image
image
image

Capítulo 17

image

David Katri rumiaba una y otra vez sobre los sucesos de las horas previas. Por fortuna, el vuelo de la Britih Airways hacia Heathrow estaba medio vacío y pudo elegir un asiento todo para sí junto a una ventanilla.

Recordó un documental de televisión que había visto, en el que camarógrafos  describían cómo fotografiar la guerra a través de una lente invariablemente les daba la sensación de estar divorciados del peligro que los rodeaba. Estaba la escena clásica del camarógrafo de noticioso de televisión en Chile, que había filmado su propia muerte. Tranquilizado con una plena sensación de seguridad por el aparato a través del cual estaba mirando, el hombre había seguido filmando un camión que transportaba tropas, sin darse cuenta de que uno de los soldados lo apuntaba con el rifle. El delator puntito de luz del rifle cuando se lo disparó quedó como imagen imperecedera. Casi de inmediato, la escena que se estaba filmando empezó a serpentear enloquecidamente hasta que hubo oscuridad. Y muerte.

David se agarró las sienes y tragó con fuerza para repeler las naúseas. El zumbido incesante del avión parecía llegar a un crescendo. Al igual que aquel soldado, también él no había diferenciado entre el bien y el mal. El blanco era grande y el blanco era fácil y, al igual que con el camarógrafo, la mira del Steyr lo había divorciado a David de tiempo y  lugar. El hombre en el centro de la mira muy bien pudo haber estado posando para una revista con papel ilustración. Agradeció a Dios no haber visto la cara de su víctima antes de apretar el disparador. En vez de eso había imaginado una de las máscaras de Sedaui. Cuán alborozado había estado el hombre parado a su lado:

¡Ia, Alá! Le volaste la cabeza. ¡Be’Yanin! Verdaderamente excelente—. Por lo menos ese hombre había tenido el odio como excusa:

—Me habría gustado beber tu sangre, perro sionista, como hicieron con la de Wasfi Tal— había dicho con furia Sedaui, el vapor de su aliento silbándole por entre los dientes. Las exquisiteces de la venganza de Septiembre Negro contra el ministro jordano años antes evidentemente habían impresionado al chiita. David no alcanzaba a comprender cómo un hombre podía odiar tanto que estaba preparado para beber la sangre de su víctima.

Después de que hubo ocultado el Steyr, Sedaui lo había conducido a David fuera de la habitación, hacia un rellano enn la parte trasera del edificio. En menos de un minuto estuvieron alejándose de la escena en auto. David nunca lo había visto tan feliz:

¡Alahu Ajbar!—había gritado, descargando el puño sobre la mesa—. Pudimos no haberle acertado antes, pero ahora ese cerdo sionista está muerto.

David se había sentido demasiado atontado como para hacer que Sedaui se explayara sobre su afirmación. En vez de eso, había restringido sus respuestas a insulsos monosílabos.

—Eres tan frío, amigo mío—se había entusiasmado el árabe—. Eso es algo muy valioso para tener en nuestra profesión.

No fue sino hasta el momento en que se hubo despedido de Sedaui en el aeropuerto que David Katri comprendió todo el horror de lo que había hecho. En cierto sentido, la presencia de Sedaui lo había ayudado a desconectarse del suceso. Casi era como si aquel hombre hubiera apretado el disparador y David mismo simplemente hubiera sido un observador inocente.

—Inocente—murmuro—. Soy inocente.

—Disculpe, señor. ¿Dijo usted algo?

David alzó la vista hacia la auxiliar de vuelo, la mirada vidriosa:

—Er...lo siento...nada.

La auxiliar sonrió: el pasajero exhibía todas las señales de alguien con miedo de volar:

—Por favor, abróchese el cinturón, señor—dijo con delicadeza—. Aterrizaremos en Heathwow dentro de diez minutos aproximadamente.

—Gracias—contestó David—. Claro, claro.

