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Capítulo 6

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El hombre alto y delgado que vestía camisa roja de cuadros y pantalones beige entró en un café con mesas en la acera. Se sentó y llamó al camarero:

—¡Café solo y tráigalo pronto!—ladró.

David Katri, sentado a una mesa cercana, se sumergió en su periódico matutino. Estaba agradecido por la sombrilla que lo protegía del ardiente sol. El  camarero aún tenía que acercarse a él para tomarle la orden, cuando el hombre delgado se puso de pie,  tiró algunas monedas sobre la mesa y procedió a caminar a paso vivo hacia el norte a lo largo de la populosa avenida. David esperó unos segundos antes de escabullirse de su mesa, observando con el rabillo del ojo la mirada de consternación que tienen los camareros cuando permiten que un cliente se les escape.

David persiguió su presa a una discreta distancia. Después de caminar unos cien metros, el hombre delgado empezó a correr. David pudo ver que iba en pos de un autobús de la línea nueve que justamente acababa de estacionarse afuera de la Torre Shalom. Por suerte había una cola larga que, por lo menos, debía demorar al hombre lo suficiente como para que David lo alcanzara. Para el momento en que David había logrado subir a fuerza de empujones, estuvo separado del hombre por un mar de cuerpos. La combinación del olor de los cuerpos y de los gases del escape diesel era abrumador. El hecho de que ambos hombres hubieran sido más altos que los demás pasajeros significaba que eran tan visibles el uno para el otro como los cocos que sirven de blanco en parques de diversiones. Katri apartó la mirada; no se podía permitir darle a su presa el más mínimo indicio de que la estaba siguiendo.

El repleto autobús se tambaleaba de un lado para otro cuando el conductor sorteaba esquinas con escasa consideración por sus pasajeros. En la tercera parada el hombre desapareció de la vista. David sintió la insidiosa invasión del pánico cuando se dio cuenta de que estaba acorralado.

Slijá, slijá—gritó—. Disculpen. Debo bajar aquí—. Empezó a abrirse paso a empujones hasta la salida más cercana, que estaba en la parte anterior del autobús.

—Oiga, usted—espetó el conductor—, no puede bajar por adelante. ¿No sabe que es nada más que para pasajeros que ascienden?

Para estos momentos, David no estaba de humor para obedecer  las disposiciones de la compañía de autobuses Dan, no siendo un factor nimio para la desobediencia el hecho de que en Tel Aviv nadie las obedecía tampoco. Se abrió paso a empujones entre los pasajeros que subían, algunos de los cuales empezaron a maldecir en el lenguaje más obsceno. El corazón dio un vuelco cuando se dio cuenta de que podía haber perdido su presa. Sintiendo una sensación cada vez mayor de impotencia, forzó los ojos y miró en todas direcciones. Estaba a punto de rendirse cuando vio fugazmente la camisa roja de cuadros desaparecer en una calle lateral a unos cincuenta metros de distancia. Atravesó la distancia a  en forma vertiginosa antes de detenerse bruscamente en la esquina, con el objeto de recuperar el aliento.  Al mirar alrededor de la esquina del edificio vio, justo a tiempo, que el hombre delgado entraba en la puerta de una tienda. David se metió en un callejón frente a la tienda y esperó, tomando nota mental del nombre y de la dirección del local.

El tiempo transcurrió con lentitud y se sintió a sí mismo dejarse llevar hacia reflexiones sobre cómo su vida había cambiado de modo tan drástico desde su reunión con Iariv Cohen apenas seis semanas atrás. Sus compañeros del kibutz se habían esforzado por persuadirlo de que se no se mudara a la ciudad, les había resultado incomprensible que quisiera abandonar la comunidad en la que había parecido estar tan feliz. Eso afectaría a los hijos, dijeron, y era cierto que Boaz y Shoshana ya se estaban rebelando contra la nueva escuela, si bien David estaba seguro de que al cabo de unas semanas se iban a adaptar. Por lo común, los niños se adaptan a un entorno nuevo más temprano que tarde.

