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El cuartel general provisional del FBI para el operativo Fawcett era un almacén de un polígono industrial cercano al Aeropuerto Regional de Roanoke. Su último inquilino había sido una empresa que importaba langostinos de Centroamérica y los congelaba durante años, así que lo bautizaron casi enseguida como «la Nevera». Ofrecía mucho espacio, aislamiento y privacidad respecto a la prensa. Los carpinteros se dieron mucha prisa en levantar paredes y dividirlo todo en salas, despachos, pasillos y espacios de reunión. Varios técnicos de Washington trabajaron las veinticuatro horas del día para instalar lo último en tecnología de comunicación, datos y seguridad. El ir y venir de camiones llenos de muebles y accesorios de alquiler fue constante hasta que el CM —el centro de mando— quedó repleto de más sillas y mesas de las que pudieran llegar a utilizarse. El aparcamiento estaba ocupado por toda una flota de todoterrenos de alquiler. Se contrató un servicio de catering para las tres comidas al día del equipo, cuyos integrantes ascendieron rápidamente hasta casi setenta (unos cuarenta agentes más el personal de apoyo). No había presupuesto, ni se reparaba en gastos. A fin de cuentas la víctima era un juez federal.

Se firmó un arrendamiento por seis meses, pero después de tres semanas sin haber avanzado casi nada la sensación imperante entre los federales era que podían tardar más. Aparte de una breve lista de sospechosos elegidos al azar, conocidos todos por su propensión a la violencia y por haber comparecido ante Fawcett en los últimos dieciocho años, no había pistas merecedoras de ese nombre. En 2002, un tal Stacks había amenazado al juez en una carta escrita desde la cárcel. Le encontraron trabajando en una tienda de bebidas alcohólicas de Panama City Beach, Florida, y no solo tenía una coartada para el fin de semana del asesinato del juez y la señorita, sino que llevaba al menos cinco años sin pisar Virginia. En 1999, al ser condenado a veinte años de cárcel, un narcotraficante de apellido Ruiz había insultado a Su Señoría en español. Seguía en un centro de reclusos de seguridad media, pero solo después de unos días de hurgar en su pasado el FBI llegó a la conclusión de que todos los miembros de su antigua banda de traficantes de coca estaban muertos o encarcelados.

Uno de los equipos se dedicó a cribar metódicamente todas las causas instruidas por Fawcett durante sus dieciocho años como juez; un hombre, por otra parte, de lo más hacendoso, con trescientos litigios anuales, entre civiles y penales, cuando la media de los jueces federales es de doscientos veinticinco. Fawcett había condenado a prisión a más de tres mil hombres y mujeres. Partiendo de la premisa (dudosa, según reconocían ellos mismos) de que entre esas personas se hallaba el asesino, un equipo dedicó cientos de horas a añadir, y sucesivamente descartar, nuevos nombres a la lista de sospechosos. Otro grupo estudió los casos que seguían pendientes de dictamen al ser asesinado el juez. Otros agentes, en fin, consagraron todo su tiempo al litigio de Armanna Mines, prestando especial atención a un par de ecologistas radicales un poco zumbados y con poca simpatía por Fawcett.

La Nevera fue un hormiguero de tensiones desde el momento de su creación. Todo eran reuniones urgentes, nervios de punta, una sucesión de pistas falsas, profesionales que pendían de un hilo y órdenes que venían de Washington. La prensa llamaba a todas horas. Los blogueros alimentaban el frenesí a base de rumores creativos y abiertamente falsos.

Todo ello hasta la aparición de un preso, Malcolm Bannister.

 

 

El director del operativo era Victor Westlake, un agente con una carrera de treinta y un años que gozaba de un despacho precioso y con muy buenas vistas en el edificio Hoover de Pennsylvania Avenue, en Washington, pero que ahora llevaba casi tres semanas en un cubil de la parte central del CM, recién pintado pero sin ventanas. No era su primer trabajo de campo, en absoluto; tenía a sus espaldas años de prestigio como organizador de primera, experto en acudir al lugar del crimen con gran celeridad, formar a las tropas, dar mil detalles, planear el ataque y resolver el delito. Una vez había estado todo un año en un motel de los alrededores de Buffalo para seguir a un genio que disfrutaba enviando paquetes bomba a los inspectores federales del sector cárnico; y aunque al final resultara ser la persona equivocada, Westlake no cayó en el error de arrestar a su presa. Dos años después sí le echó el guante al de las bombas.

