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El cartel en la puerta del bloque de administración en Kahuta difícilmente pudo haber sido más explícito: en tres idiomas, urdu, punyabí e inglés, las palabras “Ingreso Estrictamente Prohibido al Personal No Autorizado” aparecían estampadas en letras rojas de diez centímetros de altura.
El hombre pequeño, cetrino, había cruzado la puerta a menudo, pero no fue sino hasta aquella fatídica reunión con el libanés que lo que se hallaba tras la puerta se había vuelto de absoluto interés para él. Ya anteriormente había advertido el nombre Fairley Electronics grabado en la placa de latón que rodeaba el dispositivo de cierre. Desde la reunión inicial con Rashid Sedaui se había tardado dos meses para que se obtuviera una muestra del fabricante estadounidense.
Imran Iqbal había estudiado el dispositivo durante semanas. Había practicado su desarmado y armado hasta que los dedos le dolieron. Ingeniero por elección y por naturaleza, con el tiempo el hombre había logrado reducir a treinta segundos el tiempo que le tomaba abrir el dispositivo, cruzar ciertos cables para liberar el mecanismo de cierre y después rearmar otra vez todo el dispositivo.
Había un sistema de alarma fuera de la puerta, aunque era comparativamente rudimentario. Era del tipo fotoeléctrico, por el que se generaba una corriente cuando una luz intensa se proyectaba sobre una fotocelda de sulfuro de plomo. Esta corriente activaba un relé eléctrico y en tanto la luz estuviera encendida, al relé se lo mantenía abierto. Una vez que se interrumpía el haz de luz, eso disparaba la alarma. Imran había quedado sorprendido por los conocimientos de Sedaui sobre dispositivos de escucha clandestina y de seguridad pero no necesitaba que se le dijera que una linterna poderosa iba a ser suficiente como para evitar que se dispararan las alarmas: simplemente tendría que dirigirla hacia el ojo eléctrico mientras él se preparaba para dar los pasos necesarios para interrumpir la corriente normal.
Ahora había llegado el momento para que el pakistaní hiciera buen uso de su capacidad. Había sido más que fácil que lo transfirieran al turno nocturno. También había practicado caminatas ficticias por el corredor, observando que el guarda siempre se tomaba un descanso de quince minutos a las tres de la mañana. La rutina siempre fue el peor enemigo de la seguridad, pensó mientras aguardaba a que el soldado abandonara su puesto. El amortiguado taconeo de las botas del hombre que se iba desvaneciendo por el corredor fue la señal para que Imran abandonara el recoveco en el que se estaba escondiendo. Zapatos en mano, atravesó en silencio los veinte metros que lo separaban de la oficina de Khan. Encendió la linterna directamente dentro del ojo eléctrico y evadió su entorpecido haz. Extrayendo un simple destornillador Philips se encorvó levemente para zafar la placa de latón que cubría el dispositivo de cierre. En un lapso de treinta segundos, Imran Iqbal lo había reemplazado y ganado acceso a la habitación más importante de todo el complejo.
Mientras cerraba la puerta silenciosamente tras él, el hombrecito notó que había tres habitaciones más pequeñas que salían del vestíbulo. Cuando giró a la izquierda vio las palabras “Oficina del Científico en Jefe” en una placa identificadora negra que había en la puerta de la primera habitación. Probó el picaporte: la puerta estaba abierta. Iqbal ingresó en el sanctasanctórum, la oficina del hombre más famoso de Pakistán después de su Presidente, sin saber qué iba a encontrar o dónde buscar. Su primera inclinación fue inspeccionar la pila de carpetas que había sobre el escritorio del doctor Khan. Con ayuda de una linterna revisó cada carpeta, volviendo a poner escrupulosamente cada hoja en su orden correcto. No había más que datos científicos sin valor en las primeras cuatro carpetas.
Nerviosamente, Imran lanzó una mirada a su reloj: ya había pasado diez minutos infructuosos. Aunque no estaba más allá de los límites de factibilidad, odiaría tener que hacer una visita más. Se había apagado el aire acondicionado y sentía que estaba empezando a tener náuseas por el aire fétido de la habitación. Ya resignado a tener que intentar de nuevo todo el proceso en otra noche, de pronto advirtió una carpeta beige lisa al fondo de la pila. Las palabras MÁXIMO SECRETO impresas en diagonal en la esquina superior derecha hicieron que el corazón de Imran galopase. El chiita sintió que las piernas le flaqueaban mientras recorría el contenido de la carpeta. Lo que había ahí superaba cualquier cosa que se le hubiera podido ocurrir: todo el plan de acción de Khan estaba ahí en el más completo detalle.
