6

 

 

A los tres días de mi primera entrevista con Wade, el director, me convocan de nuevo a su despacho. Entro y me lo encuentro solo, hablando por teléfono de algo importante. Espero en la puerta, incómodo. Tras zanjar la conversación con un «no hay más que hablar» muy descortés, él se levanta.

—Ven conmigo —dice.

Entramos por una puerta lateral en una sala de reuniones pintada con el típico verde claro de los edificios gubernamentales, y amueblada con tantas sillas de metal que nunca podrán usarse todas.

El año pasado se supo por una auditoría que la Dirección de Prisiones había comprado «para usos administrativos» cuatro mil sillas a ochocientos dólares cada una. El mismo modelo lo vendía el fabricante al por mayor por 79,1 dólares. A mí ya no debería importarme, pero trabajar por treinta centavos la hora da otra perspectiva sobre cómo gestionar el dinero.

—Siéntate —ordena Wade.

Me instalo en una de las sillas, que encima de caras son feas. Él elige una al otro lado de la mesa, porque entre nosotros dos siempre tiene que haber una barrera. Miro a mi alrededor y cuento veintidós sillas. Bueno, dejemos el tema.

—El otro día, después de que te fueras, llamé a Washington —informa con solemnidad, como si se comunicase cada cierto tiempo con la Casa Blanca—. Los del FBI me aconsejaron seguir mi propio criterio. Después de darle vueltas durante unas horas, me puse en contacto con los de Roanoke. Han enviado a dos agentes. Están abajo, en el vestíbulo.

A pesar de mi entusiasmo, sigo con cara de póquer.

Wade me señala con un dedo.

—Te lo advierto, Bannister —dice con mirada amenazante—. Como resulte una engañifa, y quede en mal lugar, me esforzaré por amargarte la vida.

—No es ningún engaño, señor director, se lo juro.

—No sé por qué te creo.

—No se arrepentirá.

Se saca del bolsillo sus gafas de lectura, las apoya en la parte central de su nariz y mira un papelito.

—He hablado con el subdirector, Victor Westlake, que es quien lleva la investigación, y ha enviado a dos de sus hombres para hablar contigo: los agentes Hanski y Erardi. No les he dicho tu nombre, o sea, que no saben nada.

—Gracias, señor director.

—Espérate aquí.

Da una suave palmada en la mesa, se levanta y sale. Mientras aguardo, atento a si se acercan pasos, siento un fuerte dolor en la barriga. Como no me salga bien, me quedo aquí otros cinco años y todo el tiempo que puedan añadir.

 

 

El de más rango es Chris Hanski, un agente especial de mi edad y con el pelo canoso. Alan Erardi, más joven, es su ayudante. En un artículo ponía que en estos momentos investigan lo de Fawcett cuarenta agentes del FBI. Supongo que estos dos estarán en la parte baja del escalafón. La primera entrevista será importante, como todas, pero es obvio que han mandado a dos soldados rasos para echarme un vistazo.

El director no está en la sala. Me imagino que habrá vuelto a su despacho, y que tendrá el oído pegado a la puerta.

Al principio no usan ni bolígrafos ni libretas, clara señal de que han venido a divertirse un poco. Nada serio. Supongo que no son bastante listos para darse cuenta de que me he pasado muchas horas sentado con agentes del FBI.

—Así que quieres pactar —suelta Hanski.

—Sé quién ha matado al juez Fawcett, y por qué. Si el FBI da algún valor al dato... pues supongo que sí, que podríamos pactar.

—Das por sentado que aún no lo sabemos —dice Hanski.

—Estoy seguro. Si no, ¿por qué están aquí?

—Nos han pedido que viniéramos porque estamos siguiendo cualquier pista, pero dudamos mucho de que esto lleve a alguna parte.

—Prueben.

Se miran con chulería. A pasar un buen rato.

—O sea, que tú nos das un nombre. ¿Y a cambio qué recibes?

