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Habían transcurrido tres semanas desde el funeral del su madre y Fátima Fadas estaba sintiendo los efectos de su forzada separación, tanto del israelí como de Abu Mussa; de uno ansiaba el contacto y la calidez del cuerpo y del otro, la seguridad y las cosas materialistas de la vida. Había llorado por su madre como solamente lo hacen las hijas. La mujer que tanto había sufrido en la vida le había brindado a Fátima Fadas la oportunidad de crear para sí misma la suerte de una mejor existencia. Era como si el ininteligible espectro del sillón de paño verde hubiera ordenado a su hija que la abandonara durante horas todos los días:
—Ve, hija mía—parecíó decirle—, hazte una vida mejor, muy lejos de la pobreza de nuestra casa y nuestra religión.
—¿Dijiste algo, Fátima?
Los ojos de la hermosa chiita recuperaron el enfoque y la joven se volvió hacia la fuente de la pregunta: la chaperona, Yehan Husseini, parecía colgar al lado de la ventana abierta como un murciélago arrugado. Una súbita ráfaga de viento le había atrapado el chador megro y durante un instante pareció que el paroxismo de aleteo de la ropa la haría alzarse por los aires.
—No, nada, Yehan—repuso Fátima—. Tan sólo estaba pensando en qué hermoso día de sol hace fuera de acá—. Confinada en la casa durante tres días se había visto acosada por la constante repetición de las obligaciones de una esposa solícita y por cómo debía prepararse para la completa sumisión a su nuevo marido. Fátima no criticaba la fijación del murciélago viejo: simplemente ocurría que se sentía más como si hubiera estado en arresto domiciliario que cuidada por una chaperona.
—¿No podríamos simplemente salir para caminar un poquito, Yehan? Estoy desesperada por algo de aire fresco.
—Tu tío dijo que se te debe mantener dentro de casa durante el período de duelo—contestó el murciélago.
—Pero transcurrió suficiente tiempo—dijo Fátima con desesperación—.Por favor, quizá podríamos salir juntas a dar un paseo.
Yehan Husseini, sus sesenta y nueve años cincelados cruelmente en la agostada cara, se frotó las manos nerviosamente: ella, también, se estaba cansando del implacable aburrimiento de estar enjaulada en una casa pequeña con una mujer joven que aparentemente se había mantenido impasible ante los buenos oficios de su chaperona.
—Muy bien—suspiró—, pero solamente con una condición.
—Sí, cualquier cosa—dijo Fátima con excitación.
—Debes llevar niqab en todo momento: nadie nos debe reconocer.
—Quizá podríamos dar un paseo por el mercado de especias—sugirió Fátima. Durante las conversaciones que habían tenido había resultado evidente que la vieja nada sabía sobre la identidad o el paradero del futuro novio.
—Por favor, Yehan, por favor. Adoro el aroma de las especias.
—Hasaná—acordó—, sea. Pero nada más que durante una hora o dos, tenlo presente.
En ese momento Fátima Fadas quiso estrechar en un abrazo y besar a su fea chaperona vieja. Esperaba, aunque sabía que era muy poco probable, tener la oportunidad de, por lo menos verlo a su amante en la tienda de especies de Selim Yafaar. Sabía que era peligroso, pero ya no le importaba.
Al cabo de una caminata de quince minutos se acercaron a la tienda de especias. Fátima se deleitaba con el bullicio, el tránsito incesante, tanto de vehículos como de peatones. Se sorprendió por cuánto había extrañado su libertad durante las semanas pasadas.
Las dos mujeres chiitas avanzaban con lentitud por la calle. A un observador fortuito le habría resultado difícil diferenciar entre ambas, con la salvedad de que quizás una de ellas parecía tener una marcha más ágil y que la otra tenía hombros levemente encorvados. Un observador sagaz habría advertido que mientras que uno de los pares de ojos era brillante y pleno de juventud, el otro era lagañoso pero, si era por eso, en ese barrio en particular de Beirut no era probable que hombre alguno se hubiera visto atraído por nada más que los ojos de una mujer: el informe chador estaba diseñado para frustrar los deseos lujuriosos del hombre y para ese fin era eficaz en extremo.
El corazón de Fátima empezó a latir con más rapidez a medida que se acercaban a la tienda de Selim Yafaar:
—Ven, Yehan, compremos jalvá y pimentón dulce para casa—sugirió, agregando con rapidez—: esta tienda parece tan buena como cualquiera—. Rogó por que la mujer mayor estuviera de acuerdo.
—Como quieras, muchacha—dijo Yehan—, pero no debemos retrasarnos.
Fátima pudo sentir que las palmas empezaban a sudar cuando ella y la chaperona cruzaron la entrada de la tienda. El aroma embriagador de las especies era abrumador. Casi de inmediato vio la figura alta y guapa del hombre que le había enseñado el arte del amor. Estaba subido en la mitad de la escalera con lo que parecía ser una pesada bolsa sobre los hombros.
—En seguida estoy con ustedes, señoras—resopló, lanzando la bolsa adentro de un espacio que estaba al lado de algunas otras en el estante alto. Descendió y se golpeó las palmas entre sí para quitarse el polvo. Después:
—Ahora, ¿qué puedo hacer por ustedes?
La mujer mayor habló primero, tal como era su prerrogativa:
—Un kilo de pimentón dulce y un kilo de jalvá, señor—dijo con voz de ahogo.
—Oh, lamento todo el polvo que hay acá, señora—dijo David disculpándose, al tiempo que sacaba del mostrador una cuchara metálica y la metía de un empujón dentro de una bolsa de semillas de fenogreco.
Fátima no podía quitar la vista del hombre que amaba. Era bueno que Yehan estuviera un poco por delante de ella, pues si la chaperona hubiera advertido a su rutelada mirando al hombre con fijeza, Fátima seguramente habría recibido una reprimenda. En su condición de futura novia no se le permitía decir ni una palabra a un varón extraño, por temor de que su voz fuera a seducirlo.
Cuando David le entregó los paquetes de especias a la mujer de voz chillona tuvo la extraña sensación de que la más alta lo estaba escudriñando con una diligencia impropia de una mujer religiosa. Fue recién después de que ambas se hubieran ido hacia las salidas que la más alta giró la cabeza para lanzarle una rápida mirada de despedida. Entendió de inmediato:
—Fátima—susurró con voz ronca, el corazón martillándole el pecho.
Durante los tres días posteriores, David Katri no pudo borrar de la mente el encuentro con Fátima Fadas. Sabía que esos ojos almendrados le pertenecían a ella: ninguna otra mujer chiita religiosa habría vuelto la cabeza para mirarlo del modo en que ella lo había hecho. Había tenido que ser ella, se dijo a sí mismo, deseando tener la oportunidad de volver a oír la dulzura de la voz de ella otra vez.
Sin embargo, para el anochecer del tercer día de la separación de los enamorados, un giro de los acontecimientos empujó el recuerdo de Fátima Fadas hacia los más recónditos recovecos de la mente de David: acababa de completar una sesión particularmente agotadora de adiestramiento con Mohamed Fauzi, cuando el instructor lo llevó a un costado:
—Quise guardar la buena noticia para el final—dijo el árabe.
—No entiendo, ia Mohamed.
El árabe sonrió y cerró una mano sobre la otra: era obvio que se sentía encantado:
—Se te envía a una misión, saiidi.
Durante un instante, David quedó estupefacto. Aunque la noticia no era inesperada, la comprensión de que era inminente la prueba mayor a la que se lo iba a someter lo dejó con la boca seca:
—¿Cuándo?—preguntó, apenas pudiendo ocultar la aprensión en la voz.
—Mañana por la mañana.
—¿Adónde iré?
Fauzi sonrió:
—En lo personal, no lo sé. Mis órdenes fueron informarte que estés en el aeropuerto mañana a las diez. Vas a esperar al lado del mostrador de registro de pasajes de Middle East Airlines: un hombre llamado Ahmed Bashri se reunirá allá contigo; tendrá los ásajes, dinero y todo lo demás que vas a necesitar. Lleva nada más que un cepillo dental. Aparentemente sólo estarás fuera un día o dos.
