Imran Iqbal se apeó del autobús especial verde que seis días por semana lo trasladaba desde, y hacia, la planta nuclear pakistaní de Kahuta. El viaje de media hora parecía haber tomado mucho más tiempo aquel día. Sus colegas, al encontrarlo nada comunicativo y taciturno, lo habían dejado librado a sus preocupados pensamientos.
Imran siempre los había impresionado por su modo de ser ascético. Taciturno casi hasta el punto de mantener absoluto silencio, de todos modos atendía en la planta su tarea como técnico de centrífuga con taciturna pericia. Suponían que el hecho de que su flaco colega de estructura frágil fuera el único chiita entre ellos podría haber sido la fuente de la renuencia de Imran a ser más abierto. Sin embargo eran demasiado inteligentes como para considerar esa reticencia una afrenta directa.
El hombrecito experimentó una sensación de alivio cuando pisó el quemante pavimento. Le había resultado difícil mantenerse estoico después de un día de humillación durante el cual se lo había pospuesto, una vez más, para un ascenso. Dios lo iba a bendecir al doctor Abdel Qadr Khan como padre de la Bomba Islámica, reflexionó pero, ¿cuál es el Islam? Siempre parecía que eran los sunnitas los que tomaban las decisiones, los que tenían el dinero, los que cosechaban las recompensas.
Al sentir las primeras punzadas del hambre del anochecer decidió caminar por la ciudad antigua antes de dirigirse a su pequeño apartamento en la zona de Saddar. Las posadas locales, las muzzafar janas, pudieron haber desaparecido, pero aún quedaban otros sitios tradicionales para comer con cocinas en el frente, sobre el pavimento, y presas de pollo que colgaban de techos ennegrecidos por el humo, dentro. Los rasgos de Imran eran más cetrinos que los de la mayoría de sus conciudadanos, hecho que se debía, sin duda, a las largas horas que pasaba en la esterilidad con aire acondicionado del laboratorio. Hizo una mueca cuando esquivó por poco un tonga tirado por caballos, que avanzaba zigzagueando a través de los congestionados callejones del bazar.
Pasó frente a puestos de mercado atestados con sandías rayadas, granadas y frutos cítricos, y se puso a avanzar con rapidez hacia su sitio favorito para comer, en lo profundo del bazar de los bhabra. La suerte quiso que el restaurante hubiera estado prácticamente vacío, con la excepción de un señor bastante rechoncho con una cámara posada sobre su panza y sentado en el extremo izquierdo. Tenía piel oscura, pero los rasgos no eran los de un nativo del subcontinente. Probablemente un turista, pensó el técnico.
Imran tomó una mesa a unos pocos metros del turista y ordenó saiyi: hacían una magnífica pata entera asada de cordero y no cabía duda alguna de que el hombre estaba lo suficientemente hambriento como para devorarla toda. Pero antes de comer debía beber. Las limas frescas del nimbu pani eran sus favoritas y, sin que se le pidiera, Assif, el camarero, empezó a exprimir la fruta para su cliente regular. El técnico nuclear acababa de tomar su primer sorbo, cuando el sonido del muecín resonó por todo el bazar. Casi como si fueran uno solo, los dos clientes del restaurant se levantaron de sus sillas y se dejaron caer de rodillas.
El gordo copió la orientación del nativo, pues no estaba por completo seguro de la dirección de la Meca. Imran advirtió el extraño acento del turista y supuso que era árabe. Cuando terminó de rezar advirtió que el hombre tenía dificultades para levantarse.
—Discúlpeme, amigo mío—dijo el gordo en inglés—: me pregunto si me podría ayudar. A veces mi rodilla se traba y me resulta difícil levantarme.
—Pero claro que sí—dijo el pakistaní, desplazándose con rapidez hacia su derecha y poniendo el brazo alrededor del hombre. Se esforzó por llevarlo a erguirse.
El turista gruñó y se frotó la rodilla mientras lentamente adoptaba la posición erecta:
—Ahí está—dijo con evidente alivio—, ya volvió a la normalidad. Shukran, shukran. Ahora estaré bien.
Imran siempre se sentía mucho más cómodo en presencia de extraños y este hombre le brindaba la oportunidad de mejorar su inglés:
—Por favor, ¿no me acompañaría a la mesa? Siempre como acá y le puedo recomendar algunas exquisiteces locales maravillosas.
—Pues, gracias, amigo mío. En verdad sería un honor—dijo Fuad Kereké, aliviado por que el contacto inicial se hubiera efectuado de manera tan positiva. Siguió al pakistaní hasta su mesa y se sentó—. Es una Canon—dijo, levantándose del hombre la correa de la cámara y colocando cuidadosamente el aparato sobre la mesa.
