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Capítulo 3

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6 de octubre de 1973, Altos del Golán

David Katri se paró en la torreta de su Centurion y volvió a revisar que la ametralladora de 7,62 mm estuviera completamente cargada. Todos estaban nerviosos. La brigada de Katri, la Barak, había estado en alerta desde hacía algunos días, aunque nadie parecía estar seguro de que un ataque sirio fuera inminente. Ahora era Iom Kipur[11] y los comandantes de brigada habían confirmado que, en verdad, los sirios estaban planeando atacar, aunque no se conocía la hora precisa.

David, afilado y pulido por cuatro años de libertad y del dulce aire de la campiña israelí, se volvió y saludó con la mano al comandante del tanque que tenía a su izquierda: Arik Ben-Ami, de cuyo casco sobresalía el flequillo rubio, le respondió con una sonrisa. Arik sonríe siempre, pensó David. Aun ahora su animado optimismo ayudaba a aliviar la tensión de la batalla inminente, que parecía pender pesadamente en el aire. Cuán extraño resultaba que nada más que unas semanas atrás hubieran estado expresando su pesar porque su primer año de servicio militar obligatorio estuviera acercándose a su fin sin que hubieran visto verdadera acción. David había anhelado la oportunidad de apuntar su cañón de 105 mm contra su acérrimo enemigo. La mayoría de los camaradas de David despreciaba el salvajismo de los sirios, pero pocos, si es que alguno, podía experimentar la amargura y el odio que provenían de haber sido perseguido por ellos.

Pensamientos sobre el hogar atormentaban a David. Lo preocupaba la seguridad de su familia. No había duda de que el gobierno sirio tomaría acción contra el barrio judío y podrían alentar a los elementos vandálicos para que atacaran a la gente de  David, que sabía que estarían padeciendo las mismas angustias que en 1967: estaban por completo a merced de las autoridades.

David se abrió el chaleco antibalas y extrajo un trozo de papel con las esquinas dobladas por las muchas veces que se lo había leído. David había llevado la carta consigo a todas partes, desde que la recibiera dos meses atrás cuando estaba de licencia. No había hecho preguntas, pero había sido evidente que el Mossad fue el intermediario. En promedio, David había recibido alrededor de cuatro cartas por año. De la última valoraba todas y cada una de las palabras que había escrito su hermana Rachel:

Querido David:

Todos te extrañamos tanto, en especial ahora que no podrás asistir a mi boda. Sí, David, tu hermana menor realmente se va a casar- ¿Recuerdas a Fardos, mi mejor amigo de Talmud Torá? Pues bien, tiene un hermano mayor. Selim es su nombre. Yo sabía que siempre había gustado de mí, pero debo decir que fue más que una sorpresita cuando su padre se acercó a Baba y le pidió mi mano en nombre de Selim. Yo estaba complacida porque siempre me había gustado. Es agradable y gentil. Trabaja como curtidor y es muy bueno en esa actividad. Sé que solamente tiene diecinueve años y yo, dieciséis, pero creo que ambos somos lo suficientemente maduros como para que nuestro matrimonio tenga éxito. A propósito, está planeado para comienzos de octubre. Sé que no puedes estar con nosotros, pero siempre te hallas en nuestro pensamiento. Si Dios quiere, algún día estaremos todos juntos. A Naftalí le está yendo muy bien en la escuela y todos estamos esperando con ansia su bar mitzvá[12] el año que viene. El tío Zvulun le ha de enseñar la haftará[13] y estamos seguros de que brindará una buena exposición de sí mismo en la sinagoga. Baba y Uma están bien y todos te mandan su amor. Por favor, no te preocupes por nosotros. Somos sobrevivientes natos.

Tu hermana que te adora, Rachel

David sentía surgir las lágrimas. ¿Volvería a verlos alguna vez? ¿Qué pasaría si lo mataran? No podía soportar la idea del dolor y del sufrimiento que eso les infligiría.

—Tengo que sobrevivir—musitó para sí mismo.

—¿Qué dijiste, David?—Era su artillero, Rami.

—Nada, Rami. Simplemente me decía a mí mismo que maravillosa tripulación que tengo.

—Pues que todos lo oigamos fuerte y claro: últimamente no has sido demasiado pródigo en elogios. Tenemos este navío lo más ordenado que es posible y todo eso es para ti—rio el artillero. Rami Bernstein, de Tel Aviv, había pasado toda la mañana calibrando la mira de su cañón, y era mejor que los sirios se cuidaran.

