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El buque portamisiles rápido clase Sa’ar de ataque Aliá hendía las negras aguas del Mediterráneo, sus cuatro motores diesel Maybach rugiendo en protesta por ser llevados al límite. El barco de 488 toneladas botado en 1980 portaba el suplemento usual de cuatro misiles superficie-superficie Gabriel en la proa y cuatro Harpoon en la sección media de la nave. También había algunos refinamientos que volvían al Aliá diferente de cualquier otro barco de su clase: de la cubierta de popa se había quitado el cañón de 76 milímetros para darle lugar a una plataforma y un hangar para helicópteros. Durante el día, al Defender de Hughes se lo podía ver descansando sobre su lugar de aterrizaje como si fuera una langosta gigantesca. Pero la noche estaba oscura como boca de lobo y el buque no exhibía luz alguna que le pudiera informar al enemigo sobre su carga útil fuera de lo común.
El Hughes no era la única carga extraña a bordo del barco israelí. Un observador astuto podría haber advertido una rampa que sobresalía de la banda de estribor de la plataforma. Sobre la rampa reposaba lo que para un ojo no adiestrado parecía ser un avión de aeromodelismo; de hecho, era un avión de aeromodelismo, pero que tenía una diferencia vital: el ubicuo Mazlat tenía poco más que cuatro metros de largo y fue uno de los héroes de la guerra de Israel en Líbano. Era la quintaesencia del espionaje desde el aire. El Minivehículo Piloteado por Control Remoto de Israel Aircraft Industries de Israel era, ni más ni menos, que el mejor del mundo para hacer ese trabajo. Se lo llamaba Scout[23] y eso es exactamente lo que hacía.
El Scout había ganado su propia batalla personal contra otros MPCR porque el operador solamente tenía que transmitirle órdenes de vuelo, tales como cambios de altitud y nuevos rumbos, en vez de emplear un enlace entre el avión y una estación terrena que enviara señales para la operación directa de las superficies de control aerodinámico del avión. Las órdenes que se le transmitían al vehículo simplemente se suministraban de manera directa a un piloto automático. No había necesidad de transmisión continua desde tierra a aire a través de un enlace de comando y esto hacía que el Scout fuera menos vulnerable a tácticas defensivas del enemigo.
El MPCR podía mantener una velocidad constante de 96 kilómetros por hora, alcanzar una altitud máxima de tres mil metros y permanecer en el aire durante siete horas. Su preciosa carga útil se alojaba en una cúpula transparente que estaba en la parte inferior del fuselaje. La cámara de televisión estabilizada mediante un giróscopo estaba equipada con una lente de aproximación que tenía una relación matemática de 1:15 con ruptura panorámica y. en este caso, un intensificador de imágenes para la vigilancia nocturna. El vehículo había cobrado un enorme precio a la resistencia de los palestinos a la invasión israelí en 1982. En muchos combates, sus cámaras habían observado casi todo movimiento enemigo. Con superioridades aérea y blindada garantizadas, el Scout tenía libertad en el cielo, mientras las tácticas defensivas que tenía incorporadas saturaban, engañaban y manipulaban los radares, tanto sirios como palestinos.
Y así fue que el Jefe de Estado Mayor de Israel, general Iehuda Bar-Ilan, pudo recurrir a una vasta panoplia de moderna tecnología para destruir a su enemigo. Sentado en la pequeña sala de operaciones a bordo del barco, el general revisó los detalles conocidos con el mayor Rami Iefet, que iba a dirigir la fuerza de tareas Saieret Matkal. También escuchando estaba Gilad Berkovitz, el piloto del Defender de Hughes.
—En resumen, ése es el quid, Rami—dijo Bar-Ilan—: tú y tus hombres oyeron la mayor parte antes. Simplemente asegúrate de que cuando les des a tus muchachos las instrucciones finales, cada uno de ustedes sepa que se espera de él.
