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Iariv Cohen aguardaba con impaciencia a que sus asesores se sentaran en torno de la mesa de la sala de juntas en el cuartel general del Mossad en el edificio Hadar Dafna, en el Bulevar King Saul, no muy lejos de Kiriia, el complejo militar en expansión que se hallaba en Tel Aviv. La expresión normalmente severa de Cohen, acentuada por la delgada cicatriz que tenía encima de la comisura derecha del labio superior, estaba aún más distorsionada. Los rasgos de los hombres que tenía alrededor no sólo reflejaban el dolor que se sentía en todo Israel sino la humillación por la falla de seguridad que había llevado al desastre.
Al jefe del Mossad le vino a la memoria el fiasco de Lillehammer en julio de 1973. Había estado de licencia en su casa cuando llegó la noticia de que sus colegas agentes habían hecho una chapuza en la tarea de asesinar a Alí Hassan Salamé: para vergüenza eterna de esos agentes, en vez de a él habían matado a un inofensivo camarero marroquí llamado Ahmed Bouchiki. La farsa de Noruega había dejado su marca en cada uno de los agentes. Salamé había sido el arquitecto de la masacre en las Olimpíadas de Munich y debía ser el último de los terroristas palestinos culpables que se habría de eliminar. El caso Lillehammer culminó en la mejdal, la pifia, de la Guerra del Iom Kipur, que fue un nadir, tanto para el Mossad como para el Aman, el servicio de inteligencia del Ejército.
Secretamente, Cohen deseaba haber sido él quien hubiera estado a cargo de la operación noruega, pero su futuro como miembro del equipo de asesinatos del Mossad había quedado decidido unos meses antes, durante la eliminación del agente de Septiembre Negro en Roma: aquel estúpido pozo de escalera del tercer piso del apartamento romano debió de haber sido construido con madera balsa. El recuerdo traumático de ese incidente hizo que Cohen instintivamente se agarrara la deshecha rodilla derecha. Su presa ya estaba muerta con tres balas calibre .22 en diversas partes de su anatomía para cuando el accidente se había producido. Recordó la máscara mortuoria de Mohammed Houri y cómo exhibía una sonrisa cínica. Había sido como si el terrorista de la OLP hubiera gozado de la risa última cuando la flor y nata del servicio secreto de Israel resbaló y cayó. Había sido bueno que el compañero de Cohen hubiera estado ahí para rescatarlo.
En Tel Aviv se daba por sentado que a Iaviv Cohen se lo había herido en acción y por cierto que él no había hecho cosa alguna para desengañar a los demás respecto de esta forma de ver las cosas. Si una rodilla quebrada era todo lo que se necesitaba para crear el clima para el ascenso dentro de la organización, entonces se había pagado un precio bajo. El progreso de Cohen dentro del Mossad había sido continuo y seguro. Para estos momentos había tenido el control durante casi seis años. Habían sido años de éxitos, con la salvedad de algunos traspiés en los que habían intervenido pseudoespías en América. La red de informantes de Cohen en el Líbano era insuperable. Algunos de ellos, empero, estaban aproximándose a ser expuestos y esto pondría en peligro a los propios hombres de Cohen. Podrían necesitar que se los retirara.
El insignificante encendido de un fósforo fue suficiente para sacarlo a Cohen de sus cavilaciones. Examinó la cara de sus funcionarios: mostraban pena y resentimiento y no poca frustración. Cohen tenía que ser firme y, aun así, no insensible.
—Señores—dijo lentamente—, hoy el pueblo de Israel está conmocionado, mañana estará de duelo y pasado mañana exigirá venganza.
El jefe del Mossad, en su vestimenta usual de camisa blanca abierta en el cuello y pantalones grises de franela, sacó un paquete de cigarrillos Royal del bolsillo de la camisa. Lo encendió e hizo una profunda inhalación antes de continuar:
— Evidentemente necesitaré un informe completo de nuestros agentes en Londres sobre cómo se introdujo la bomba a bordo. Es probable que fuera un trabajo desde dentro, pero no podemos depender únicamente de la eficiencia de Scotland Yard para armar el rompecabezas.
Los ojos grises pequeños y brillantes de Cohen se fijaron sobre Moshe Weinberg, el jefe de la central europea, el cuartel general de la organización en La Haya. Weinberg se revolvió en su silla: rezó para que esto no fuera el comienzo de una cacería de brujas.
—Moshe—dijo Cohen con dureza—, no es necesario que haga suficiente hincapié sobre la necesidad de que refuerces la seguridad en todas partes. El nuestro es un país pequeño: es probable que el noventa por ciento de la población conociera a alguien que iba a bordo de ese avión o, cuando menos, conociera a alguien que conociera a alguien. No nos podemos permitir el lujo de una pérdida así. Nunca más debe suceder.
Los ojos de Cohen pasaron de Weinberg a los demás miembros de los escalones superiores del Mossad. Se detuvieron sobre Rahamim Ben-Iaacov, el único sefardí del grupo de seis personas. Aunque Ben-Iaacov era sabra, un israelí nativo, sus padres habían inmigrado a Israel desde el protectorado británico de Adén en 1921. Rahamim, bajo y enjuto, nació diez años después. La familia se había establecido en Petaj Tikva, al este de Tel Aviv, y Shmuel y Lea Ben-Iaacov con el tiempo criaron once hijos. A Rahamim, con veinticinco años de servicio, tanto como agente de campo así como operador actuante desde Israel, Cohen lo había elegido para que dirigiera la sección de asuntos árabes del Mossad. En un lapso de cinco años había organizado con eficiencia la infiltración en algunos de los principales grupos terroristas palestinos.
—Si no me equivoco, Rahamim tiene para nosotros información de último momento—dijo Cohen. El jefe, nacido en Polonia, del servicio secreto de Israel volvió a hacer una profunda inhalación de su cigarrillo e hizo un leve gesto con la cabeza al hombre de cabello gris y áspero.
El judío yemení se aclaró la garganta:
—Tengo acá—dijo sosteniendo el papel en alto para que todos lo vieran—un boletín de Reuters en Beirut, que tiene un grupo que se autodenomina la Célula Fundamentalista Chiita Islámica y que reivindica la responsabilidad por la colocación de la bomba.
—¿Se sabe algo—dijo Cohen, más para conveniencia de los demás. En cuanto a él mismo, ya estaba seguro.
—Temo que este grupo es completamente desconocido para nosotros—dijo Ben-Iaacov—. Si ningún otro grupo terrorista reivindica la responsabilidad, entonces tendremos que suponer que éste realmente sí existe.