—Sí, son muy buenas cámaras. Usted debe de haber tomado fotos maravillosas durante su visita a nuestro país.
—Pakistán es muy bella, amigo mío.
Imran sintió que se llenaba de aprecio por el extranjero gordo. Sintió que era momento de presentarse y extendió la mano:
—Mi nombre es Imran Iqbal. ¿Cómo está usted?
Fuad, al ver la oportunidad de ganarse la confianza del hombre, se inclinó hacia su anfitrión:
—Durante demasiados años nuestro país fue gobernado por quienes no eran verdaderos creyentes—. Hizo una pausa antes de agregar la oración que sabía que iba a engatusar a su compañero—: los sunnitas, los drusos, los cristianos y los palestinos han conspirado para privarnos de nuestros derechos.
La mente de Imran galopó a través de las demás opciones. Siempre había tenido un apasionado interés por los sucesos de Oriente Medio y apoyado con intensidad al difunto ayatolá Jomeini. A los chiitas de Líbano se los había pisoteado durante demasiado tiempo.
—Entonces usted es seguidor de Alí—dijo Iqbal. Era una afirmación más que una pregunta.
—Sí, amigo mío.
Imran tomó la mano de Fuad y la estrechó con calidez:
—Y yo también. A’la v’sa’la, como dicen ustedes: bienvenido, amigo mío, bienvenido.
Durante la hora siguiente los dos hombres devoraron una pata de carnero y hablaron sobre el país de cada uno. Ni siquiera una vez Fuad inquirió cuál era la ocupación de su compañero. El árabe, empero, anunció que estaba dedicado al comercio de alfombras y que había encontrado que las que se fabricaban en Pakistán eran casi tan buenas como las de la variedad persa.
Imran Iqbak habló brevemente sobre las artesanías y manualidades de los punhabis y después no paró de hablar explayándose sobre cómo sentía el hecho de que ser chiita lo había hecho ser sometido a discriminación.
Kereké simpatizaba con el pakistaní. Los indiscretos estallidos del hombre los había oído, en este restaurant y en otros, otro hombre, un hombre que había sido rápido para advertir la utilidad del pakistaní a la causa de la que era devoto. Iqbal era una persona locuaz fuera de los confines de su trabajo y a todos y cada uno de sus movimientos se los había vigilado durante más de dos meses. Dentro de poco iba a ser el momento de poner a prueba la dedicación del hombre a la causa chiita.
En el momento de pedir las cuentas, el pakistaní insistió en pagar. Fuad sabía que debía corresponder la generosidad del hombre:
—Imran, amigo mío—dijo sonriendo con calidez—, tiene que permitirme que desde mi corazón le extienda mi agradecimiento por su hospitalidad: ¿tendría la gentileza de permitirme invitarlo a compartir mi comida en mi hotel, el Intercontinental?
—Eso me honraría profundamente, Fuad.
—Digamos, ¿miércoles a las seis?—dijo Kereké, estrechando la mano de su compañero—. Hay alguien que me gustaría que usted conociera.
Estocolmo
El estofado húngaro estaba excelente pero, si era por eso, se suponía que era el mejor restaurant húngaro de la capital. No era que frecuentara ese sitio a menudo, pues para un agente israelí no era prudente permitirse que sus modos de actuar se volvieran reiterados. De todos modos, siempre disfrutaba un paseo por la Skeppsbron y a través de las pintorescas callejas de la Ciudad Vieja. Constituían un bienvenido cambio para la zona más frenética alrededor del apartamento que el agente ocupaba cerca del Humlegarden.
El hombre guapo, bajo y fornido echó un vistazo a su reloj. Odiaba comer solo, pero su contacto estaba atrasado y, de todos modos, el estómago vacío invariablemente lo volvía irascible. Tomó otro sorbo del sangre de toro de Eger y pensó en el sueco. Por lo común el escandinavo era puntual y cuando había hablado pareció que la información que tenía era urgente. El israelí se aflojó la corbata: ¡cómo odiaba esas cosas! En su país eran casi tan raras como un albañil judío. Rió para sus adentros por la analogía: los ingleses tenían sus irlandeses y los israelíes tenían los árabes de la Margen Occidental y de Gaza. Murphy y Mustafá Sociedad Anónima. Absolutamente indispensables.
—Lamento llegar tarde, Jonathan.
El israelí se dio vuelta para ver el familiar rostro del sueco alto que le sonreía:
—El tránsito era terrible en la parte alta de la ciudad—añadió el escandinavo, palmeando a su compañero en la espalda y cruzando a la silla de enfrente. Se sentó con un mínimo de aspaviento:
—¿Cómo está el estofado?