David hizo una profunda inhalación. Tomó nota mentalmente para ponerse en contacto con eñ Mossad en Tel Aviv por cualquier medio que le fuera posible, una vez que supiera su destino. Lo más seguro sería llamar desde una cabina de teléfono público desde la ciudad europea misma. Alguna advertencia, aun cuando mínima, se le debía transmitir a los blancos probables.
—Solamente una cosa más—dijo Fauzi, interrumpiendo la cavilación de David—: Bashri te acompañará a tu encuentro con nuestro líder. No es muy hablador tampoco, así que es probable que sea una compañía aburrida. Todos lo llamamos “El Amargado”.
El israelí hizo una mueca: ¿es que Rashid Sedaui no dejaba nada al azar? Debía tratar de enterarse más sobre este malvado enigma antes de que fuera demasiado tarde. Fauzi mismo parecía estar con ganas de hablar, aunque David sabía que debía tener cuidado de no despertar las sospechas del árabe:
—Shukran, Mohamed—se entusiasmó, palmeando en la espalda a su bigotudo instructor—. Que yo me sienta apto para partir para ir a realizar esta grandiosa tarea para la gloria de Alá se debe a ti en no poca medida.
Fauzi volvió a sonreír, con obvio deleite. Su alumno era simpático y, además, sabía que el Ra’is lo estaba preparando cuidadosamente para cosas más grandes.
—Soy bueno en lo que hago, Anuar, y sé que mi lugar es servir a nuestra causa del mejor modo que puedo.
—¿Así que tú mismo nunca has estado en una misión?
—¡Tsk!—Mohamed chasqueó los dientes según la costumbre árabe de expresar la negación—. Pero en los últimos cinco años adiestré a todos los que lo estuvieron.
—¿Incluyendo al Ra’is?
—Sí, incluyendo al señor Sedaui.
Era evidente que Fauzi sentía progunda admiración por su líder y David decidió que ya era hora de averiguar cuánto sabía sobre el hombre del diente de oro:
—No he tenido mucho tiempo de trato como para conocerlo. ¿Cómo es él?
—Desde el momento en que tuvo éxito en su primera misión en solitario supe que, con el tiempo, se iba a transformar en nuestro líder.
—¿Cuándo fue eso?—lo instó David.
—A comienzos del año pasado. Ya sabes, la bomba en el avión de El Al.
David lanzó un silbido entre dientes:
—Ésa fue una hazaña fantástica. Con razón ascendió de rango con tanta rapidez pero, ¿qué pasa con Mehdi Laham, no es nuestro verdadero líder?
—Nuestro líder espiritual, sí, pero es viejo e incapaz de tomar parte activa en nuestra misión.
David sabía que se estaba acercando con rapidez el momento de la verdad. Era obvio que Fauzi estaba hablando abierta y seriamente. Sin embargo, su repentina buena disposición para hacerlo también estaba expresando una ingenuidad que explicaba por qué había continuado siendo un subalterno en el grupo. El israelí decidió correr el riesgo:
—¿Y cuál es nuestra misión, ia Mohamed?
—Destruir Israel y todos los enemigos del Islam—dijo Fauzi, repitiendo la retórica que ya se le había instilado por machacamiento. No se le había ocurrido que cabía esperarse que su interrogador ya supiera eso.
—Pero, ¿cómo podemos esperar lograrlo mediante tales ataques punitivos contra blancos solitarios?—dijo David, con la esperanza de que Fauzi entendiera la pregunta y que ella permitiera sonsacar la información esencial por la que estaba rezando el agente.
—Hay cosas más grandes que han de venir, amigo mío—contestó el chiita.
El corazón de David latía alocadamente. ¿Realmente era este subalterno parte de los secretos más íntimos del grupo?:
—¿Qué quieres decir, Mohamed?—dijo.
—Quiero decir, ia Anuar, que a la mayoría de nuestros líderes se la envió al exterior para preparar un ataque de envergadura. Hay rumores de que algunos están en Amán y otros en el Lejano Oriente, aunque no se me ocurre por qué.
La revelación de Mohamed Fauzi era tan ingenua que David le creyó, y si lo que el instructor dijo era cierto, entonces quienes posiblemente pudieran estar en posesión del conocimiento sobre la ubicación de la bomba estaban diseminados a lo largo y lo ancho de los continentes de Europa y Asia. El israelí supo, con tremenda pesadumbre, que en el poco probable caso de que a Rashid Sedaui se lo pudiera capturar y obligar que a habara, había otros que podrían estar en posición de apretar el botón. También supo que se estaba acabando el tiempo.
—Solamente una cosa más, saiidi—dijo el árabe interrumpiendo el hilo de pensamientos de David—: no hagas demasiadas preguntas sobre el Ra’ís.
—¿Qué quieres decir?—dijo David, temiendo que, después de todo, Mohamed Fauzi hubiera sido más astuto que lo que aparentaba.
—Tan sólo haz lo que te pide. Esta vez te guiará él y la próxima vez estarás librado a ti mismo.
—Shukran, amigo mío, shukran—dijo David agarrando con calidez el brazo del hombre más bajo—. Te veré cuando regrese, insh’a Alá.
—Si ésa es la voluntad de Dios—repitió Fauzi tomándolo del brazo a David y guiándolo hacia una camioneta Renault blanca—. Temo que deberé vendarte los ojos otra vez, pero estoy seguro de que ésta será la última: cuando regreses verdaderamente serás uno de nosotros y se te invitará para que asistas a una asamblea general especial a fin de mes.
—¿Qué quieres decir, Mohamed?
—Aparentemente todo el misterio de los meses anteriores será explicado. Corre el rumor de que causará que el poder del Islam se oiga por todo el mundo. Nuestros combatientes ya están muy excitados por todo el asunto.
—¿Dónde se llevará a cabo esta asamblea?—dijo David, pensando a toda velocidad.
—En uno de los cuartos subterráneos. Ya viste parte de nuestro complejo ahí, ¿no?
—Sí, es verdaderamente asombroso. ¿Cuántos estaremos ahí?
—Es probable que alrededor de cien. Es la primera vez, que yo recuerde, que se convoca a una asamblea general especial desde los días de antaño.
—¿Y cuándo dijiste que será esta asamblea, Mohamed?—dijo David mientras se le ponía la venda sobre los ojos.
—El trigésimo día de Yumada al-Ula, durante el crepúsculo.
La súbita oscuridad ayudó a que la mente del agente judío se concentrara en convertir la fecha en el calendario musulmán al gregoriano: era el 27 de febrero, menos de un mes a partir de ese momento y posiblemente una semana, o dos, antes del comienzo de la estación del shurquíia. El israelí sabía que no iba a tener tiempo para hacer contacto con el enviado de Abu Mussa antes de partir: sencillamente iba a taner que arriesgarse a llamar al Mossad directamente desde una cabina pública de teléfono esa noche. Los detalles de la misión eran escasos, pero eran todo lo que tenía.
En la mañana en la que David Katri viajaba a Europa. Iariv Cohen estaba instalado una vez más en la oficina del Primer Ministro. Esta vez la diferencia era que además del jefe del gobierno y del ministro de Seguridad, también se lo había invitado al jefe del Estado Mayor. Desde el momento en que hubo recibido el mensaje en código de Abu Mussa el día anterior, el director del Mossad había lidiado con dos dilemas de importancia: el primero era si informarle al hombre de las Fuerzas Armadas con más rango sobre la amenaza nuclear contra Israel. El segundo era si informarles, o no informarles, a los tres hombres que, con el objeto de salvaguardar su misión, a un israelí se lo estaba autorizando para que perpetrara un acto de terrorismo contra otro u otros. Iariv Cohen sabía que la decisión era de él y de él únicamente, que si su duplicidad alguna vez se llegaba a revelar entonces eso significaría, no sólo el fin de su carrera sino, también, que su propia gente lo iba a acosar hasta el día de su muerte.
—¿Nu, Iariv?—dijo el Primer Ministro con irritación—. Estamos esperando. ¿Qué sugieres?
Con nerviosismo, Cohen mezcló descuidadamente papeles que tenía ante sí:
—Tal como les dije, señores—dijo después de largo rato—, estoy convencido de que al final podamos tener que elegir el momento de eliminar estos terroristas, al tiempo que intentamos atrapar con vida sus jefes. Sin embargo, es mi convicción que cuanto menos gente conozca el verdadero motivo de la incursión, mejor: una lengua floja puede deshacer todos nuestros esfuerzos, aunque esto en modo alguno significa que se refleje en Iehuda.
