Hay una chica de la que quiero hablar. Llamemoslá Jota.
A Jota la conocí en una fiesta. Una fiesta de terraza, una fiesta tranquila con chill out y velas en los rincones. La primera vez que la vi estaba haciendo la cola para el baño. Su comportamiento, cosa de la que nos reiríamos después, dejó bastante que desear. Estaba drogada, borracha o ambas cosas. Me dijo que me parecía a Ricardo Darín, me pidió cigarrillos, anunció casi a los gritos que por día se quemaban no sé cuántas hectáreas de la selva amazónica. Cuando llegó mi turno me metí rápido en el baño.
Supongo que eso debió ser suficiente, pero no.
Volví a encontrármela de casualidad unos meses después en un ascensor. Resulta que trabajaba en la inmobiliaria del piso once del edificio donde vivía yo. Estaba vestida con formalidad, el rodete ajustado y la cara limpia y (podía verlo a la luz del día) una pequeña constelación de pecas en las mejillas. En el camino le recordé su espantosa performance y aproveché para pedirle su número. No soy de hacer esas cosas. A lo mejor fueron las pecas.
Seis meses después estábamos viviendo juntos.
Echados en la alfombra de mi departamento, mirando el gran ventanal que daba al cielo limpio, tomábamos LSD y escuchábamos The Smiths, hablábamos de relaciones pasadas, de películas, de música, de drogas, de plantas, de libros, de viajes, de política, de pesadillas, de experiencias paranormales, de bebidas alcohólicas, de poetas rusos, de la revolución rusa, de las increíbles variedades de insectos que quedaban por descubrir, de cuánto mide un año luz, de qué haríamos si ganáramos el Quini, de gustos de helado y de gente extraña que nos cruzábamos todos los días.
Éramos gente extraña para otros, pero para nosotros no.
Poco a poco se creó ese lazo mágico. El hecho de que uno mire a otro mientras duerme y toda la cosa.
Jota consideró alguna vez la posibilidad de tener un hijo. A mí me parecía imposible. Y sin embargo nos llevábamos bien y creo que en un par de momentos podría decirse que fui feliz, signifique lo que signifique esa palabra.
Al tiempo comenzaron las discusiones, la frustración, lo usual, lo que me ha venido pasando una y otra vez desde que empecé con esto, y Jota se fue de mi casa llevándose una manta de lana tejida por su abuela, una planta y una caja de libros. Esa es más o menos la historia.
Un día estás desnudo cocinando verduras salteadas en un wok y al tiempo esa otra persona te parece un desconocido. Pensás: yo hice el amor con ella. Estuve dentro suyo. Me dormí y me desperté a su lado. Miramos películas, desnudos en la cama. Y una tarde nos encontramos de casualidad en una muestra o algo así y sentí que era una desconocida. Que no había nada entre nosotros. Ni una gota de aquella intimidad.
¿No es raro? Siempre pienso en eso y cada día me parece más raro.
Las relaciones son así: pasa un cometa cerca de la Tierra, cambia el curso de las mareas y vuelve loca a las personas, y después el cometa sigue su camino dejando una tenue cola brillante detrás. Y eso sí que es todo.