Reuven Weiss, otro del personal principal de Europa oriental en la organización y jefe del departamento de evaluaciones, sacó la pipa de su boca y la alzó para interrumpir. Ya había visto el informe. Su sección tenía la responsabilidad de analizar la información proveniente de todas las fuentes, ya fuere de agentes de campo del Mossad como agencias extranjeras o la Prensa.
—La única ayuda que tenemos—dijo Weiss—estriba en el nombre del grupo: creo que Rahamim coincidirá en que las palabras “Fundamentalista de la Yihad Islámica” sugieren que son chiitas, y que la palabra “Célula” da la impresión de que son un grupo pequeño.
Ben-Iaacov, asintiendo con la cabeza en señal de coincidencia, tomó las riendas:
—También creo que es bastante seguro decir que tienen su base en Beirut, aunque pienso que su reclutamiento puede provenir del valle de la Bekáa.
Todos los presentes estaban al tanto de que la Bekáa se había convertido en un hervidero de fanatismo chiita cuyas voces cantantes eran los mulás de Irán. No había escasez en el sector de mártires por la causa e Israel estaba padeciendo cada vez más ataques suicidas contra sus tropas en el Sur de Líbano.
El judío sefardí continuó:
—Si su base es, en verdad, Beirut, entonces creo que tenemos una oportunidad de infiltrarlos. La ciudad puede ser un caleidoscopio de facciones enfrentadas, pero esto puede funcionar a favor de nosotros. Las intrigas son abundantes y las lenguas se agitan: aún no he conocido un árabe que pudiera conservar un secreto.
Los hombres sentados alrededor de la mesa sonrieron. Hasta era discernible una grieta en el, en todo otro aspecto, estoico semblante de Iariv Cohen: sabía que el problema principal que tenían iba a ser separar la verdad de las mentiras, tarea que de modo esencial era parte importante del espionaje:
—¿A quién tenemos en el terreno, Rahamim?
El jefe de la sección de asuntos árabes parecía estar perplejo:
—Para ser completamente honesto, patrón, no creo que arriesgaría a uno de nuestros hombres que ya estuviera ahí: sobre la base de la realimentación que estuve recibiendo diría que todos ellos están en peligro de quedar expuestos. Asimismo han estado actuando como sunnitas y palestinos y se los conoce bien como tales. No se pueden transformar en chiitas de la noche a la mañana.
—Entonces ¿qué sugieres?—Iaviv Cohen se estaba poniendo impaciente ante la negatividad que se estaba expresando.
—Querría adiestrar a alguien especialmente para esta tarea. Eso puede demandar más de seis meses, pero tengo la convicción de que funcionará. Por supuesto, el hombre debe ser alguien cuya lengua madre sea el árabe y sea, a la vez, suficientemente joven como para soportar los rigores del trabajo y suficientemente mayor como para que sea tomado en serio.
Iaviv Cohen ya estaba formulando en su mente quién debía ser esa persona. Los judíos sirios que tuvieran poco más de treinta años escaseaban. La mayoría de aquéllos a quienes les había propuesto incorporarse al Mossad habían, o bien negado, lo que era prerrogativa de ellos, o bien tenido insuficientes inteligencia o aptitud psicológica para la tarea. Cohen hizo retroceder su mente a la mañana de septiembre de 1969 en la que su primera tarea real en la organización, aun cuando prosaica, había sido darle la bienvenida a la Tierra Santa a un joven refugiado sirio. Se frotó el mentón en forma pensativa: ahora, ¿cuál era el nombre del muchacho? La sala había quedado en silencio otra vez, con la salvedad del omnipresente chirrido del acondicionamiento del aire. Los funcionarios del Mossad aguardaron a que su superior tomara la iniciativa.
—¡Katri!—La súbita explosión de un nombre hizo que seis pares de cejas se arquearan.
Cohen hizo una pausa antes de volverse hacia Weiss:
—Reuven, quiero todo lo que tengas sobre un refugiado sirio llamado David Katri. Escapó de Damasco en septiembre de mil novecientos sesenta y nueve. Lo sé porque lo recluté—. Después el jefe del Mossad se volvió hacia Rahamim Ben-Iaacov:
—Rahamim, sé que estas cuestiones por lo normal son de tu esfera, pero en esta ocasión me gustaría ser el primero en entrevistar a este hombre. Es una cuestión personal.
—Tfadal—. El empleo por parte de Ben-Iaacov del término árabe para “si así lo deseas” sacó sonrisas en los labios de todos. Pero al yemení le pareció extraño que el hombre que deliberaba de modo regular con el Primer Ministro se molestara en atender una cuestión tan sin importancia como el reclutamiento.
David Katri justamente estaba terminando su desayuno en el comedor comunitario, cuando Iossi Brenner le voceó que tenía una llamada telefónica en las oficinas de la secretaría.
—¿No pueden pasarla para acá, Iossi?—dijo con irritación.
—Lo siento—fue la respuesta—: llegó por la línea externa.
David se puso de pie, haciendo a un lado el plato de leben[17], tortilla, tomates y gran cantidad de otras hortalizas que hacían que el desayuno de kibutz probablemente fuera el mejor de rodo el mundo. Pero David hoy no se hallaba de ánimo para un desayuno, no importaba cuán bueno fuera este. Recorrió las caras tristes que lo rodeaban. Todos estaban conmocionados. Por lo normal, el jeder ojel burbujeaba con ruido, pues los miembros se ponían al día con algunos de los chismes que pudieron haber perdido el día anterior, pero hoy el comedor de Ramat Shlomo estaba mortalmente silencioso y la cabeza de los kibutzniks estaba inclinada. La noticia del desastre aéreo los habría afectado profundamente de todos modos, pero el hecho de que uno de sus propios miembros hubiera estado a bordo echaba un manto sombrío sobre toda la colonia.
David se preguntaba si Arik, dondequiera que estuviere, se había enterado de la muerte de su amigo. David sabía que Avner Wilder era casi tan íntimo de Arik como David mismo, que se había hecho cargo de deberes en el establo después de que Avner hubiera decidido pedir la transferencia a la fábrica. Había estado regresando de un viaje exitoso a Europa para vender las válvulas para agua que producía el kibutz. David sentía un nudo en la garganta. La colonia había perdido algunos de sus miembros en las guerras que debió librar Israel, pero esto era diferente: en una guerra se sabía que existía la posibilidad de que se pudiera morir, pero estallar en un vuelo era tan horroroso que David no podía sacarse de la mente la imagen de la muerte de su amigo.