Rami Iefet asintió con la cabeza, los rizos color ébano de su cabello saltando como resortes. Sus rasgos, ojos pardos grandes y piel aceitunada rojiza eran típicos de los judíos de Yemen. Sus padres habían sido participantes de la Operación Alfombra Mágica, que había traído 49.000 judíos yemeníes al nuevo Estado de Israel entre 1949 y 1950. A diferencia de Rahamim Ben-Iaacov, que había nacido en Adén, los padres de Iefet habían sido residentes de Sana’s, en el norte de Yemen. Las diferencias culturales entre las dos comunidades las resaltaba el hecho de que los judíos adeníes se habían visto sujetos a la influencia de los ingleses, que controlaron Adén entre 1839 y 1967. Otrora había sido el puerto más importante del imperio británico. El joven yemení era el segundo de los nueve hijos Iefet que eran israelíes nativos.
El tercer hombre presente en la cabina también era sabra. El capitán Berkovitz había nacido en Ramat Gan, suburbio de Tel Aviv y era hijo de sobrevivientes de Auschwitz. Los dos hombres eran típicos militares israelíes. Por lo común tenían más temor de decepcionar sus jevré en batalla, que del enemigo o, inclusive, que a la muerte misma. No era machismo. Era algo mucho más profundo: el conocimiento de que mientras que una derrota militar representaba un contratiempo para el enemigo, para el Estado de Israel podía representar su final.
—¿Qué hay respecto de mí?—dijo Berkowitz, ansioso por no perderse la acción.
Bar-Ilan miró fijamente al joven piloto: sabía que iba a sentirse decepcionado:
—Por el momento, Gilad, tan sólo nos acompañas en el viaje. Tenemos tres Bell Twin Two-Twelve preparados en el Sur de Líbano. Entrarán en acción para recoger a nuestros muchachos a la hora establecida.
Berkowitz se esforzó mucho por no mostrar su decepción. Los Bell eran aeronaves de búsqueda y rescate y algunos tenían servicios de hospital de emergencia: el piloto estimó que el jefe esperaba gran número de bajas.
—Sin embargo—prosiguió Bar-Ilan— estarás en permanente estado de alerta hasta que la operación esté terminada y es mejor que conozcas el plan de ataque.
El jefe de Estado Mayor se puso de pie:
—Creo que eso es todo, señores. ¿Tus muchachos me están esperando en cubierta, Rami?
—Sí, señor.
—Entonces me gustaría decirles una palabra final—. Bar-Ilan se giró y condujo a los dos hombres más jóvenes por la pasarela. Inmediatamente quedó atontado por una ráfaga de aire frío que lo golpeó cuando llegó a la cubierta. Gracias a una cubierta nubosa, la noche misma no era muy fría. Sin embargo, fue la sensación térmica producida por la velocidad de treinta nudos de la nave lo que causó la incomodidad. Miró la cara ennegrecida de los veintinueve comandos apiñados ante él. No le había gustado la idea de elegir para la operación a los de origen judío árabe principalmente: eso abofeteaba como discriminación, aunque todos los que tomaban parte conocían el verdadero motivo: todos ellos hablaban árabe en cierto modo, aunque el general esperaba que nunca tuvieran que usarlo antes de que alcanzaran su blanco.
—Jevré—empezó Bar-Ilan—, para algunos de ustedes ésta será su primera operación de esta clase, mientras que otros ya han probado las acciones antiterroristas de una clase u otra. Cualquiera fuere su experiencia, ahora saben lo que Israel espera de ustedes. Hagan su trabajo bien y háganlo a conciencia. El éxito se cimenta sobre la disposición de ustedes para obedecer órdenes al pie de la letra. No obstante, si encontraran que las circunstancias los fuerzan a tomar la iniciativa, entonces no teman actuar. La única ventaja que nos mantiene un paso por delante del enemigo es nuestra materia gris: úsenla. Buena suerte y los veré a todos cuando vuelvan a casa.
