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Fátima Fadas odiaba llevar el amorfo chador: para ella era el símbolo del fanatismo religioso que le había ocasionado tanto daño en lo personal y que ahora amenazaba con lanzar todo el mundo hacia una vorágine. La preocupación de su propio pueblo por principios fundamentalistas se había vuelto tanto más intensa desde la revolución iraní, que estaba convencida de que la confrontación abierta era inevitable.
Fátima inspeccionó la vestimenta para asegurarse de que estuviera impecable. Tenía que aparecer como una solícita hija del Islam cada vez que su tío le demandaba que le atendiera la casa. Después de todo, oficialmente era su benefactor, aunque él no sabía que no era el único. Su tío le parecía un hombre extraño dentro del cual el bien y el mal estaban trabados en combate franco. Muchos hombres en su posición se habrían vuelto a casar después de la muerte de la esposa. Sin embargo, a diferencia de muchos de sus contemporáneos, el mulá había sido monógamo y se había rehusado a permitirse una nueva compañera después del fatal derrame cerebral de su esposa, cinco años antes. Irónicamente, la tragedia había hecho que Mehdi Laham se acercara más a la madre de Fátima, aunque hermano y hermana se reunían muy raramente y cualquier conversación inteligente era imposible.
Como si hubiera sido por telepatía, a los pensamientos de Fátima los interrumpió un sonido de balbuceo en el piso de abajo. Se metió con rapidez en su ropa, ajustándose la cobertura de la cabeza para que no se viera algo de cabello, y bajó la escalera. Preparó ensalada de huevo y lenta y cuidadosamente empezó a dar de comer a su madre, cuyos ojos vidriosos revelaban la confusión tan sintomática de su enfermedad. Cuán infantil es, pensó Fátima con una mezcla de amor, ternura y frustración. Desde el momento mismo en que los médicos dijeron que la madre estaba sufriendo un trastorno progresivo del cerebro, a la lealtad de Fátima se la había tensado hasta el punto de ruptura, pues a Leila Fadas su hermano la había condenado al ostracismo como si hubiera sido una cretina. Proporcionaba una exigua asignación que a duras penas le permitía a Fátima cuidar de ella.
Leila Fadas había criado sola a su única hija, pues su marido había muerto por una bala perdida durante la guerra civil. Ahora el turno de Fátima de devolver el amor y la abnegación que se le había mostrado a ella. Pero llevar una doble vida le estaba produciendo una tensión tan grande, un motivo de esa tensión siendo la actitud ambivalente adoptada por su tío: por un lado, él esperaba que ella le sirviera como esclava en el momento que él lo deseara, mientras que, por otro lado, podía no prestarle atención durante meses enteros. La disposición de Mehdi Laham le concedía a Fátima libertad para practicar la duplicidad, pero ella sabía que si él descubría alguna vez el engaño, no vacilaría en ordenar que la mataran.
Un llamado a la puerta de calle la sobresaltó, sacándola de sus pensamientos morbosos. Probablemente era la enfermera:
—Umma—dijo, besando suavemente a su madre en la frente—, ha llegado Fardos. Ella te cuidará hasta que yo regrese de lo de tío Mehdi.
Los ojos de mirada vacua de Leila Fadas miraron a su hija irse. Si hubiera podido organizar sus pensamientos y, ni qué decir, expresarlos, había alabado a Alá por haberla bendecido con una hija tan solícita.
Fátima tomó un taxi por las populosas calles del Sur de Beirut para ir a la casa de su tío, que distaba dos kilómetros. Había hecho el viaje en incontables ocasiones. Pero esta vez lo hacía con inquietud: no era espía por naturaleza y no importaba cuánto odiara a su tío, su propia duplicidad la asustaba. Sabía que también esta vez se le iba a exigir que sirviera a los huéspedes de Mehdi Laham y que mantuviera una actitud estrictamente discreta.