Para las tres y cuarto de la mañana, Imran Iqbal había fotografiado el secreto más confidencial de su país y se había escabullido en el interior de otra parte del dédalo que era Kahuta.
De vuelta en Tel Aviv, David Katri estaba empezando a encontrar que su entrenamiento le producía tensión. Después de seis meses, el romance que la tarea había tenido al principio se vio disipada por la rutina y por largos períodos de monotonía. Muchas veces había viajado a lo largo y lo ancho de Israel, cambiando de autobuses y de taxis en función de un complejo itinerario que estaba obligado a cumplir. Pero lo peor de todo eran las misiones falsas durante las cuales había tenido que permanecer en la esquina de calles, esperando contactos que nunca se presentaban.
Su frustración estaba encontrando escape en el hogar y David lamentaba que las riñas con Yael se estuvieran volviendo más frecuentes. Invariablemente eran baladíes y no había duda alguna en cuanto a que se estuviera debilitando el amor y el afecto profundos que se profesaban mutuamente. Sin embargo, las tensiones aumentaban, en especial cuando los hijos se portaban mal. David aún estaba envuelto en sus problemas personales cuando Rahamim Ben-Iaacov entró en su oficina: tenía información importante para el judío sirio. Por fin las cosas empezaban a moverse.
—¿Pasa algo, David?—dijo el yemení, al percibir que su pupilo no estaba bien.
—Ah, nada de importancia, Rahamim: nada más que una estúpida discusión en casa debido a que a la mañana yo había comprado el tipo equivocado de pan en la panadería: Iael prefiere Slepak y yo, Aviv.
Ben-Iaacov sabía que Katri estaba bajo algo de presión. No obstante se le tenía que enseñar a que ocultara sus sentimientos. Hizo una anotación mental respecto de pedir al departamento de Psicología que le diera al hombre algunas indicaciones sobre cómo esconder las emociones. Acercó una silla y se sentó sobre ella a horcajadas, con el respaldo mirando hacia Katri. El problema de las disputas maritales pronto iba a terminar, por lo menos durante un par de meses.
—David—dijo con cuidado—, la semana que viene irás a vivir a la aldea de Yebel Shams, en nuestra parte del Sur del Líbano. Serás huésped de Kamran Abdulá Takaui, el jefe espiritual de la aldea.
El corazón de David dio un vuelco:
—¿Cuánto tiempo voy a estar fuera?
—Alrededor de dos meses. Le informaré a tu esposa que tuviste que hacer un viaje de negocios a Europa: eso te brindará una cobertura convincente.
—¿Este Takaui conoce mi verdadera identidad?
—No. En lo que a él atañe tú te quieres convertir. Lo ha hecho antes para varios judíos y cristianos. Su fervor de misionero te será de utilidad.
David se preguntó cómo era el Sur del Líbano. Nunca había estado fuera de Israel desde su huida de Siria. No se lo había llamado para la operación Paz en Galilea. En cierto sentido estaba contento, porque no había difo su clase de guerra: no fue una guerra de ein brera, no hay alternativa. David no había pensado mucho en por qué motivo a su unidad de reserva no se la había convocado. Lo había considerado como una cuestión de suerte, pero desde su iniciación en el Mossad había sentido una duda ocasional, aunque nunca había planteado la cuestión.
—Rahamim—dijo acariciándose el mentón con gesto pensativo—, ¿sabes que nunca luché en Líbano en mil novecientos ochenta y dos?
—Lo sé, David—Ben-Iaacov anticipó lo que venía a continuación y decidió que el momento era el exacto para una explicación—, llevamos una lista de candidatos potenciales. A veces es posible simplemente evitar que a una persona se la movilice, mientras que en otras ocasiones tenemos que desenchufar toda la unidad. Depende de la operación. No decimos una palabra cuando se trata de una guerra defensiva, como la del Iom Kipur, pero Líbano fue diferente. No habría sido responsable desperdiciarte en esa clase de operación. Las bajas entre los comandantes de tanque fueron relativamente escasas, pero el peligro había existido de todos modos.
Por el leve asentimiento con la cabeza que hizo David, Rahamim supo que el hombre más joven había entendido y que el tema ahora estaba cerrado. Era hora de pasar a la tarea que se tenía entre manos:
—Dime, David, ¿qué sabes sobre el chiismo?
—No mucho, realmente—contestó, agradecido por que Ben-Iaacov hubiera cambiado de tema—. Sé que los alauitas de Assad son una subsecta del chiismo y que, por supuesto, los chiitas han ascendido hasta alcanzar la preponderancia en Líbano desde Paz para Galilea.