—Delicioso, Bjorn, deberías probarlo.
El sueco rubio y alto obedeció pero, al mismo tiempo, le pidió al camarero que trajera una botella de vino más.
—Aguarda, Bjorn, te vas a mear.
Ambos hombres rieron. Bjorn Lundqvist se enorgullecía mucho de sus conocimientos de coloquialismos del inglés. Al igual que la mayoría de los suecos hablaba el idioma con fluidez, pero no lo suficientemente bien como para discernir el acento de inglés pronunciado por otro hombre.
Eso era una suerte, pues el israelí nunca podría disfrazar suficientemente bien sus glotales como para convencer a un anglosajón pero, en lo que concernía al sueco, Jonathan Webley era tan inglés como el Tottenham Hotspur.
El israelí llenó la copa del sueco. Había valido la pena cultivar la relación con este hombre durante los dos años anteriores: funcionario de importancia en el Instituto Sueco de Investigaciones para la Paz, había poco que Bjorn Lundqvist no supiera sobre proliferación nuclear. A través de sus propios contactos sumamente codiciados se había enterado de mucha información clasificada, conocimiento que podía resultar útil en extremo para los competidores, tanto de la industria como del gobierno. Cualquier industria. Cualquier gobierno.
Lundqvist no necesitaba saber más que lo que le brindaba el musculoso hombre que estaba ante él. Que fuera representante de los intereses del gobierno británico, o que no lo fuera, no tenía la menor importancia: la confirmación de un depósito en la cuenta del sueco en su banco suizo era suficiente. Era un negocio lucrativo, en especial si se podía vender la misma información a una amplia variedad de partes interesadas. Simplemente había que darle al comprador la impresión de que era el único destinatario. El sueco se inclinó hacia adelante con aire de conspirador:
—Tengo información que puede ser de interés para ti, Jonathan.
—Ya lo entendí, Bjorn. ¿Cuánto?
—Lo de siempre.
—Considéralo hecho—. El israelí no iba a discutir por nimiedades: hasta el momento, el historial del sueco era intachable y, de todos modos, ese hombre le caía bien.
Lundqvist se relajó: nunca había tenido reparos para vender información, pero odiaba tener que regatear. Le gustaba hacer negocios con el inglés: juego limpio y todo eso. Los árabes eran diferentes pero, en ese caso, con ellos siempre empezaba con una cifra más alta y les permitía que se la redujeran. El resultado final era el mismo.
—Puedes no saberlo, Jonathan—continuó el escandinavo—, pero en Suecia hemos desarrollado una máquina generadora de destellos de rayos X que puede tomar fotografías en alta velocidad de una bola hueca de explosivo concentrado, que estalle hacia adentro y sea, o de uranio enriquecido o de plutonio de calidad militar. Esto es lo que denominamos “implotar”. Los rayos X permiten que el científico vea las ondas de choque generadas por la implosión: si esto no es simétrico, probablemente la explosión nuclear no tendrá lugar.
—En otras palabras, Bjorn...
—En otras palabras, ayuda a que se perfeccionen los detonadores necesarios para desencadenar una explosión nuclear.
El israelí sintió que los músculos de la nuca se le ponían tensos:
—¿Quién está en posesión de una de esas máquinas, Bjorn?
—Bueno, por lo normal los controles son estrictos en extremo. Las compañías o las autoridades que desearan adquirir una son sometidas a una concienzuda investigación.
—¿Quién es, Bjorn?—El israelí se estaba poniendo impaciente.
—Estamos seguros en un noventa y nueve por ciento de que son los pakistaníes.
La revelación no sorprendió al israelí: el doctor Abdul Qadr Khan siempre había sido franco respecto de que su nación poseía la bomba, aun cuando los líderes del país lo habían negado. Esto no era más que otra pieza del rompecabezas. Recordó el encarcelamiento de tres pakistaníes en 1985, por sacar ilegalmente de Estados Unidos partes de armas nucleares. Habían obtenido alrededor de 50 critrones, pequeños conmutadores de alta velocidad fabricados por una compañía de electroóptica de Massachusetts. Los critrones se parecían a diminutas lámparas, pero se usaban en intrincados disparadores de bombas nucleares.
Lundqvist dejó de hablar mientras el camarero cuidadosamente ponía ante el sueco un plato de estofado húngaro, arroz y pimientos. Tomó un bocado, masticando y tragando la carne con rapidez, antes de continuar:
—Han utilizado empresas ficticias para disfrazar la compra verdadera. Lo mismo pasó con otras partes que se utilizaron en la fabricación de la bomba. Al igual que Estados Unidos y otros países occidentales impusimos un embargo sobre cosas tan pequeñas como imanes y acero martensítico que se emplean en centrífugas...pero de alguna manera se han estado fugando.