A pesar de la advertencia de Cohen de no confiarle a su esposa el motivo para el súbito cambio de actitud, David se dio cuenta de que iba resultar imposible mantener la farsa durante mucho tiempo. Iael conocía la historia del escape de su marido desde Siria y habían  bromeado respecto de que probablemente un día iba a tener que saldar la deuda. La mudanza a Tel Aviv había sido tan  intempestiva que su esposa había llegado a la conclusión casi de inmediato. Se habían quedado en la cama después de una sesión de sexo particularmente exquisita. Iael estaba apoyando la cabeza en el reconfortante hueco entre el pecho y el brazo de David. Tal como era su costumbre en esos momentos había empezado a retorcerle los pelos del pecho formando espirales. Todo era gozo, hasta que ella pronunció esas dos simples palabras:

—Lo sé.

La mente de David había galopado: ¿qué pasaba si ella exigía conocer cada detalle  de la misión de él? Había sentido el pinchazo de una conciencia que lo punzaba, cuando Iael, haciendo gala una vez más de la extraordinaria telepatía que había entre ambos, buscó darle reposo a la mente de su marido:

—David, no quiero que me digas jamás algo de lo que estás haciendo. Para mí será suficiente que regreses indemne.

—David, David...

Katri sintió una mano que lo tironeaba en el hombro. Su corazón se desbocó cuando giró sobre sí mismo: era Rahamim Ben-Iaacov.

—David, amigo mío. No te diste cuenta de que te había estado siguiendo todo el tiempo, ¿no es así? También Amnon, el hombre alto delgado, dijo que se dio cuenta de que estabas tras su rastro desde el instante en que te sentaste en el café. Temo que tendremos que  hacerlo todo de nuevo otra vez.

Katri se sentía estúpido: no sólo se lo había atrapado soñando despierto sino que se dio cuenta de que había cometido el error capital de esconderse tras un diario mientras que, al mismo tiempo, trataba de mantener un ojo sobre su blanco. Se le había dicho que eso era algo estrictamente de película.

—Bien—dijo Ben-Iaacov—, regresemos a la oficina para que rindas tu informe. No lo has hecho ni mejor ni peor que otros principiantes.

Durante las semanas siguientes, David Katri siguió el camino tomado por incontables agentes antes que él. Algunos, como Eli Cohen, se habían convertido en leyenda, pero únicamente dentro de la organización. La mayoría iba a permanecer como miembros de una fraternidad anónima, que nunca cosechaba reconocimiento en forma individual de una nación que, de todos modos, estaba orgullosa de, y agradecida por, la dedicación abnegada de esos agentes.

Al igual que a quienes lo precedieron, a David se lo hizo atravesar las calles de Tel Aviv tratando de identificar y desenmascarar a los que lo seguían o, al revés, siguiendo un blanco sin darse a conocer. Al principio fracasó lastimosamente, pero no pasó mucho para que empezara a reconocer las señales delatoras que revelan al perseguidor, así como al perseguido. No lo sabía, pero sus instructores cada vez estaban más impresionados por su habilidad para captar los aspectos esenciales de cada tarea. David era especialmente experto en el adiestramiento de la memoria. En verdad nunca había valorado que poseía algo que se acercaba a la memoria fotográfica. Era una ventaja que en general había dado por descontada. Sin embargo, una y otra vez a sus instructores los asombraba la capacidad que tenía para recordar objetos acumulados en una mesa, a los que se exhibía durante nada más que unos segundos. Más arduo fue el curso de defensa personal. Seguía los principios del krav magá, un arte marcial que había desarrollado las Fuerzas de Defensa de Israel. Pero el estado físico inicial de David era mediocre: al igual que con la mayoría de los israelíes, no bien abandonó el ejército regular había adquirido panza:

—Pareces un reservista, David—había bromeado Ben-Iaacov—: es toda esa comida casera y demasiado pan.