El joven lo lamentaba, en especial, por Simja Wilder y sus tres hijos: les iba a dejar una cicatriz para siempre. Deseó que el cuerpo de Avner fuera devuelto por el mar en alguna costa del Mediterráneo: eso le permitiría a la familia tener un funeral y también les permitiría a los rabinos declarar a Simja viuda más temprano que tarde. David sabía que a Simja no se le iba a permitir que se volviera a casar a menos que se hallara el cuerpo de Avner o solamente después de que los rabinos estuvieran completamente satisfechos de que en verdad Avner había estado a bordo del avión. David recordó haber leído un relato sobre un piloto que se había estrellado sobre el Norte de Galilea. Era el trabajo de los rabinos de una rama de la guardia civil llamada zihu’i jalalim, identificación de almas, llevar a cabo la desgarradora tarea de buscar lo que hubiera quedado del cuerpo del aviador. Habían peinado la zona en vano durante tres días, hasta que uno de los investigadores halló parte de una oreja colgando de la rama de un árbol. Los rabinos le dieron gracias a Dios. El pedazo de oreja fue todo lo que se enterró, pero había sido suficiente para permitirle a la esposa del piloto volver a casarse, si así lo decidía. Caso contrario, ella y las autoridades religiosas podrían haber creído que se lo había tomado prisionero y, en esas circunstancias, a una esposa se la podía dejar en el limbo durante años.
David, que ahora se consideraba a sí mismo ateo, despreciaba el modo en que los partidos religiosos conspiraban para forzar su voluntad sobre el gobierno. El problema era que cualquier gobierno de Israel, ya fuere de la izquierda o de la derecha, necesitaba el apoyo de esos partidos para ganar, o permanecer en, el poder. Inmerso en pensamientos morbosos, David entró en la oficina de la secretaría. Estaba apenas consciente de Ruth, la telefonista, que le estaba hablando:
—Ya colgaron, David, pero tengo un mensaje para ti...David, ¿estás escuchando?
—Oh, disculpa, Ruth. Sí, ¿cuál era el mensaje?
—Como ya sabes, se supone que vayas ahora a Tel Aviv para una reunión con la Junta sobre Comercialización de Leche. Pues bien, dijeron que la reunión se había transferido a Derej Petaj Tikva, número cincuenta y dos. Ha de ir al tercer piso y es la puerta en la que dice “Compañía de Importación-Exportación Dairymaid”.
David tomó la nota y le agradeció a la mujer. Con rapidez recorrió el camino hacia el estacionamiento de la oficina. Se alegró de que el Citroen hubiera estado disponible. Podría no ser un viaje rápido hasta Tel Aviv, pensó, pero, por lo menos, sería cómodo. David era ambivalente respecto de Tel Aviv: era una metrópolis ruidosa, llena de gente, más parecida a Miami que Miami. Siempre agradecía cambio respecto del del tranquilo aislamiento del kibutz, pero no por mucho tiempo: unas cuantas horas de tránsito, gases del escape y gente eran más que suficientes para él.
Mientras se dirigía al sur a lo largo de la carretera Haifa-Tel Aviv, David pensaba que hasta las hojas de las palmeras de la reserva central estaban más inclinadas que de costumbre. El tránsito era asfixiante como siempre, pero parecía haber algo que le faltaba. David tardó unos minutos darse cuenta de la conspicua falta de los bocinazos de cláxon, tan característicos de los conductores israelíes. En cada semáforo se encontraba rodeado por un mar de caras melancólicas que eran el reflejo de la de él mismo.
David estacionó el Citroen en una calle lateral y entró en un edificio bastante anónimo que era su destino. Era tan aburrido como la mayor parte de la arquitectura de la ciudad más grande de la nación, aunque el joven tuvo que reconocer que esto se debía a que a la mayoría de la ciudad se la había tenido que construir de apuro, para recibir al vasto ingreso de nuevos inmigrantes. Las únicas secciones de la ciudad que lo atraían eran las pobladas vías públicas de compras de Allenby y Dizengoff y los antiguos barrios de Balfour y Neve Tsedek.
David pensó que era extraño que en el vestíbulo no hubiera un cartel que indicara que el edificio contenía una compañía que respondía al nombre de Compañía de Importación-Exportación Dairymaid. El ascensor no funcionaba aunque esto no era en absoluto un hecho anormal en Israel. Todo el edificio estaba deteriorado y David estaba empezando a creer que se le había dado la dirección equivocada. Ascendió las escaleras hasta el tercer piso. Para alivio suyo, una de las oficinas llevaba el título de la compañía. Las letras estaban escritas a mano sobre un trozo de tarjeta que se había fijado a la puerta con chinchetas. Muy poco profesional, pensó mientras tocaba el timbre.
—Por favor, entre: la puerta está abierta—. La voz áspera le resultaba extrañamente familiar. David giró la perilla de la puerta y entró en el vestíbulo de un pequeño apartamento. Se quedó mirando, sorprendido: el vestíbulo estaba totalmente desprovisto de muebles.
—Estoy acá, David. Siga sin desviarse y la primera a la derecha—volvió a decir la voz ronca.
David entró en la habitación, sus sentimientos una mezcla de inquietud y curiosidad. Ante él, y sentado tras una mesa vieja, estaba un hombre bastante pequeño, con calvicie, que tendría cincuenta y tantos años. David advirtió los ojos pequeños y brillantes del hombre y la delgada cicatriz por encima de su labio. Había algo familiar en la cara, así como en la voz, pero no pudo ubicarlo. Todo era muy extraño. El único contenido del apartamento eran él mismo, su anfitrión, dos sillas y una mesa desvencijada..
Iariv Cohen se permitió la más breve de las sonrisas. El hombre que tenía ante él seguía siendo el buen mozo atezado que lo había impresionado en su primer encuentro muchos años antes. Le hizo un gesto a David para que ocupara un asiento, preguntándose si su invitado lo habría reconocido. No importaba, pensó: todo sería revelado dentro de unos segundos.
—Por favor disculpe la decoración bastante escasa: es lo mejor que pudimos arreglar, dadas las circunstancias—. Cohen pudo ver que el sefardí aún estaba desconcertado—. Dígame, David—prosiguió—, ¿el nombre “Iariv Cohen” significa algo para usted?
David se encogió de hombros y negó con un movimiento de cabeza. El único Iariv Cohen que conocía era un antiguo compañero del Ejército, así que pensó que lo prudente era permanecer en silencio hasta que este extraño hombre dijera con claridad su propósito. No tuvo que esperar demasiado:
—Mi nombre es Iariv Cohen y soy el director del Instituto para Inteligencia y Operaciones Especiales, mejor conocido como el Mossad.