David recién había acabado de doblar la carta de Rachel y se estaba ajustando el chaleco antibalas, cuando el alarido de aviones en vuelo a baja altura lo forzó a agacharse. Una fracción de segundo después, las bombas que dejaron caer los tres cazas MiG explotaron entre los tanques del batallón que estaban más adelante en la línea.

David reconoció la voz urgente de su comandante de batallón a través de la red. Estaba usando la palabra clave para todos los comandantes de tanque que estaban bajo su égida:

—¡Todas las estaciones de bomberos, acá comandante del batallón! ¡Activen motores! ¡Preparados para avanzar! ¡Grandes agrupaciones de tanques sirios registradas a tres kilómetros al este se desplazan hacia nosotros. Preparados para entablar combate. Cambio y fuera!

Instintivamente, David se volvió hacia Arik; se saludaron de manera simultánea con la mano, Arik agregando la señal de pulgar hacia arriba. El guerrero rubio no sonreía ahora: sus rasgos no representaban miedo ni falta de cautela: simplemente absoluta determinación.

David aferró la empuñadura de la ametralladora con una mano y el reborde de la torreta con la otra, cuando su Centurion dio un empellón hacia adelante, el motor diesel Continental V-12 rugiendo con indignación como si también él se hubiera enojado porque los sirios hubieran tenido la audacia de atacar.

David tenía la esperanza de que el enemigo no hubiera cambiado sus tácticas desde la Guerra de los Seis Días. Sabía que la única ventaja verdadera que había tenido Israel fue la calidad de su gente. Por lo general, los israelíes eran atrevidos y la mayoría de los soldados temían más decepcionar a sus amigos que a la amenaza de la muerte. En otros países a eso se lo podría llamar machismo, pero en Israel era diferente: era saber que una derrota significaría el fin de toda la nación judía. A David lo reconfortaba el hecho de que si caía en combate podía confiar en que aun el soldado raso de la menor categoría iba a actuar con heroísmo, tomar la iniciativa y, posiblemente, cambiar el curso de la batalla. ¡Cuán diferentes somos nosotros de los ejércitos árabes, pensó: tenían una rígida segregación de oficiales y soldados, al estilo soviético, en tanto que en el ejército israelí todos se llamaban por el nombre, no el apellido y quien era el patrón en el trabajo podía ser el conductor del vehículo de combate cuando llevaba el uniforme. Los árabes estaban trabados por su estricta cadena de mando y el fatalista síndrome de Inch’Alá a menudo era su perdición: todo revés se podía explicar con esa sola frase. Era el pretexto clásico, que atrofiaba la imaginación y la iniciativa.

David, absorto en un momento de meditación en el cuerpo del tanque antes de la tormenta, recordó la narración que hiciera Yael Dayan de la Guerra de los Seis Días. La hija del general más famoso de Israel había quedado asombrada cuando un jeep egipcio se hubo extraviado y entrado por error en  las líneas israelíes: en el frente había dos hombres enlistados y desaliñados, mientras que atrás iban sentados dos oficiales de carrera que apestaban a agua de colonia; ¡hasta tenían las uñas con manicura! David sonrió ante lo absurdo de eso. De pronto, una voz en la red de la brigada ladró:

—Compañía Verde avanzar para proteger posición delantera Charlie sobre la carretera Kuneitra-Damasco: desplazamiento enemigo constante hacia la frontera.

David mandó señal a su compañía para que se separara del batallón principal. Podía oír las intensas explosiones repetitivas de la artillería mientras los siete tanques cruzaban campos lleno de cráteres producidos por las granadas que habían caído nada más que minutos antes: era obvio que los sirios aún no habían logrado establecer el alcance. David rogó por que no se vieran forzados a combatir en Kuneitra en sí: la ciudad había sido abandonada desde el conflicto de seis años atrás y los tanques de su compañía serían vulnerables a los pelotones con bazucas y a los francotiradores. Sabía que en el combate urbano solamente un tanque por vez podía luchar con efectividad y que en el caso de que el tanque de vanguardia quedara inutilizado, toda la unidad se vería obligada a detenerse.