Al entrar en el despacho de Westlake, los agentes Hanski y Erardi le encontraron de pie al otro lado de la mesa, como siempre. En vista de que su jefe no estaba sentado, tampoco ellos tomaron asiento. Según Westlake, permanecer en una silla durante horas era malo e incluso letal para la salud.

—Venga, que os escucho —les espetó, haciendo chasquear los dedos.

—Se llama Malcolm Bannister —contestó Hanski—. Negro, cuarenta y tres años, diez por infracción de la ley RICO* en un tribunal federal de Washington, ex abogado en Winchester, Virginia. Dice que nos puede dar el nombre del asesino, y también el móvil, pero, claro, quiere salir de la cárcel.

—Enseguida —añadió Erardi—, pero con protección.

—Qué sorpresa, uno con ganas de que lo dejen en libertad. ¿Es creíble?

Hanski se encogió de hombros.

—Dentro de lo que son los presos, supongo que sí. Según el director de la cárcel no es de los troleros. Asegura que tiene un expediente como los chorros del oro, y nos aconseja escucharle.

—¿A vosotros qué os ha dicho?

—Nada de nada. Es bastante listo. Hasta es posible que sepa algo, en cuyo caso podría ser su única oportunidad de salir.

Westlake empezó a pasearse detrás de su escritorio, pisando el suelo de cemento liso hasta llegar a una pared con serrín en la base. Después volvió a la mesa.

—¿Qué tipo de abogado es? ¿Penal? ¿De narcos?

—Un generalista de pueblo —contestó Hanski—, con un poco de experiencia en derecho penal, pero no muchos juicios. Ex marine.

A Westlake, que también lo era, le gustó.

—¿Expediente militar?

—Cuatro años, licenciado con honores. Combatió en la primera guerra del Golfo. Su padre estuvo en la Marina y en la policía estatal de Virginia.

—¿Por qué está en prisión?

—No se lo va a creer: por Barry el Sobornos.

Westlake frunció el ceño y sonrió a la vez.

—Venga ya.

—En serio. Le llevaba a Barry algunos negocios de terrenos y se vio envuelto en aquel berenjenal. Supongo que se acuerda de que el jurado les condenó por la ley RICO y por conspiración. Creo que juzgaron a ocho al mismo tiempo. Bannister era un boquerón en una red de pesca mayor.

—¿Alguna relación con Fawcett?

—De momento no. Solo hace tres horas que sabemos su nombre.

—¿Y tenéis algún plan?

—Más o menos —dijo Hanski—. Suponiendo que Bannister conozca al asesino, no es muy aventurado pensar que coincidieron en la cárcel. Parece difícil que fuera en las tranquilas calles de Winchester. Es mucho más probable que sus caminos se cruzasen cuando estaban entre rejas. Bannister lleva cinco años, y los primeros veintidós meses los pasó en Louisville, Kentucky, un centro de seguridad media con dos mil reclusos. Desde entonces ha estado en Frostburg, un centro de seiscientos.

—Son muchos, y además van y vienen —señaló Westlake.

—Claro, por eso hay que empezar por lo más lógico. Hay que buscar su expediente de recluso y los nombres de sus compañeros de celda, y puede que de pabellón. Iremos a los dos centros y hablaremos con los directores, los encargados de unidad, los AC y cualquier persona que pueda saber algo de Bannister y sus amigos. Primero buscaremos nombres, y después averiguaremos cuántos se han cruzado con Fawcett.

—Dice que el asesino tiene amigos peligrosos —añadió Erardi—. Por eso quiere protección. A mí me suena a algún tipo de mafia. Cuando empecemos con la lista de nombres nos centraremos en los que tengan conexiones mafiosas.

Una pausa.

—¿Ya está? —preguntó Westlake, no muy convencido.

—De momento no podemos hacer nada mejor.

Hizo chocar los talones, arqueó la espalda, se puso las manos en la nuca y respiró profundamente. Se desperezó, respiró, se estiró de nuevo...

—Vale —dijo—, buscad los expedientes penitenciarios y manos a la obra. ¿A cuánta gente necesitaréis?

—¿Le sobran dos?

—No, pero podéis disponer de ellos. Vamos, en marcha.

 

 

Barry el Sobornos. El cliente a quien solo conocí una mañana gris cuando nos llevaron a un juzgado federal y nos leyeron todas las acusaciones en voz alta.

En un bufete de barrio, de los del montón, se aprende lo más básico de muchos trámites jurídicos del día a día, pero es difícil especializarse. Siempre procuré evitar los divorcios y las quiebras. Lo inmobiliario no acababa de gustarme, pero a menudo tenía que aceptar cualquier cosa que entrase por la puerta para sobrevivir. Curiosamente, la causa de mi caída fue de tipo inmobiliario.