El ministro de Seguridad tosió nerviosamente: el jefe de Estado Mayor, Iehuda Bar-Ilan, era su hombre y se sentía con la debida obligación de proteger la integridad del general:
—Creo que lo justo es que a Iehuda se lo ponga completamente al tanto de los hechos—dijo con firmeza.
Cohen miró al Primer Ministro. Podía percibir que, al igual que como ocurría con él mismo, el líder de la nación estaba gimiendo bajo la pesada carga que se veía forzado a soportar. Pero confiaba en que ese hombre tomaría las decisiones correctas.
—Moshé—dijo el PM palmeando la mano del hombre sentado al lado de él—, valoro tu preocupación, pero creo que Iaviv tiene razón. Éste es un caso especial: no nos podemos permitir ni la menor fuga de información. Hasta nosotros podemos cometer errores y todo lo que se necesita es que se diga algo que no se debe decir.
Cohen miró al hombre más joven esperando una reacción; no la hubo en absoluto; nada más que un encogimiento de hombros. Volvió a mirar al Primer Ministro y dijo:
—Quizá con su permiso, señor, ahora lo podamos invitar a Iehuda para que se nos una.
El hombre de cabello gris que tenía la responsabilidad última por su nación se frotó los ojos con cansancio y después apretó el botón del intercomunicador que tenía sobre el escritorio:
—Ruth, por favor hazlo entrar a Iehuda.
Ruth Siegel, la secretaria privada del Primer Ministro, se tuteaba con cada político del país y con muchas personalidades más también. Había visto ir y venir jefes de Estado Mayor, pero no había duda de que Iehuda Bar-Ilan era el más guapo: era rubio y estaba tostado por el sol y aparentaba ser mucho más joven que los cincuenta años que tenía.
—Ya oíste eso, Iehuda—dijo la mujer sonriendo—: puedes entrar ahora.
Bar-Ilan estiró su enorme cuerpo y se frotó las nalgas:
—No puedo sentir mi tujes[22] por tanto tiempo que estuve sentado—bromeó.
Ruth Siegel rió con él, pero no de él: su boina de paracaidista y la cinta amarilla de la Ot ha’Gvura en su guerrera indicaban que el hombre era cualquier cosa menos frívolo. Merecedor de la condecoración más alta por valor en combate que otorgaba su país, Iehuda Bar-Ilan era un nombre muy conocido en Israel aun antes de su ascenso, primero a general y más tarde a Jefe de Estado Mayor. En un país que se jactaba de tener un ejército de ciudadanos, el jefe de las Fuerzas de Defensa de Israel era sumamente respetado y, en algunos casos, hasta venerado. En el Estado judío, el pueblo era el ejército y el ejército era el pueblo.
—Buen día, jevré—dijo Bar-Ilan con amplia sonrisa. Oficial de carrera y sabra, la informalidad de su manera de dirigirse a ellos era aceptada con ecuanimidad por los políticos. Ellos, también, habían sido soldados alguna vez y el ejército se desarrollaba sobre la base de una disciplina informal: en el soldado regular generaba la sensación de que era importante y la voluntad para aceptar responsabilidades, en especial cuando las papas quemaban. El jefe de Estado Mayor juzgó, por las caras sombrías, que se iba a discutir una cuestión seria. Su actitud cambió para adecuarse a la ocasión.
—Por favor siéntate, Iehuda—dijo el Primer Ministro—. Sabes que Iariv Cohen arregló esta reunión, así que no te sorprenderá verlo acá.
Bar-Ilan saludó al jefe del Mossad con una leve inclinación de cabeza antes de sacarse la boina y sentarse.
—Si se me permite comenzar, señor Primer Ministro—dijo Cohen con más formalidad. Después de todo había nacido en Polonia y pertenecía a la vieja escuela.
—Bevakashá—respondió el Primer Ministro—. Adelante.
El hombre con la cicatriz en el labio tamborileó con un lápiz sobre la mesa antes de relatarle a Bar-Ilan cómo el Mossad se había infiltrado en el grupo terrorista responsable por el desastre de El Al y que se había decidido enviar un cuerpo especial de comandos a Beirut para borrarlo del mapa.
Cohen reveló la identidad de su hombre en Beirut, pero no mencionó la tarea que Rashid Sedaui le había asignado. Sí le informo al Jefede Estado Mayor, sin embargo, los detalles que los otros dos hombres presentes en la sala ya sabían: que la Célula Fundamentalista de la Yihad Islámica estaba planeando otro ataque y que el jefe de la Sección Europea del Mossad le había informado a sus agentes que tuvieran especial cuidado.
Iehuda Bar-Ilan escuchaba atentamente, aunque a veces su mente se desplazaba al recuerdo del ataque en Entebbe y a otras operaciones antiterroristas en las que él mismo había participado. Envidiaba al joven que se habría de elegir para que comandara esta misión de ahora. El principal soldado de Israel aguardó con paciencia a que Cohen hubiera terminado su disertación. Había dos detalles de importancia vital que no había mencionado el jefe de Mossad.
—¿Cuándo y dónde?—dijo con brusquedad el general.
—La respuesta a su primera pregunta, Iehuda, es a fines de febrero y la respuesta a la segunda es “no lo sé aún”.
—Seguramente eso es una broma, ¿no?
—Temo que no—repuso Cohen, rehusándose a permitir que el estallido del militar lo alterara. Se daba cuenta de que Bar-Ilan tenía toda la razón para sentirse incrédulo:
—. Espero tener la ubicación exacta del cuartel general de los terroristas dentro de muy poco. Sabemos que es un complejo subterráneo que está debajo de algunos edificios destruidos de la sección chiita del Sur de Beirut.
—Pero eso podría se en cualquier parte—protestó el general en voz alta—y, de todos modos, menos de cuatro semanas para prepararnos no es tiempo suficiente.
—Lo hicieron en Entebbe con mucho menos tiempo—contestó Cohen con frialdad.
—Beirut es un nido de víboras—arguyó Bar-Ilan—. Acá no estamos lidiando con kushim.
Cohen no prestó atención al término burlón que el soldado había empleado para referirse a los negros:
—Sea como fuere, Iehuda, los soldados ugandeses que había en Entebbe eran una cantidad desconocida. Podrían habernos sorprendido.
Las mejillas del rubio enrojecieron por la ira:
—¿Y por qué, puedo preguntar, se tiene que hacer con tanto apuro?
Cohen sabía que finalmente la pregunta iba a surgir. Había discutido diversas opciones con el Primer Ministro:
—Porque esos malditos están planeando toda una serie de ataques terroristas que comenzarán a principios de marzo. Centenares de personas pueden morir en Israel y por toda Europa, si no actuamos con rapidez—. Cuando terminó de hablar, Cohen advirtió las cejas arqueadas del ministro de Seguridad.
—Imposible—bufó el general.
El Primer Ministro eligió este momento para intervenir: sabía que una vez que todos se hubieran desfogado un poco podrían concentrarse en la seria cuestión de salvar la nación:
—Bueno—dijo en tono conciliatorio—, nadie mejor que usted para saber que ésta es la tierra de los milagros: ¿pedir éste es demasiado?
Bar-Ilan se vio forzado a sonreír: este viejo cabrón ciertamente sabía cómo hacer uso de su encanto. Ésa había sido la razón por la que había tenido éxito para controlar los entrometidos partidos religiosos que había en el gobierno:
—Beseder, está bien, pongamos manos a la obra con el enésimo milagro.
—Bien, Iehuda—dijo el Primer Ministro, aliviado—, nos gustaría su sugerencia respecto de qué unidad de comandos deberíamos utilizar.
—Creo que es un trabajo para Sayeret Matkal, señor.
Cohen asintió con la cabeza: también él creía que la unidad de reconocimiento adjunta al Estado Mayor probablemente era la mejor para la tarea principal, aunque en una operación de esta clase habría que hacer un esfuerzo en conjunto.
—Coincido con usted no obstante, Primer Ministro—dijo rápidamente —, pero por necesidad ésta tiene que ser una operación de servicios combinados.
—¿Qué quiere decir, Iariv?—dijo el ministro de Seguridad.
—¿Recuerdan nuestra incursión contra la OLP el nueve de abril de mil novecientos setenta y tres?