La compañía había avanzado alrededor de dos kilómetros cuando la artillería siria pudo fijar el alcance.: pedazos de  basalto llovieron sobre los vehículos blindados y cada comandante de tanque se agachó instintivamente dentro de su torreta. David sintió que el tanque se sacudía, pero Amnon, el conductor, aún seguía lanzando el leviatán hacia adelante y parecían estar indemnes. Después de lo que pareció una eternidad, el cañoneo cesó. David fue el primero en ponerse erguido en su torreta. Observó que el tanque de Manny se había quedado atrás. Activó la red interna:

—Manny, ¿me recibes? Informa tus daños.

—Nada para preocuparse, jefe—la respuesta era la calma misma—: parece que se nos soltó una oruga. ¿Puedes pedirle al batallón que nos consiga remolque? No creo que hubiera sido una granada: este maldito terreno está haciendo estragos entre nosotros.

—Está bien y no demores demasiado en volver a nosotros—dijo David, dándose cuenta de que ahora solamente tenía seis tanques operativos. Una rápida mirada hacia la línea del horizonte le dijo que iba a necesitar cada uno de ellos: podía ver las columnas de polvo hacia el este y estimó que centenares de tanques sirios se estaban desplazando hacia ellos. Antes de que pudiera transmitir por la red  el aprieto en que se hallaba Manny, la voz del comandante de batallón le aporreó los oídos:

—Compañía Verde, acá Bombero Jefe.  Charlie cayó.  Repito: Charlie cayó. Busquen terreno alto y manténganlo. Israel cuenta con ustedes. Fuera.

—Lo recibo, jefe. A uno de nuestros bomberos se le soltó una oruga. Por favor, disponga un remolque. Fuera.

—Lo haré no bien haya disponible vehículo de remolque. Mientras tanto dígale que espere con paciencia.  Cambio y fuera.

David transmitió la instrucción a Manny, del que sabía que se sentía pésimamente por perderse la acción:

—No te preocupes, jefe—respondió Manny—, estaré con ustedes antes de que lleguen a Damasco. Puedes contar con eso.

David saludó a Manny como acuse de recepción y volvió al asunto que tenía entre manos. El terreno alto le daría ventaja para divisar al enemigo, aunque a esto lo contrarrestaría la anulación de la capacidad intrínseca de tiro rasante respecto del T-55 de fabricación soviética.

—Preparar granadas perforadoras de blindajes y de carga hueca—. David sabía que la variedad perforadora de blindajes tendría más oportunidad de producir buenos impactos debido a su alta velocidad. Las granadas de carga hueca harían estragos si vehículos blindados semioruga para infantería o transporte de personal acompañaban la arremetida siria.

Ya eran las tres de la tarde. El sol castigaba con máxima ferocidad y el aire dentro del tanque era fétido. El teniente David Katri sabía que su dotación estaba sufriendo, pero se preguntaba cuántos de ellos estarían preparados para cambiar de lugar con él: tradicionalmente, los comandantes israelíes de tanques permanecían en su torreta, exponiéndose a los devastadores fuego y metralla enemigos. Nada se ganaría manteniéndose bien bajo, como hacían los comandantes árabes. Eso era, sencillamente, la receta para la derrota.

—Jefe, puedo ver al enemigo directamente al frente. Solicito permiso para abrir fuego—. Era Arik.

David giró hacia su izquierda, vio a su queridísimo amigo observando a través de binóculos y lo imitó:

—Sí, los veo, Arik. El alcance parece ser casi el adecuado. Muy bien, comandantes: recuerden que el fuego debe ser rápido, a discreción de cada uno de ustedes—. David se detuvo un segundo antes de pronunciar las palabras que señalaron su entrada en la guerra:

—¡Fuego a discreción!

Los Centurion se estremecieron y el olor de cordita fue casi avasallador cuando los cañones de 105 mm rugieron su desafío al enemigo. David juzgó que se enfrentaban con ciento noventa tanques sirios. Era imposible errar.

—No parecen darse cuenta de que se les está disparando, jefe—era la voz de Gideon en el tanque que estaba más a la derecha—: creo que ya logré cinco impactos directos.

—Puede que sea así, pero siguen avanzando—replicó David. Si había algo que no quería era un exceso de confianza: las probabilidades seguían siendo contrarias a los israelíes y a menos que los sirios detuvieran su avance, la Compañía Verde estaba condenada.

David cambió a frecuencia del batallón:

—Bombero Jefe, Bombero Jefe, acá Jefe Verde, ¿me recibe? Cambio.

—Recibo fuerte y claro, Jefe Verde. ¿Cuál es su situación? Cambio.