Para el momento en que el israelí se había registrado en el hotel del aeropuerto ya era cerca de las nueve de la noche. Sintiéndose completamente exhausto se lanzó sobre la cama y trató en vano de relajarse. Estaba atormentado por un dilema más: no bien apretara el encendido de un televisor o una radio se podía enterar de todo el horror que había hecho. Se le informaría un nombre, alias o cualquier otra denominación, que de ese modo le pegaría un rótulo al hombre asesinado. Al hombre que èl había asesinado.

El agotamiento, empero, se cobró su precio antes de que se pudiera resolver. Ya eran más de las nueve de la mañana  siguiente, cuando un golpe en la puerta despertó al israelí de donde se había acostado, completamente vestido y bañado en sudor.

—¿Quién es?—balbuceó.

—Su desayuno, señor—dijo una voz desde el otro lado de la puerta.

David se frotó los ojos y después trató de alisarse el cabello, con el objeto de ponerse más o menos presentable. No recordaba haber ordenado el desayuno en su habitación pero, si era por eso, la mayor parte de los sucesos posteriores al tiroteo habían quedado nebulosos.

—Déjelo fuera de la puerta, por favor. Lo entraré dentro de unos minutos.

—Sí, señor—fue la respuesta.

David oyó el campanilleo de cubiertos. Estaba famélico, pero primero necesitaba lavarse y cepillarse los dientes. Se duchó con rapidez, las agujas de agua caliente pareciendo reconfortarlo, así como reprenderlo. Una vez vestido abrió la puerta de la habitación y bajó la vista hacia la bandeja del desayuno. Al lado del jugo de fruta y de las medialunas había un diario enrollado. Lo reconoció de inmediato como el International Herald Tribune. Durante unos instantes David Katri no se movió. Miró con fijeza el diario como si fuera un enemigo. Levantó la bandeja y la puso suavemente sobre la mesa, antes de sentarse al lado de ella. Durante un minuto completo el israelí se sentó mirando la colección de objetos comestibles y no comestibles que tenía frente a sí. Después levantó el vaso de jugo de fruta y lo bebió con lentitud. Al tiempo que con la mano derecha puso el vaso vacío sobre la bandeja, con la izquierda levantó la medialuna y la empezó a comer, y todo eso manteniendo la mirada fija sobre el diario enrollado. Para el momento en que hubo terminado de beber el café, no pudo resistir más la tentación de desplegarlo. Lenta y deliberadamente sacó la banda elástica y abrió la primera página. El titular que había en la parte superior se abalanzó sobre sus ojos:

“ESPÍA” ISRAELÍ Y NOVIA ASESINADOS EN VIENA

Grupo terrorista chiita libanés reivindica responsabilidad

Gobierno israelí publica su negación

Viena (Agencias)- Un empresario estadounidense hallado muerto anoche por un disparo fuera de su oficina en el tercer barrio de Viena era un espía israelí, según afirmó hoy un grupo terrorista árabe.

La Policía dijo que el señor Mark Epstein aparentemente fue víctima de un francotirador. Después los investigadores forzaron la entrada al apartamento del occiso y encontraron una mujer, Frida Inge Moeller, divorciada y secretaria de la sede local de la  Autoridad Internacional sobre Energía Atómica, también muerta por arma de fuego. La Policía ha dicho que la mujer mantenía una relación sentimental con Epstein.

Un grupo terrorista chiita que se autodenomina Célula Fundamentalista Chiita Islámica llamó telefónicamente a la oficina de Reuters in Beirut y reivindicó la responsabilidad por los asesinatos. Un vocero del grupo afirmó que el señor Epstein estaba trabajando como espía para el Mossad, el servicio secreto israelí, y que la acción del grupo era “la advertencia de cosas por venir”.

El gobierno israelí publicó una declaración donde dice que la aseveración del grupo terrorista era “producto de la imaginación de esos terroristas”.

El grupo terrorista alcanzó protagonismo por primera vez el año pasado, cuando hicieron estallar...