Pero al cabo de varias semanas de intenso adiestramiento físico, hasta Iael estaba entusiasmada con la nueva esbeltez de su marido: los músculos del abdomen se habían vuelto duros como el hierro y David se sentía más en forma que nunca. Apareado con su adiestramiento físico vino una instrucción exhaustiva sobre armas de fuego, principalmente de fabricación soviética. Primordial entre ellas era el ubicuo AK-47, la Avtomat Kalashnikova, el eje de la familia soviética de armas portátiles. A David se le exigía que desarmara y rearmara el arma calibre 7.62 mm de recarga por gas en poquísimo tiempo. Con 600 disparos por minuto y con un alcance de 400 metros, era un rival para el  arma israelí con la que estaba más familiarizado, el Galil que, por respeto a su equivalente ruso, empleaba el mismo sistema de cerrojo por perno rotatorio. Las pistolas habían resultado ser más problemáticas: de un terrorista de toda laya cabía esperarse que estuviera familiarizado con  una amplia gama, desde las Beretta hasta la Walther PBK con silenciador. David aprendió los entresijos de una vasta selección, aunque para estar en línea con la identidad falsa que se había planeado para él, se había concentrado en la Avtomaticheskie Pistolet Stechkin de 9 mm que era el arma de repartición del ejército sirio. Israel había tenido la fortuna de haber capturado tantas armas soviéticas durante las numerosas conflagraciones con sus adversarios árabes. El puesto de honor lo ocupaban los T-55 y T-62 capturados durante la guerra de 1973.

Rahamim Ben-Iaacov tomó el control de David Katri en cuerpo y alma. Fue el enjuto yemení el que construyó la nueva personalidad de David. Fue él quien decidió dar buen uso a  las experiencias del bisoño agente en la Guerra del Iom Kipur:

—Solo que esta vez, David, aprenderás lo que era ser un artillero sirio en un T-55 que enfrentaba tu propio batallón. Facilita el trabajo el que seas conocedor del terreno y del libreto general.

—¿Por qué artillero y no comandante?—había argüido David. Después de todo él mismo había sido comandante de tanque, si bien de un Centurión.

—La cantidad de información que se esperaría que sepas como comandante de tanque en el ejército sirio sería infinitamente mayor que la de un artillero. Te da un perfil más bajo y menos verificable. Pero así y todo tendrás que aprender el nombre de las diversas unidades y sus comandantes en el ejército sirio.

La respuesta de Ben-Iaacov tenía lógica y David pasó las dos semanas siguientes estudiando las idiosincrasias de un T-55 capturado al que mantenían en excelentes condiciones los mecánicos de la base militar de Sarafand. David había maldecido la cantidad de información que había tenido que absorber, desde el nombre de helicópteros de fabricación soviética hasta un repaso completo del uniforme de combate y de las insignias de regimiento sirios. Su único consuelo era saber que, como sirio de su edad, lo habrían tenido que reclutar para el ejército antes de la Guerra del Iom Kipur, conflagración de la que tenía experiencia de primera mano. Lo más fascinante de todo eran las confesiones y declaraciones de los oficiales sirios capturados después de que la maltrecha brigada Barak de David hubiera contraatacado para repeler los invasores, con posterioridad al desastre inicial:

—Lee éstas—le había dicho ben-Iaacov—: te darán algunos nombres útiles, desde comandantes de compañía hasta algunos escalones inferiores.

David se había maravillado por la minuciosidad, tanto del Ejército como del Mossad: ¿nunca tiraban algo a la basura?

Ni David Katri ni Rahamim Ben-Iaacov iban a saber que esta minuciosidad estaba por enfrentar su mayor prueba ante un hombre cuyo conocimiento de la batalla de Siria por los Altos del Golan era insuperable..

A unos pocos centenares de kilómetros hacia el norte, un hombre voluminoso de aspecto distinguido caminaba de un lado para otro. Abu Mussa estaba nervioso. El hombre con el que estaba por reunirse estaba loco evidentemente, y mucho más que la selección usual de fanáticos con los que estaba forzado a lidiar en un país que los engendraba como a moscas.

El hombre corpulento mantenía la mirada dirigida al piso, evitando las miradas de temor de  sus dos secuaces que protegían la puerta de entrada. Mussa también había reculado ante el pensamiento de mantener discusiones en un sitio asì. El apartamento horadado por granadas en el dédalo de hormigón armado que se caía a pedazos en Beirut, entre el Este cristiano y el Oeste musulmán podía ser neutral, pero definitivamente no era el estilo de Mussa. Le agradecía a Dios que siempre pudiera regresar a su refugio lujosísimo que estaba en lo alto de las montañas. Los chiitas se podían quedar con sus tugurios y sus emplazamientos de bombas.