—Estamos enfrentando una fuerza enemiga estimada en cerca de doscientos tanques. No me puedo mantener mucho tiempo. Solicito refuerzos con urgencia. Me estoy replegando desde la cresta de Yeba.

—Está bien, Jefe Verde. Retírese y retenga una nueva línea a medio kilómetro hacia la retaguardia. Trate de trabarlos hasta que oscurezca. Lo más pronto que puedo enviar refuerzos es recién a la mañana.

¡L’azalzel!—maldijo David. Demonios, ¿dónde estaba la maldita Fuerza Aérea? En lo pasado siempre habían estado a mano cuando se los necesitaba.

El comandante de batallón tampoco estaba seguro:

—Creo que están teniendo problemas con los proyectiles tierra-aire. Espero que no tarden mucho en aprender cómo superarlos. Cambio y fuera.

Hasta ese momento, en el cielo de Golan David únicamente había visto MiG, aunque aun sus ataques habían sido pocos y muy espaciados. Quizá también estaban recelosos de su propia protección de proyectiles tierra-aire: en lo pasado, con mucha frecuencia los sirios habían derribado con misiles sus propios aviones. La tecnología rusa debe de haber sido demasiado para ellos.

David decidió ordenarle a su compañía que se retirara. Una vez que los sirios hubieran avanzado hasta un punto donde el ángulo de depresión en lo alto de la cresta fuera demasiado agudo para el cañón del Centurion, no se tendría más ventaja en la retención de terreno elevado.

La fuerza siria pareció escindirse en dos, con una mitad girando hacia el norte y la otra continuando hacia ellos. Las probabilidades seguían siendo suficientemente horribles, pensó David. Solamente podía albergar la esperanza de contenerlos hasta que cayera la noche.

Pero cuando se aproximaba el crepúsculo, los sirios se destaparon  con un devastador bombardeo acompañado por preciso fuego de artillería.

—¡Nos dieron! ¡Nos dieron!—Era Yossi en el flanco izquierdo. David vio al Centurion casi levantarse del suelo cuando una segunda granada dio contra el interior de la cúpula. El tanque estalló en una bola de llamas. La dotación no tuvo oportunidad alguna. David quedó momentáneamente aturdido: Yossi, el yemenita de ojos brillantes que venía del barrio Shabazi de Tel Aviv, había estado con David desde que se le hubiera otorgado su primer mando.

—Arik, Yossi estiró la pata. Avanza más hacia tu izquierda para cubrir el hueco—. David trataba de controlar el miedo en su voz. Vio el Centurion de Arik desplazarse quince metros más hacia la izquierda.

—Ahora escuchar con cuidado, Compañía Verde: si su tanque queda inutilizado pero ustedes y su dotación están bien, entonces traten de regresar hasta el tanque de Manny en la retaguardia. Hay buenas posibilidades de que la ayuda llegue pronto ahí.

No bien David dejó de hablar, los tres Centurion que tenía en su flanco derecho recibieron impactos casi al unísono.

—Jefe, Boaz acá. Nuestro cañón perdió la forma. Todos estamos bien y abandonamos la nave. Trataremos de regresar hasta donde Manny. Fuera.

—Bien, Boaz. Que Dios los acompañe.

Los otros dos Centurion estaban ardiendo violentamente. David llamó a los comandantes por la red interna, pero no hubo respuesta. ¡Por Dios, pensó, se estaban asando vivos y no había cosa alguna que él pudiera hacer! La oscuridad había caído y David pudo ver el tanque de Arik iluminado por las llamas. Ambos eran blancos fijos:

—Arik—jadeó, el humo y la cordita que habían en el aire ahogándolo—, retrocede conmigo. La oscuridad es nuestra única esperanza.

Arik se acercó a unos metros del Centurion de David. La vida de todos estaba en manos de su comandante.

La voz de David llegó otra vez:

—Arik, no uses los faros infrarrojos. Apaga lo motores y mantén silencio de radio. Es nuestra única esperanza. Quizá nos pierdan en la oscuridad.

—Comprendido, David. Sólo recuerda que te aprecio, así que no hagas nada tonto.

David oyó a su amigo lanzar una risita: aun en este estado desesperado de cosas Arik seguía rezumando optimismo. David deseaba poder compartirlo.