Al llegar al apartamento golpeó tres veces en la puerta. Pudo ver movimiento más allá de la mirilla y supo que se la estaba escudriñando. Un instante después se corrió el pasador de la puerta. Fátima Fadas no estaba preparada para lo que apareció ante sus ojos, pues ahí estaba Rashid Sedaui, con la cabeza inclinada hacia un lado y sonriendo con su sonrisa enigmática.
—Ahla v’sahla, Fátima. Tfadali, por favor, entra.
Sentía las palpitaciones de su corazón como un tren expreso. Esperaba que su cara no traicionara sus emociones. Primero bajó la mirada en gesto de deferencia y después la volvió a levantar con recato, sin decir palabra. Lo siguió a Sedaui adentro del salón, donde su tío hizo una breve inclinación de cabeza a modo de silenciosa bienvenida. Sin preguntar supo lo que se necesitaba y entró en la cocina para hacer café, pero no sin antes advertir un mapa que estaba extendido sobre la mesa del comedor. Fátima Fadas tensó cada fibra para captar la conversación de los dos hombres. Oyó la voz de Sedaui primero:
—...debe arribar a Áqaba a fin de mes...irá al Norte...preguntar a tribus beduinas locales...por acá es el mejor lugar.
Hubo una pausa antes de que la voz ronca de su tío se pudiera oír:
—Has hecho las cosas bien, hermano mío... es un plan excelente pero ¿no vas a necesitar más hombres?
Entonces vino la respuesta de Sedaui:
—Inicialmente precisaré cuatro hombres...adquirir polea y aparejo en Amán...otro equipo.
Oyó la voz de su tío de nuevo, sólo que esta vez dirigida a ella:
—Fátima—la llamó con una voz severa que le paralizó el corazón—, ¿dónde está el café?
—Ya voy, tío, tan sólo un momento, por favor—. Prontamente vertió la bebida dentro de pequeñas tazas de cerámica y las llevó en una bandeja de cobre al salón. Al lado de las tazas había dulces surtidos, los favoritos de su tío.
—Fátima—dijo el anciano—, has de preparar café para dos invitados más. Deben de llegar en cualquier momento.
No bien Mehdi Laham hubo terminado de hablar, en la puerta de calle sonaron tres golpes. Fátima notó cómo los dos plegaban con premura el mapa antes de hacerle a ella un gesto para que abriera la puerta. La mirada en los ojos de los hombres le era familiar: conspiración.
Fátima no reconoció a ninguno de los dos que entraron, aunque era obvio, por sus modales, que tenían un cierto estatus en el grupo. Dispuso el café delante de ellos cuando su tío empezó a presentárselos a Rashid Sedaui:
—Ia Rashid—dijo Mehdi Laham—, yo mismo seleccioné estos hombres desde la inmolación de Alí Mayid, Fuad y Hassan. Harán lo que les ordenes en todo momento. No saben nada sobre nuestra meta final y no lo preguntarán. También ellos están preparados para la inmolación.
Fátima observó a Sedaui besar a cada hombre en ambas mejillas, antes de que le quedara claro que su lugar era de vuelta en la cocina. Pero esta vez no tuvo que forzar los oídos: la conversación era en tono alto y claro:
—Fueron elegidos para acompañarme en una travesía del destino en la que el honor del Islam está en juego—dijo Sedaui con tono entusiasta—. Daremos un golpe mortal a nuestros enemigos, uno que hará que la Tierra vibre en su eje.
La habitación pronto estuvo pesada por el humo de cigarrillo y los vahos dulzones del narguile de su tío, un raro placer que los hombres compartían como signo de unidad. El resto de la conversación fue de escasa importancia y se concentró, en general, sobre la situación política en el Oriente Medio y en cómo el Gran Satán, Estados Unidos de Norteamérica, estaba protegiendo para siempre a sus lacayos, Israel, Arabia Saudita y los Estados del Golfo.
