Mis dotes narrativas les tienen cautivados. Me acribillan durante una hora con sus preguntas. Respondo laboriosamente, y me irrito al empezar a repetirme. Si a un grupo de abogados les explicas todos los detalles de un misterio que les ha tenido en vela, no podrán evitarlo: te harán la misma pregunta de cinco maneras distintas.
—Ya está —dice Victor Westlake, mejorando un poco el bajo concepto en que le tengo—. Fin de la reunión. Me voy al bar.
Le propongo tomar algo a solas. Volvemos a la misma mesa de al lado de la piscina, pedimos cervezas y cuando nos las sirven nos las bebemos a trago limpio.
—¿Algo más? —pregunta él.
—Sí, ahora que lo dice sí que hay algo. Casi tan importante como el asesinato de un juez federal.
—¿Aún no tiene bastante, por hoy?
—¡Claro que sí! Pero todavía me queda un cartucho.
—Soy todo oídos.
Bebo otro trago, y lo saboreo.
—Si no me equivoco con la cronología, el juez Fawcett aceptó y escondió oro puro en pleno juicio del uranio. El demandante era Armanna Mines, un consorcio de empresas con intereses en el mundo entero, aunque el socio mayoritario es una compañía canadiense con sede en Calgary, dueña de dos de las cinco mayores minas de oro de Norteamérica. Solo los depósitos de uranio de Virginia ya se estiman en veinte mil millones de dólares, aunque nadie lo sabe con exactitud. Si un juez federal corrupto quiere unos cuantos lingotes a cambio de veinte mil millones de beneficios, ¿por qué no hacerlo? La compañía permitió que a Fawcett le tocara el gordo, y él les concedió todo lo que quisieran.
—¿Cuánto oro? —pregunta Westlake en voz baja, como si no quisiera que lo oyese su propio micrófono.
—Nunca lo sabremos, pero sospecho que Fawcett recibió unos diez millones de dólares en oro puro. Lo vendía en muchos sitios. Ustedes tienen a su informador de Nueva York, pero nunca descubriremos si fue a otras partes y comerció en el mercado negro. Tampoco llegaremos a saber cuánto dinero en metálico había dentro de la caja fuerte cuando la abrió Nathan.
—Nos lo podría decir él.
—Sí, es verdad, pero yo no confiaría mucho. De todos modos, el total no es importante. Es mucho dinero, u oro, y en el traslado desde Armanna Mines a los dominios del honorable Raymond Fawcett tuvo que haber alguien que hiciera de correo; alguien que mediara en el acuerdo y realizase las entregas.
—¿Uno de los abogados?
—Probablemente. Seguro que Armanna tenía una docena.
—¿Alguna pista?
—No, ninguna, pero estoy convencido de que las dimensiones del delito son enormes, y sus repercusiones de mucha gravedad. En octubre lo dirimirá el Tribunal Supremo, y teniendo en cuenta las simpatías empresariales de la mayoría de sus miembros, lo más probable es que se mantenga el regalo de Fawcett a los dueños de las minas. Sería una pena, ¿no, Vic? Un dictamen corrupto convertido en ley. Un gigante de la minería que se salta la prohibición a base de sobornos y recibe carta blanca para destrozar el medio ambiente en el sur de Virginia.
—¿Y a usted por qué le preocupa, si no va a volver? Lo ha dicho antes.
—Mis sentimientos no tienen importancia. A quien debería preocuparle es al FBI. Si ponen en marcha una investigación, puede ser que el proceso descarrile.
—Vaya, que ahora le dice al FBI cómo tiene que hacer su trabajo.
—En absoluto, pero tampoco espere que me quede callado. ¿Le suena de algo un periodista de investigación que se llama Carson Bell?
Aparta la vista, caído de hombros.
—Es de The New York Times. Cubrió el juicio del uranio, y ha seguido los recursos. Imagínese lo bien que haría yo de fuente anónima.
—No lo haga, Max.
—No puede impedírmelo. Si no lo investigan, seguro que a Bell le encantaría. ¡Qué portada! Encubrimiento por el FBI.
—No lo haga, por favor. Denos un poco de tiempo.
—Tienen treinta días. Si en ese tiempo no oigo nada sobre ninguna investigación invitaré al señor Bell a una semana en mi pequeña isla. —Me acabo el vaso, lo hago chocar con la mesa y me levanto—. Gracias por la cerveza.
—Lo único que hace es vengarse, ¿verdad, Max? Un último disparo contra el gobierno.
—¿Y quién ha dicho que sea el último? —digo por encima del hombro.
Salgo del hotel y recorro a pie el largo camino de acceso. Al final aparece Vanessa con el escarabajo, y nos vamos a toda velocidad. Diez minutos más tarde aparcamos junto a la terminal de aviación privada, sacamos nuestro equipaje, que no pesa mucho, y entramos en busca de los de Maritime Aviation. Nos controlan los pasaportes y vamos hacia el mismo Learjet 35 que me trajo a Antigua hace una semana.