Al artículo del diario lo acompañaba una fotografía de Frau Moeller, pero ni una del hombre muerto. David no era tan ingenuo como para creer que Mark Epstein era el nombre real de su víctima. Ocurría, simplemente, que un nombre, cualquier nombre, evocaba la visión de una familia desolada por la pérdida de un ser querido; padres, esposa, hijos. Sabía que en alguna parte de Israel a una familia se le iba a decir, en fecha posterior, que su ser querido había desaparecido y que se lo suponía muerto en alguna clase de accidente en alguna parte del mundo. A esa familia probablemente nunca se le iba a informar la verdadera actividad de ese ser querido. Mientras tanto, al agente que David había matado se lo iba a enterrar en un cementerio judío de Viena, al no haber podido los estadounidenses localizar algún pariente en Estados Unidos.

David experimentó una sensación de malestar en el estómago. Había leído lo suficiente. Tiró el diario en el piso, se puso el abrigo y salió de la habitación. Sabía que ahora se debía forzar para concentrarse en la tarea que tenía por delante, que comenzaba con el regreso al nido de víboras en el Sur de Beirut.

Tal como Mohamed Fauzi había predicho, la siguiente visita de David Katri a la base de adiestramiento se llevó a cabo sin la necesidad de que le cubrieran los ojos con una venda y, tal como el israelí había barruntado,  esta vez el auto que lo había transportado tardó menos de diez minutos para llegar: eso demostraba que en las ocasiones anteriores veinte minutos se habían pasado viajando en círculos.

Esta vez David tuvo todas las oportunidades para registrar las calles por las que viajaban. Algunas tenían nombre y otras no, aunque una cosa era segura: ni una vez habían salido de los apiñados suburbios del Sur de Beirut. Las pancartas estaban por todas partes, exhortando a las masas a seguir el ejemplo de la revolución iraní y alzarse contra Estados Unidos de Norteamérica, el Gran Satán y su aliado, el perro sionista. Prácticamente no vio mujer alguna que no estuviera usando el chador. El revoltijo de edificios en ruinas de apartamentos era el almácigo del cual germinaban las semillas del fundamentalismo islámico.

—Pronto estaremos ahí, saiidi—dijo su acompañante.

David recordaba vagamente al hombre por uno de los ejercicios de adiestramiento. El conductor lo había recibido en el aeropuerto, flameando con efusividad una gran cantidad de diarios libaneses, el titular de los cuales aullaba la noticia del asesinato. El hombre sencillamente no podía entender el desdén de David por leerlos.

—Usted es un gran héroe, señor—prosiguió el hombre—. Usted ha sido bendecido por Alá.

David sentía náuseas y deseaba que el hombre cerrara la boca. No tenía deseos de que se lo alabara; sin embargo sabía que cada acción realizada con éxito contra el enemigo era tratada por los árabes como si se hubiera ganado una gran batalla. Estaban desesperados por cada migaja que disipara el recuerdo de las derrotas reiteradas que les habían infligido los israelíes, y esas migalas les hacían recordar, en cambio, la gloria que había sido el Islam novecientos años atrás. Eran tan niños, pensó David.

—Alá bendice a todos los que luchan en Su nombre—contestó el israelí, el sarcasmo que había en su voz completamente inadvertido por su acompañante.

¡Alahú Ajbar!—exclamó el hombre cuando entraron en el compuesto cubierto de escombros, apenas haciendo una breve inclinación de cabeza hacia quienes protegían la entrada. Antes de que David hubiera podido abrir la portezuela, al Peugeot blanco lo rodearon jóvenes excitados que disparaban al aire en forma alocada. ¡Qué conducta groseramente irresponsable!, pensó: la OLP había hecho lo mismo durante su retirada de Beirut en mil novecientos ochenta y dos y más de setenta civiles inocentes habían quedado muertos o heridos por las balas, que obedecieron las leyes de Newton y regresaron hacia la tierra con la venganza.