El corazón de David dio un vuelco ante la mención del hombre del servicio secreto Israelí. En ese instante reconoció al hombre como el agente que le había dado la bienvenida a Israel. Estaba más viejo, más canoso y más calvo, pero la cicatriz sobre el labio y los ojos pequeños y brillantes eran los mismos. Se preguntaba si el hombre aún renqueaba.
—A-Ahora lo recuerdo—tartamudeó—. Usted estaba en el muelle en Haifa cuando llegué por primera vez a Israel en mil novecientos sesenta y nueve. Me asustó un poco entonces, eso se lo puedo decir.
Cohen sonrió fugazmente:
—Ladro más que lo que muerdo, David—dijo, haciendo una pausa antes de añadir—, con la salvedad de cuando está en juego la seguridad de Israel—. Después, el hombre mayor sacó un paquete de Royal del bolsillo de la camisa y encendió un cigarrillo. No le ofreció uno a David porque sabía que el joven no fumaba.
—.Te puedes estar preguntando—continuó—por qué el jefe del Mossad se molesta en sentarse cara a cara con un gerente de lácteos de un kibutz.
—Por cierto que se me ocurrió, sí.
—No necesito decirte, David, cómo nos sentimos todos por los acontecimientos de ayer. Quizá nosotros lo sintamos con más fuerza que el público en general. En cierto sentido somos responsables por la seguridad de cada uno de nuestros ciudadanos en el exterior y necesitamos meter la pata nada más que una vez para que ocurra una catástrofe. La guerra contra el terrorismo nunca termina. La mayoría de las veces tenemos éxito, pero somos seres humanos y el amargo fracaso ocasional es inevitable.
El pensamiento de David ya se estaba adelantando al del director del Mossad: sabía que tenía una deuda con la organización y que había llegado la hora de que la saldara:
—¿Qué desea que haga, señor Cohen?
Cohen bostezó:
—Discúlpame, David. No he dormido mucho, como te podrás imaginar.
—Tampoco yo: en ese avión perdimos uno de nuestros miembros.
—Entonces estoy seguro de que ambos desearíamos vengar su muerte—. Cohen miró con fijeza a su invitado. Sabía que estaba jugando una carta emotiva, pero no había lugar para el sentimiento cuando de venganza se trataba. Los ingleses tenían una frase para esto: la venganza es un plato que se sirve mejor frío.
—Entonces, ¿qué quiere usted de mí, señor Cohen?—dijo David otra vez.
—Bueno, primero que nada tengo la obligación de informarte que tienes todo el derecho del mundo para declinar tu incorporación a la organización. No reclutamos por la fuerza a nuestros ciudadanos y como ya firmaste tu conformidad con la Ley de Secretos, puedes salir de esta habitación cuando termine esta reunión y nunca más se te molestará—. Cohen apagó el cigarrillo en una cenicero barato de latón, la única ornamentación que había en la mesa, antes de continuar:
—Sabemos que esto realmente no rige en tu caso, David pero, de todos modos, me gustaría parafrasear la descripción que Isser Harel, un antiguo director de nuestro servicio, hizo respecto del modo en que seleccionamos nuestros agentes: nunca aceptaremos un aventurero del tipo James Bond. No queremos esa clase de héroe en nuestro servicio y no queremos los voluntarios que tan a menudo vienen a nosotros. Como regla somos nosotros los que le sugerimos a un hombre que podría trabajar con nosotros. Si acepta la idea le permitimos que se ofrezca como voluntario. La primera pregunta que nos hacemos es por qué el agente potencial va a salir a la aventura. Queremos que nuestros operadores sean patriotas honestos, leales y fieles pero, por sobre todo, modestos. El anonimato y la discreción son esenciales si el agente ha de tener éxito. A los que tienen la lengua floja se los expulsa lo más pronto posible.
Cohen hizo una pausa para que las palabras de su antiguo jefe se entendieran, aunque tenía casi la absoluta certeza de que David Katri poseía más las cualidades de Eli Cohen que las de James Bond.
—Por favor, dígame lo que quiere que yo haga—dijo David.
Cohen observó que el entrecejo del joven se fruncía por la preocupación. Se necesitaba un tipo especial de personalidad para practicar con éxito el arte del espionaje. El trabajo era solitario y el espía tenía que guardar en su interior toda emoción. Eso había costado más de un matrimonio, y el primero de Cohen también había zozobrado en las rocas de la profesión. Había escaso reconocimiento durante el servicio y hasta los espías jubilados debían jurar que mantendrían la confidencialidad.
—Muy bien—dijo el hombre mayor por fin—, ahora vayamos al asunto. El grupo que reivindica la responsabilidad por la explosión de nuestro avión de pasajeros nos es desconocido. Puede tomar más de un año, pero queremos que te adiestres e infiltres en ese grupo. Estimamos que son chiitas y que tienen su base en Beirut, con conexiones con fundamentalistas proiraníes en la Bekáa. Ya hemos iniciado la concienzuda investigación de cómo tuvo lugar el desastre y nuestros hombres en el mundo árabe está tratando de obtener más información sobre la así llamada Célula Fundamentalista Chiita Islámica.
La mente de David galopaba. ¿Cómo aprendería a ser chiita? ¿Qué le diría al kibutz como motivo para que lo deje? ¿Qué, y eso era lo más importante de todo, le iba a decir a su esposa y sus hijos?
—Si estás de acuerdo en unirte a nosotros—continuó el hombre mayor—, dentro de poco te reunirás con nuestro director de asuntos árabes: él será tu punto de contacto. Considéralo un padrino: será tu mentor, un hombre en el que puedes y debes confiar sin reservas. Mientras tanto te sugiero que le informes al kibutz que decidiste irte para ocupar un cargo como director de una agencia de importación-exportación de equipos para la industria láctea que está en Tel Aviv, pero cuya sede es estadounidense. Tu trabajo exigirá que viajes mucho. Montaremos la fachada para ti y te puedo asegurar que tu oficina tendrá más que solamente una mesa y dos sillas.
David forzó una sonrisa:
—Espero que también tenga en la puerta de entrada una placa de identificación metálica adecuada.
—Eso también—dijo Cohen, aliviado por lo positivo de la respuesta de Katri.
—¿Qué hay respecto de mis esposa e hijos, señor Cohen?—David nunca había tenido secretos para Yael y ella lo conocía mejor que lo que él se conocía a sí mismo.
