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REMITIR AL DESTINATARIO

Victor Westlake

Subdirector del FBI

Edificio Hoover

935, Pennsylvania Avenue

Washington, D.C 20535.

 

Apreciado señor Westlake:

Me llamo Malcolm Bannister y soy uno de los internos del Centro Penitenciario Federal de Frostburg, Maryland. El lunes 21 de febrero de 2011 me reuní con dos de sus hombres que investigan el asesinato del juez Fawcett: los agentes Hanski y Erardi. Fueron muy amables, pero creo que ni les impresioné yo ni mi historia.

Según informan esta mañana The Washington Post, The New York Times, The Wall Street Journal y The Roanoke Times, usted y su equipo siguen dando palos de ciego, y no saben muy bien por dónde tirar. Ignoro si disponen ustedes de una lista verosímil de sospechosos, pero puedo asegurarle que el verdadero asesino no consta en ninguna de las que hayan podido elaborar usted y su equipo.

Tal como les expliqué a Hanski y Erardi, sé la identidad del asesino, así como el móvil del crimen.

Por si Hanski y Erardi no hubieran pillado los detalles, no pusieron mucho entusiasmo en tomar notas, dicho sea de paso, le expondré mi visión del acuerdo: yo les revelo la identidad del asesino, y ustedes (el gobierno) acceden a sacarme de la cárcel. No estoy abierto a ningún tipo de suspensión cautelar de la sentencia. Tampoco de libertad vigilada. Quedaré en total libertad, me darán una nueva identidad y estaré protegido por los de su bando.

Obviamente, es un pacto que requiere la participación del Departamento de Justicia y de la fiscalía general en ambos distritos de Virginia, el Norte y el Sur.

También deseo cobrar el dinero de la recompensa, que me correspondería por derecho. Según The Roanoke Times de esta mañana acaba de aumentar hasta ciento cincuenta mil dólares.

Si prefiere seguir dando palos de ciego, adelante.

Deberíamos hablar, y más siendo ambos ex marines.

Ya sabe dónde encontrarme.

Atentamente,

 

MALCOLM BANNISTER
#44861-127

 

Mi compañero de celda es un chico de diecinueve años, negro y de Baltimore, condenado a ocho años por vender crack. A chavales como Gerard, de los barrios bajos, los he visto a miles en los últimos cinco años. Hijo de madre adolescente y padre desaparecido, dejó la escuela a los dieciséis y empezó a ganarse la vida fregando platos. Cuando encarcelaron a su madre se mudó con su abuela, que ya criaba a toda una horda de primos. Empezó a consumir crack, y más tarde a venderlo. Pese a haber vivido en la calle, es un buen chico, sin asomo de maldad. No tiene antecedentes de violencia y no tiene sentido que derroche sus mejores años en la cárcel. Pertenece al millón de negros jóvenes mantenidos por el contribuyente. En este país ya nos estamos aproximando a los dos millones y medio de reclusos, el índice más elevado de población penitenciaria en todo el mundo civilizado.

No es raro tener que compartir la celda con alguien que te caiga mal. Yo tuve un compañero que no necesitaba dormir mucho y se pasaba toda la noche con el iPod. Usaba auriculares, que son obligatorios a partir de las diez, pero tenía el volumen tan alto que se oía la música. Tardé tres meses en que me asignasen a otra persona. En cambio Gerard entiende las normas. Me ha contado que una vez durmió varias semanas en un coche abandonado, y que estuvo a punto de morirse de frío. Cualquier cosa es mejor que eso.

Gerard y yo empezamos el día a las seis, cuando el timbre nos despierta. Rápidamente nos ponemos la ropa de trabajo, procurando dejarnos mutuamente todo el espacio que permite nuestra celda de tres por cuatro metros, y hacemos la cama. Gerard duerme en la de arriba; yo en la de abajo, por ser el mayor. A las seis y media salimos pitando para la cantina, donde nos espera el desayuno.

En el comedor hay barreras invisibles que dictan dónde se sienta cada uno. Hay una zona para los negros, otra para los blancos y otra para los latinos. La mezcla está mal vista, y casi nunca se practica. Aunque Frostburg sea un centro penitenciario de baja seguridad, no deja de ser una cárcel, con muchas tensiones. Una de las principales normas de protocolo es respetar el espacio ajeno. No saltarse nunca la fila. No coger nada. El que quiera el salero se lo tiene que pedir a otro, por favor. En Louisville, donde estuve antes, las peleas en la cantina no eran nada excepcional. Solían empezar porque algún gilipollas de codos inquietos invadía el espacio de sus compañeros.