Ala u’sala—gritaba la multitud—. Bienvenido a casa nuestro héroe. ¡Alahú Ajbar!

Para el momento en que David hubo logrado desenredarse del Peugeot, debió de haber habido sesenta personas, como mínimo, tratando de apretarle la mano. De pronto, una figura familiar se abrió paso a empujones hasta el centro de la escena: Mohamed Fauzi abrazó con fuerza a su pupilo y lo besó en ambas mejillas:

Ahalán, ia Anuar, Ra’is auual.

Al principio, el empleo que Fauzi hizo de las palabras en árabe para “comandante” no fue registrado por David. Fue recién cuando el barullo general se aquietó que se dio cuenta de que ahora era un oficial de alto rango en el grupo y que, en consecuencia, estaba un escalón más cerca del círculo más privado.

—¿Dónde está nuestro líder?—le preguntó a Fauzi mientras el excitado chiita lo conducía al interior de la fortaleza subterránea, donde en una de las aulas se habían dispuesto té y baklava.

—Le envía sus saludos más cordiales, señor. Está demasiado ocupado preparándose para nuestra asamblea general, como para darle a usted la bienvenida en forma personal. Ahora, tome té con nosotros. Todos estamos orgullosos de usted.

David se sentía engañado. El efecto que sobre él había tenido la ausencia de Sedaui era pernicioso, era increíble que realmente se sintiera herido. ¿Ansiaba tanto el elogio del fanático, o no era más que frustración por que al hombre no se le pudiera sonsacar la respuesta a la pregunta vital: dónde estaba la maldita bomba?

En el transcurso de los tres días posteriores, la curiosidad de David Katri sobre el paradero de Rashid Sedaui no iba a ser satisfecha. Nadie parecía saberlo con exactitud, aunque había muchos rumores: uno decía que al hombre se lo había visto en el complejo de aviones privados del Aeropuerto Internacional de Beirut. Otro, que se estaba sometiendo a un tratamiento dental de emergencia.

El israelí continuó trabajando a la mañana en la tienda de especias de Selim Jafaar, lo que le dio la oportunidad de enviar un mensaje sobre sus avances a Abu Mussa por intermedio de Iusuf Ibrahim,  el emisario del maronita. En las tardes se lo había seducido para que diera clases sobre el arte de la guerra a los novatos del grupo. Ninguno de los alumnos le había parecido, ni remotamente, del tipo de material al que se pudiera educar para que llevara a cabo operaciones encubiertas. Como señal de su nueva posición dentro del grupo, Fauzi le había hecho entrega de una Beretta y una funda de cinturón: David sabía que podía portarla libremente dentro de los confines de los suburbios del Sur. A un arma personal de fuego todos los residentes la consideraban como señal del rango dentro de las diversas agrupaciones paramilitares.

En el anochecer del cuarto día siguiente a su llegada de Europa, David volvió a su apartamento como propietario de un Renault blanco que le había entregado Fauzi. El auto era para que lo usara cuando quisiera y el israelí vio esto como una señal más de que su posición dentro del grupo había ascendido con rapidez.

Subió la escalera con cansancio. La mayoría de sus vecinos estaba comiendo la cena y el tintineo de los cubiertos se mezclaba con las voces excitadas de adultos y niños. Algunos de esos vecinos lo conocían de la tienda de especias, aunque David había logrado disuadirlos de  convertirse en amigos íntimos de él. Ahora, la Beretta que llevaba sobre la cadera les iba a indicar que las actividades de David no se limitaban estrictamente al comercio de especias: era un Guardián de la Fe y lo más conveniente para ellos era no hacer demasiadas preguntas.