La reunión recién se animó con la llegada de un quinto hombre, pequeño, cetrino y que evidentemente no era árabe. Oyó a Rashid Sedaui presentar al hombre como Imran Iqbal, agregando que era un chiita de Pakistán que había prestado un gran servicio a la causa. El nuevo hombre, incapaz de entender árabe coloquial, estaba en silencio la mayor parte del tiempo. De vez en cuando, Fátima Fadas lo oía a Sedaui traducir para ese hombre en un idioma extranjero que ella no entendía, pero que sabía que era inglés. Pero lo que ella no podía saber era que los invitados llegarían a la inmolación en forma menos que heroica y que las referencias del mapa que anteriormente le señalara Sedaui a su tío habían sido deliberadamente engañosas. Solamente un hombre conocía el verdadero emplazamiento del Armagedón.
Abu Mussa estaba atendiendo sus plantas favoritas de interior cuando su sirviente anunció la llegada de la única mujer a la que el adalid maronita realmente hubiera amado alguna vez.
—Fátima, queridísima mía—dijo, trayéndola hacia él—. Te he extrañado tanto. Si tan sólo te pudiera ver más a menudo.
Ella abrazó con ternura al hombretón. Siempre se sentía a salvo en presencia de él —. Sabes que eso es imposible, amado mío—, dijo con amabilidad.
El maronita suspiró. Para ambos era deprimente que ella debiera llevar esta doble vida. Anhelaba pasar toda la noche con ella.
El cristiano la condujo a la mesa de comedor estilo reina Ana: estaba espléndidamente preparada para dos. La cubertería de oro sólido, que él utilizaba solamente cuando cenaban juntos, destelló cuando los rayos del sol surcaron por entre el exuberante follaje de las plantas de interior que había en la galería. Pudo detectar en la joven una excitación latente, de la que sabía que significaba noticias importantes para él.
Pero no fue sino hasta que hubieron terminado el mezze que Fátima empezó a describir los extraordinarios acontecimientos del día anterior. Confirmó los peores temores del maronita: su inversión no sólo estaba perdida sino que los dementes chiitas casi habían logrado su increíble propósito.
—¿Estás segura, querida?
—Sí, No cabe duda alguna. La llegada del pakistaní lo confirmó: el fanático tiene la bomba.
Abu Mussa sentía que se le empapaban las palmas de las manos:
—Pero en las noticias no hubo algo de importancia; nada más que un desastre aéreo en el aeropuerto principal de Islamabad. Conservé los recortes—. Apretó la campanilla conectada a la parte de debajo de la mesa: casi de inmediato estuvo a su lado su sirviente de confianza.
—Georges, trae mi álbum de recortes. Es el amarillo que está en el anaquel principal de la biblioteca.
—Naam, ia saiidi—dijo el sirviente, un hombre delgado y sin gracia. Maestro de la etiqueta, hizo una media reverencia y dio unos pasos hacia atrás antes de volverse para salir de la habitación.
En cuestión de minutos, Abu Massa le estaba leyendo a Fáima los artículos que había reunió desde el momento mismo en que ella le informara sobre los plan de Sedaui de robarle la bomba a Pakistán.
—Lugar y fecha Islamabad—citó en voz alta—: “Un avión de reacción Jumbo de British Airways explotó ayer en una bola de fuego, después de chocar con una aeronave de transporte estacionada sobre la pista del campo aéreo militar contiguo al Aeropuerto Internacional de Islamabad. La totalidad de los trescientos cuarenta y seis pasajeros y doce miembros de la tripulación murió cuando el avión, un Boeing siete-cuatro-siete proveniente de Londres via Bahrain aparentemente sobrepasó el aeropuerto civil y descendió sobre la pista militar. Un vocero del aeropuerto dijo que no había un motivo claro por el que el piloto del avión, capitán James Tindall, había decidido aterrizar en la base militar. Solamente podemos creer que el avión sufrió alguna clase de falla técnica, dijo el vocero, que agregó que el piloto británico era muy experimentado y había volado esa ruta muchas veces.
Abu Mussa hizo una pausa.
—¿Hay algo más?—dijo Fátima, despertada su curiosidad. Vagamente recordaba haber oído en aquel momento, por la radio, sobre el accidente. Por motivos exclusivos de él, Abu Mussa no había mencionado el asunto entonces. Quizá no se había dado cuenta de su importancia.