El tema me lo remitió un compañero de la facultad de Derecho que trabajaba en Washington, en un bufete no muy grande. Uno de los clientes del despacho quería comprarse una cabaña de caza en el condado de Shenandoah, en las estribaciones de los montes Allegheny, aproximadamente a una hora de Winchester, hacia el sudoeste. Quería la máxima discreción posible y exigía quedar en el anonimato, cosa que de por sí ya debería haberme puesto sobre aviso. El precio de compra eran cuatro millones de dólares. Regateando un poco negocié los honorarios de Copeland, Reed & Bannister en cien mil redondos para toda la tramitación. Era una cifra nunca vista, ni por mí ni por mis socios. Al principio estábamos entusiasmados. Aparqué todos los otros temas para investigar el catastro del condado de Shenandoah.

La cabaña tenía unos veinte años. La habían construido unos médicos aficionados a la caza del urogallo, que acabaron discutiendo, como suele ocurrir: una pelea de las gordas, con abogados y demandas de por medio, y hasta un par de quiebras. Aun así lo tuve resuelto en dos semanas. No tendría problemas en dar luz verde para la escritura a mi cliente, que por cierto seguía en el anonimato. Estipulamos una fecha para la firma y preparé los contratos y las escrituras necesarios. Era mucho papeleo, pero también tenía unos honorarios suculentos.

La firma se retrasó un mes. Siguiendo una práctica común, le pedí a mi compañero de facultad cincuenta mil dólares, la mitad de los emolumentos. A esas alturas llevaba cien horas invertidas en el tema y quería cobrar. Él me llamó para decirme que el cliente no estaba de acuerdo. Bueno, pensé, no pasa nada: lo típico en las escrituras es que solo se pague al abogado al final. Informado de que el cliente, una empresa, había cambiado de nombre, volví a redactar los documentos y esperé. La firma sufrió un nuevo retraso, y los vendedores empezaron a amagar con retractarse.

Durante todo ese tiempo me sonaba de algo el nombre de Barry Rafko, un politicastro de la capital más conocido como Barry el Sobornos. Rafko tenía cincuenta años y llevaba prácticamente toda su vida adulta rondando por Washington en busca de maneras de ganar dinero tumbado a la bartola. Había sido asesor, estratega, analista, recaudador de fondos y portavoz. También había participado a bajo nivel en algunas campañas al Congreso y al Senado, tanto para los demócratas como para los republicanos. Le daba lo mismo. Mientras le pagasen, podía enfocar sus estrategias y análisis en cualquiera de ambos bandos. Su verdadera ascensión empezó el día en que abrió un bar cerca del Capitolio con un socio. Para hacer de camareras contrató a unas cuantas putas jóvenes con minifalda, y el local se convirtió casi de la noche a la mañana en uno de los mercados de carne favoritos de las hordas de burócratas que pululan por la zona. Lo descubrieron congresistas de tres al cuarto y funcionarios de mediana graduación, y a partir de ese momento Barry estuvo en el mapa. Con los bolsillos llenos de dinero, su siguiente negocio fue un asador de gama alta a dos manzanas del bar. Con muy buena carne y muy buenos vinos a precios razonables para un grupo de cabilderos, en poco tiempo Barry consiguió una clientela fija de senadores, que tenían reservadas las mejores mesas. Gran amante del deporte, compraba grandes fajos de entradas (de los Redskins, los Capitals, los Wizards y los Georgetown Hoyas) y se las regalaba a sus amigos. Para entonces ya había fundado su propia empresa de «relaciones con el gobierno», que crecía a pasos agigantados. Después de una pelea con su socio le compró su participación. Solo, rico y con grandes ambiciones, apuntó a lo más alto de su profesión. Sin consideraciones éticas que le frenasen, se convirtió en uno de los mediadores más agresivos de todo Washington. Si un cliente rico quería un nuevo resquicio para no pagar impuestos, Barry contrataba a alguien que lo redactase, lo incorporase al código fiscal, obtuviera el apoyo de sus amistades y lo disimulase con toda la maestría del mundo. Si un cliente rico quería ampliar una fábrica en su lugar de origen, Barry podía concertar un acuerdo según el cual un congresista se ocupaba de la provisión y el envío de fondos y se embolsaba un suculento cheque para su campaña a la reelección. Y todos tan contentos.

Los primeros problemas con la ley los tuvo al ser acusado de sobornar a uno de los principales asesores de cierto senador; y aunque la acusación no llegara a cuajar, sí lo hizo el apodo: Barry el Sobornos.