Los tres hombres asintieron con una inclinación de cabeza. El siceso quedó grabado en los anales de las fuerzas de élite que habían empezado con los Escuadrones Nocturnos Especiales patrocinados por los ingleses y comandados por Orde Wingate antes de la Segunda Guerra Mundial y que habían continuado con el Palmaj durante la Guerra de Indepedencia y, más tarde, Entebbe. Después de la masacre de atletas israelíes en las Olimpíadas de Munich de 1972, tanto el Mossad como el ejército se obsesionaron con la venganza contra el grupo terrorista Septiembre Negro. En las primeras de horas de aquella mañana de primavera, seis botes inflables cargados con equipo y más de treinta comandos del ejército tocaron tierra en una recóndita playa de Beirut. Fueron recibidos por un equipo de comandos navales que habían asegurado la zona de desembarco en la playa, y un grupo de agentes del Mossad que habían preparado el camino para el asalto contra las casas de tres oficiales de alto rango de Septiembre Negro.
Los comandantes de los paracaidistas, vestidos con ropa de civil, fueron llevados hasta sus blancos por agentes del Mossad en autos alquilados especialmente. Uno de los grupos se dirigió hacia un edificio de apartamentos de lujo, donde eliminaron a los centinelas de la OLP y tres jefes terroristas que dormitaban en sus camas. Al mismo tiempo, un segundo grupo atacaba el cuartel general del Frente Democrático para la Liberación de Palestina, matando montones de terroristas. El tercer grupo se dirigió a una fábrica de bombas que Septiembre Negro utilizaba y la hizo volar por los aires. Helicópteros de la Fuerza Aérea sobrevolaban la zona para llevarse los heridos israelíes, mientras que lso que estaban ilesos se abrieron camino de regreso a la playa, donde se subieron a los botes inflables para regresar a barcos lanzamisiles de la Armada que aguardaban frente a la costa.
Iariv Cohen hizo una pausa para que sus colegas tuvieran tiempo de recordar los hechos. Una vez más tamborileó nerviosamente con su lápiz sobre la mesa:
—Creo—dijo—que acá se requiere otra vez la misma clase de operación. Aunque esta vez va a ser mucho más difícil.
Cohen, al advertir la perplejidad en la cara de su público, arremetió directamente:
—Esta vez, señores, puede ser que tengamos que llevar a cabo el raid inmediatamente después del crepúsculo, cuando Beirut aún esté despierta.
—¿No es eso un suicidio, Iariv?—dijo el Primer Ministro, la preocupación cincelada en su pálida cara.
—Mucho va a depender de cuán rápidamente podamos evacuar la escena, señor. Si podemos conseguir que se haga estallar su depósito subterráneo de municiones, eso mantendrá a las autoridades civiles ocupadas durante horas. Sin embargo, nuestra tarea principal es capturar vivos a los jefes de esta célula yihadista y, claro está, afianzar la seguridad de nuestro agente que está dentro del grupo.
—Dios mío—explotó Bar-Ilan—,¿cómo diantres se espera que logremos eso con todo el caos que se va a desencadenar?
Cohen podía entender la consternación del general. En verdad era una orden ciclópea:
—La facción programó una reunión especial en su cuartel general para fines de este mes—contestó—. Aparentemente los líderes, un mulá llamado Mehdi Laham y un hombre sumamente peligroso llamado Rashid Selaui, esbozarán sus planes para la próxima orgía de terrorismo.
—¿Hay fotografías?—dijo el jefe de Estad Mayor, su voz aún densa por el escepticismo.
—No, aún no—repuso Cohen—, pero el mulá tiene una barba blanca larga y, de todos modos, estará vestido como clérigo. Sedaui es el que presentará un problema mayor—. El jefe del Mossad se rascó la cabeza con el lápiz, antes de agregar—, y lo mejor que se me ocurre es que el hombre nuestro que está en el lugar se ubique cerca de Sedaui cuando comience la incursión. Él mismo tratará de enfrentar al árabe, a la vez que pegará un autoadhesivo luminiscente anaranjado sobre la espalda del chiita: de este modo, aun si fallara, ustedes podrían mantener nuestro blanco a la vista—. El jefe del Mossad suspiró: podía ver la incredulidad en la cara de los presentes. Era algo propio de un chico—. Al igual que en Entebbe y en otras partes—prosiguió con rapidez—, nuestros hombres también llevaban marcas luminosas para reducir el peligro de confusiones.
Después lo miró al general y de la carpeta que tenía ante sí sacó un retrato en colores de David Katri:
—Iehuda, ésta es una fotografía de nuestro agente. Asegúrese de que todos sus hombres memoricen su cara. A él también se le proporcionarán las mismas marcas de identidad que usarán ustedes-
El hombre de uniforme se inclinó sobre la mesa y tomó la fotografía:
—¿Y quién, si puedo preguntar, va a darle una banda de identidad al hombre suyo?
—Yo.
—Pero es algo inaudito que el director del Mossad intervenga en forma personal.
—¿Está seguro de que es necesario, Iariv?—preguntó con suavidad el Primer Ministro.
—Sí: temo que dado el horario de que disponemos me sería mucho más fácil organizar las cosas en el terreno, para preparar el camino para el ataque. Me gustaría llevar conmigo seis de mis propios hombres para que me ayuden a armar todo.
—Pues si usted va, yo voy—dijo Bar-Ilan con petulancia.
—No veo motivo alguno por el que no pueda hacerlo, aunque creo que sería mejor que usted dirigiera el aspecto militar de la operación desde el barco lanzamisiles: no hay muchos hombres altos y rubios en el Sur de Beirut. Y eso me lleva a otro punto...
—¿Qué es...?—dijo Bar-Ilan con rigidez.
—Quiero que elija a sus hombres con cuidado: únicamente quiero aquellos miembros de los comandos del Estado Mayor cuyos padres sean de países árabes. A los fines prácticos deben parecer árabes y hablar árabe. Lo lamento, pero debo insistir sobre esto.
—¡Pero eso reduce mis posibilidades de selección en cerca del ochenta por ciento.
—Estoy seguro de que elegirá la gente adecuada, Iehuda—terció el ministro de Seguridad.
Bar-Ilan, al ver que su propio superior inmediato estaba de acuerdo con el punto de vista de Cohen, se encogió de hombros:
—No tengo más objeciones. Vayamos otra vez a lo que se sabe.
David Katri sintió que la tensión se extendía a través de él cuando el Boeing 727 de Middle East Airlines tocaba tierra en Wien Schwechat. Al vuelo matutino que venía de Beirut ya se lo había demorado tres horas debido a una intensa nevada que cayera en el transcurso de la noche en la capital austríaca.
El israelí echó una rápida mirada a su reloj y contempló los barrenieves que afanosamente iban y venían abriendo camino a lo largo del perímetro de la pista. Ya eran las tres de la tarde, hora local, y David rezaba por que en la ciudad las calzadas estuvieran despejadas. El hombre que tenía a su lado había sido como una almeja y había hecho nada para desmentir la descripción que de él diera Mohamed Fauzi. Ahmed Bashri muy bien pudo haber sido sordomudo. La boca de gesto amargado que se restringía a monosílabos, había atajado todos los intentos de David por generar conversación. El hombre, de poca estatura y grueso, se le había acercado en el mostrador de embarque de MEA en el aeropuerto de Beirut. Después de un saludo cortante, el árabe le había entregado un paquete marrón: entre los contenidos estaban el pasaje de avión hasta el destino de Katri, así como otro pasaje para un vuelo de British Airways desde la capital de Austria hasta Heathrow, en Londres, reservado para la noche siguiente. También figuraba un pasaporte español que llevaba la fotografía que David había proporcionado cuando se unió a la célula al principio. El pasaporte estaba falsificado a nombre de Manual Santilana.
Además de los documentos para viaje había cinco mil chelines austríacos y trescientas libras esterlinas, un mapa de Viena y un folleto turístico sobre la Torre del Danubio. Las palabras “4 de la tarde” estaban escritas sobre la portada del folleto. En un raro momento de locuacidad, Basjri había explicado que se esperaba que se reunieran con Sedaui a esa hora en la plataforma de observación de la Donauturm y que por ningún motivo debían llegar tarde.