Las horas siguientes parecieron interminables. David imaginó que era un buceador ciego en un mar de barracudas. Podía oír el sonido metálico de los blindados sirios en torno de él. En ocasiones sentía que realmente podía extender la mano y tocarlos. De vez en cuando oía voces en árabe que se llamaban en la oscuridad. Pero hacia la mañana los sonidos habían cesado y un silencio sobrecogedor los envolvió.

La tensión de observar constantemente en la oscuridad había evitado cualquier deseo de dormir que pudo haber albergado David. Su dotación, empero, había aprovechado la oportunidad de echarse un sueñito. Era sorprendente, pensó, cómo esos hombres se la podían arreglar para dormitar en situaciones como esta.

Cuando el sol proyectó sus primeras luces sobre el campo de batalla, David pudo discernir  la forma de los Centurion de sus camaradas. Dos de los blindados aún ardían. De pronto oyó la voz de Arik, que rompía con urgencia el silencio de radio:

—¡David! ¡Justo enfrente a cincuenta metros, un T-55 sirio con una oruga desprendida!

—Sí, lo veo, Arik. Parece como si lo hubieran abandonado, pero tenlo en la mira de todos  modos, por si...

Las palabras apenas acababan de salir de los labios de David cuando sintió que su tanque corcoveó. Hubo una tremenda explosión, a la que siguió los gritos de su dotación cuando abajo se desencadenó un incendio. David sintió que su cuerpo se derrumbaba. No se podía  poner de pie y no podía entender el porqué. Algo le había arrebatado la fuerza de las piernas y podía sentir el calor que le empezaba a abrasar la carne cuando se desplomó dentro del pozo de la cúpula.

—¡Arik, Arik! ¡Nos incendiamos! Todos gritan y no me puedo mover. ¡Arik, sálvame!

Arik Ben-Ami ya le había ordenado a su artillero que le disparara al T-55 y después actuó de inmediato al ver que el tanque de David recibía un impacto directo. En un solo movimiento veloz saltó fuera de su tanque y corrió hacia el segundo Centurion. David estaba aullando por el dolor, cuando Arik lo alzó y liberó de la cúpula en llamas. Arrastró a su amigo lejos del retorcido leviatán ardiente, cuando dos explosiones más rasgaron el aire: tanto el Centurion de Arik como el T-55 habían recibido impactos directos. Su propio tanque estaba en llamas y se sentía impotente, tironeado entre cuidarlo a David y tratar de rescatar a su propia dotación pero, en cuestión de segundos, hubo una tremenda explosión más cuando la torreta del Centurión voló  fuera del cuerpo del vehículo.  Ante esa situación  supo que nunca más vería a los camaradas con  los que había compartido los años de formación de la adultez.

El T-55 también estaba incendiándose y uno de los de su dotación, el uniforme en llamas, estaba rodando por el suelo.

Arik se arrodilló y acunó la cabeza de su amigo en los brazos:

—David, por favor no te mueras. No debes morir, no ahora. No después de todo esto.

David vio la familiar cara encima de él. Sintió que quería dejarse ir hacia la inconsciencia. Todo se estaba volviendo borroso. Agradeció a Dios por no sentir más la sensación de dolor. Súbitamente otra cara apareció tras la de Arik, estaba llena de odio. Debe de ser el Diablo encarnado, pensó David, pues hasta tenía un colmillo de oro. Con un jadeo de esfuerzo, David logró alertar a su amigo:

—¡Arik, detrás de ti!

El rubio israelí se giró instintivamente cuando el sirio cayó sobre él con una maldición en árabe que helaba la sangre. Los dos hombres, casi exhaustos por los rigores de la batalla, lucharon sobre la tierra estéril.

Mientras tanto, David, sólo vagamente consciente de otra tremenda explosión a su izquierda, vio una procesión de caras que pertenecían a su padre, su madre, Rachel y el pequeño Naftalí, antes de caer en el olvido.

El hospital de Tel Hashomer, una mescolanza de barracas semicirculares Nissen que quedaron del mandato británico, era más renombrado por la pericia de sus médicos que por lo estético de su arquitectura.

Ubicado exactamente al este de Tel Aviv, el hospital y su base militar contigua se habían convertido en el punto central, tanto para soldados en camino hacia la batalla como para aquellos que habían hecho su sacrificio personal. Para algunos, el sacrificio había sido el final. Para otros, como David Katri, la guerra había terminado, pero aún tenían la vida.