Cuán diferente había sido antes de la guerra civil, pensó. Entonces había tenido que lidiar con nada más que los de su propia clase. Ahora los malditos sirios controlaban Líbano, lo que lo había forzado a quedar cada vez más enredado con gente que lo consideraba su enemigo declarado. Si se tomaba en cuenta el registro de matanzas de todas las partes, la paradoja era casi obscena. El maronita cruzó la ventana y miró hacia la calle de abajo, si es que a eso se lo podía llamar “calle”: había escombros hasta donde llegaba la vista. Apenas había tenido lugar para maniobrar su Mercedes azul. Pudo haber traído su Rolls-Royce, pero estos días no era conveniente hacer ostentación en Beirut. Un hombre solamente podía demostrar su valía  entre los de su propia clase, pues los revolucionarios no quedaban impresionados por el boato de la riqueza. Por lo común, la reputación y el poder eran suficientes y Abu Mussa tenía de ambos en abundancia. En su condición de contrabandista de versatilidad infinita, bienes de consumo tales como metales, drogas y hasta cargas de buques petroleros  habían pasado por sus manos dejando su residuo de lucro. Con ese fin hasta había adoptado un nombre no maronita: que se lo llamara Abu Mussa facilitaba mucho hacer negocios en una tierra de divisiones confesionales.

Antaño los  negociados de Mussa se habían visto animados por el tráfico de esclavos en forma de muchachas núbiles, entre las cuales seleccionaba las rubias a las que él procesó en el camino a su transformación en concubinas de los jeques. Algunas eran turistas ingenuas a las que se había raptado y a Mussa le dolía saber que difícilmente merecían el destino que las aguardaba. De todos modos, el margen de ganancia había sido enorme.

El cristiano se alejó de la ventana y entró en el baño. Hacía calor y el apartamento estaba sofocante, aun cuando no había vidrios en el marco de las ventanas. Por suerte todavía había agua corriente. Era algo así como un milagro, si se tenía en cuenta el absoluto deterioro del lugar. Se echó un poco del líquido tibio en la cara y la coronilla que se estaba quedando calva. Mientras se secaba con un pañuelo contempló su reflejo en el espejo. Una rajadura diagonal en el vidrio le fragmentaba los rasgos cruelmente. Los pesados carrillos reflejaban su edad, aunque su cuerpo aún se veía sorprendentemente esbelto, habida cuenta de que su gran complexión ahora sostenía más que cien kilos, pero la cara, a pesar de que la mimaba, también reflejaba los excesos de sus sesenta y cinco años. Los estragos del tiempo no se podían mitigar con depósitos en bancos suizos.

En el momento de oír el chirrido de neumáticos afuera, Abu Mussa rápidamente dobló su pañuelo y lo metió en el bolsillo de su traje blanco. Se asomó al balcón a tiempo para ver tres hombres que entraban en el edificio. Fuera quedaron otros tres, fuertemente armados y apoyados contra un Peugeot 504 blanco. El maronita rápidamente organizó sus pensamientos: sabía que no estaba en posición de negarse a su visitante. El chiita no tenía idea de que Mussa sabía el motivo de la reunión y era imperioso que mantuviera la delantera: lo que su informante le había dicho parecía demasiado ridículo como para ser verdad, aunque no había certeza de que estos fanáticos no fueran capaces de llevar adelante su plan. Bomba, o no bomba, iba a necesitar la recuperación de su dinero.

Abu Mussa se puso tenso cuando tres golpes resonantes sacudieron la puerta del apartamento. Sus dos guardaespaldas instintivamente se desplazaron hacia los costados, al mismo tiempo que sacaban pistolas de sus fundas de hombro.

Rashid Sedaui entró flanqueado por dos hombres, uno de los cuales portaba la ubicua Kalashnikov, y el otro una pistola ametralladora de dudoso origen. El hecho de que estuviea aparentemente desarmado le dijo a Abu Mussa que el hombre del medio era aquél del que tanto había oído hablar. Era más bajo y atezado que lo que había imaginado, pero el diente frontal de oro correspondía plenamente a su descripción. Por cierto que era conspicuo. Los dos hombres no se dieron la mano, pero sus ojos registraron mutuo reconocimiento, por así decir.

Abu Mussa decidió tomar la iniciativa:

—Creo que podemos prescindir de nuestros séquitos, señor Sedaui—dijo, haciendo un gesto de asentimiento con la cabeza a sus propios hombres.