En el lapso de quince minutos los dos hombres, ninguno de los cuales llevaba equipaje, habían pasado por el control de pasaportes. Bashri había permitido que David abriera la marcha y para el israelí resultaba claro que el hombre lo estaba observando de cerca. Mientras sudaba dentro de sus gruesas ropas a pesar del viento ferozmente frío que soplaba fuera del complejo del aeropuerto, Katri condujo con rapidez a su compañero hacia la parada de taxis más cercana.
—Queremos ir a la Torre del Danubio—le gritó al conductor, que estaba sentado en su Mercedes con la ventanilla cerrada. Esperaba que el hombre hablara inglés.
—Bitte?—dijo el conductor después de bajar su ventanilla un poco.
David jadeó cuando una ráfaga de viento especialmente gélida lo dejó sin aliento:
—Queremos ir a la...er...Donauturm.
—Está bien, meine Herren, yo hablo bueno inglés. Por favor entren.
Bashri abrió la portezuela trasera y le hizo un gesto a David para que entrara. Después subió el árabe y cerró la portezuela con violencia.
—Eh, con cuidado, mein Herr: recién la semana pasada compré yo.
Bashri nada dijo, pero David advirtió el odio en sus ojos.
—Ahora, ¿adónde quiere ustedes viajar, la Donauturm?
—Sí, y lo más rápidamente que fuera posible.
—Ach, ja—dijo el conductor—, pueden ver toda Viena desde ahí. Quizás ustedes tiene citas con algunas bellas muchachas en el restaurant que hay arriba.
David lanzó una mirada asesina a las rubicundas mejillas y los ojos fruncidos que lo estudiaban en el espejo. Deseaba que el hombre se pusiera en marcha:
—Sí, tiene toda la razón—contestó—. Por favor apúrese: no queremos hacer que las damas se queden esperando.
—Jawohl!—exclamó el conductor y dicho esto el Mercedes partió con un rugido. Al cabo de unos minutos ya estuvieron en la Ostautobahn y David observó con alivio que el tránsito parecía estar avanzando sin tropiezos.
—¿Cuánto tiempo nos debería tomar=-preguntó al conductor, al mismo tiempo que echaba una rápida mirada al reloj: ya eran las tres y media. Iban a llegar con el tiempo muy justo.
—En un día normal puedo hacerlo en menos de quince minutos. Pero nunca se sabe con la nieve nueva. Es una cuestión de suerte.
La ansiedad de David aumentó cuando el taxi viró a la derecha en la Sudosttangente Wien: el tránsito se estaba poniendo más pesado aun cuando se estaban alejando del centro de la ciudad. El israelí miró su mapa: o podían seguir sin desviarse por encima del Danubio y después girar a la izquierda o podían cruzar el río más arriba y dirigirse directamente hacia la Donauterm. El tránsito ya avanzaba con lentitud para el momento en que el Mercedes se aproximó al empalme Handelskai.
—¿No puede hacer algo, conductor?—gritó David, exasperado por tener que competir con la radio del taxi.
—Quizá podamos probar a lo largo de la Handelskai—dijo el conductor. Y dicho esto el Mercedes cambió abruptamente de curso hacia la derecha, antes de hacer una curva hacia la izquierda, siguiendo la margen occidental del Danubio:
—Están de suerte, meine Herren—dijo de pronto el conductor, la voz retumbando cuando apagó la radio.
—¿Qué quiere decir?—dijo David.
—Acaban de anunciar que hubo un accidente en el cruce Praterbrücke: si hubiéramos seguido sin desviarnos, ustedes no habrían visto a sus novias sino hasta mañana—. Después de decir esto, el austríaco prorrumpió en una carcajada.
David forzó una sonrisa. El conductor podía hacer todas las bromas que quisiera, en tanto los llevara a la Torre del Danubio antes de las cuatro: Sedaui era conocido por ser muy puntilloso en lo que a puntualidad se refería. Cuando miró por la ventanilla, David pudo ver que la nieve había cesado y que el sol poniente estaba haciendo un vano esfuerzo por recordarles a los vieneses que existía. Destellaba desde las ventanas de la colección de edificios parecidos a tortas en capas de los que David sabía que eran el complejo de las Naciones Unidas, del lado más alejado del río. La Ciudad-ONU estaba del otro lado del Donaupark, mirando desde la torre: estaban por llegar en cuestión de minutos.
El Mercedes parecía volar sobre el Brigittenauer Brücke y se detuvo al lado de las gigantesca aguja y su restaurante giratorio cuando faltaban exactamente cinco minutos para las cuatro. David le pagó con rapidez al conductor y después él y Bashri tomaron uno de los ascensores rápidos que llevaban hasta la terraza de observación, que vista desde abajo se asemejaba a un gigantesco motor rotativo Wankel.
El israelí tuvo poco tiempo para organizar los pensamientos cuando el elevador corrió por dentro de la columna central. Al cabo de cuarenta segundos llegaron a la terraza. Al principio David creyó que Bashri había entendido mal sus instrucciones: la plataforma de observación parecía despojada de turistas.
David se estremeció cuando el viento lo caló de manera inmisericorde. Al tiempo que apretaba más el gorro de piel sobre las orejas empezó a dar la vuelta en torno de la gigantesca columna central. De pronto vio dos hombres con abrigo de piel que contemplaban Viena y sus alrededores. Instintivamente supo que uno de ellos era Rashid Sedaui. El libanés se giró cuando David se aproximó:
—Ah, mi buen amigo Anuar—dijo Sedaui—. Ahlan. Masa el-jair.
—Buenas tardes para usted también, ia Ra’is. Espero que no lo hayamos hecho esperar mucho.
—Viena es una ciudad tan hermosa, ¿no cree?—dijo con melancolía el hombre del diente de oro—. Y digamos que me gusta el hombre que es puntual—. Echó un vistazo a su reloj: eran exactamente las cuatro—. Y usted es puntual, Anuar.
El israelí estaba desconcertado: Sedaui se estaba dirigiendo a él en singular, como si no hubiera venido acompañado. Instintivamente miró sobre el hombro: lo hizo justamente a tiempo para columbrar la figura baja y rechoncha de Bashri qie desaparecía alrededor de la columna.
—Ahmed tiene que hacer otras cosas—dijo Sedaui con brusquedad.
David evitó la penetrante mirada acerada de su líder y estudió al otro hombre que estaba presente: levemente más alto que Sedaui, el hombre con cuello de toro estaba pulcramente afeitado y tenía una verruga bastante grande exactamente encima de la comisura derecha de los labios.
—Permítame que le presente a Mustafá Badaui—dijo elRra’is con cortesía—. Ha sido nuestro agente en Viena durante muchos meses.
David extendió la mano: Badaui, evidentemente impresionado por su líder, echó una rápida mirada a Rashid antes de estrecharla.
—La vista es hermosa, ¿no?—prosiguió Rashid, volviéndose una vez más para enfrentar el blanco paisaje—. Allá—dijo, señalando con el dedo—se puede ver la falda de los Alpes y las Tierras Bajas de Hungría. Hastahace nada más que un rato no se podía ver cosa alguna por culpa de la nevasca.
Mientras miraba la vastedad blanquecina, David súbitamente se dio cuenta del motivo para que estuviera con los dos árabes. Había estado tan preocupado por presentarse a tiempo que había olvidado la tarea que se le estaba por asignar. Durante un instante sintió que le flaqueaban las rodillas:
—En verdad es hermosa, ia Ra’is—dijo, golpeándose el cuerpo con los brazos para aumentar la circulación de la sangre.
—Tiene razón, Anuar—dijo Sedaui, volviéndose una vez más para enfrentar al hombre más alto—, hace frío aquí arriba y hay trabajo por hacer allá abajo. Vengan, vayámonos.
El crepúsculo ya estaba cayendo para el momento en que los tres hombres llegaron a un Audi gris estacionado en las cercanías. Sedaui se acomodó en el asiento del conductor y sus dos pasajeros, en el trasero. En un minuto el auto ya estaba cruzando el Brigittenauer Brücke en camino a Handelskai.
Los tres hombres permanecieron en silencio cuando el auto dobló a la derecha en Lasalle Strasse antes de girar a la izquierda para sortear la Praterstern. El Audi estaba justamente en el borde de los primero y tercer barrios, cuando Sedaui detuvo la marcha. Mustafá Badaui bajó del vehículo y se despidió de ellos.