Dicho esto, el jefe de Estado Mayor de Israel fue hacia cada hombre y le estrechó la mano con firmeza, repitiendo “be’hatlahá” una y otra vez: sabía que iban a necesitar toda la suerte del mundo. Ya eran las 0300 horas cuando los motores de la Aliá se apagaron y ocho balsas de caucho Zodiac se bajaron al mar. Cada una estaba piloteada por un marinero que la iba a regresar al buque portamisiles una vez que hubiera bajado su carga, tanto humana como de equipo. La distancia a la costa era de cerca de un kilómetro y las luces del litoral libanés los llamaban con titilante seducción.
No bien estuvo a bordo de la balsa líder, Rami Iefet se puso la mira infrarroja sobre el ojo derecho: inmediatamente vio el intenso efecto de iluminación estroboscópica de un marcador nocturno Firefly que le hacía guiños en la oscuridad. Iefet sabía que era el único que podía ver los pulsos y también sabía que iban a guiar a las fuerzas especiales hacia una playa solitaria al sur de Beirut.
Cuando estaban a alrededor de medio kilómetro de la playa, el mayor ordenó que se apagara los motores fuera de borda. Entonces los comandos llevaron remando sus balsas a través de las turbias aguas hasta que sintieron que raspaban el fondo de la costa. Desembarcaron en silencio. Al mayor Iefet lo recibió en la playa un hombre que parecía estar al mando.
—Brojim ha’bai’im—dijo Iariv Cohen en voz baja, sus dientes destacándose como centinelas de marfil. Eran la única parte de su pálida cara europea que no estaba cubierta con betún para zapatos—. Bienvenido a Beirut.
—Ya estuve acá antes, señor—contratacó el hombre de tez morena, estrechando con firmeza la mano de Cohen—. En el ochenta y dos. Supongo que ahora sigue siendo un agujero grande.
—Afirmativo—repuso Cohen, señalando un grupo de formas oscuras que estaba a unos treinta metros—. Venga, tenemos ocho vehículos con tracción en las cuatro ruedas para transportarlos a ustedes hasta el depósito. Dígales a sus hombres que carguen las dos Toyota que están atrás con las armas y el equipo.
—¿Me permite su Firefly un momento?
—¿Por qué?
—Tengo que darle al comandante de las balsas la señal de cuándo puede volver con seguridad al barco. El depósito está al norte de acá, a unos minutos en auto, ¿no es así?
—Sí.
—Está bien, entonces—dijo el mayor—. El comandante apuntará su mira de visión nocturna en esa dirección para aguardar a mi señal.
Con renuencia, Cohen se separó de su estroboscopio: lo iba a necesitar de vuelta para guiar a los helicópteros de rescate cuando se completara la misión. Durante unos segundos, el jefe del Mossad observó al joven oficial organizar a sus hombres. Después Cohen se dio vuelta y encaminó hacia el primero de los vehículos, un Volkswagen Transponder negro. Él mismo lo iba a manejar, en tanto que varios más de sus hombres, incluido Rahamim Ben-Iaacov, iban a tomar el volante de los demás móviles.
A los dos minutos Cohen, acompañado por Rami Iefet al lado de él y seis comandos en la parte trasera, estaba conduciendo por el camino arenoso que llevaba desde la playa hasta un depósito grande abandonado
—Es acá—dijo deteniendo el vehículo.
Rami Iefet vio a dos más de los hombres de Cohen abrir un par de puertas gigantescas. El lugar era casi tan grande como un hangar de aeropuerto.
—Hay agujeros enormes en el techo pero, dadas las circunstancias, fue lo mejor que pudimos hacer—dijo Cohen, al mismo tiempo metiendo con fuerza la marcha atrás y haciendo que el vehículo entrara de cola en el toldo. Cada uno de los demás vehículos hizo lo mismo, hasta que todos quedaron en línea, listos para la salida siguiente, y final.