David sintió una oleada de recelo cuando giró la llave Chubb de su apartamento del segundo piso. El sonido del pestillo y el desplazamiento de la puerta le dijeron que al pestillo se lo había abierto. No obstante, el israelí siempre tenía cuidado de girar la Chubb dos veces y aquella mañana no había sido la excepción. Con lentitud sacó la llave antes de insertar su llave Yale en su cilindro con la mano izquierda. Al mismo tiempo extrajo la Beretta con la mano derecha y la mantuvo cerca de la oreja. Giró la llave y de inmediato sintió que la puerta cedía. Dejó que girara libremente y se abriera por completo, antes de saltar adentro del recibidor y adoptar la postura clásica del tirador experto: rodillas levemente dobladas, la mano izquierda aferrando la muñeca del brazo derecho rígido y extendido por completo. El vestíbulo estaba vacío al igual que la cocina, que estaba a la derecha. Adelante se hallaba la puerta de vidrio ahumado que daba al salón: ahora estaba cerrada, mientras que recordaba haberla dejado levemente entreabierta. Lentamente giró el pomo.

Kanés, David. Al’tifahed.

David se congeló. Durante un instante no llegó a registrar  el familia acento askenazí. Alguien le estaba ordenando entrar y no tener miedo. Aunque más no fuere porque la voz había hablado en hebreo, David bajó la Beretta y abrió la puerta. Lanzó un resuello cuando llegó a ver a los dos hombres vestidos con kefíe blanco que estaban sentados en su sofá. El hombre que tenía a su derecha se quitó lentamente el embozo que le cubría la mitad inferior de la cara:

—¡Iariv!

—Shalom, David, ma nishma?

La reacción de David fue instintiva: apretó el dedo índice derecho contra los labios, en señal de pedir silencio.

—Si quieres decir que en este lugar hay micrófonos ocultos, sí, los había—dijo Cohen lacónicamente. Señaló tres objetos pequeños de metal que estaban sobre una mesa que tenía delante de él —: los dejamos inutilizados temporariamente. Los volveremos a colocar antes de irnos.

También sobre la mesa había un alargue para toma de corriente de pared que admitía tres enchufes:

—Estoy seguro de que reconoces esto—dijo Ben-Iaacov levantando el dispositivo.

David asintió con la cabeza. Lo había revisado no bien se hubo mudado al apartamento. Similar a uno de los dispositivos que había estudiado en Tel Aviv durante su curso sobre espionaje: el alargue para toma de corriente poseía un transmisor incorporado al que alimentaba la red eléctrica. El dispositivo tenía un alcance de unos trescientos metros.

—Sencillamente lo dejo conectado y hago funcionar la televisión con él—dijo el sorprendido anfitrión—. Como pueden ver, acá no tengo teléfono y no hay cosa alguna que se hubieran podido enterar al poner micrófonos ocultos en este lugar. Hasta ahora, claro.

Fue entonces que el segundo huésped no invitado de David Katri se descubrió la cara. Rahamim Ben-Iaacov sonrió con calidez a David, tratando de superar el temor de que su agente pudiera estar al tanto de la verdadera identidad del hombre que había muerto en Viena.

—No entiendo—dijo el joven—¿Qué hacen ustedes dos acá? Están poniendo en peligro toda la misión. ¡Están en una zona chiita vestidos como sunitas, por amor de Dios! Nunca más deben volver acá. Nunca.

—¿Lograste saber dónde está la bomba, David?—preguntó Cohen con brusquedad.

—No—repuso Katri,  aún desconcertado por el hecho de que sentado ante él en el Sur de Beirut, estaba el director del Mossad—. Pero acabo de lograr el exaltado rango de comandante en la organización. Siento que me estoy acercando, aunque Sedaui es un operador muy astuto.

No lo sabía, pensó Cohen: el hombre no sabía a quién había matado en Viena. Si hubiera sabido que era Ben-Ami, ya se habría producido  una reacción violenta. Katri se les habría lanzado al cuello o, aun peor, ni siquiera habría regresado a Beirut.

—Háblanos sobre eso, David—dijo Cohen con delicadeza.

Katri suspiró:

—No quiero hablar sobre eso. Lo que se hizo, hecho está.