—Salir de la cárcel, con protección.

—¿Así de fácil?

—No, qué va, es muy complicado. La persona en cuestión es un mal bicho, con amigos aún más malos. Además, no estoy dispuesto a esperar dos años más hasta que le condenen. Si les digo el nombre salgo inmediatamente.

—¿Y si no le condenan?

—Eso es problema de ustedes. Si la cagan en el juicio no podrán echarme a mí la culpa.

Es el momento en el que Erardi saca su libreta, destapa un boli barato y apunta algo. Ya están atentos. Aún se esfuerzan demasiado en aparentar desinterés, pero están expuestos a una gran presión. A falta de pistas creíbles, su pequeño comando marea la perdiz, o al menos eso dice la prensa. Hanski sigue hablando.

—¿Y si nos das un nombre equivocado? Supón que no acertamos con el sospechoso y que tú, mientras tanto, ya estás en libertad.

—En libertad no estaré nunca.

—Pues fuera de la cárcel.

—Y mirando de reojo el resto de mi vida.

—Nunca hemos perdido a ningún informador en régimen de protección, y son más de ocho mil.

—Bueno, eso solo es propaganda. Francamente, no me importa demasiado su historial ni qué les pueda haber pasado a los demás. Lo que me preocupa es mi propio pellejo.

Durante una pausa, Erardi deja de escribir y se decide a hablar.

—Suena a algún tipo de mafioso, un traficante de drogas, por ejemplo. ¿Qué más puedes decirnos?

—Nada. En realidad no les he dicho nada. Ustedes hagan todas las conjeturas que quieran.

Hanski sonríe. A saber dónde estará la gracia.

—Dudo que a nuestro jefe le impresione mucho tu plan para salir de la cárcel. Hoy ya se han puesto en contacto con nosotros al menos dos reclusos que aseguran tener información valiosa. También quieren salir de la cárcel, claro. No es nada fuera de lo común.

No puedo saber si me engaña, pero parece creíble. Ya se me ha disuelto el nudo en el estómago. Me encojo de hombros y les obsequio con una sonrisa, instándome a no perder la calma.

—Enfóquenlo como prefieran. Aquí mandan ustedes, obviamente. Si quieren seguir dándose de cabezazos contra la pared, y perdiendo el tiempo con otros presos, adelante. Cuando quieran saber el nombre de la persona que mató al juez Fawcett, recuerden que puedo dárselos.

—¿Le conoces de la cárcel? —pregunta Erardi.

—O de fuera. Solo lo diré cuando hayamos pactado.

Nos observamos durante una larga pausa. Al final Erardi cierra su libreta y guarda el boli en el bolsillo.

—Vale —concluye Hanski—, pues ya se lo comunicaremos a nuestro jefe.

—Ya saben dónde encontrarme.

 

 

Varias veces por semana quedo con mis amigos blancos en la pista de atletismo y damos largas vueltas alrededor de un campo que se usa para los partidos de fútbol. Carl, el optometrista, saldrá dentro de pocos meses. A Kermit, el especulador inmobiliario, le quedan dos años. Wesley, el senador del estado, debería salir más o menos en las mismas fechas que yo. El único que aún tiene presentado un recurso es Mark, que lleva aquí dieciocho meses y dice que su abogado es optimista, aunque no tiene reparos en reconocer que falsificó algunos documentos hipotecarios.

No hablamos demasiado de nuestros delitos. En la cárcel no es costumbre. No importa quién fueras ni qué hicieras. Además, duele tanto que es mejor no comentar nada.

La mujer de Wesley acaba de pedir el divorcio. Él se lo ha tomado mal. Al haber pasado por lo mismo, Kermit y yo le damos consejos e intentamos animarle. Me encantaría contarles la visita del FBI, pero hay que mantenerla en secreto. Si funciona mi plan, un día de estos saldrán a pasear y ya no estaré con ellos; me habrán trasladado de la noche a la mañana, por motivos que nunca sabrán.