En cambio aquí comemos despacio y con modales sorprendentes para un grupo de presidiarios. En nuestras celdas hay tan poco espacio que la amplitud del comedor es un placer. Abundan las bromas, y los chistes bastos, y se habla mucho de mujeres. He conocido a hombres que han estado un tiempo en el hoyo (aislados, vaya), y lo peor es no poder relacionarse con nadie. Hay alguno que lo lleva bien, pero la mayoría resiste pocos días. Hasta los solitarios más recalcitrantes, y en la cárcel hay muchos, necesitan estar rodeados de gente.

Después de desayunar Gerard ficha como conserje y friega los suelos. Yo tengo una hora libre antes de presentarme en la biblioteca. Es cuando voy a la cafetería y leo la prensa.

Tampoco hoy parece que hayan avanzado mucho en la investigación de lo de Fawcett, aunque hay un dato interesante: su hijo mayor se ha quejado a un reportero de The Washington Post de que el FBI tiene muy desinformada a la familia. El FBI no ha contestado.

La presión aumenta a diario.

Ayer un reportero escribió que el FBI mostraba interés por el ex marido de Naomi Clary. Se divorciaron hace tres años de mala manera, con acusaciones mutuas de adulterio. Según el periodista, sus fuentes le decían que el FBI lo había interrogado al menos dos veces.

La biblioteca está en un anexo, que comparte con una pequeña capilla y una enfermería. Mide exactamente doce metros de largo y nueve de ancho, y tiene cinco cubículos individuales, cinco ordenadores de sobremesa y tres mesas largas donde los presos pueden leer, escribir e investigar. También hay diez estantes que suelen contener unas mil quinientas obras, casi todas de tapa dura. En Frostburg tenemos derecho a acumular hasta diez libros de bolsillo en nuestra celda, aunque prácticamente todo el mundo tiene alguno más. Los presos pueden ir a la biblioteca en sus horas libres, y las reglas son bastante flexibles. Se pueden sacar dos libros por semana. Yo me paso la mitad del tiempo controlando los retrasos.

Otro cuarto del tiempo lo invierto haciendo de abogado. Hoy recibo a un nuevo cliente, Roman. Es de un pueblo de Carolina del Norte, donde tenía una casa de empeño especializada en dar salida a objetos robados, sobre todo armas de fuego. Sus proveedores eran dos bandas de imbéciles pasados de coca que asaltaban mansiones a plena luz del día. Su absoluta falta de finura hizo que les pillasen con las manos en la masa, y en cuestión de minutos ya se acusaban mutuamente. Poco después detuvieron a Roman y le echaron encima todos los delitos federales habidos y por haber. Él alegó no saber nada, pero su abogado, que era de oficio, resultó ser con certeza el más tonto de la sala.

No es que pretenda ser un gran experto en derecho penal, pero cualquier alumno de primero podría enumerar los errores cometidos por el defensor de Roman durante el juicio. Roman fue declarado culpable y condenado a siete años. Ahora tiene interpuesto un recurso. Me trae sus «papeles legales», el fajo que se les permite guardar en la celda a todos los reclusos, y los repasamos en mi pequeño despacho, un cubículo lleno de objetos personales vedado al resto de los internos. Roman no para de despotricar contra su abogado. Yo no tardo mucho en coincidir con él. La AIL (asistencia ineficaz del letrado) es una de las quejas más habituales entre los presos condenados en juicio, pero pocas veces sirve como base para una apelación en causas que no sean de condena a muerte.

Me entusiasma la posibilidad de cebarme en la pésima actuación de un abogado que aún está en libertad, ganándose la vida y fingiéndose mucho mejor de lo que es. Paso una hora con Roman, y quedamos para otro día.

Del juez Fawcett me habló uno de mis primeros clientes. Estaba tan desesperado por salir de la cárcel que me vio capaz de hacer milagros. Sabía con exactitud el contenido de aquella caja fuerte, y estaba obsesionado con ponerle las manos encima antes de que desapareciese.