IX

«Él me salvó en muchos sentidos. Sobre todo de mí mismo. Le debo la vida».

Eso es lo que Hubert podría haberle contado a la señorita Doyle —a Alice, se corrigió— cuando ella le preguntó por el Maestro Wei. Pero la suya no era una historia que alguien como Alice quisiera escuchar.

Hubert se torturaba a sí mismo muy a menudo, echando la vista atrás y preguntándose cuándo empezó a ser demasiado tarde, cuándo ya no hubo escapatoria. El momento exacto en que todavía estaba a tiempo de arreglar las cosas y evitar todo lo que estaba a punto de ocurrir.

¿Fue el día en que su madre le dio un paquete envuelto en un elegante pañuelo de caballero y le pidió que se lo entregase al Bisognosi, en el despacho de su fábrica de cristal? ¿Fue más tarde? ¿Hubiera podido pararlo todo de haber sido consciente, en ese momento, de lo que tenía entre las manos?

«Le debo la vida —podría haberle contado a Alice cuando le preguntó por el Maestro Wei—. Y ahora no puedo hacer nada para salvar la suya».