Al actuar en el lado más ruin de un mundo que de sórdido tenía mucho, Barry era consciente del poder del dinero, y el del sexo. Su yate en el Potomac adquirió triste fama como nido de amor, escenario de fiestas sonadas y salvajes llenas de mujeres jóvenes. Barry se llevaba a miembros del Congreso a un campo de golf de su propiedad en Carolina del Sur, donde pasaban largos fines de semana, casi siempre en ausencia de sus cónyuges.

Pero cuanto más poder acumulaba Barry, más riesgos estaba dispuesto a correr. Sus viejas amistades se apartaron de él por miedo a unos problemas que parecían inevitables. Su nombre apareció en una investigación sobre ética de la Cámara de Representantes. The Washington Post siguió la pista, y Barry Rafko empezó a recibir a manos llenas la atención que siempre había anhelado.

Yo no sabía —ni tenía manera de saberlo, la verdad sea dicha— que la cabaña de caza figurase entre sus proyectos.

Hubo otro cambio de nombre de la empresa, y un nuevo trámite con la documentación. También la firma se volvió a retrasar, hasta que llegó una nueva propuesta: mi cliente quería alquilar la cabaña por un año al precio mensual de doscientos mil dólares, con opción a compra. Tras una semana de intenso toma y daca, alcanzamos un acuerdo. Yo volví a redactar los contratos e insistí en que mi bufete percibiese la mitad de nuestros honorarios. Así se hizo, no sin alivio por parte de los señores Copeland y Reed.

Cuando al fin se firmaron los contratos, mi cliente era una empresa con sede en un paraíso fiscal, la pequeña isla de Saint Kitts, y yo seguía sin tener idea de quién se encontraba detrás de ella. Los acuerdos los firmó en el Caribe un representante de la empresa a quien no llegamos a ver, y en menos de un día los tuve en mi despacho. Según lo pactado, mi cliente depositaría en la cuenta bancaria del bufete una cantidad algo superior a cuatrocientos cincuenta mil dólares, suficiente para los primeros dos meses de alquiler, así como los honorarios que nos quedaban por cobrar y algunos gastos de índole diversa. A su vez, yo extendería un cheque por doscientos mil dólares a los vendedores por cada uno de los dos primeros meses, a continuación de lo cual mi cliente volvería a ingresar el dinero en la cuenta. Después de doce meses el arrendamiento se convertiría en venta, y nuestro pequeño bufete se haría acreedor a sustanciosos honorarios.

Cuando llegó la primera transferencia a nuestro banco, el director de la sucursal me llamó para informarme de que acabábamos de recibir cuatro millones y medio de dólares en vez de cuatrocientos cincuenta mil. Supuse que a alguien se le había ido la mano con los ceros. Además, había cosas peores que tener demasiado dinero en el banco. Algo, sin embargo, no cuadraba. Intenté ponerme en contacto con la empresa fantasma de Saint Kitts que técnicamente era mi cliente, pero me dieron largas. Entonces localicé a mi compañero de la facultad, el que me había remitido el caso, y prometió investigarlo. Una vez saldado el alquiler del primer mes y repartidos los honorarios, esperé instrucciones para enviar por transferencia lo sobrante, pero pasaron días y semanas, y un mes después llamaron del banco para decirme que acababan de aterrizar tres millones más en nuestra cuenta.

Para entonces los señores Reed y Copeland estaban muy preocupados. Di orden al banco de que cancelaran el ingreso mediante una devolución del dinero a la entidad emisora, y que lo hicieran cuanto antes. El director lo intentó durante varios días, pero descubrió que habían cancelado la cuenta bancaria de Saint Kitts. Al final mi compañero de facultad me dio instrucciones por correo electrónico de que ordenase dos transferencias: una mitad del dinero a una cuenta en Gran Caimán y la otra en Panamá.

Como abogado de provincias, mi experiencia en transferir dinero a cuentas cifradas era nula, pero al buscar en Google descubrí que caminaba a ciegas por algunos de los paraísos fiscales con peor fama del mundo. A pesar del beneficio económico, me arrepentí de haber aceptado trabajar para aquel cliente anónimo.

La transferencia a Panamá, de unos tres millones y medio, rebotó. Entonces pegué unos cuantos gritos a mi compañero de facultad, que a su vez pegó unos cuantos a quien correspondiese. El dinero se quedó dos meses donde estaba, acumulando intereses, aunque no pudiésemos cobrarlos por una cuestión de ética. También fueron los principios morales los que me impulsaron a dar todos los pasos necesarios para proteger aquel fondo. No era mío, ni lo había pedido, obviamente, pero tenía que salvaguardarlo.