—Tiene otro trabajo importante para hacer—dijo Sedaui a modo de explicación—. Se volverá a reunir con nosotros dentro de unos días, en Beirut.
David sintió que la tensión que tenía dentro volvía a aumentar. Tenía que saber qué se esperaba de él. El suspenso no hacía más que consumirlo:
—¿Puedo preguntar, ia Rashid, cuál ha de ser mi misión?—aventuró.
Los ojos pequeños y malignos lo inspeccionaron en el espejo:
—Anuar, amigo mío—respondió el chiita con arrogancia—, tiene el honor de eliminar al principal agente del Mossad en Europa central.
Los músculos del abdomen de Katri se pusieron tensos: se le estaba pidiendo que asesinara, no ya a uno de sus connacionales sino a un colega agente. Era la ironía suprema. Advirtió que los ojos en el espejo estaban exigiendo una reacción:
—En verdad será un honor asestar un golpe así en nombre de nuestra fe—dijo David con una voz que trató que sonara lo más convincente posible. Su mente era un torbellino. Cómo podía hacer algo así, se preguntó. Una vez más, la advertencia de su jefe, de que millones podían morir si él no hacía lo que le ordenara Sedaui relampagueó en su mente. También pensó en el dicho talmúdico, de que todo hombre es un mundo en sí mismo y que tomar una sola vida era exactamente igual a sacrificar mil.
Perdido en un caleidoscopio de emociones, David no se dio cuenta de que el Audi se había detenido por completo y de que Sedaui había apagado el motor. Ya era casi de noche.
—Abuar, ya llegamos—. Sedaui lo dijo dos veces antes de obtener una reacción del hombre de más tamaño. Podía entender la aprensión de su protegido: también él se había sentido así en su primera misión.
—.Entraré en el tercer edificio de la derecha, en esa primera calle a la derecha que está ahí. Es el número veintiuno y usted debe subir con el ascensor hasta el tercer piso. Golpee tres veces en la puerta del apartamento número doce. Deme cinco minutos antes de ponerse en movimiento. Ponga su maletín en el maletero y deje las portezuelas sin llave. ¿Entendido?
—Sí, señor—contestó David con voz débil. Echó una rápida mirada a su reloj.
Durante los minutos siguientes, el israelí trató de expulsar de su mente todos los pensamientos sobre lo que estaba a punto de hacer. En vez de eso inspeccionó la calle con su colección de edificios barrocos de apartamentos y oficinas. Para estos momentos la nieve había alcanzado casi ocho centímetros de profundidad. La noche estaba clara y la iluminación de la calle a duras penas era la adecuada. En cierto sentido daba las gracias por eso: con un poco de suerte no tendría que padecer la agonía de ver la cara de su colega agente. Las máscaras de Beirut cruzaron su mente como un relámpago.
David volvió a mirar el reloj: ya habían transcurrido cinco minutos. Se puso el sombrero de piel, levantó el cuello de su abrigo y salió fuera del Audi. Al seguir las instrucciones de Sedaui, prontamente se encontró en el tercer piso de un decrépito edificio de apartamentos. Todo lo que había en el lugar era antiguo, incluyendo el ascensor con su puerta de enrejado. Apenas había la luz suficiente para que pudiera reconocer el número doce en metal sobre la primera puerta a su derecha. Golpeó tres veces.
La puerta fue abierta por Sedaui. En la penumbra todo, menos uno de los dientes del árabe, pareció saltar hacia David. el israelí apenas pudo reconocer la silueta de un trípode y de un rifle colocados al lado de la ventana. La habitación, de techo alto, estaba completamente desprovista de muebles
—Sígame—ordenó Sedaui—. Hemos alquilado todo el edificio, así que no se tiene que preocupar por perturbar a alguien.
David lo siguió al árabe hasta la ventana, que estaba cerrada. La habitación estaba congelada y Katri temblaba a pesar de su gruesa ropa.
—Por lo común, nuestro hombre es el último en salir de su oficina—dijo Sedaui, al tiempo que se ponía en cuclillas al lado del rifle—. Generalmente es él mismo quien pone llave a la puerta del edificio. Venga, mire a través de esto.
David tomó el visor intensificador de imágenes y atisbó en la dirección general en que señalaba Sedaui.
—Allí—dijo el árabe—, justamente antes de la tercera luz a lo largo, del otro lado de la calle. ¿Puede ver el número diez en la puerta? Hasta está iluminado para nosotros.
La distancia era de nada más que unos treinta metros más o menos y el poderoso visor italiano Officine Galileo prontamente puso en foco la puerta. David sentía que casi podía tocarla.
—Ahora trate de alinearlo con mi bebé—dijo Sedaui tocándolo suavemente a David en el hombro.
El israelí entregó el visor al árabe; después se quitó abrigo y guantes antes de adoptar una posición de arrodillado tras el Steyr. Ajustó el bípode a su propia altura de hombros y enfocó la mira. Con iluminación normal, la ampliación de uno coma cinco unidades fácilmente habría sido suficiente para discernir un agujero de gusano en la puerta. A esta distancia relativamente corta, el blanco no iba a presentar problema alguno, aunque había algo de distorsión causada por la ventana, aún cerrada.
—Dentro de media hora, casi, algunas personas empezarán a salir de ese edificio de oficinas—dijo Sedaui—. Entonces abriremos un poco la ventana y usted tomará posición otra vez. Le haré saber cuándo aparece nuestro blanco.
David sentía que dentro de él quemaba la pregunta: no le habría preguntado a Sedaui el nombre de ese hombre que iba a matar, y no intentaba hacerlo. Si el árabe quería dar la información, pues que así fuera. Podía ser cualquiera de los hombres con los que se había adiestrado, aunque consideraba que era más probable que el hombre fuera un veterano experimentado del Mossad que hubiera estado en Viena durante muchos años. Él mismo no había tenido suficiente rango dentro de la organización como para que se lo hiciera partícipe de una información así, y por eso ahora estaba verdaderamente agradecido. De todos modos recordó el consejo de Mohamed Fauzi, en el sentido de no hacerle demasiadas preguntas a Sedaui y esa reserva era la mejor pauta de conducta.
—Tendrá cinco o seis segundos, cuando menos, para tomar puntería sobre ese hombre mientras cierra el edificio—prosiguió el chitta—. Una vez que completemos nuestra misión nos cambiaremos a otro de nuestros autos estacionados a casi medio kilómetro de distancia en la dirección del aeropuerto. Acá tiene un pasaje de British Airways para el vuelo de las ocho quince a Londres. Quédese en el hotel Post House toda la noche y tome un vuelo de regreso a Beirut por la aerolínea Middle East para la mañana siguiente. Yo volveré via París.
—¿Qué se hace con el Steyr?
—Lo dejará acá—contestó el árabe—, bajo las tablas del piso. Es un lugar tan bueno como cualquiera para sepultarlo.
—¿Qué quiere decir?
—Que no lo voy a necesitar más.
David pensó que era extraña la admisión por parte del mismo hombre que antes había ensalzado las virtudes del rifle y que lo había llamado “su bebé”. La oración “No lo voy a necesitar más” se le quedó clavada en la mente: sabía que tenía que ver con la bomba.
—Mire—dijo el árabe cambiando de tema con habilidad—, la gente acaba de empezar a salir de sus oficinas. El tránsito aumentará, aunque en media hora todo volverá a estar tranquilo. La premura principal habrá pasado y nuestro hombre abandonará su lugar de trabajo. Por lo común echa llave entre las cinco y media y las seis menos cuarto.
—Eso no nos deja demasiado tiempo para llegar al aeropuerto, Ra’is.
—Debería ser suficiente. Las autobahns son bastante rápidas acá.
David tiritaba: el chiita seguía vestid con su pesado abrigo de piel, en tanto que él mismo solamente estaba protegido contra el frío por un grueso suéter de lana.
—Oh, lo siento, amigo mío—dijo Sedaui con tono de disculpa—: olvidé que Mustafá se había agenciado de un pequeño calefactor eléctrico para que lo usáramos nosotros. Creo que está en la cocina. Iré a traerlo.
Cuando el árabe hubo regresado con el calefactor, David sintió que el bienvenido calor del aparato le ahuyentaba el hielo que tenía en los músculos. Casi con perversidad sintió una cierta sensación acogedora que pareció hacer que el atroz crimen que iba cometer fuera más aceptable.