—Entonces sí lo hiciste—dijo Ben-Iaacov, casi ahogándose con las palabras.

—Por supuesto que lo hice—repuso David, perplejo por la duda del sefardí.

—Pensamos que quizá Sedaui te habría relevado de la tarea y la había hecho él mismo—interpuso Cohen con rapidez.

—Estaba conmigo—dijo el hombre alto con ojos vidriosos—. Fue horrible. Terrible.

Se sentó en el sillón que estaba frente a sus visitantes. Era tan tremendamente peligroso y. sin embargo, en cierto sentido estaba contento de que estuvieran ahí. Se había sentido desesperadamente solo durante los meses pasados, su único solaz habiendo sido su relación con Fátima Fadas. Se frotó los ojos con la palma de las manos y sintió una desesperada necesidad por liberar sus sentimientos:

—Saben, nunca llegué a ver su cara siquiera—dijo—: me estaba  dando la espalda cuando apreté el disparador.

Cohen echó una rápida mirada a Ben-Iaacov. El alivio que se veía en la cara del yemenita reflejaba exactamente el suyo propio.

—Si te hace sentir algo mejor, David, no conocías personalmente a nuestro hombre en Viena—mintió el jefe del Mossad—. No había sido sino poco tiempo antes que lo habíamos transferido desde América Central.

—No quiero saber nunca su nombre verdadero. Para mí siempre será Mark Epstein.

Iariv Cohen sabía que era inútil el intento por aliviar la carga de su operador. Katri había sufrido lo suficiente, pero el hecho liso y llano era que no estaban más cerca de la verdad.

—¿Por qué vinieron?—volvió a preguntar David—. Es demasiado peligroso- para ustedes...y para mí.

—El tiempo es demasiado corto, David—dijo Cohen.

—Pero estoy casi ahí. Creo que la próxima vez que lo vea podrá confiar en mí.

—¿Cuándo fue la última vez que lo viste?—dijo Cohen con frialdad.

—En Viena.

—¿Cuándo es la próxima vez que lo verás?

David se detuvo:

—No lo sé—suspiró. Las palabras mismas proveyeron la respuesta al porqué de que el director del Mossad hubiera decidido moverse de manera tan espectacular.

—Hay demasiados “no-lo-sé”, David—dijo Ben-Iaacov—. No sabemos cuánta gente está al tanto de la ubicación de la bomba. Por supuesto, no sabemos dónde está y no sabemos qué es lo que Sedaui realmente planea hacer con ella, aunque eso no resultaría muy difícil de adivinar.

Iariv Cohen decidió inyectar algo de optimismo en la conversación. Israel había superado todos los obstáculos en lo pasado. ¿Qué era lo que Golda Meir dijo una vez?: Todo judío era optimista por naturaleza:

—Así que discutamos lo que sí sabemos—dijo el jefe de inteligencia—. Corrígeme si me equivoco, David, pero de acuerdo con la información que nos suministraste creo que se puede suponer con seguridad que Sedaui tiene la intención de pronunciar un discurso ante la facción terrorista en su cuartel general, el veintisiete de febrero.

—Sí—repuso David—, pero es tan escurridizo como una anguila y no me sorprendería que hubiera hecho otros planes.

—Sin embargo—prosiguió Cohen—, ésta es la única información semiconcreta que tenemos y es sobre esto que debemos actuar. Los vientos de Kedem ya casi están sobre nosotros: simplemente no hay tiempo para perder en tonterías.

—¿Qué quiere decir eso?—dijo David, a sabiendas de que solamente podía haber una respuesta.

—Quiere decir que vamos a atacar—dijo Cohen sin rodeos.

David miró con fijeza a los dos hombres que tenía ante sí. Sabía que tenían razón. También sabía que había fracasado y eso hacía que el peso de lo que había hecho fuera aún más difícil de soportar:

—Entiendo—dijo en voz baja el hombre más joven—, pero antes de que discutamos lo que quieren que haga, por favor cuéntenme sobre mi esposa y mis hijos.