Sedaui despidió los suyos con un rápido movimiento de la muñeca. Sus guardaespaldas salieron de la habitación de inmediato, seguidos rápidamente por sus equivalentes cristianos. Los ojos de ambos conjuntos de hombres ardían con mutuo desprecio.

Abu Mussa continuó con las delicadezas, pues había llegado primero y, por consiguiente, estaba en condiciones de actuar como anfitrión de esta extraña reunión en una habitación vacía y en un edificio que no era más que una cáscara vacía:

—Espero que mi amigo Mehdi Laham esté bien. Ha pasado mucho tiempo desde que nos encontramos.

—Está bien y le manda sus saludos—mintió Selaui.

—Me complace—respondió Abu Mussa—. Por favor, transmítale mis mejores deseos. Es un verdadero líder de su pueblo.

Ambos sabían que los mutuos buenos deseos eran totalmente faltos de sinceridad, pero eran productos de su cultura que, no importaba cuánto pudiera protestar el cristiano, era árabe, y la etiqueta árabe exigía preámbulo, ya fuere sincero o no lo fuere.

—Vivimos en una tierra con problemas, amigo mío—dijo el cristiano—, pero con buena voluntad aquí hay lugar para todos nosotros. La cooperación es tanto mejor que la conflagración—. La declaración era sosa, al haber evitado Abu Mussa cualquier entonación que pudiera entrañar que el fanático que tenía delante coincidiera con un aforismo así.

Rashid Sedaui dijo nada: despreciaba al cristiano maronita; despreciaba su decadencia, despreciaba la ostentación de riqueza y, por sobre todas las cosas, despreciaba su idólatra religión. Durante demasiado tiempo los papistas menonitas y los herejes suniitas habían dominado Líbano. A la hegemonía de ambos se le debía poner fin.

El cristiano podía sentir que el odio en los ojos de Selaui lo  atravesaba como un janyar beduino a través de mantequilla indida. Se aclaró la garganta:

—Sé que los tiempos son difíciles pero, ¿de qué manera puedo ser de ayuda para su gente?—dijo con tono sumiso.

Sedaui se desplazó hacia el balcón. Vio a sus hombres abajo, parados al lado del Peugeot, a unos veinte metros del frente del edificio donde montaban guardia los hombres de Abu Mussa.

—Los tiempos son difíciles, pero siempre se pueden poner más difíciles—dijo el chiita, aún dando la espalda al hombre corpulento.

—No entiendo, amigo mío—dijo Abu Mussa, fingiendo ignorancia.

Rashid Sedaui giró lentamente alejándose del toldo, para encarar al hombre con el que se veía forzado a hacer negocios pero que, de todos modos, era su acérrimo enemigo:

—Como sabe, Abu Mussa, su éxito para contrabandear hachís a Egipto se debe, en no poca medida, a nuestra protección de los agricultores de la Bekáa: creemos que ya es hora de que nuestros esfuerzos en este sentido sean, como diría usted, más provechosos.

El hombre corpulento sabía lo que venía a continuación, pero continuó la charada:

—Temo que no lo entiendo—dijo, encogiéndose de hombros—. Hasta ahora el arreglo que teníamos ha funcionado bien para todas las partes interesadas. Ustedes reclutan los agricultores y yo comercializo el producto. Mis precios son justos, como todos saben.

Sedaui sabía que esto era cierto, pero también sabía que las ganancias que había obtenido su grupo por ese arreglo eran infinitesimales en comparación con los que devengaban los nasrani. El chiita sabía que Mussa tenía una carta ganadora, pero tampoco quería matar a la gallina de los huevos de oro:

—Eso puede ser así—dijo—, pero para que usted esté feliz, los agricultores deben estar felices—. Hizo una pausa antes de agregar—: y los agricultores no estarán felices a menos que nosotros estemos felices. Eso se lo puedo asegurar.

El maronita se dio cuenta de que ya era el momento de hablar sin ambages. Sabía que el chiita quería dinero, pero no sabía cuánto:

—¿Cuál sería la extensión de mi ayuda para mantener a los agricultores felices?—dijo, las primeras punzadas de recelo golpeando en lo profundo de su ser.

Rashid Selaui anunció la cifra en forma lacónica:

—Un millón de dólares.