Apenas consciente de haber ingresado al quirófano, fue internado en un pabellón atestado que estaba lleno con heridos y agonizantes. Aún atontado por el anestésico, las circunstancias completas de su difícil situación no eran inmediatamente evidentes. Había tenido la curiosa sensación de yacer de espaldas a la sombra de un tanque, con las piernas levantadas y apoyadas sobre una de las orugas de arriba.

Boker tov, David. Buen día.

La voz era dulce y la cara que la acompañaba lo era aún más. Los ojos de David parpadearon rápido hasta abrirse. Pudo percibir el olor del almidón del uniforme de la enfermera, mientras ésta le secaba la frente con delicadeza.

—¿Qué ocurrió? ¿Dónde estoy?

—No se preocupe: está en Tel Hasomer y va a estar muy bien.

David contempló la bonita enfermera yemení, su piel aceitunada rojiza casi iridiscente a través de la bruma de la conciencia que le regresaba a David, que trató de moverse pero sin lograrlo. Cuando la enfermera se levantó y retrocedió, David vio lo que parecían ser dos objetos blancos suspensos delante de él: le tomó unos segundos darse cuenta de que eran sus piernas. La enfermera, al advertir la preocupación en los ojos del hombre, le contestó antes de que David preguntara:

—Temo que va a estar con nosotros durante bastante tiempo—dijo—. En verdad es un hombre de suerte: sufrió nada más que quemaduras superficiales, dos piernas rotas y una pelvis fracturada.

—¿Y a eso le dice “suerte”

—Sí. Acá hay algunos jevré que nunca volverán a caminar.

David sabía que ella estaba en lo cierto. Le admiró la franqueza, y la honestidad que se veía en sus grandes ojos almendrados. En verdad era extraordinariamente bonita.

—¿Cuál es su nombre?

—Yael, y es mejor que se acostumbre a recibir órdenes de mí durante los meses siguientes, si quiere ponerse mejor.

—Será un placer, señor—. David trató de hacer en broma un saludo militar, pero el movimiento mismo lo obligó a hacer una mueca de dolor y ese dolor le trajo recuerdos de su batalla final en el Golan:

—¿Dónde está Arik? ¿Dónde está mi dotación? ¿Cómo llegué aquí? ¿Están todos bien?—David sintió escalofríos al reconocer el pánico en su voz.

La enfermera le enjugó la frente una vez más:

—Todo lo que le puedo decir es que usted llegó hasta acá en helicóptero, traído desde el Norte y que ha estado dormido profundamente durante tres días. Tiene visitantes de su kibutz: quizás ellos le puedan decir más.

De inmediato David se sintió inundado, al mismo tiempo, por entusiasmo e inquietud- sabía que los padres de Arik estaban fuera y, entonces, ¿ qué pasaría si le fueran a informar que Arik estaba muerto? No creyó que lo podría soportar-

—Por favor, hágalos entrar—dijo débilmente.

Sara y Mordejai Ben-Ami entraron en el pabellón con mucha lentitud: David pudo ver el gesto de preocupación en su bondadoso rostro, pero a David lo asustaba que se debiera más a la pérdida de un hijo que a los problemas que tenía David.

—¿Cómo te sientes, muchacho?—Mordejai con preocupación. Sara Ben-Ami le dio a David un beso muy suave en la frente y después empezó a ocuparse activamente en el ordenamiento de las flores que había traído.

—Estoy bien. Pronto regresaré a ordeñar las vacas, Moti—. David utilizó el diminutivo de Mordejai y miró con afecto al hombre que en estos últimos años realmente se había convertido en su padre sustituto.

Mordejai Ben-Ami pudo ver la pregunta en los ojos de David. No había necesidad de prolongar las formalidades:

—David, Arik está perfectamente bien, según lo que sabemos—. Hizo una pausa cuando el joven suspiró con alivio—. Recibimos un mensaje de él a través de un oficial del septuagésimo séptimo batallón, que tenía un enlace telefónico. Aparentemente se las arregló para requisarles un tanque. Han repelido por completo el ataque sirio.

Ninguno de los hombres advirtió que Yael había regresado al lado de la cama. Sobre el brazo traía doblada una camisa militar hecha jirones_

—Estaba a punto de tirar esto como desperdicio, David. Es la suya, sabe—. Extrajo una hoja de papel del bolsillo superior y se lo alcanzó—: esto se hallaba en el bolsillo superior.

David tomó la nota. No cabía duda alguna de que era la letra de Arik, aunque era apenas legible:

“El médico dice que te vas a recuperar. Te contaré todo cuando vuelva a casa. Ponte bien pronto. Arik.