Por inocencia o estupidez había dejado que el dinero sucio de Barry el Sobornos quedase bajo control de Copeland, Reed & Bannister.

 

 

Una vez en posesión de la cabaña de caza, Barry hizo una reforma exprés, dio unos cuantos retoques y añadió un spa y un helipuerto. Después alquiló un helicóptero Sikorsky S-76 que en cosa de veinte minutos le permitía trasladar desde Washington a la vivienda a diez de sus mejores amigos. Lo más normal era que el viernes por la tarde el helicóptero hiciera varios viajes antes de que empezase la fiesta. A esas alturas de su carrera, Barry había prescindido de la mayoría de los funcionarios y cabilderos para centrarse ante todo en los congresistas y sus secretarios. En la cabaña se podía encontrar de todo: la mejor comida, el mejor vino, puros cubanos, drogas, whisky escocés de treinta años y mujeres de veinte. De vez en cuando se montaba alguna caza de urogallos, pero los invitados solían estar más ocupados en la espectacular colección de rubias monumentales puestas a su servicio.

Había una chica ucraniana. Durante el juicio (el mío) su chulo dijo con un fuerte acento que le habían pagado cien mil dólares en efectivo a cambio de ella y se la habían llevado a la cabaña, donde tenía una habitación. La entrega del dinero había corrido a cargo de un mafioso que declaró haber sido uno de los muchos correos de Barry.

La chica murió de sobredosis, según la autopsia, tras una larga noche de fiesta con Barry y sus amigos de Washington. Corrió el rumor de que estaba en la cama con un congresista y por la mañana no se despertó. Barry dio la voz de alerta mucho antes de que llegaran las autoridades. Nunca se supo con quién se había acostado la muchacha durante su última noche. Alrededor de Barry, sus negocios, sus amigos, sus aviones, yates, helicópteros, restaurantes y complejos hoteleros, y de todo el alcance de su sórdida influencia, estalló una tormenta mediática. Mientras la prensa iba hacia él en estampida, sus compinches y clientes se alejaron corriendo. Varios miembros escandalizados del Congreso fueron en busca de los reporteros, exigiendo juicios e investigaciones.

Las cosas empeoraron mucho al ser localizada en Kiev la madre de la joven, que mostró un certificado de nacimiento según el cual su hija solo tenía dieciséis años: una esclava sexual menor de edad participando en una fiesta con miembros del Congreso en una cabaña de las montañas Allegheny, a menos de dos horas en coche del Capitolio.

 

 

La primera acta de acusación tenía un centenar de páginas y atribuía una asombrosa variedad de delitos a catorce implicados. Yo formaba parte de ellos. Mi presunto delito consistía en lo que suele llamarse blanqueo de dinero. Permitiendo que una de las empresas anónimas de Barry Rafko aparcase sus ganancias en la cuenta de mi bufete, supuestamente le había ayudado a conservar el dinero que robaba a sus clientes, lavarlo un poco en un paraíso fiscal y convertirlo en un bien de valor: la cabaña de caza. También me acusaron de ayudar a Barry a esconder sus fondos al FBI, al Servicio de Impuestos y otros.

Las gestiones previas al juicio eliminaron a algunos de los acusados. A otros, desgajados del paquete, se les dio a elegir entre colaborar con el gobierno o someterse a un juicio propio. Mi abogado y yo presentamos veintidós instancias entre el día de mi imputación y el de mi juicio, y solo nos concedieron una, que no sirvió de nada.

A través de las delegaciones del FBI y la fiscalía general del estado en Washington, el Departamento de Justicia lanzó todos sus recursos contra Barry Rafko y sus cómplices, entre los que había un congresista y uno de sus asistentes. Daba igual que algunos pudiéramos ser inocentes. Tampoco importaba que el gobierno tergiversase nuestra versión de los hechos.

De modo que ahí estaba yo, sentado con otros siete acusados en una sala llena de gente. Entre los implicados se encontraba uno de los mediadores políticos más nefandos creados por Washington en varias décadas. Yo era culpable, sí: de haber sido tan tonto como para dejarme meter en todo aquel embrollo.

Después de la selección del jurado, el fiscal me ofreció un último acuerdo: declararme culpable de una infracción de la ley RICO, pagar diez mil dólares de multa y cumplir dos años de prisión.

Una vez más les dije que se fueran a la mierda. Yo era inocente.