—Hmmm, déjame ver. Sí, prosigue diciendo que trozos de escombros ardientes volaron por el aire e incendiaron depósitos de combustible y municiones a unos cien metros de la pista. Las explosiones se pudieron ver y oír a treinta kilómetros de distancia.
La inteligencia natural de Fátima Fadas le dijo que esta nota secundaria era la más importante:
—Eso es, amor mío—dijo con excitación—: Sadaui estuvo involucrado en eso. Quizás hizo que alguien secuestrara el avión y lo estrellara.
—Pero ¿por qué?—dijo Abu Mussa, perplejo por el razonamiento de ella.
—Quizá para crear una distracción mientras atacaban la base militar.
El maronita sonrió con cariño a su hermosa amante:
—Tienes una imaginación muy vívida, querida mía. ¿Qué tiene que ver todo esto con la instalación nuclear de Kalhuta, que está a más de cincuenta kilómetros?
—No lo sé, pero si dices que ésa es la única nota de importancia que viene de Islamabad al cabo de muchos meses, entonces ese hombre maligno debe de haber tenido algo que ver. Tiene la bomba, estoy segura de eso.
Abu Mussa puso las delicadas manos de ella en las de él y las besó con suavidad:
—Siempre se debe confiar en la intuición de una mujer—dijo en voz baja.
—¿Qué harás al respecto?—dijo ella, líneas de preocupación arrugándole su frente de seda.
Abu Mussa hizo una pausa antes de responder:
—Tal como dije antes, el enemigo de mi enemigo es mi amigo.
—Pero, ¿por qué ellos?—argumentó, a sabiendas de que ya antes habían tenido muchas discusiones sobre los vínculos de él con los israelíes.
El cristiano sonrió mientras se limpiaba la comisura de la boca con una servilleta:
—No soy más que un pequeño burgués, amada mía. Se precisa fanatismo para luchar con los fanáticos...y no hay nadie más fanático que los israelíes cuando su seguridad se ve amenazada.
El hombre con una delgada cicatriz sobre el labio frunció el entrecejo en gesto de disgusto:
—Malditas sean estas cerraduras Iardeni—refunfuñó—: parece que nunca funcionan.
Iariv Cohen estaba tan alterado tratando de abrir la cerradura de leva en la gaveta de su escritorio, que no llegó a darse cuenta del ingreso en la oficina de su jefe de asuntos árabes. Rahamim Ben-Iaacov esperó hasta que la cabeza que se iba quedando calva que estaba debajo del escritorio hubiera retomado la posición vertical.
—Oh, Rahamim—dijo Cohen, sobresaltado—, simplemente estaba tratando de conseguir que mi gaveta se vuelva a abrir. Recuérdame que haga que Suministros cambie todas las cerraduras de este maldito lugar—. Notó que el normalmente calmo yemení parecía estar agitado:
—¿Qué pasa, javeri?—le preguntó Cohen a su amigo.
—Iariv, creo que algo importante puede haber aparecido de pronto.
—Pues bien, oigámoslo—dijo el director del Mossad, haciéndole un gesto al yemení para que tomara asiento.
Ben-Iaacov extrajo la transcripción de un mensaje cifrado que había recibido de uno de sus informantes maronitas:
—Abu Mussa ha hecho saber que tiene información importante para nosotros.
Cohen se paró y renqueó hacia un mapa de Líbano que había en la pared: era como un acerico. Empezó a juguetear con las banderas de colores:
—Es caro, Rahanin—dijo desplazando una bandera roja de Sidón a Tiro y volviéndola después a su posición—. Y a veces no siempre valió lo que informó.
Ben-Iaacov no gustaba mucho de hablar a espaldas de su superior, pero habían sido amigos durante muchos años y había llegado a aceptar las idiosincrasias de ese hombre:
—Nuestro contacto dice que la información es de extrema urgencia y que exige una reunión en persona con alguien del estatus más elevado.