—Vámonos de aquí —le digo al capitán en el momento de subir a bordo.
Dos horas y media después aterrizamos en el Aeropuerto Internacional de Miami, justo cuando se esconde el sol detrás del horizonte. El Lear circula hasta un control de aduanas para reingresos. Después esperamos media hora dentro de un taxi. Al llegar a la terminal de vuelos regulares, Vanessa compra un billete de ida a Richmond, con escala en Atlanta. Nos despedimos con un abrazo y un beso. Yo le deseo buena suerte, y ella a mí también. Alquilo un coche y busco un motel.
A las nueve de la mañana, cuando abren las puertas del Palmetto Trust, me encuentran esperando. Mi bolsa tiene ruedas. La arrastro hasta la cámara, y en cuestión de minutos la lleno con cincuenta mil dólares en efectivo y tres cajas de puros Lavo que contienen ochenta y un lingotes de oro en miniatura. Al salir no le comento a la encargada de la cámara que ya no volveré. Dentro de un año caducará el alquiler de la caja fuerte. Entonces el banco se limitará a sustituir la cerradura y alquilarla a otra persona. Lidiando con el tráfico matinal, acabo por llegar a la interestatal 95 en dirección al norte, con prisas, pero haciendo lo posible para evitar que me paren. Jacksonville está a seis horas de camino. Tengo el depósito lleno, y no pienso hacer ningún descanso.
Al norte de Fort Lauderdale recibo una llamada de Vanessa, con la grata noticia de que su misión está cumplida. Ha recuperado el oro oculto en su piso, ha vaciado las tres cajas fuertes de los bancos de Richmond y ya está de camino a Washington con el maletero lleno de oro.
Cerca de Palm Beach me pilla un atasco por obras, estropeando mis planes para la tarde. Cuando llegue a las playas de Jacksonville ya habrán cerrado los bancos. No tengo más remedio que ir más despacio, con el resto del tráfico. Llego a Neptune Beach después de las seis, y en recuerdo de los viejos tiempos me alojo en un motel donde ya había estado. Aceptan pago en metálico. Aparco cerca de mi habitación, que está en la planta baja. A las diez me despierta Vanessa. Está a salvo en casa de Dee Ray, cerca de Union Station. También está Quinn. Todos disfrutan con el reencuentro. Para esta fase de la operación Dee Ray ha roto con su novia, que vivía con él, y la ha echado de su casa. No le parece de fiar. No es de la familia. Tampoco se trata ni mucho menos de la primera chica de quien se desentiende. Por mi parte les pido que reserven el champán veinticuatro horas más.
Todos (Vanessa, Dee Ray y yo) manifestamos nuestras dudas sobre la idea de incluir en el complot a la mujer de Quinn, de quien está separado. Lo más probable parece que se divorcien. Tal como están las cosas, es mejor que ella no sepa nada.
Me encuentro otra vez matando unos minutos en el aparcamiento de un banco, el First Coast Trust. A las nueve en punto, cuando se abren las puertas, entro con toda la tranquilidad que puedo, haciendo rodar una bolsa vacía, y tonteo con las empleadas. Un día como todos los demás bajo el sol de Florida. Al quedarme solo en un reservado de la cámara acorazada saco dos cajas de puros Lavo y las introduzco suavemente en la bolsa. Minutos más tarde vuelvo a estar en el coche, para ir unas manzanas más allá, a una sucursal de Jacksonville Savings. Después de vaciar la correspondiente caja fuerte hago la última parada en una sede de Wells Fargo en Atlantic Beach. A las diez vuelvo a estar en la interestatal 95, yendo hacia Washington con doscientos sesenta y un lingotes de oro en el maletero. Solo han desaparecido los cinco que le vendí a Hassan para tener liquidez.
Llego al centro de Washington casi de noche y voy por la calle Uno, dando un pequeño rodeo. Al pasar junto a la sede del Tribunal Supremo me pregunto cuál será el desenlace del trascendental proceso «Armanna Mines contra la mancomunidad de Virginia». Uno de los abogados implicados en la causa, o dos, o tres, profanó hace un tiempo las salas de un juez federal con un sucio soborno. Ahora el fruto de esa maniobra está en el maletero de mi coche. Vaya viaje. Casi tengo la tentación de aparcar en la acera, sacar un lingote en miniatura y tirarlo por uno de los ventanales.
Al final se impone la prudencia. Rodeo Union Station, sigo el GPS hasta la calle Uno y después llego a la esquina de la Cinco. Cuando aparco frente al edificio, el señor Quinn Rucker ya salta escaleras abajo con la mayor sonrisa que he visto en toda mi vida. Nuestro abrazo es largo y emotivo.
—¿Por qué has tardado tanto? —pregunta.