—Ti esposa y tus hijos tienen que desconocer tus verdaderas actividades...y eso, temo, es un prerrequisito para unirse a nosotros.
—Mi esposa, señor Cohen, no solamente es la persona más discreta sino que también es la más perspicaz. Creo que adivinará con mucha rapidez lo que estoy haciendo. Justamente la semana pasada le dije cuánto amaba yo mi trabajo y que el kibutz era la única forma de vida para mí, aunque debo admitir que ella misma agradecería el regreso a la gran ciudad.
—David, si tu esposa es tan discreta como dices no hará algo que ponga en peligro tu posición. Sea como fuere estarás obligado a no divulgar información alguna que pueda confirmarle sus sospechas.
—Entiendo—respondió David. Sabía que Yael agradecería el regreso a Tel Aviv. Podría volver a tener su antiguo trabajo en el hospital y practicar la clase de auténtica enfermería que en el kibutz tanto le faltaba. Pero David también sabía que ella se iba a sorprender por la decisión de su marido.
—Bien—dijo Cohen levantándose y extendiendo la mano—, bienvenido al Mossad. Algunos dicen que nuestro lema es “mediante el engaño harás la guerra”, pero en realidad es “porque con sabia guía puedes librar tu guerra”. Es de Proverbios 24.6. Creo que prefiero el primero. Dentro de unos días hará contacto contigo Rahamim Ben-Iaacov. Es uno de nuestros mejores hombres. Puedes confiarle tu vida.
Mientras David estrechaba la mano extendida de Cohen, el hombre mayor agregó un anexo:
—Puedes tener que hacerlo.
Después de que David Katri se separó de su nuevo patrón, su mente empezó a correr con imágenes que solamente había recogido del cine. ¿Él, un espía? Eso era irreal. Y, sin embargo, tenía que admitir que lado a lado con el temor iba la emoción de la expectativa. No fue sino hasta más tarde que la aleccionadora historia de Eli Cohen lo hizo reflexionar sobre lo que su acción podría significar para sus seres queridos.
En otra tierra, en otro mundo, Rashid Sedaui ingresaba por la entrada trasera en el edificio de apartamentos lleno de agujeros de granadas que estaba en el Oeste de Beirut. Alguien habría dicho que la manzana era inhabitable, lo que era mejor. Los miembros del Consejo Superior de la Célula Fundamentalista de la Yihad Islámica habían sido cuidadosos para elegir el emplazamiento de su cuartel general. Aquí no habría vecinos curiosos que chismorrearan sobre extraños sucesos en el número seis, tercer piso. Casi toda la calle estaba en ruinas, un adecuado tributo a la guerra interna de una década atrás, que lo había puesto a Líbano de rodillas.
Sin embargo, a Rashid Sedaui no le interesaba la situación difícil de su país. Esta tierra desgarrada, trágica, nunca había sido realmente suya: pertenecía a los terratenientes y a los financistas, a los narcotraficantes y los proxenetas de la calle Hamra. Líbano moriría tal como había vivido y el mundo apenas si dejaría caer una lágrima. En vez de eso sonreiría de modo tan enigmático como la Gioconda. Rashid se reprendió sí mismo por evocar la gran obra de arte cristiana: había tratado de descartar toda la cultura occidental que había absorbido antes de entregarse al abrazo de Alá. Mientras subía la escalera borró de manera consciente la pintura de da Vinci. El renacimiento del Islam iba a empequeñecer todo lo que los infieles le habían dado a la civilización.
No había guardias en el frente o la parte de atrás del edificio: sencillamente atraerían la atención. El rellano del tercer piso también estaba desprovisto de formas humanas. El familiar olor rancio que había en el pasillo lo intoxicó. Se paró un instante ante la puerta opuesta del número seis, deleitándose en un súbito arrebato de euforia por la gran hazaña que había logrado y por las alabanzas que por esa acción seguramente iba a recibir.
Rashid dio la señal previamente acordada, dos golpes secos seguidos por dos largos y más intensos. Al cabo de unos segundos oyó que se corría un cerrojo. El hombre que abrió la puerta estaba vestido con ropa sacerdotal.
—¡Ala’u Ajbar!—exclamó el atildado mulá de barba gris. El clérigo alzó los brazos y lo envolvió a Rashid en un abrazo de oso; después lo besó dos veces en ambas mejillas. Rashid sintió una momentánea incomodidad cuando la áspera barba le raspó las mejillas, pero la calidez de la bienvenida de su mentor lo cubrió con un resplandor que había disfrutado por última vez cuando miraba en el televisor del irlandés, la noticia de la caída del EL AL
—No soy más que un junco movido por el viento—dijo, aferrando los brazos del viejo en un cálido abrazo—: me inclino ante la voluntad de Alá y Sus mandatos.
Mehdi Laham sonrió. Rashid era verdaderamente recto en la casa de Alá. Había probado, más allá de cualquier duda, que era un miembro valioso del grupo. Grandes cosas se podían esperar de este hombre, tan pequeño en cuanto a estatura, pero con una inteligencia tan aguda como la de un janyar beduino.
El mulá le hizo un gesto a Rashid para que entrara en un cuarto contiguo. El visitante pudo oler el delicioso aroma de comida libanesa que emanaba de la cocina. Vio fugazmente una mujer vestida con chador: sabía que era Fátima Fadas, la única mujer presente y, por consiguiente, centro de la atracción sexual. Pero el mulá resguardaba la dignidad de la mujer con diligencia y ningún miembro del grupo se atrevía a hacer el más mínimo avance. Se decía que era sobrina del mulá, pero nadie buscó investigar esto. Rashid sospechaba que los ojos almendrados de Fátima traicionaban falta de inocencia, pero las mujeres le preocupaban poco: eran bienes muebles a los que se usaba y descartaba a voluntad y, sea como fuere, nunca podrían reemplazar el éxtasis de estuprar un muchacho.
Rashid siguió al mulá adentro de la habitación. Estaba tal como la recordaba, escasamente provista con un narguile en el rincón opuesto, aunque la pipa de burbujas principalmente estaba como decoración y sólo en raras ocasiones se la fumaba. Sentados en el suelo alrededor de una mesa baja había otros miembros del consejo superior: Jasán Jilbaui, Fuad Kereké y Alí al-Mayid Salé. Los hombres prorrumpieron en un aplauso y Rashid disfrutó con esa aprobación.