Las palmas del cristiano empezaron a exudar sudor frío. La suma era inmensa, muy superior a la que había previsto:

—P-pero ésa es una cantidad enorme de dinero—tartamudeó.

—Sí, tiene usted razón, Abu Mussa. Pero somos hombres justos y honorables y el dinero estará en forma de préstamo. A usted se le dará una carta de crédito a favor de su banco, convertible dos años después del cinco de mayo próximo.

Abu Mussa repentinamente sintió las rodillas débiles. Deseó que hubiera habido una silla en la habitación para que le brindara algún apoyo. La suma demandada era abusiva, pero también sabía que no había algo que pudiera hacer:

—El cinco es nada más que dentro de cuatro días—dijo mansamente—: eso no me da mucho tiempo.

Selaui sabía que el cristiano de manos cuidadas por manicura y que olía a perfume tenía mucho más que un millón de dólares a su inmediata disposición. Este horrible engendro era uno de los intermediarios más ricos de Oriente Medio y se estaba apartando levemente... por lo menos por el momento.

—Usted conoce nuestro banco—dijo, haciendo caso omiso de la excusa del hombretón—. Encuéntreme ahí a las diez en punto de esa fecha, con el cheque—. Dicho esto fue hasta el balcón abierto y miró hacia abajo:

—Ahmed, Mustafá—gritó a los hombres de abajo—, se terminó. Voy a bajar.

El hombre más pequeño fue a zancadas hasta el puerta de entrada del apartamento y se detuvo antes de bajar la escalera, el perfume del cristiano impregnaba toda la habitación y le hizo sentir náuseas. Era casi femenino:

—Hasta que nos volvamos a ver, Abu Mussa—dijo volviéndose a medias, el diente de oro destellando como una advertencia.

El maronita regresó al balcón y miró el Peugeot blanco que se alejó haciendo chirriar las ruedas en medio de una neblina de humo azul. Había conocido muchos personajes indeseables en más de tres décadas de tráfico de drogas, venta de armas y  comercio de secretos, pero antes nunca se había sentido tan intimidado como le había pasado en presencia de Rashid Selaui. Ese hombre era verdaderamente maligno...y peligroso.

Abu Mussa recién logró relajarse cuando traspuso las puertas de su palacio en Shuf. Pronto sintió que la tensión se aflojaba por completo, cuando un par de manos dulces empezó a deslizarse alrededor de su cintura. No había advertido que ella había entrado en el salón.

—Es verdaderamente malvado, querido mío—dijo la mujer, colocando suavemente la cabeza entre los omóplatos del hombretón.

Sin darse vuelta, el maronita agarró los largos y delicados dedos de la mujer:

—Temo por ti, jabibt—dijo él, la voz temblando de emoción—. Diri balek.

—No te preocupes, querido mío. Tendré cuidado. Nada sospechan.

Mussa se volvió para enfrentar la exquisitamente hermosa mujer que le había dado a él, un hombre cuarenta y cinco años mayor, tanta felicidad. Pasó los dedos por el cabello de ébano de la mujer y besó con delicadeza las almendras que ella tenía por ojos.

—Debo salvaguardar mi inversión con ellos—dijo—, pero pretendo sacar una póliza de seguro.

—¿Qué quieres decir?

—Si ese orate tiene la intención de robarle la bomba atómica a Pakistán, estoy segura de que hay quienes estarían dispuestos a pagar generosamente por esa información.

—Quieres decir los israelíes.

—No sería la primera vez.

—Pero ¿no son también nuestros enemigos?

—Sí, eiuni, pero Sedaui es más que enemigo y, en este caso, el enemigo de nuestro enemigo es nuestro amigo.

Abu Mussa tomó entre los brazos a su bella amante y suavemente puso sobre su pecho la cabeza de ella:

—Si Sedaui tiene éxito no será solamente Israel la que quede dañada: también nosotros seremos destruidos.

—Lo sé—dijo Fátima Fadas en voz baja—. Hasta parece que ese hombre maligno tuviera a mi tío totalmente bajo su poder—. Se acurrucó contra el hombre mayor con el que se sentía tan a salvo y protegida. Era un amor que había nacido de la bondad, la comprensión, la fidelidad. Y la desesperación.