—¿No nos pueden ver desde acá?—le preguntó a la figura que estaba tras él.
—Habrá observado, amigo mío, que la farola más cercana a nosotros no está funcionando: se la puso fuera de acción hace unas horas. La municipalidad de Viena puede ser concienzuda pero, por lo general, tarda un día o dos en responder, en especial bajo condiciones meteorológicas como éstas.
¿Es que este hombre no dejaba cosa alguna librada al azar?, pensó David. Tenía la clara sensación de que Sedaui siempre iba a demostrar que era demasiado astuto para él, que el chiita nunca se iba a permitir que lo atraparan para que revelara algo de importancia.
—¡Ahí!—exclamó Sedaui de pronto—. Se está yendo la secretaria. Nunca trabaja horas extraordinarias. No falta mucho ahora. Tome posición—. Dicho eso, el árabe abrió la ventana apenas lo suficiente como para que sobresaliera la extraña configuración del cañón y de su silenciador especialmente fabricado.
El corazón de David le golpeaba el pecho y se le aceleró la respiración, lo que produjo una fina neblina sobre el cristal de la ventana. Intentó convencerse de que todo era parte de una pesadilla, pero la letal combinación de madera y metal que sentía tan pesada en las manos le decía lo contrario.
—Centre la puntería en la cabeza de la secretaria, pero no dispare—ordenó Sedaui—¡Rápido!
La muchacha servicialmente permaneció inmóvil durante unos segundos antes de seguir la marcha hacia la calle. Eso demostró ser tiempo suficiente como para que David se enfocara en la cabeza de la mujer. La escasa luz afectaba la nitidez de la imagen, pero no su magnitud. David se preguntaba por qué no se le permitía usar el equipo optrónico de visión nocturna, aunque a una distancia de treinta metros escasamente podía fallar, inclusive con una mira usual.
—Ahora se puede relajar un poco—dijo Sedaui, aún observando a través del vidor—, pero esté listo para adoptar rápidamente su posición otra vez cuando yo se lo diga.
Al cabo de unos cinco minutos, David observó que el tránsito de peatones y vehículos en la calle había disminuido. Todo estaba mortalmente silencioso. El ángulo de trayectoria que tenía era tal que los autos estacionados no presentaban problema alguno.
—¡Ahora!—ladró súbitamente Sedaui—: acaba de abrir la puerta.
Para el momento en que David hubo alineado su arma una vez más, el blanco estaba mirando hacia el otro lado, en el proceso de poner llave a la puerta. El hombre llevaba un sombrero de piel y una bufanda estaba envolviéndole de manera ajustada el cuello. El centro de la mira telescópica se enfocó en un punto inmediatamente por encima del borde superior de la bufanda e inmediatamente por debajo del ala del sombrero.
Una vez más, David volvió a sentir que la emoción lo inundaba. Esto era una locura: estaba a punto de asesinar a una persona de su propio pueblo:
—Por el amor de Dios, no te des vuelta—rogó en silencio—: no quiero ver nunca tu cara.
—¡Fuego!—chilló Sedaui.
En otra parte de la ciudad, el primer barrio cerca de la Alte Rathaus para mayor precisión, un observador fortuito podría haber quedado impresionado por la alta y hermosa mujer rubia que avanzaba con pasos largos por la calle. La mujer poseía la marcha confiada de alguien que acababa de comprar un nuevo vestuario de invierno y que también sabía que se veía sumamente bien en él.
Frau Inge Moeller echó un vistazo a su reloj mientras tomaba el ascensor hasta el tercer piso. Ya eran las seis treinta y Mark debía de estar en casa para estos momentos. La madre de la mujer estaba cuidando los hijos, como lo hacía dos o tres noches por semana, lo que a Inge Moeller le daba más tiempo para pasar con su amante. Había tenido que recurrir a toda su habilidad para convencer al estadounidense de que aún valía la pena estar con ella. Habían discutido agriamente por la revelación de ella de que estaba embarazada, pero una vez que le suministró una información falsa de la Autoridad de Energía Atómica, la actitud del hombre hacia Frau Moeller se había suavizado. Sin embargo, la mujer sabía que no era más que cuestión de pocas semanas para que ella se viera obligada a terminar la relación: el embarazo no se podía fingir demasiado tiempo.
Cuando se acercó al apartamento de su amante advirtió que la puerta estaba ligeramente entreabierta- eso era extraño, porque Mark siempre tenía un prurito respecto de dejar abiertas las puertas.
—Mark—llamó en voz baja, al tiempo que empujaba la puerta con la punta del pie. Lo llamó en voz alta una vez más, pero la respuesta fur un silencio absoluto. Entró en el vestíbulo y cerró la puerta tras ella.
—Mark, Liebling, ¿dónde estás?
—Por acá, Frau Moeller—ordenó de pronto una voz vagamente familiar. Tenía acento extranjero.
El corazón le dio un vuelco cuando entró en la sala. Lanzó un grito ahogado al verlo al árabe sentado en un sillón, frente a ella.
—Mein Gott, ¿qué hace usted acá?
—Bitte—dijo el árabe sonriendo con gesto siniestro y señalando el sillón que estaba frente a él.
Frau Inge Moeller se sentó con cautela:
—¿Dónde está Mark?—preguntó, un primer tono de pánico entrando en su voz.
—Ya no se debe preocupar por él, Frau Moeller.
—¿Qué quiere decir?
El hombre de cuello de toro volvió a sonreír:
—Permítame decir simplemente que fue transferido.
La rubia austríaca sintió escalofríos. Súbitamente se había dado cuenta de lo ingenua que había sido: se había dejado envolver en algo más que simple espionaje industrial; ahora era partícipe de juego de muerte entre enemigos acérrimos. ¿Qué le significaban los judíosy los árabes? No habían hecho más que usarla.
—¿Qué hay con el resto de mi dinero=—dijo con vacilación, empujando fuera de su mente lo impensable, pero sintiendo la humedad delatora del miedo entre las piernas—. L-les he servido bien.
—Por cierto que sí, Frau Moeller—contestó el hombre feo, al mismo tiempo que deslizaba la mano derecha hacia el bulto que había bajo su abrigo—, y siempre pagamos nuestras deudas.
Ya eran las ocho de la noche en Zahala, en los suburbios de Tel Aviv, cuando uno de sus residentes recibía una llamada urgente del cuarte general del Mossad. La mano de Iariv Cohen se cerró como una garra en torno del auricular. Algo tenía que haber salido mal. David Katri podría haber sido capaz de ejecutar a otro israelí, un extraño, pero no a su mejor amigo. De la enorme cantidad de agentes del Mossad que había por toda Europa, justamente Arik Ben-Ami tuvo que ser el blanco. O bien había sido pura coincidencia o, mucho peor, que la célula terrorista lo hubiera descubierto a Katri. Esto aún dejaba sin responder la pregunta de cómo había apretado el disparador, si es que lo había hecho en primer lugar. Las explicaciones posibles eran infinitas y por primera vez en su vida, Cohen se sintió impotente. En el mejor de los casos había provocado que un hombre asesinara a su mejor amigo con el objeto de proteger su misión; en el peor, Israel ahora estaba por completo a merced de uno de sus enemigos más astutos e inextricables.
—¿Está aún ahí, señor?—dijo una voz al otro lado de la línea. Era Shlomo, su asistente.
—Mea culpa—murmuró Cohen.
—Lo siento, señor, ¿podría repetir eso?
—Nada, nada—Cohen hizo una inhalación profunda. Tenía que recomponerse con rapidez. No podía deshacer los sucesos de Viena:
—. Shlomo, escucha con mucho cuidado—dijo con tono firme—: quiero una reunión con los editores de todos nuestros medios de Prensa en un plazo de una hora, en la Kiriia. Ellos saben la forma.
—¿Qué pasa con los que tendrán que venir de Jerusalén, señor?
—Les daremos media hora adicional para que lleguen acá. A esta hora de la noche el tránsito es liviano y llegar a Tel Aviv no les deberá de tomar más que cuarenta y cinco minutos—repuso Cohen, agradecido por que solamente la televisión y los servicios de radio estatales, así como el Jerusalem Post, operaran desde la capital de la nación.
—Y, Shlomo...
—¿Sí, señor?