—Shukran, hermanos míos, qué bueno es volver a verlos—dijo en voz baja y se desplazó hacia el lavamanos que estaba en el rincón. Oró mientras se lavaba las manos y después se sentó a la mesa, recorriendo con la mirada el mezze que se extendía ante él: incluía todos sus favoritos, desde jelba marroquí, semillas de fenogreco molidas y batidas hasta convertirlas en una espuma, hasta ensalada tabulé y hojas de parra rellenas. La boca se le empezó a hacer agua.
Los cuatro hombres esperaron a que el mulá ocupara su asiento. Después, su líder tomó un pan de pita en la mano derecha y empezó la comida dándole gracias a Alá, el proveedor:
—Bismilá...
A continuación de la breve plegaria. Mehdi Laham ofreció trozos de pan a los cuatro hombres. El primer trozo se le otorgó a Rashid, en honor a sus hazañas, y el hombre más joven sintió entonces que era un miembro aceptado del grupo. Ahora se iba a dar un banquete porque habría mucho tiempo para discutir sus planes. Faltaba una hora para el anochecer e iban a tener que dejar el edificio en el crepúsculo. Aun cuando esta casa de seguridad en particular todavía estaba milagrosamente conectada con la red de electricidad, nunca se la empleaba de noche: cualquier luz que surgiera del edificio en ruinas podría llamar la atención de manera indeseable.
La cena se llevó a cabo en absoluto silencio, únicamente perturbado por Fátima Fadas que entraba ocasionalmente para volver a llenar los platos vacíos. Solamente el tintineo de la vajilla en la cocina interrumpía el silencio de los comensales. Después de que hubieron bebido café turco caliente en extremo y entonado más plegarias, el mulá dirigió su atención hacia las hazañas de Rashid Sedaui.
—Rashid, hermano nuestro—dijo—, estamos en deuda contigo por el gran trabajo que has perpetrado contra el enemigo sionista. Hemos sacudido el mundo en el nombre de Alá, el Compasivo y el Piadoso y el mundo ahora conoce nuestra existencia. Sin embargo debemos estar vigilantes: nuestro nombre y lo que representamos deben ser las únicas cosas que se sepan de nosotros. Lo que poderosos ejércitos no lograron conseguir lo conseguiremos nosotros, pero solamente mediante el sigilo. Sé que nuestro hermano Rashid tiene muchos pensamientos que desea comunicarnos y se ha ganado el derecho de hacerlo.
Rashid aceptó el permiso del mulá para hablar, pero esperó unos segundos como cuestión de cortesía. Había investigado varias veces el discurso que estaba por dar. Había estudiado las palabras de Abdalá Tal, al-Akkad y otros y le era importante pronunciar su preámbulo con una oratoria fogosa, antes de llegar al meollo de su plan para sacudir el mundo.
El hijo del labriego libanés hizo una profunda inhalación. Los ojos que había alrededor de la mesa denotaban poca emoción, aunque Rashid pensaba que reflejaban un nuevo respeto por él:
—Hermanos míos—empezó deliberadamente—, el Islam exige la adhesión a la hidalguía de la generosidad, del orgullo, del coraje, del fervor y de la energía para la defensa de los débiles, de los extranjeros y de los conversos. Como ustedes saben, los judíos no tienen ninguna de estas cualidades. El Islam exige la fe en la existencia de otro mundo, del Infierno y del Paraíso, en tanto que el único propósito en la vida que tienen los judíos es el esfuerzo materialista que les brinde pleno placer, así como satisfaga sus degradadas aspiraciones y viles propósitos en este mundo. Los judíos desprecian a la mujer, a la que emplean como sirvienta y mercadería barata que les permite ganar dinero para que ellos alcancen sus objetivos. El Islam prohíbe el derramamiento de sangre, con la salvedad de cuando lo hace por ley; prohíbe el robo y la inmoralidad, en tanto que los judíos permiten el derramamiento de sangre de un no-judío, el robo de su dinero y la corrupción del honor de su esposa.
El idioma árabe se prestaba a esta clase de retórica que fluía desde el alma misma de Rashid. Al percibir que el odio que había en la habitación reflejaba el que él sentía, se fortaleció en su convicción:
—El choque entre musulmanes y judíos—prosiguió—es el choque entre el bien y el mal. O bien Israel desaparece y vuelve al lugar del que vino o todas las naciones árabes y Persia se convertirán en su presa. Israel devorará nuestra carne y nuestra sangre y se interpondrá en nuestro desarrollo. La desaparición de Israel es un resultado más fácil y más razonable. Es el resultado inevitable de la realidad del destino de Sión. Israel es el cáncer, la herida maligna, en el cuerpo del Islam para la que no hay más cura que la erradicación.
Cada vez más enardecido, Rashid dirigió su atención a los lazos de Israel con el imperialismo y escupió la palabra rabiba: recordó cómo la expresión “hijo en adopción temporaria” había sido una favorita de Nasser: “Israel es un hijo en adopción temporaria del imperialismo y, hasta ahora, no hemos podido enseñarle a ese hijo una lección.”
Pudo ver que el mulá se estaba preparando para interrumpir, así que por deferencia dejó de hablar.
—Ia Rashid—dijo el anciano, sonriendo con benignidad mientras se acariciaba la luenga barba—, ¿qué otra lección tienes en mente?
El joven se dio cuenta de que se estaba acercando el momento en que habría de revelarles su plan maestro. Básicamente aún se encontraba en las etapas de formación, pero Rashid tenía que convencer a estos hombres y, en especial, al imán, de que el plan era práctico; de largo plazo pero, aun así, práctico.
—Hermanos míos—dijo—, a Israel lo apoyan de modo tan completo Estados Unidos y otros lacayos imperialistas del Occidente que a mí me parecería inútil continuar nuestra lucha de manera convencional. Combatí por la liberación de los Altos del Golan y de Kuneitra en mil novecientos setenta y tes. El ejército sirio, repleto como estaba con armas y hombres, no poseyó la voluntad necesaria como para llevar adelante su ventaja inicial. Assad y sus alauitas no fueron más que tigres de papel. La gloria de Alá y del Islam depende de nosotros, de nosotros solos,
Tal como es la costumbre árabe, Rashid no respondió de modo directo la pregunta del mulá: era necesaria más retórica hasta que el momento fuera el oportuno para revelar la esencia del plan.
—El cáncer que es Israel—continuó—no se eliminará nada más que haciendo estallar aviones civiles de pasajeros. Ni uno ni cien. Los judíos se reproducen como moscas sobre el cadáver de una oveja. Al cáncer solamente lo podemos eliminar mediante el empleo de un arma tan destructiva que los judíos se encojan de miedo ante ella como perros.