David le entregó la nota a Mordejai Ben-Ami:

—Acá,  toma esto, Moti. Si Arik dice que volverá a casa puedes estar seguro de ellos. El hecho mismo de que se las hubiera arreglado para unirse al septuagésimo séptimo es suficiente para mí. Tu hijo es un sobreviviente nato.

Mordejai Ben-Ami sonrió: se sentía tranquilizado:

—Sabes, cuando luché en la Guerra de Independencia y en la Campaña del Sinaí recé para que mis hijos no volvieran a ver una guerra. Por desgracia, eso no se dio, pero con jóvenes como tú y Arik, Israel está en buenas manos. Todos somos sobrevivientes de un modo u otro, David.

No fue sino hasta una semana después del fin de la guerra que Arik cumplió su promesa. Para ese entonces David ya se había enterado por Mordejai de que Arik estaba bien, pero que no podía tener licencia debido a operaciones de limpieza.

Estaba lloviendo el día que Arik apareció en Tel Hashomer, la clase de lluvia que todo israelí anhela después de un verano caliente y seco. El tamborileo sobre el techo corrugado de la barraca Nissen ya lo había arrullado a David y hecho entrar en un semisueño. Todavía seguía con las piernas atadas hacia arriba como un pollo y agradecía cualquier alivio de la incomodidad. Creyó que podía oír una familiar canción popular que se estaba cantando en el trasfondo:

“He aquí lo que es placentero y bueno: todos los hermanos sentados juntos y en paz”.[14]

David abrió los ojos con lentitud. Ambos jóvenes sintieron esa emoción especial que comparten soldados y camaradas que han sufrido en batalla y sobrevivido. Había tanto para preguntar, tanto para saber...y sin embargo las palabras no salían. Fue Arik el que quebró el silencio.

—No creíste que me iba a dejar matar después de desplegar todo ese esfuerzo por salvarte, ¿no?—Los ojos azules chispeaban cuando su sonrisa explotó en una franca carcajada.

David rió con él a pesar del dolor:

—Cuando leí esa nota que me metiste en la camisa supe que ibas a lograrlo, Arik.

El soldado rubio sonrió de oreja a oreja:

—La idea de esa nota se me ocurrió mientras te estaban bajando del helicóptero. El médico me dio una lapicera y un trozo de papel. Fue un escrito de apuro, como habrás visto por la letra.

—Temo que no recuerdo mucho, Arik.  Vagamente me viene a la memoria un monstruo ennegrecido que estaba parado detrás de ti con los brazos levantados, pero es todo.

—A decir verdad no perdiste demasiado. Lo tenía al hijo de puta en el suelo, cuando se produjo una tremenda explosión. Cuando recuperé el sentido estaba tendido junto a ti y el árabe había desaparecido. Debió de haber pensado que ambos estábamos muertos. Sea como fuere, si no hubieras gritado que estaba detrás de mí, no creo que yo estaría acá.

David escuchó con atención cuando Arik describía cómo lo había arrastrado para alejarlo de los tanques en llamas, sacado el cinturón del uniforme y hecho una férula para las piernas rotas.

—No había nada para hacer, más que aguardar y rezar para que nos  rescataran. Tú seguías desmayado. Comprobé tu pulso y parecía ser suficientemente fuerte. Pienso que simplemente estabas aprovechando la oportunidad para echarte un sueñito.

David sonrió. Sabía que Arik estaba tratando de quitarle importancia al incidente ahora. En aquel momento era probable que hubiera estado próximo al pánico. Su amigo era un tanto obstinado y era probable que ésa hubiera sido la razón por la que no se lo había tenido en cuenta para el mando de la compañía.

Arik vio que la expresión de David se convertía en una de angustia y preocupación. Sabía lo que venía a continuación.

—¿Qué pasó con los jevré, Arik? ¿Cómo está mi dotación?

Arik bajó los ojos y tomó con fuerza la mano de su amigo:

—Todos fallecieron, David. Si ese sirio no me hubiera atacado habría podido rescatar a algunos por lo menos.

David se sintió abrumado por la sensación de culpa por que las dotaciones de ambos hubieran tenido la peor muerte imaginable: no había nada más espantoso que quedar atrapado dentro de un tanque que se está quemando.