Ben-Iaacov pudo ver que el conocimiento de su pupilo era rudimentario:
—Se te instruirá en detalle en el curso de los próximos días pero, mientras tanto, te daré una explicación resumida, aunque Takaui será tu mejor maestro.
El yemení había estudiado el Islam en la Universidad Hebrea de Jerusalén y había poco que no supiera sobre esa materia. Se aclaró la garganta antes de continuar:
—Probablemente no sabes que la palabra chía significa Partidario y que los chiitas rechazan los primeros tres califas que sucedieron a Mahoma. Son, de hecho, partidarios de los seguidores de Alí, el primo y yerno de Mahoma, del que creen que fue designado por la hija del Profeta, Fátima. Alí reclamó el califato, pero se lo rechazó tres veces antes de que finalmente tuviera éxito al morir Útman en seiscientos cincuenta. Cuatro años más tarde, sus enemigos fueron más hábiles y lo asesinaron.
—Y ésa es la raíz de la escisión entre los chiitas y los sunníes—interpuso David, al recordar algo que había aprendido hacía mucho.
—Así es—dijo Ben-Iaacov, contento por que su alumno estuviera captando los aspectos fundamentales con rapidez—. Los chiitas creen que fue Alí el que recopiló el Corán y codificó la gramática árabe. Sostienen que no fue el cuarto en la línea de los califas, sino el primero en la línea de los imanes guiados por la divinidad. Este imanato es un precepto básico del chiismo y el que más lo distingue del sunnismo. Los chiitas también rechazan la creencia sunní de que la ley divina concede a la gente misma la autoridad para elegir al gobernante de una sociedad islámica.
—Y ése es el porqué de que los chiitas se sienten obligados a derrocar los regímenes sunníes e instalar clérigos en lugar de esos regímenes—dijo David con seguridad.
—Precisamente. En las sociedades sunníes se dice que todos los seguidores son iguales ante Dios, pero la clerecía chiita, con los ayatolás a la cabeza, poseen un estatus espiritual elevado. Incluso antes de la revolución en Irán, la red de mulás y ayatolás no sólo condujo los asuntos religiosos del país sino que también controló una inmensa riqueza, poseyó enormes propiedades inmuebles y promovió una organización política con finanzas independientes que se extendía por todo el país, sin parangón en todos los países sunníes.
Rehamim Ben-Iaacov prosiguió explicando que alrededor del quince por ciento de todos los musulmanes era chiita y que constituía la porción más grande de la población de Irán y Líbano, alrededor de la mitad en Irak y un sexto de los pakistaníes.
Pero la parte que fascinó a David Katri fue el hecho de que la muerte violenta de Alí y su hijo, Hussein, había inculcado en los chiitas la admiración, y hasta el deseo, por el martirio. Esto se veía en la buena disposición de algunos de ellos para volarse en coches bomba dirigidos contra israelíes y otros adversarios. También se complacían en autoflagelarse en exhibiciones de devoción espiritual.
Ben-Iaacov terminó su disertación señalando que para los responsables occidentales de la creación de pautas de acción, la diferencia más importante entre los sunníes y los chiitas era política, antes que religiosa:
—Pero nunca olvides, David, que en tanto que el chiismo es revolucionario y antioccidental, es rígido en sus preceptos religiosos. Debes aprender a amoldarte a ellos de modo que se conviertan en instintivos. No solamente tu propia supervivencia está en juego sino que quizá la del Estado de Israel. Somos la vanguardia, David.
Con las palabras de Ben-Iaacov resonando en los oídos, el judío nacido en Siria condujo su Subaru la corta distancia que lo separaba de su hogar en Tel Aviv. Había sido un día largo, pero gratificante. Esperaba tener la capacidad de asimilar toda la información que estaba recibiendo. Se sintió inquieto cuando tomó el ascensor hasta su apartamento del cuarto piso. Iba a odiar abandonarlos a Iael y los hijos durante un lapso tan prolongado, pero ambos sabían que el momento para una separación aún más larga se estaba acercando.
Iael abrió la puerta cuando David ponía la llave en la cerradura. La mujer sonreía con cara radiante:
—Adivina quién está acá, amor. Oh, es maravilloso.
Tiró con firmeza del brazo de David, llevándolo hasta el recibidor. Ahí, sentado en el sofá de cuero negro estaba un hombre al que no había visto durante más de dos años:
—¡Arik!
La figura baja y fornida con cabello rubio alborotado se paró para saludarlo. Los dos hombres se abrazaron, su abrazo prolongado y emotivo como si ninguno de ellos deseara no separarse de nuevo del otro nunca.
—Dios mío, Arik Ben-Ami—dijo David, aferrando las manos de su amigo—. Realmente tienes unos kilos de más.