Cohen fue hasta la ventana y contempló el cielo: se estaban acumulando nubes de lluvia. La Ioré llegaba tarde este año. Ya estaba próximo el fin de octubre y las primeras lluvias de otoño aún no habían caído.
—¿Cuánto?—dijo en detalle.
—No mencionó precio.
Cohen se giró sobre los talones y volvió a su silla:
—Eso sí es interesante.
—Sí—coincidió el judío sefaradí—, por cierto que no es típico de él.
—¿Qué crees, Rahamim?
—Bueno, la información de Abu Massa a menudo estuvo con sobreprecio pero, por otro lado, nunca nos mintió. En el balance creo que debemos confiar en él.
Cohen se acarició el mentón:
—Sabes lo que la frase “alguien del estatus más elevado” significa, ¿no, Rahamim?
—Sí, la usó la última vez que nos dio información vital, antes de la Operación Paz en Galilea.
Cohen jugó con su labio. Su excitación empezaba a crecer:
—Y fue a mí a quien vio.
Ben-Iaacov podía ver que su jefe estaba entusiasmado ante la idea del servicio activo otra vez. Sabía que al igual que la mayoría de los hombres que habían saboreado la acción, Iariv Cohen anhelaba dejar su trabajo de escritorio por tan sólo una última pelea en el campo. El entrenador siempre era jugador de corazón.
—¿Quieres que arregle una entrevista, patrón?
—Sí, creo que sí. Hazla para el fin de esta semana, viernes: es el sabat musulmán y las cosas por lo normal están tranquilas en el Norte.
—¿Mismo lugar?
—Sí. Hazla alrededor del mediodía: almorzaremos y le daré suficiente tiempo como para que regrese a Beirut antes de que oscurezca.
Aunque nunca había visitado Israel más allá del complejo militar en la valla de seguridad, Abu Massa sentía, de todos modos, la emoción particular que únicamente han disfrutado quienes alguna vez pudieron pisar suelo enemigo.
Mientras conducía su Mercedes a través de los portones del puesto fronterizo se sentía como un muchacho travieso que se hubiera metido en el jardín del vecino para robar manzanas. Se podía ver las banderas de Líbano e Israel flameando una al lado de la otra por toda la base. Pero ¿qué representaba el Cedro en la bandera de su país? Un árbol tiene muchas ramas y así ocurría con Líbano. Solamente era la milicia cristiana del Sur la que había cultivado una relación con los vecinos judíos de su país, más con la esperanza de sobrevivir que debido a mucho amor. Técnicamente, Líbano aún estaba en guerra con el Estado judío ya desde 1948. Abu Mussa mismo no tenía interés particular por los israelíes, de los que hallaba que carecían de modales y de etiqueta. Sin embargo, se veía forzado a conceder que el dinero de ellos era bueno.
El voluminoso maronita hizo una mueca cuando luchó por salir del asiento de su auto. El viaje desde Jounié había sido largo y cansador y le dolían los músculos. Estiró los miembros y esperó a que el guardia se le acercara.
—Señor Abu Mussa—dijo el soldado en inglés—, el general le envía sus saludos y le solicita que se reúna con él en el cobertizo de enfrente.
El cristiano estaba levemente divertido: los modales israelíes estaban mejorando, pensó, mientras seguía al soldado raso de aspecto bastante serio al interior de lo que únicamente se podía denominar choza.
Iaviv Cohen estaba vestido con su uniforme de reservista militar aunque, en términos estrictos, estaba retirado. Se puso de pie para recibir a su invitado. La habitación estaba sin muebles, salvo por una mesa grande y cuatro sillas. La mesa estaba puesta para tres comensales. El maronita estaba horrorizado por el estado de la vajilla del ejército, pero escondió sus sentimientos, como exigía la etiqueta.
—Ahlan, Abu Mussa—sonrió ampliamente Cohen—.Bienvenido otra vez a Israel. Espero que su viaje no hubiera sido muy difícil—dijo en inglés. Sabía que su visitante era políglota y aunque Ben-Iaacov hablaba un árabe perfecto, él mismo no lo hacía.