—Por supuesto—contestó Cohen—. Los estamos vigilando tanto como podemos y te puedo asegurar que están bien.

Durante unos segundos, la mente de David Katri regresó como un relámpago a Tel Aviv y los amorosos brazos de Iael. Las caras felices de Boaz y Shoshana le sonreían con la inocencia de  la niñez. Sintió la familiar puñalada del miedo por que nunca los volviera a ver otra vez:

—Muy bien, ¿cuál es el plan?—dijo al fin.

—En primer lugar necesitamos saber todo lo que tú sabes—dijo Cohen—. Necesitamos saber la ubicación exacta del cuartel general de ellos, de cada rinconcito.

Para el momento en que la conversación se acercaba a su completamiento, los tres hombres estaban conscientes de la tarea que los aguardaba. Los riesgos eran enormes; las probabilidades  de éxito, no más que mínimas. David expresó su punto de vista sobre que de todos los miembros del grupo, era probable que únicamente Sedaui y Mehdi Laham poseyeran el conocimiento del paradero de la bomba y de que nunca se dejarían capturar con vida. Cohen había contado con que el papel de David fuera vital, que el hombre más joven tenía que ubicarse al lado de Sedaui en el momento del ataque y lo pusiera a Sedaui fuera de combate él mismo.

—Pero ¿cómo?—preguntó entonces David. La idea de darle un golpe a Sedaui con la Beretta le parecía ligeramente ridículo.

—Con esto—contestó su jefe,  extrayendo una jeringa y una  ampolla del maletín que tenía al lado de él—. Esto lo derribará en cuestión de segundos. Después adhiere estas cintas luminosas a ti y a él: no queremos que  a cualquiera de ustedes se le dispare por error.

—Pero, ¿qué hay con el imán?

—Es un viejo. Dudo de que esté en estado físico como para ofrecer resistencia alguna.

—Quiero ver si entendí, Iariv: ¿están planeando atacar durante la asamblea?

—Sí—contestó Cohen con firmeza—, porque entonces habrá varios factores a favor de nosotros, no  siendo el menor de ellos la sorpresa.

—Pero el complejo subterráneo es una bomba de tiempo: una bala perdida lo hará saltar por el aire.

—Esperamos que no haya muchas de esas balas pues, de acuerdo con lo que nos dijiste, Sedaui es el único que es factible que porte un arma en su persona. Cortaremos las salidas de la sala de asamblea. Una vez alcanzados nuestros objetivos, lo haremos estallar.

—¿Con el resto de los terroristas dentro?

—Sí.

—Solamente una cosa más—contraargumentó David, esforzándose por ocultar su escepticismo—: ¿cómo sabrán que la asamblea está en su apogeo?

Cohen sonrió:

—Te trajimos  algunos regalos, David—contestó al mismo tiempo que del maletín que tenía al lado suyo extraía una selección de objetos y los ponía sobre la mesa—. Es probable que hubieras visto antes uno de estos transmisores híbridos. Lo puedes ocultar con facilidad en tu ropa. Tiene un alcance de unos doscientos metros, pero no lo actives sino hasta antes de entrar a la asamblea, porque la batería solamente dura alrededor de cinco horas.

—¿Así que ustedes van a estar escuchando?

—Sí—repuso Cohen, y después entregó a Katri el siguiente artículo de la caja de trucos de magia.

Favid giró entre las manos el cinturón de aspecto común y corriente:

—Presumo que ek propósito de este objeto no es nada más que para evitar que se  me caigan los pantalones.

—Es lo más reciente de su tipo—intervino Ben.Iaacov—. En la hebilla tiene un transmisor incorporado.

—¿Cuál es el alcance?

—Alrededor de cinco kilómetros en superficie y de veinte en el aire,

—¿Frecuencia?

—Está ajusrado para tres-cinco-nueve-coma-cinco. El tiempo de operación va dese veinticinco hasta treinta horas, así que actívalo antes de entrar en la asamblea: nos permitirá hacer el seguimiento de ti...