—Es toda esa comida extranjera, David. A veces me desespero por la cocina de Iael o de mi madre, si es por eso.
—¿Ya has visto a tus padres?—dijo David, su conciencia punzada por el conocimiento de que él mismo no había visto a su familia del kibutz desde hacía más de seis meses.
—Sí—contestó Arik—, aunque hasta hace poco tendías a verla mucho más que yo. El problema es que mi trabajo me lleva lejos durante lapsos tan prolongados. Espero que hubieras recibido mis postales.
—Sí, por cierto que estuviste en muchas partes. ¿Qué país te gustó más?
—Oh, Brasil supongo. Las muchachas eran la clase de mezcla despampanante que tienes acá—dijo Arik, guiñándole un ojo a Iael en reconocimiento de la belleza de ella.
—Arik, sabes que ninguna de ellas se equipara con nosotras, las muchachas israelíes—rió Iael con seguridad—. Y sabemos cocinar también. Ahora los dejaré a los dos para que se pongan al día con las novedades. Prepararé el cuarto de huéspedes para ti. Los niños volverán de la escuela dentro de poco. Se volverán locos.
David miró con aprobación cuando Iael le dio al más querido amigo de David un fuerte abrazo y le plantó un cálido beso en la frente, antes de apresurarse a ir a la cocina.
—Sé que siempre lo digo, David, pero qué gran esposa que te has conseguido.
David asintió con la cabeza y sonrió:
—Se enfrentó mejor con la transición a la gran ciudad que yo.
—Sí. Y debo decir que todo el asunto me sorprendió cuando mis padres me lo contaron. ¿Por qué lo hiciste?
—Oh, simplemente tuve ganas de un cambio y surgió este puesto—contestó David, esperando que su amigo no resultara ser demasiado inquisitivo—. También entraña un poco de viajes al exterior, aunque supongo que probablemente terminaré de vuelta en el kibutz dentro de no mucho tiempo.
Arik negó con la cabeza:
—Tanto viaje no es para un hombre de familia, David, y se puede volver un tanto tedioso en ocasiones.
—Bueno, espero que puedas pasar algo de tiempo con nosotros antes de que partas para recorrer el mundo otra vez—dijo David, odiándose por su falta de sinceridad. Sentía una desesperada necesidad de estar en compañía de Arik.
Arik también sintió un súbito anhelo por pasar algunas semanas, cuando menos, con el hombre al que amaba como a un hermano. Pero el estilo de vida que había elegido impedía el establecimiento y el refuerzo de otras relaciones que no estuvieran en el contexto de su trabajo y esas relaciones eran, por necesidad, superficiales. Sin que alguno de ellos lo supiera, el Mossad había decidido que ninguno de los hombres debía estar al tanto de que el otro pertenecía a la organización: eran demasiado íntimos y nunca se sabía cuándo se podía poner en peligro a un colega que estaba en operaciones.
—Temo que solamente me puedo quedar para el shabat, David—dijo Arik—: mi compañía es una mandona bastante dura.
David sintió una extraña mezcla de alivio y decepción:
—¿Adónde vas después?—preguntó mansamente.
—Algún lugar de Europa central. Aparentemente se está armando algún acuerdo grande comercial, y de toda la gente posible, justamente con los iraníes. Sea como fuere, los europeos del Este intervendrán en eso en alguna parte del trámite y yo tengo que estar cerca del centro de toda la acción.
—Sencillamente no sé cómo podemos comerciar con esa gente, Arik. Son verdaderos fanáticos.
—¿Quiénes?
—Los iraníes. Y, de todos modos, ¿alguna vez sueltan el dinero para los bienes que compran?
Arik rió. Su amigo era muy ingenuo respecto del comercio internacional:
—Prometen mucho, aunque si alguna vez oigo a un iraní decir “por el honor de mi madre” o “por la memoria de mis ancestros”, sé que me aguarda una tarea dura porque tratará de hacer trampa pero, como dice en el Corán, “no pienses que Dios no está atento a aquellos que actúan de manera injusta”.
—No sabía que hubieras estudiado el Corán—dijo David, legítimamente sorprendido por los conocimientos de Arik.
—Eso es todo lo que recuerdo de la escuela—el rubio rió nerviosamente—. Mi árabe prácticamente desapareció por completo en la actualidad. Sea como fuere, mi alemán es mucho mejor.
Absortos en la conversación ninguno de los dos advirtió que Iael había vuelto a entrar en el recibidor:
—Hablando de alemanes, Arik—interrumpió la mujer—, hice tu plato favorito, salchichas con chucrut.
Los tres rieron de buena gana, aunque sus ojos delataban una tristeza nacida de secretos no revelados..