Arik le leyó el pensamiento:

—Querido amigo, no nos debemos permitir el lujo de sumirnos en la culpa y la autocompasión por haber sobrevivido. Nuestros camaradas no habrían querido que lo hiciéramos. No importa cuánto trate el enemigo de deshacerse de nosotros, siempre habrá judíos, nuestros jevré querrían que nos mantengamos fuertes en memoria de ellos.

—Es que es tan malditamente difícil a veces que...

A David lo interrumpió la aparición de Yael. Al tiempo que le hacía un gesto a Arik para que se hiciera a un lado, palpó el pulso de David, le revisó la temperatura y ajustó el goteo de solución salina. El paciente observó a su amigo que evaluaba a la muchacha de blanco. Cabían muy pocas dudas de que esos penetrantes ojos azules la estaban desnudando.

Después de que la joven se hubo ido, Arik, agradecido por la oportunidad de aliviar el estado de ánimo, silbó por entre los dientes:

—¿Quién es esa belleza?

—Me agrada que te hubiera impresionado, Arik: su nombre es Yael Nissim y va a ser mi esposa-

—Sólo que aún no lo sabe, ¿no?

—Cierto pero, si es por eso, se trata de una mera formalidad. Sabes lo decidido que soy.

Arik sabía que si amigo era la clase de persona que tenía éxito en la mayor parte de las cosas que emprendía: si David alguna vez decidía hacer del ejército su carrera, llegaría hasta general.

—Solamente tienes veinte años, David. Ahí fuera hay muchas más muchachas con las que jugar, antes de que sientes cabeza.

—Sí, Arik, pero ya sabes cómo son las cosas con nosotros, los sefardíes: nos gusta casarnos pronto para que así podamos tener diez u once hijos.

Arik rió. Le encantaba la calidez de los judíos orientales. No cabía duda de que en mentalidad eran diferentes a los judíos de extracción europea. Los sefardíes poseían una vitalidad, un amor por la vida y fuertes lazos familiares que faltaban en muchos hogares askenazíes. Observó que Yael estaba atendiendo afanosamente un paciente más lejos en el pabellón. Sí, pensó, en verdad serían una pareja guapa: David, alto y delgado, lo levemente ganchudo de la nariz dándole a su cara tan poderosa fuerza de carácter. Yael, de contextura mediana y con delicados rasgos faciales que la hacían tan intensamente atrayente, la clase de apariencia que nunca se desvanecería y moriría. Ya estaba esperando con ansia ser el padrino de la boda.

Tal como David había predicho, Yael no solamente lo cuidó hasta que recuperó la salud sino que los dos se enamoraron. Eran una bella pareja y aunque la linda yemeni encontró al principio que la vida colectiva le resultaba difícil, se asentó con rapidez una vez que el consejo de administración del kibutz decidiera nombrarla enfermera oficial de la colonia.

Mientras tanto, David se sumergió en la tarea de volver la producción de leche una operación lo más sofisticada posible. El rendimiento mejoró el triple y David siempre estaba ansioso por incorporar la última tecnología, a pesar de los murmullos de desacuerdo de la comisión de finanzas.

Arik permaneció tres años adicionales en el Ejército, alcanzando el grado de capitán. Fiel a su palabra dejó el kibutz para incorporarse a una pequeña compañía ostensiblemente dedicada a la exportación de equipo y conocimiento agrícolas a Europa,  así como al Tercer Mundo.

Arik alquiló un apartamento en Haifa, pero visitaba con regularidad a sus padres y a la familia Katri los fines de semana. Boaz y Shoshana Katri aguardaban ansiosamente sus visitas, pues el tío Arik siempre les traía obsequios de la gran ciudad.

Pero al cabo de cuatro años de ser malcriados por su tío favorito, las visitas de Arik se volvieron más esporádicas. Se les explicó que se lo había ascendido y que esto significaba prolongadas temporadas en el exterior en su carácter de ejecutivo de ventas para su compañía. David deseaba que su amigo sentara cabeza y formara una familia como había hecho él, pero nunca insistía sobre esa cuestión durante las infrecuentes visitas al kibutz. En vez de eso se deleitaba con las narraciones de su amigo sobre tierras remotas. David no sentía celos ni envidia: estaba idílicamente feliz, siendo su única pena que su familia en Damasco no se pudiera reunir con él.

Habrían de transcurrir diez años más antes de que un desastre muy en lo alto del Mediterráneo y una llamada telefónica fueran a cambiar de modo irreversible la vida de todos ellos.