—Si todo saliera mal—interrumpió David, su voz traicionando su cada vez mayor escepticismo.

Los dos visitantes prefirieron pasar por alto la observación mordaz. Todo lo que podían hacer era el intento por cubrir toda eventualidad.

David contempló el conjunto de equipo de vigilancia electrónica que tenía ante sí y después a sus dos superiores vestidos con kuffiyas blancas. Todo el asunto parecía tan absurdo y, aun así, tenía que admitir que no se le ocurría algo mejor:

—Oremos porque Sedaui muestre sus cartas antes—dijo con tristeza—: las cosas serán más pulcras si lo podemos aislar y después agarrar.

—Ya no podemos depender de los milagros, amigo mío—dijo Cohen.

David Katri se puso de pie:

—Es mejor que ahora se vayan—dijo con voz empañada por la emoción—. Necesito estar a solas por un rato.

Mientrsd Iariv Cohen salía del apartamento, rezaba por que el asesinato no hubiera hecho pedazos la voluntad de su agente. El precio era demasiado alto como para que David Katri se quebrara ahora.

El tiempo estaba templado para ser fines de febrero, cuando Iehuda Tekoah estacionó su Subaru beige fuera del Instituto Meteorológico Central de Israel, en Beit Dagan. Situado a pocos kilómetros al sureste de Tel Aviv, el instituto estaba ubicado estratégicamente en una de las principales intersecciones de caminos del país. Hacia el este se hallaba Jerusalén;  hacia el sur, Ashdod y Beersheba y hacia el norte, Tel Aviv y Haifa. En vez de ir a su oficina fue directamente a la sala de pronóstico meteorológico. Desde  el momento mismo de su reunión con el jefe de los servicios de inteligencia de su país, había estado particularmente en la búsqueda de una posible situación hipotética que pudiera predecir la presencia del viento de Kedem sobre Israel. Ya era el 26 de febrero y se esperaba el primer viento. La mayoría de los israelíes confundía el sharqiya con el famoso viento jamsín, que era causado por depresiones sobre los desolados páramos del Norte de África. Pero ya fuese que se lo llamaba jamsin. hamsín o siroco, no era el mismo viento que al meteorólogo se le había pedido que pronosticara.

Tekoah miró primero las cartas  sinópticas que colgaban en la pared. Durante  algunos días había tenido la leve sospecha de que el gran anticiclón que había comenzado sobre Siberia y se desplazaba hacia el sur, finalmente iba a establecer las condiciones para el Kedem.

Leyó con detenimiento la carta correspondiente a la medianoche: mostraba un sistema de altas presiones que se extendía hacia el sur, detrás de un frente frío sobre el Cáucaso y Turquía. A las 0600 hora del meridiano de Greenwich, el frente frío había descendido hasta Chipre.

Tekoah no sabía el motivo por el que el Mossad estaba tan interesado en el viento del este y no lo preocupaba excesivamente. No obstante, el director del instituto meteorológico sentía el hormigueo de la expectativa mientras se desplazaba hacia las cartas de pronóstico que colgaban en la pared. Estaban divididas en grupos, en función de las milibarias de presión del aire que mostraban la presión distribuida en estratos por encima de la superficie de la Tierra hasta los doce kilómetros.

Primero leyó detenidamente la carta que pronosticaba sucesos con veinticuatro horas de anticipación; después, treinta y seis y, finalmente, cuarenta y ocho. Todo  estaba ahí: excluyendo un hecho fortuito, los vientos de Kedem iban a soplar de un extremo al otro del Mar  de Galilea y los valles de Beisan y Yezreel, dentro de dos días.

Al cabo de un minuto más de estudio, el meteorólogo, que se estaba quedando calvo, descendió con rapidez a su oficina del segundo piso y levantó el teléfono:

—Deme la Kiriia—le dijo secamente a la muchacha que atendía la centralita