—¿Dónde crees que eso pone ahora a los pakistaníes, Bjorn?—dijo el israelí con cada vez mayor preocupación.
El sueco tomó otro bocado de estofado con el tenedor y lo hizo bajar con vino. No había cosa que le gustara más que explicar los entresijos de la física nuclear:
—Todo depende de la cantidad de ultracentrífugas que Khan tenga. Estas máquinas hacen girar átomos de U dos-tres-cinco y U dos-tres-ocho a ochenta mil revoluciones por minuto, escindiéndolos y aumentando el porcentaje de U dos-tres-cinco de calidad militar. Probablemente necesitará doscientas de estas centrífugas en cascada, con el objeto de obtener un buen grado de enriquecimiento del uranio.
El israelí prefería creer en una escena del peor de los casos: que el padre de la así llamada bomba islámica ya poseyera las centrífugas y que, en consecuencia, ya tuviera, por lo menos, un dispositivo nuclear. Las consecuencias para Israel eran aterradoras. De caer la bomba en las manos equivocadas, entonces no solamente su país sino el mundo entero estarían amenazados.
Los dos hombres terminaron su cena más o menos en silencio. Lundqvist percibía que las consecuencias pesaban fuertemente sobre su compañero. Eso lo tenía perplejo, pues las consecuencias eran más aterradoras para los países de Asia que para los de Europa. Pero entonces recordó que Gran Bretaña aún tenía un complejo respecto del subcontinente indio y se sentía responsable por todo lo que pasaba allá. Tal era el legado del imperio.
El israelí pagó la cuenta y los dos dejaron el restaurant. La noche era agradable con un leve frescor. Los días se estaban haciendo más largos y la sensación de renovación era casi tangible a medidaque la primavera desgarraba y eliminaba los gélidos tentáculos del largo invierno escandinavo.
—Demos un paseo por la Skeppsbron—sugirió el israelí—: eso le dará al estofado húngaro la oportunidad de asentarse.
—Estoy de acuerdo, Jonathan. Caminar por la Ciudad Vieja me encanta tanto como a ti.
Los dos hombres, uno tan evidentemente nórdico y el otro de herencia más indefinible, limitaron sus conversaciones a, principalmente, los méritos del fútbol inglés y a cómo la mayoría de los mejores jugadores de Suecia jugaban para clubes del fuera del país. Enfrascados en la conversación caminaron lentamente a lo largo de Storkyrkobrinken, girando a la derecha a lo largo de Trangsund y más allá de la Storkyrkan. Sin prisa, los compañeros paseaban por las callejas, deleitándose en el espectáculo de las tiendas de miniaturas que saludaban el ocaso con un caleidoscopio de luz.
Ninguno de los hombres prestó atención particular al faro y al ruido de una motocicleta a lo lejos. Cuando se acercó, el israelí advirtió que el conductor llevaba un pasamontañas, lo que no era infrecuente en invierno, pero sí algo un tanto exagerado a fines de la primavera. Vio al conductor sacar algo de dentro de su chaqueta. El instinto hizo que sus terminales nerviosas se enroscaran y después se liberaran en una explosión de energía cinética. Trató de arrastrar al corpulento sueco hacia abajo, mientras él mismo se lanzaba al piso. Vagamente consciente de dos sonidos como taponazos y del estallido de vidrios, alzó la vista para ver al hombre alto tambalearse levemente antes de desplomarse como un montón informe, la garganta del sueco lanzó un estertor y las piernas empezaron a sacudirse en un desesperado enlace final con la vida. En un solo movimiento veloz, el israelí se puso de pie y corrió como un rayo hacia un callejón cercano. No se podía permitir que lo relacionaran con su amigo. No se detuvo para considerar si era él el blanco buscado o si no lo era: Arik Ben-Ami solamente sabía que debía ir al aeropuerto Arlanda esa noche y abandonar Suecia para siempre.
El cuerpo del hombre que dejó atrás yacía en un ángulo obsceno, como si hubiera sido una marioneta descartada. La mirada sin ver de Lundqvist se dirigía hacia la ventana de la tienda de manualidades de Per Petersson. El hombretón nunca sabría que la segunda bala del arma de su asesino había quebrado la vidriera de Peterssen, reduciendo a astillas el orgullo y la alegría del dueño de la tienda, un modelo de un metro ochenta de un barco de vela de Åland. El espectáculo también le habría dolido a Bjorn Lundqvist pues, al igual que la mayoría de los suecos, él había amado el mar.