—Arregla una reunión para mañana por la mañana con todos los jefes de departamento, el jefe de Estado Mayor y los jefes de la Armada y la Fuerza Aérea. Las nueve en punto estará bien.
—Sí, señor.
Cohen puso otra vez el auricular en su sito, agradecido por que, por lo menos, su esposa hubiera estado asistiendo a un desfile de modas en el Hilton. Aunque ella estaba acostumbrada a las horas no ortodoxas de su marido, a Cohen siempre le dolía abandonarla en una de las pocas noches que podrían conseguir pasar juntos en casa. Sin embargo, lo que menos era Varda era desleal, aunque si hubiera sabido la ubicación de la siguiente visita de su marido al exterior, eso podría haber tensado su lealtad hasta el límite.
El carillón de la puerta perturbó de pronto el hilo de su pensamiento. Supuso que podría ser su vecino de al lado y amigo más íntimo:
—Shalom, Rahamim—dijo el jefe del Mossad mientras abría la puerta—. Entiendo que ya se te informó.
A Rahamim Ben-Iaacov se lo veìa agotado. La piel olivácea del yemení había tomado la apariencia de un pergamino. El dolor estaba grabado en su cara.
—Es mejor que entres—dijo Cohen, poniendo con delicadeza el brazo alrededor de los hombros de su amigo.
—Asesinamos a Arik—dijo con voz ronca—. ¿Por qué tuvo que ser él?
—Sinceramente no sabíamos qué o quién iba a ser el blanco, sabes eso—. Después Cohen cruzó hacia una vitrina con bebidas que había en la sala. Al igual que la mayoría de los israelíes la mantenía llena, pero raramente bebía—. ¿Pernod, Rahamim?
El enjuto judío yemení tomó el vaso de anís incoloro y lo bajó de un solo trago. Miró a su jefe de manera amenazante:
—No puedo creer que Katri lo hiciera. A sabiendas nunca lo habría asesinado a Ben-Ami. No me importa cuántas vidas estaban en juego. Quizá lo debimos haber sacado de ahí a Arik.
—¿Y perjudicar toda la misión antes de que pudiera haber tenido una oportunidad de lograr éxito? Entonces Sedaui indudablemente habría sospechado.
Ben-Iaacov suspiró:
—Supongo que tienes razón. El blanco pudo haber sido cualquier persona en cualquier parte. De todos modos, a mí me parece que es demasiada coincidencia.
—No tenemos alternativa, Rahamim. Hasta que obtengamos confirmación en contrario debemos suponer que Katri continúa prosiguiendo con su misión.
—Sabes, no habría sido tan malo si no hubieran sido muy amigos—dijo Ben-Ami, sosteniendo el vaso para que se lo volviera a llenar—. Para todos los fines prácticos eran como hermanos.
—Lo sé. Vi el legajo. Pareciera como que yo hubiera estado indisolublemente ligado con el bienestar de Katri desde el momento mismo en que llegó a este país.
Ben-Iaacov cruzó hasta un sillón y se sentó:
—¿Sabías que lucharon en la misma unidad de tanques en el setenta y tres?
—Sí, lo sabía—repuso Cohen, echando un vistazo a su reloj.
—¿Pero sabías que Ben-Ami le había salvado la vida a Ketri?
Visiblemente conmocionado, Cohen volvió a la vitrina de bebidas y se sirvió un vaso grande de whisky escocés:
—Eso no lo sabía, Rahamim—dijo en voz baja—. No recuerdo que figurara en sus legajos.
—Recién lo averigüé cuando lo estaba adiestrando. Me dijo que Ben-Ami lo había sacado de un tanque que se incendiaba en el Golan. Por lo general, Arik habría recibido una medalla, pero aparentemente no quedó alguien con vida que pudiera atestiguarlo y Katri mismo estaba inconsciente. Sea como fuere, ninguno de ellos se molestó en informar sobre el incidente.
Cohen lanzó un profundo suspiro. De pronto sintió la tristeza de Job. La vida de cada israelí estaba en sus manos y, aun así, esa responsabilidad parecía ser mínima ante el sacrificio de dos de los hombres más valientes de la nación. Uno estaba muerto y el otro, suponiendo que de algún modo hubiera sido responsable, muy bien podría estarlo también. El jefe del Mossad volvió a mirar el reloj: era hora de que se pusiera en marcha hacia Kiriia:
—Ven, Rahamim. Discutiremos más sobre estas cuestiones en el camino a Kiriia: llamé a reunión con los medios de Prensa para las nueve en punto.
Cohen no pronunció otra palabra hasta que hubieron traspuesto los portones principales del centro neural de la seguridad de Israel:
—Sabes—dijo de pronto—, por el informe que recibí la cara de Arik estaba inidentificable.
Ben-Iaacov permaneció en silencio unos segundos antes de responder:
—En cierto modo eso puede resultar una bendición, si se atuvo estrictamente a nuestras reglas y no conservó fotografías de sí mismo ni de su familia.
—¿Qué hay con su pasaporte?
—También en eso espero que hubiera seguido las reglas y lo hubiera guardado en una caja de seguridad, de preferencia en el aeropuerto.
—Estás suponiendo demasiadas cosas, Rahamim
—Lo sé, pero la suposición es todo lo que parece que tenemos por el momento para movernos—dijo el judío sefardí. Lanzó una rápida mirada a su compañero cuando su auto se detuvo por completo: el hombre parecía haber envejecido visiblemente durante la última hora. Cohen no se movió sino que siguió mirando con fijeza hacia adelante. Fue Ben-Iaacov quien rompió el silencio:
—¿Por qué los medios, Iariv?—preguntó.
—Los necesitamos. Los terroristas probablemente publicarán una declaración diciendo que liquidaron un agente del Mossad en Viena. Lo negaremos, claro, pero ya sabes que nuestros medios no van a dejar tranquila una noticia a menos que les ordenemos hacerlo. Si, por casualidad, consiguieran una foto de Ben-Ami de alguna parte tenemos que detenerlos para que no la usen: les sacudiré con una orden de secretos odiciales. En lo que a todos concierne es un hombre de negocios estadounidense. Su secretaría dará fe de ello.
—¿Crees que se lo tragarán?
Cohen hizo una pausa antes de contestar:
—Tienen que, Rahamim, y no sería la primera vez que cooperan.
Los dos hombres sabían que la Prensa de Israel siempre había cooperado en cuestiones de seguridad nacional. Estaba lo de Entebbe, lo de la incursión contra el reactor nuclear iraquí y muchas acciones antiterroristas de menor cuantía. Pero la principal ocasión en que los medios deliberadamente habían publicado o transmitido mentiras fue en las primeras etapas de la guerra de Iom Kipur: las cosas estuvieron yendo tan mal al principio que el, a la sazón, ministro de Defensa Moshé Dayan había obligado a la Prensa a que ni publicara ni transmitiera la verdad sobre el desastre, por temor de que eso dañara de modo irreparable la moral de la nación. En vez de eso, deliberadamente se dio la impresión de que Israel estaba enfrentando bien el ataque egipcio-sirio de dos puntas.
—¿No podríamos aplcar censura simplemente?—dijo el yemení, recordando la enorme cantidad de ocasiones en que habían aparecido espacios en blanco en la Prensa.
—No, eso sería reconocer que el muerto realmente era nuestro agente. Esta vez tenemos que hacer que obedezcan lo que se les pide. Se les dirá que es una cuestión de seguridad nacional. No tendrán alternativa.
—Pero, ¿qué pasa con la familia de Ben-Ami? ¿Cómo se les dirá?
—No se lo hará.
—No entiendo.
Cohen miró otra su reloj antes de contestar:
—Dentro de dos meses recibirán un informe de que su hijo está muerto, quemado en un incendio o perdido al caer por la borda mientras estaba en un crucero por el Mediterráneo. No creo que resulte difícil que se nos ocurra algo
—Pensaste en todo ¿no?—dijo Ben-Iaacov.
Era la primera vez que Iariv Cohen recordara que su amigo hubiera expresado cinismo. No era el estilo usual de los israelíes yemeníes, en especial no de los de la comunidad adeni, que tenían tendencia a convertir la cortesía común y corriente en una forma de arte.
—No olvides jamás lo que está en juego acá, Rahamim—dijo el director del servicio secreto de Israel—. Iala, vamos.