—He venido lo antes posible —contesto.
—Sabía que vendrías, hermano. Nunca he dudado de ti.
—Pues dudas las ha habido, y muchas.
Estamos los dos estupefactos por haberlo conseguido. En este momento nos abruma el éxito. Volvemos a abrazarnos, y admiramos mutuamente nuestra delgadez. Le comento que ya tengo ganas de volver a comer. Él dice que está cansado de hacerse el loco.
—Seguro que te sale sin fingir —digo.
Me coge por los hombros y se queda mirando mi nueva cara.
—Ahora casi estás guapo —dice.
—Ya te daré el nombre del médico. No te iría mal una pequeña intervención.
Nunca he tenido un amigo más íntimo que Quinn Rucker. Las horas que pasamos en Frostburg urdiendo nuestro plan parecen un sueño muy remoto. Entonces apostábamos por él porque no había ninguna otra esperanza, pero en el fondo jamás creímos en serio que pudiera salir bien. Subimos tomados del brazo y entramos en el edificio. Le doy a Vanessa un abrazo y un beso, y me vuelvo a presentar a Dee Ray. Hace unos años tuvimos un encuentro fugaz en la sala de visitas de Frostburg, cuando vino a ver a su hermano, pero no estoy seguro de que me reconociese por la calle. Da lo mismo. Ahora somos de la misma sangre, y nos unen lazos consolidados por la confianza y el oro.
La primera botella de champán la repartimos en cuatro copas de flauta Waterford (Dee Ray tiene gustos caros), que nos pulimos de un solo trago. Dee Ray y Quinn se meten sendas pistolas en el bolsillo antes de ayudarme a descargar el coche a toda prisa. La fiesta que viene después parecería inverosímil hasta en una película de fantasía.
Mientras corre el champán amontonamos los lingotes de oro en el centro del cuarto de la tele, formando pilas de diez, y nos sentamos en cojines alrededor del tesoro. Es imposible no quedarse pasmado. Nadie intenta aguantarse la risa. Al ser el abogado, y el líder no oficial, doy inicio a la parte práctica de la reunión con un sencillo cálculo: tenemos delante quinientos veinticuatro lingotes pequeños; cinco se vendieron a un comerciante sirio de oro en Miami, y hay otros cuarenta y uno a buen recaudo en un banco de Antigua. El total que le cogimos a nuestro querido amigo Nathan es de quinientos setenta, es decir, unos ocho millones y medio de dólares. Según lo acordado, Dee Ray se quedará cincuenta y siete relucientes lingotitos. Se ha ganado el 10 por ciento aportando el dinero en metálico con el que pillaron a Quinn, pagando los honorarios de Dusty y suministrando los cuatro kilos de cocaína de Nathan, así como la pistola y el hidrato de cloral que usé para dejarle tieso. Fue Dee Ray quien recogió a Quinn después de la fuga de Frostburg, y quien vigiló la salida de Nathan de la cárcel para que supiéramos exactamente cuándo poner en marcha el proyecto. También pagó la fianza de veinte mil dólares del centro de rehabilitación próximo a Roanoke para el falso problema de Quinn con la coca.
Es Dee Ray quien se ocupa del yate. Mientras se emborracha, nos da una lista de gastos por conceptos, incluido el barco, y redondea el total en trescientos mil dólares. Como partimos de la premisa de que cada onza vale mil quinientos dólares, aprobamos por unanimidad darle otros veinte lingotes. Nadie tiene ganas de ponerse quisquilloso. Además, con semejante fortuna ante los ojos es fácil ser magnánimo.
En algún momento del futuro incierto se dividirán en partes iguales los cuatrocientos ochenta y ocho lingotes restantes entre Quinn, Vanessa y yo. Ahora no tiene importancia. Lo urgente es sacarlo del país. Tardaremos mucho en convertir lentamente el oro en dinero, pero tiempo habrá de pensarlo. Por ahora nos conformamos con pasar las horas bebiendo, riendo y turnándonos para contar nuestra versión de los hechos. Cuando Vanessa explica el momento en que se desnudó en casa de Nathan y salió a recibir a sus amigos en la puerta, nos reímos tanto que nos duele. Cuando Quinn evoca la reunión con Stanley Mumphrey en la que le soltó a bocajarro que sabía que Max Baldwin se había salido del programa de protección de testigos y ya no estaba en Florida, imita los ojos como platos que puso el fiscal al recibir una noticia tan inesperada. Cuando describo mi segundo encuentro con Hassan, y la experiencia de tener que contar, en un bar lleno de gente, diez fajos de billetes que sumaban sesenta y un mil dólares, se creen que es mentira.
Las anécdotas se extienden hasta las tres de la madrugada, hora en que estamos demasiado borrachos para seguir. Dee Ray tapa el oro con una manta, y yo me ofrezco voluntario para dormir en el sofá.