El cristiano estrechó con calidez la mano extendida de Cohen:
—Siempre es un placer reunirme con usted, general Cohen. Esperemos que algún día podamos reunirnos en circunstancias más amistosas.
Con un gesto, Cohen invitó a su huésped para que se siente en la silla de madera sin adornos:
—Por favor, siéntese. Me tomé la libertad de ordenar el almuerzo. En nuestro ejército tenemos algunos espléndidos cocineros, aunque me debo disculpar por el estado de la vajilla.
Mientras Abu Mussa tomaba asiento no pudo dejar de pensar en lo extraordinariamente perceptivos que eran los israelíes. En ocasiones, pensó, sabían más sobre los diversos pueblos de la región que lo que él mismo sabía.
A los dos hombres se les unió un tercero, enjuto y de tez oscura.
—Éste es mi colega Rahamim—dijo Cohen—.Quizás usted recuerde que estuvo presente en nuestra reunión anterior en el ochenta y dos.
—Sí, vagamente—contestó el maronita, notando que el hombre casi podía pasar por árabe.
Los tres hombres comieron su almuerzo, que el maronita consideró sustancioso, pero bastante desabrido y después intercambiaron los usuales comentarios amables sobre las condiciones climáticas y la belleza de sus respectivos países. Una vez que se hubo quitado los platos, Cohen sacó un paquete de Royal y le ofreció uno al cristiano:
—Es una marca local—dijo—, pero tiene un sabor muy suave.
Abu Mussa aceptó el cigarrillo y empleó su encendedor Dunhill de oro macizo para encenderlo. El maronita hizo una profunda inhalación antes de narrar lo que sabía iba a ser información traumática para los israelíes:
—Señores—empezó lentamente, esperando que su inglés no fuera demasiado vacilante—, lo que tengo para decirles sonará por completo fantástico, como para estar casi más allá de los límites de la comprensión.
Durante los minutos siguientes, el maronita estudió la expresión de los israelíes mientras les relataba todo lo que Fátima Fadas le había dicho. Omitió decirles que había sabido sobre los planes de Sedaui desde hacía muchos meses, pero había creído que el chiita simplemente sufría de imaginación desbordante. También se guardó detalles de su propia reunión con Sedaui y del préstamo que le había hecho a los chiitas. Revelar todo esto era innecesario y confundiría las cosas. El hombre que en este juego en particular ponía las cartas sobre la mesa invitaba al fracaso desde el comienzo.
Las facciones de Iariv Cohen permanecieron inmutables, a pesar del hecho de que sentía qye lo habían golpeado en el estómago con una almádena. El jefe del Mossad tenía la suficiente experiencia como para ocultar sus emociones. Debía aparentar ser escéptico y, aun así, al mismo tiempo hacer el papel del abogado del diablo. El zumbido del aire acondicionado pareció envolverlo, cuando hizo una pausa para ordenar los pensamientos.
—Realmente es todo un relato—dijo finalmente—. Parece no haber testigos independientes de estos incidentes; sólo el informante.
—Ella es intachable. Le doy mi palabra al respecto.
Hasta ese momento, Abu Mussa siempre se había referido a quien originó esa información como “el informante”. El maronita se dio cuenta de que quizá había revelado demasiado, demasiado pronto.
La identificación del sexo de la fuente del maronita no pasó inadvertida para Iariv Cohen:
—¿Cuán cerca está ella de esta célula terrorista?
—Muy cerca.
—¿Suficientemente cerca como para recomendar la introducción de otro miembro en el grupo?
Abu Mussa sabía que se venía la pregunta. A Sedaui únicamente se lo podía detener desde dentro y Fátima era incapaz por sí misma. Pero también sabía que por la ayuda de él podría exigir cualquier suma:
—Sí, ella podrá lograr eso—contestó con falsa certeza.