Los hombres que estaban en la habitación se hallaban extasiados por la oratoria de Rashid. Cada uno de ellos secretamente había albergado el sueño de destruir Israel en una nube en forma de hongo, pero una tarea así necesitaba, no solamente deseo fanático sino un hombre que hubiera estado dispuesto a, y que supiera cómo, convertir lo que es deseable en lo que es practicable. Compartían la sensación de que ante ellos estaba sentado un hombre capaz de cualquier cosa. Eso era, a un mismo tiempo, excitante y amedrentador.
Los ojos pardos de Mehdi Laham, llorosos en la vejez, mostraron momentánea preocupación: en su condición de protector del Islam no podía permitir la destrucción de los lugares sagrados que había en Jerusalén, las mezquitas de al-Aksa y de Omar:
—Ia Rashid—dijo con firmeza—, me importan muy poco los suníes de Jerusalén, pero no puedo permitir la destrucción de nuestros sitios sagrados. Una vez que se construye una mezquita es sacrosanta. Ninguna mezquita, ni siquiera una que se estuviera cayendo a pedazos por los estragos del tiempo, debe ser demolida por la mano de un verdadero creyente: eso presagiaría el fin del Islam.
Rashid también estaba tan versado como el imán en las complejidades de las teología y tradición islámicas. Estaba convencido de haber tomado en cuenta la mayoría de las eventualidades de esta clase:
—Las mezquitas no serán tocadas, maestro mío—dijo.
—¿Cómo puedes prometer eso? Todo el mundo sabe que las bombas nucleares, y supongo que es a eso a lo que te estás refiriendo, destruyen todo—. Quien hablaba era Hassan Hilaui, un hombre pequeño y enjuto que tenía un bigote negro azabache al estilo Dalí. Rashid pensaba que tenía más aspecto de druso que de chiíta y no confiaba en él.
—Eso es verdad, Hassan, amigo mío—respondió—, pero todo depende del tamaño de la bomba y de su emplazamiento. Durante mis muchos meses en Londres tuve tiempo para estudiar a fondo esta cuestión. Pasé muchas horas en la biblioteca del Instituto de Estudios Estratégicos. Leí cada libro sobre armas nucleares que hubiera caído en mis manos—. Hizo una pausa para sacar un Marlboro de un paquete abierto que alguien había dejado sobre la mesa. Era sorprendente que ya hubieran saltado al poder destructivo de una bomba sin haber tomado en cuenta el método por el que se la iba a obtener. Casi era como si lo hubieran dado por descontado.
Rashid le sonrió al grupo antes de continuar, su diente de oro refulgiendo cuando un rayo del sol del fin de la tarde ingresó con toda su fuerza a través de la ventana del balcón.
—Hermanos míos, veremos los puntos más específicos de los detalles técnicos más tarde. Basta decir en este momento que la obtención de armas nucleares tales como una bomba de un megatón o, inclusive, una neutrónica que, como puede que sepan, mata a la gente pero deja los edificios en pie, es algo que se debe descartar por completo. No se halla dentro de los confines de lo practicable el robo de una de esas armas a las que, me permito agregar, solamente se encuentra en los arsenales de las grandes potencias. Por añadidura no necesitamos explosivos tan inmensos para alcanzar nuestra meta. Es mucho más fácil robar una cantidad relativamente pequeña de uranio enriquecido, unos treinta kilogramos digamos. Esto sería suficiente para producir una bomba de quince kilotones. Se la podría llevar en una caja de bronce de cañón que midiera menos de un metro cúbico.
Rashid podía percibir que estaba teniendo subyugados a sus oyentes. La habitación estaba en silencio. Tampoco salía sonido alguno de la cocina: parecía que Fátima Fadas había completado el lavado de platos.
Fuad Kereké, que compartía antecedentes similares a los de Rashid, en el sentido de que provenía de una pequeña aldea chiíta del Sur de Líbano, rompió el silencio con la pregunta inevitable:
—Ia Rashid, ¿qué es una bomba de quince kilotones?
Rashid miró con amabilidad al hombre. Fuad era obeso con rasgos afeminados, pero era confiable y el único miembro del grupo con el que sentía un vínculo íntimo, tan íntimo que se había disfrutado su expresión en la mutua gratificación sexual de los dos hombres. El gordo tampoco criticaba cuando se llegaba a la cuestión de las extensas cicatrices producidas por quemaduras, en el cuerpo de Rashid.
—Fuad, hermano mío—dijo sin desdén—, es casi lo mismo que la cantidad que los estadounidenses dejaron caer sobre Hiroshima.
—Pero ésa destruyó la ciudad. No causó un éxodo en masa de su tierra por parte de los japoneses—, interrumpió Hassan Hilaui.
—Es cierto, pero la bomba que destruyó Hiroshima detonó a unos quinientos metros sobre el suelo. Esto produjo la máxima cantidad de daños por la explosión y es por eso que la mayoría de los edificio quedó destruida. Mi plan no entrañaría la destrucción de un solo edificio. No necesariamente significaría una pérdida inmediata de vidas. Los judíos y los palestinos que optaran por quedarse morirían lentamente.
—¿Cómo es eso posible, ia Rashid?—preguntó el clérigo, de vuelta acariciando su abundante barba, pero esta vez con un dejo de nerviosismo.
—En una palabra, lluvia radiactiva: la cantidad de radiación que se libere en la atmósfera será de proporciones inimaginables. La Tierra Santa quedará inhabitable. Si no podemos vivir ahí, entonces nadie vivirá ahí. Nuestras sagradas mezquitas se alzarán en silencioso tributo a Alá durante los mil años siguientes.
Hassan Hilbaui había estado escuchando atentamente al extraño hombrecito sentado frente a él. El plan era atrevido e imaginativo, pero aún quedaban muchas preguntas por responder:
—Aún no nos has dicho cómo una bomba relativamente pequeña como ésa obligará a la abominación de Israel a someterse—dijo.
Rashid lanzó una mirada asesina a Hilbaui. Sus ojos, charcos negros de veneno, transmitieron su disgusto nada que más que durante un momento, antes de suavizarse en una sonrisa:
—Mi querido hermano, no es el tamaño de la bomba lo que es importante: dónde se la coloca lo es. Cuando se produce la detonación cerca de la superficie de la Tierra, millones de partículas de polvo vaporizado son llevadas hacia el interior de la nube en forma de hongo. A medida que el calor disminuye, los materiales radiactivos que se vaporizaron se condensan sobre las partículas y caen de vuelta a tierra. A este fenómeno se lo denomina “lluvia radiactiva”.
—Seguramente eso dependerá de la dirección en la que sople el viento—dijo Hassan.