Después de que todos los comandos hubieran descendido, Cohen lo llevó a Iefet a un costado:
—Antes de que vaya a hacerle la señal a los marineros miré allá arriba—. El joven mayor alzó la vista para mirar un dosel de estrellas enmarcado por los bordes de un inmenso agujero en el techo del depósito—. Hermoso, no es así—dijo Cohen—. Es casi como un cuadro con su marco—. Iefet nada dijo, pero en silencio rezó para que pudiera vivir para ver esas mismas estrellas sobre la tierra de Israel la siguiente noche.
Cuando el director del Mossad se alejó renqueando hacia los hombres que aguardaban, el mayor recordó el mensaje que tenía para ese hombre:
—Er, señor...
Cohen se detuvo y esperó a que el soldado cubriera los pocos pasos que los separaban:
—¿Qué pasa?—dijo el hombre de más edad.
—Esto es para usted, enviado por el jefe de Estado Mayor. Aparentemente llegó de la oficina de usted.
Cohen tomó de la mano extendida del mayor el sobre blanco lacrado y lo abrió. El director del Mossad sintió que se le escapaba la sangre de la ennegrecida cara.
—¿Qué es?—dijo Iefet al advertir que Cohen estaba visiblemente perturbado.
—Nada—contestó Cohen recuperando su autocontrol—, no es más que un informe meteorológico actualizado.
Mientras el Mossad y la Unidad de Reconocimiento del Estado Mayor pasaban las cinco horas siguientes tratando de lograr algo de sueño intermitente, otro israelí, a una distancia de nada más que diez minutos en auto, se revolvía y daba vueltas en su cama, acosado por viisiones, primero de belleza y después, del diablo.
David Katri ya había destruido la carta que recibiera de Fátima la mañana anterior, pero su contenido lo seguía atormentando. ¡Cuán estúpida había sido al escribirle! Pudo haber sido la ruina de ellos si se hubiera interceptado la carta y, aun así, David sabía que las palabras de ella habían nacido de la desesperación por saber que podrían no volver a verse jamás. Las palabras de Fátima le quemaban por dentro:
Mi amado Anuar
Por favor perdóname por escribirte. Sé que es peligroso, pero desde el momento mismo en que te vi en la tienda de especias de Selim Yafaar la imagen de ti nunca me dejó. Vi tus ojos y supe que habías adivinado quién estaba tras el velo. Fue injusto de mi parte torturarte de esa manera, pero la necesidad de verte de nuevo me había envuelto hasta un punto tal que sentí que estaba poseída por los dyinns. En estas tierras los espíritus son malignos, amor mío. No nos dejan descansar- todos estamos malditos, ya fuere que seamos musulmanes, cristianos o judíos, pues las costumbres de nuestras diversas culturas están grabadas a fuego en nuestra alma y la curación ocasional es como el tejido cicatrizal, sensible y en carne viva; se ulcera con la más leve fricción. Alá, en Su sabiduría, creó una familia de extraños, cada uno receloso de los demás dentro de Su dominio.
Pierdo las esperanzas de volver a verte alguna vez y, aun así, lo anhelo, hasta que el dolor dentro de mi pecho se vuelve intolerable y las lágrimas corren por mis mejillas como las fuentes del Paraíso...con la diferencia de que las lágrimas son rojo sangre y el Paraíso es el Infierno.
Regresaré al anciano cristiano y tú te reunirás con la mujer que elijas. Amor mío, ambos hemos pecado, tú contra el sacramento del matrimonio y yo, contra los principios de mi fe pero, ¿qué son nuestros pecados en comparación con los de quienes nos rodean y matan y mutilan en Su nombre?
No puedo escribir más. Es demasiado doloroso. Que Alá te bendiga y cuide en la Tierra y en el Cielo, mi vida, mi alma.
