a que hable con el jefe antes de convocar al gran jurado.

—Vale, pero el hecho de que Bannister pida la inmunidad parece señal de que ha cometido algún delito y quiere pactar, ¿no le parece?

Westlake guardó un segundo de silencio.

—Los inocentes no suelen pedir la inmunidad —dijo—. Puede pasar, pero es muy raro. ¿A usted qué delito se le ocurre?

—No tengo nada claro, pero ya lo encontraremos. Lo primero que se me viene a la cabeza es la extorsión. Seguro que podríamos forzar un poco la ley RICO para que encajase. Asociación delictiva para obstaculizar el proceso judicial. Falsedad ante el tribunal y el FBI. Ahora que lo pienso, cuanto más hablamos más se alarga la lista de acusaciones. Me estoy cabreando, Vic. Bannister y Rucker eran colegas en Frostburg, y todo este plan se lo montaron juntos. Rucker se fugó en diciembre. Al juez Fawcett le mataron en febrero, y ahora parece que Bannister nos endilgó un montón de chorradas sobre Rucker y su móvil. No sé usted, Vic, pero empiezo a tener la sensación de que me han tomado el pelo.

—No nos exaltemos. Lo primero es averiguar si Bannister dice la verdad.

—Vale, ¿y eso cómo se hace?

—Vamos a esperar a ver qué tiene Dusty. Mientras tanto hablaré con mi jefe, y mañana nos decimos algo.

—Venga.