—Por supuesto, por supuesto—se entusiasmó Sedaui—. Y eso es lo hermoso de mi plan: haré explotar la bomba el día que sople un shurquíia. El viento sopla de este a oeste...sólo que esta vez llevará consigo las semillas de la destrucción de nuestros enemigos.
El mulá se acarició la barba gris con gesto pensativo. Selaui era un fanático religioso poseído, como todos ellos, por un odio incontenible por la abominación sionista, pues demasiado fanatismo traía apareada una ceguera intrínseca a otras posibilidades:
—Ia Rashid—dijo con firmeza, sus viejos ojos reflejando tanto comprensión como sabiduría—, estás hablando como si este plan tuyo se debiera ejecutar pase lo que pasare. Es mi creencia que a los israelíes por lo menos les deberíamos dar la opción de abandonar Palestina por propia voluntad. Una amenaza puede ser suficiente para persuadirlos.
Rashid se dio cuenta de su error: había hablado de la explosión de la bomba como de un hecho consumado. En la descripción de su plan debió haber incluido lo que los estadounidenses llaman “opción suave”:
—Por supuesto, maestro mío—sonrió con deferencia—, a los israelíes se les pondrá al tanto de la validez de nuestra amenaza, pero tengo la creencia de que preferirán suicidarse en masa, antes que entregar la tierra que usurparon.
—De todos modos, Rashid, se les debe dar la oportunidad de expiar sus pecados. El Islam es una religión de indulgencia, siempre y cuando se resarza la injusticia y, además, los israelíes nunca se habrán enfrentado con una amenaza así en toda su existencia.
Hassan Hilbaui, cansado de esta discusión sobre ética, .se retorció con irritación el extremo del bigote. Esperó a que los ojos de Sedaui registraran coincidencia con el punto de vista del mulá. Punto destacado o no, a Hilbaui lo preocupaban más los detalles del plan de este demente. De alguna manera había que detenerlo:
—¿Y de dónde se espera que obtengamos esta amenaza?—dijo, agregando con sarcasmo—: no es un artículo que se encuentre normalmente en el suq[18] local.
Sadaui hizo caso omiso del comentario mordaz y tomó nota mental sobre vigilar muy de cerca a Hilbaui: no había lugar para los incrédulos. La voluntad de Alá exigía apoyo total e incondicional:
—Tienes absoluta razón, ia Hassan, pero tenemos la suerte de que hace poco una nación amiga adquiriera la capacidad para fabricar una bomba nuclear. De hecho, ya ha fabricado tres...y propongo aliviarla de una—. Al observar divertido la cara de desconcierto de los hombres que lo rodeaban, Rashid añadió: —Hermanos míos, estoy hablando de Pakistán. Una nación islámica, amigos míos, y donde hay musulmanes habrá ayuda para nuestra causa. Me propongo volar a Karachi la semana que viene. Puede ser que esté fuera dos meses como mínimo; quizá mas. Fuad Kereké me acompañará.
—Será un honor, ia Rashid—gorjeó, retorciendo con excitación las cuentas de caoba de su rosario antiestrés. La devoción del gordo por Sedaui trascendía, inclusive, la lujuria puramente física de sus encuentros sexuales.
Rashid dirigió la mirada hacia el mulá. Había sido atrevido, quizá demasiado atrevido, en su enfoque. Necesitaba que el clérigo lo reconfortara. Con alegría no le vio en los ojos un destello de reprimenda.
—¿Cuál es el lapso de ejecución para este plan tuyo?—Era Hilbaui. El hombre realmente era insufrible, pensó Rashid.
—Tengo la convicción de que podemos estar listos con nuestra amenaza dentro de un año o de dos contados a partir de ahora, en función de la voluntad de Alá. Alrededor de la época de la Pascua judía...sólo que esta vez el Ángel de la Muerte no pasará por alto sus hogares.
Sedaui esperó a que las risas se apagaran antes de asegurarles a sus interlocutores que se enterarían sobre más de su plan en fecha próxima. De manera irritante, Hassan Hilbaui sacó a colación la cuestión del financiamiento:
—Puede ser necesario engrasar muchas manos, y ni que hablar del costo de tus gastos de viaje, ia Rashid—dijo, su escepticismo ahora convertido en una verdadera espina en el costado de Rashid.
—Aumentaremos las exacciones a los agricultores de la Bekáa—respondió Sedaui—: la cosecha ha sido buena este año. Asimismo solicitaré un préstamo a Abu Mussa.
—¡Ffff! Nunca debemos solicitar un favor de ese idólatra—escupió Hilbaui. Reflejaba la consternación de todos ellos. Abu Mussa era un mal necesario, pero esto no quería decir que debían degradar el Islam poniéndose en deuda con el maronita, traficante de drogas y otras mercancías, cuyo único interés era el lucro. Al hombre se lo debía tratar como a un paria.
—No es más que un medio para alcanzar un fin, ia Hassan. Abu Mussa necesita el hachís. Si amenazamos a los agricultores, no lo obtiene.
El mulá, decidiendo que era hora de que ejerciera su autoridad, puso fin a la discusión con un aforismo que era tan apropiado como manido:
—Hermanos míos—dijo, en un gesto que llamaba a la mesura—, en ocasiones es necesario negociar con el Diablo con el objeto de destruirlo.
Hilbaui no estaba convencido:
—Pero a los demás grupos de luchadores por la libertad no les agradaría tal escándalo—dijo, su voz quebrándose por la agitación.
—Te preocupas demasiado, Hassan—sonrió Sedaui, el diente de oro centelleando amenazador.
—¿Y qué pasa si los israelíes toman represalias con sus propias armas nucleares? Es un secreto a voces que las tienen.
—¿Contra quién, Hassan? ¿Líbano? ¿Siria? ¿Egipto? ¿Irán? Nunca sabrán la fuente responsable por su fenecimiento. En cuanto a Occidente, le interesan más los edificios que la gente.
En ese momento, Mehdi Laham llamó a poner fin a la reunión. Rashid sabía que el clérigo le iba a exigir más detalles en privado, pero esos detalles no iban a contener ciertos elementos importantes: solamente Rashid Sedaui conocería la ubicación exacta de la bomba, solamente Rashid Sedaui iba a decidir el destino de Palestina.
Mientras los hombres que estaban alrededor de él comenzaban una excitada conversación, Rashid oyó el crujido de ropa detrás de él. El brazo derecho de Ftima Fadas le rozó la oreja cuando la mujer llenó los cuencos vacíos con semillas de girasol y de calabaza.