El experimentado israelí sabía lo que venía a continuación. Siempre había un soborno en alguna parte a lo largo de la línea. Iba a tratar de verificar el cuento del maronita pero, en esta etapa, estaba preparado para creerlo. En verdad no tenía alternativa:
—¿Cuánto?—preguntó, a sabiendas de que se estaba por efectuar un juego antiguo como el tiempo, el maronita podía negar que era árabe, pero era hijastro de esa cultura y le seguía las reglas en el deporte del regateo.
Abu Mussa abrió los brazos ampliamente:
—Esta información que le he dado a usted, Monsieur, puede no tener precio.
Cohen continuó el juego:
—Pero usted debe de haber incurrido en gastos en este asunto—dijo con diplomacia.
—Sí, ya he incurrido en muchos gastos y corrido muchos riesgos—contestó el cristiano con sinceridad.
Cohen sonrió:
—Y, claro está, hay riesgos que aún habrán de llegar.
Disfrutando del juego, Abu Mussa suspiró y lanzó los brazos hacia el cielo:
—Todo es tan caro en estos días—dijo—. Para cubrir cualquier eventualidad yo necesitaría, digamos, un mínimo de tres millones de dólares.
Cohen quedó atónito por la exigencia, pero no lo demostró. Su única estratagema era continuar el juego, pero sabía que el maronita tenía todos los naipes:
—¿No cree que esa cifra es un tanto elevada? Sería, de lejos, la cantidad más alta que hubiéramos pagado jamás.
La contestación de Abu Mussa mostró lo confiado que estaba:
—Pero nunca antes ustedes estuvieron sujetos a una amenaza tan espantosa y yo realmente estaré arriesgando mi vida.
—Entiendo—dijo Cohen sin comprometerse. En su calidad de director del servicio secreto de su país sabía cada detalle de las operaciones encubiertas que era necesario para asegurar el éxito de acciones tales como el robo de las cañoneras de Cherburgo, Entebbe y la incursión contra el reactor nuclear de Irak. Estos fueron incidentes que se habían convertido en sucesos de Prensa, pero también había incontables acciones más que pasaban sin que se informara sobre ellas, en especial la obtención de los planos y piezas necesarios para construir armas atómicas en la propia planta nuclear de Israel en Dimona. El israelí se frotó el mentón y se quejó otra vez de que creía que el gobierno israelí no iba a autorizar el pago de una suma así.
—Entonces sugiero que me proponga una cifra que usted crea que sí consentirán—dijo el cristiano. Ya había hecho que un millón y medio fuera su idea final de rédito. Iba a recuperar las pérdidas por Selaui y tendría un espléndido beneficio para empezar.
Cohen también había calculado que era probable que el maronita aceptara la mitad de su exigencia original. Eso era lo usual en el Levante:
—Creo que podemos estirarnos hasta un millón—dijo provisionalmente.
Abu Mussa miró hacia el paquete de Royal:
—¿Me permite?—dijo, tomando un cigarrillo sin molestarse por esperar la respuesta. Lo encendió con gran cuidado, con el objeto de dar la impresión de que estaba meditando profundamente sobre la oferta. ¡Oh, cómo le gustaba regatear, en especial cuando sabía que el otro lado quería con desesperación lo que él tenía para vender— Temo que eso no sea suficiente para cubrir mis gastos, general—dijo con tono de disculpa.
El israelí jugó según las reglas que se le habían impuesto: sabía que no tenía otra alternativa—. Tengo la convicción de que puedo persuadirlos para que se avengan a uno y medio.
—¿Es su oferta final?
El maronita había entrecerrado los ojos y durante un fugaz instante Cohen pensó que las reglas habían cambiado. Aun así decidió mantenerse firme:
—Lo es—dijo con tono terminante.
El hombretón hizo una profunda inhalación en su cigarrillo y sonrió:
—Entonces acepto, amigo mío—dijo con modestia—, pero tiene que ser un millón por adelantado y el resto en el momento en que se termine todo.
Cohen suspiró para sus adentros, aliviado:
—De acuerdo—dijo—, pero únicamente si su información demuestra merecerlo.
El maronita asintió con la cabeza y estrechó la mano del israelí.