Ana b’hebek
F.
“Te amo”. Las palabras retumbaban en la mente de David y, sin embargo, súbitamente fueron remplazadas por otras de un poema que había aprendido de memoria cuando llegó inicialmente a Eretz Israel. Un poema escrito por Juana de Arco de Israel:
Bendito es el fósforo consumido
en la llama que consume.
Bendita es la llama que quema
en el secreto refugio del corazón.
Bendito es el corazón con la fuerza para detener
su latir por el bien del honor.
Bendito es el fósforo consumido
en la llama que consume.
Los poemas de Hana Senesh estaban grabados en el alma de David. Ella había saltado en paracaídas detrás de las líneas nazis para advertir a los judíos de Hungría sobre su destino inminente, nada más que para ser capturada, brutalmente torturada y, por último, ejecutada por los verdugos de su atormentado pueblo. David se preguntaba si Fátima estaba destinada a compartir el mismo hado.
De pronto, las caras de Hana Senesh y Fátima Fadas estuvieron lado a lado, ambas jóvenes, ambas favorecidas con belleza en extremos opuestos del espectro semítico, el coraje de ellas la réplica a la maldad que moraba en el corazón del hombre. En sus sueños, David se sentía bañado por la calidez generada por la visión de las dos mujeres, tan diferentes y, no obstante, tan parecidas. “Ana be’hebek”, murmuró. ¿Qué otro idioma que no fuera el árabe podría expresar mejor los sentimientos, tanto de amor como de odio?
Súbitamente, el diablo encarnado hizo pedazos la tranquilidad de su sueño. Desde su colmillo de oro fluyó la lava del infierno:
“¡Arik, tras de ti! ¡Arik, tras de ti!”
David, las piernas aparentemente en llamas, despertó en un charco de sudor. El cuerpo estaba rígido por un auténtico terror. Después de unos segundos quedó sin fuerzas cuando una gran fatiga lo abrumó. Miró lánguidamente el reloj que tenía al lado de la cama: eran las ocho y el brillante sol del Mediterráneo ya estaba entrando a raudales a través de la ventana, para disipar el frío que aún persistía de la noche.
Después de unos segundos más de modorra, David se levantó rápidamente. Había tanto para hacer. Se le había asignado la organización de la asamblea en la cual se podría decidir el destino de su nación. Cuando Mohamed Fauzi le había dado el mensaje, David le había pedido verlo a Sedaui, pero Fauzi había contestado que las instrucciones las había recibido a través de Mehdi Laham y que el imán había dicho con claridad que Rashid no estaría asequible sino hasta la hora de la asamblea.
Sedaui, el enigma. ¿Iba a ser alguna vez posible agarrarlo con vida? David se duchó con rapidez y se puso una camisa de franela a cuadros y pantalones vaqueros. Después de tomar de un tirón un desayuno apresurado de leben y pan y mermelada, se puso su parka verde. Oculto en el forro estaba el micrófono, no más grande que la batería de una calculadora. En el bolsillo izquierdo había algunos adhesivos de identificación anaranjado luminiscente. Después el israelí fue a la gaveta de arriba de su cómoda y sacó un paquete de plástico: en el interior había una jeringa descartable. A continuación entró en la cocina y de la heladera sacó un frasco pequeño. Cuidadosamente empujó la aguja a través de la parte superior del frasco y la hundió en el líquido incoloro que había dentro del frasco. Se aseguró de expulsar lo que pudiera haber de aire, antes de volcer a ponerlo en su receptáculo. Empujó la caja de plástico dentro del bolsillo superior de la parka. Abrió la segunda gaveta, contando desde arriba, y sacó la Beretta, la funda de cintura y el cinturón. Al tiempo que afianzaba el cinturón alrededor de la cintura le dio un amistoso golpecito a la hebilla que contenía el transmisor en miniatura.
David Katri, asesino y salvador, estaba más listo que nunca.