Con la cuestión del dinero ya hecha a un lado, ahora se podían dedicar a los detalles más finos para el intento de lograr lo que, en el mejor de los casos, era nada más que una posibilidad muy remota de derrotar la mayor amenaza a la supervivencia de todos ellos.
Cohen se volvió hacia su colega:
—No me digas que tienes una foto de nuestro hombre ese viejo maletín tuyo, Rahamim,
Ben-Iaacov había guardado silencio hasta ahora. Su maletín generalmente contenía material relacionado con los proyectos más recientes y esta vez no había diferencia. Aprovechó la indirecta de su jefe y con una explosión de orgullo presentó una fotografía reciente en colores de David Katri, en la que el judío sirio, la coronilla afeitada y un pañuelo blanco alrededor de la cabeza, parecía más chiita que los chiitas. Las palabras en árabe pintadas en rojo en el pañuelo decían: “Vengar a Hussein”. Le entregó la foto a Cohen, que sinplemente se la devolvió diciéndole:
—Díselo tú mismo.
Ben-Iaacov le mostró la foto al invitado:
—Un hombre llamado Anuar Hindaui se pondrá en contacto con usted—le dijo al cristiano—. Acá tiene una fotografía, así lo reconocerá. Todo lo que usted necesita saber es que puede confiar en él de manera incondicional, así como él confiará en usted...con la vida de él.
Abu Mussa miró fijamente la fotografía. El hombre era sumamente guapo y el leve curvado de su nariz con mayor razón parecía hacerlo más impresionante:
—Acepto que Anuar Hindaui no es su nombre verdadero, pero no haré preguntas.
—Pero, ¿qué pasa con su informante?—dijo Cohen, consciente de que el silencio o la cooperación de no toda la gente se podía comprar con dinero.
—Somos uno solo, ia saiidi—contestó el maronita.
En ese momento Cohen barruntó que estaba tratando con un hombre y su amante y que no tenía más alternativa que confiar en ambos.
—Así sea—dijo Abu Mussa poniéndose de pie, señal de que para él la reunión había llegado a su fin.
Iariv Cohen acompañó al maronita hasta su Mercedes azul y le estrechó la mano.
El cristiano subió al asiento:
—No se demore, amigo mío—dijo alzando la mirada hacia el israelí—. Temo que ya estemos actuando demasiado tarde y no debemos fracasar.
—Si fracasamos temo no poder garantizarle el resto de su dinero—contestó el israelí, las cejas arqueadas parodiando preocupación.
Abu Mussa encendió el motor y sonrió:
—Si fracasamos, general, es factible que ni usted ni yo vivamos para preocuparnos por eso.
Iariv Cohen miró el auto pasar por los portones y desaparecer por la colina que había hacia el norte. Se dio vuelta cuando se le unió Ben-Iaacov.
—Ésas fueron las cosas más extraordinarias que hubiera oído yo alguna vez—dijo el yemení.
—Extraordinarias o no, Rahamim, ahora tenemos la oportunidad de infiltrarnos en este grupo terrorista. En el mejor de los casos fueron responsables por el estrellamiento del El Al y, en el peor, están planeando el crimen más grande de la historia.
—Daré instrucciones a David de inmediato.
—Sí. Si a la bomba realmente se la robó debemos averiguar dónde intentan plantarla, si es que no lo han hecho ya. Los desiertos de Arabia no son del tamaño de mi jardín trasero exactamente.
—¿Tienes la intención de informar al Primer Ministro?
—Aún no. Primero necesito alguna clase de confirmación por parte de nuestras fuentes, dile a Reuven Weiss que se ponga en contacto con nuestro agente en Viena: que vea si nuestro hombre puede averiguar algo de sus contactos en la Autoridad Internacional para la Energía Atómica. Quizá saben algo.
Los dos hombres caminaron lentamente hasta la alambrada que separaba la civilización de la tierra atribulada que amenazaba la paz del mundo:
—Líbano es un país tan hermoso—dijo Cohen—, pero también es un avispero.