XXXIV

Al menos, Alice permitió que Evelyn la invitase a tomar un té en condiciones en una de las terrazas bajo los enormes plataneros de la calle Xiafei, en la Concesión Francesa. Aquella zona resultaba mucho más tranquila que la bulliciosa Nanking Road y la temperatura era templada y agradable. Gracias a todo ello, y a que se detuvieron durante un momento en una acogedora librería de la calle Sima donde se aprovisionó de un buen puñado de novelas góticas de lo más escandalosas y del último ejemplar de The Strand Magazine, Evelyn se encontraba de un excelente humor a su regreso al Hotel Belgravia.

Tanto que la realidad le golpeó de un modo cruel al cruzar las puertas del hotel y ver que Montgomery Pole se estaba preparando para salir a la calle junto a lord Honeyfoot y otro caballero.

—Querida señora Spencer —la saludó él con un tono dulzón—, precisamente ahora me disponía a marchar a la sala de fiestas. Les he ofrecido a su esposo y al señor Augier si querían acompañarnos, pero ninguno de los dos parece disfrutar del bridge. Se han quedado en la sala de fumadores leyendo la prensa.

Evelyn se obligó a sonreír. Debía contenerse por su propio bien, en la recepción había demasiada gente presente.

—Me temo que ninguno de los dos es lo bastante británico para apreciar el bridge como nosotros, señor Pole.

El hombre soltó una carcajada.

—Supongo que tiene razón, querida. Otro día le pediré a usted que nos acompañe. —Se colocó bien el sombrero e hizo un gesto rápido de despedida—. Disfrute del resto de la tarde. Igualmente para usted, señorita Doyle.

—Diviértase, señor Pole —contestó Alice.

Evelyn envidió la inocencia de la joven. Deseó ser ella y poder retirarse a su cuarto sin preocupaciones, simplemente recordando los momentos agradables que habían pasado juntas esa tarde. Deseó no sentir que todo su mundo estaba a merced de ese hombre que parecía querer jugar con su cordura cada vez que se encontraba con ella.

Se despidió con una sonrisa de Alice, que emprendió rumbo escaleras arriba a paso ligero, sosteniendo orgullosa un paquete de los grandes almacenes que contenía las dos blusas que Evelyn le había ayudado a escoger para sus hermanas. Una vez que Alice hubo desaparecido de su vista, Evelyn se permitió el lujo de dejar de sonreír. Se acercó a la recepción con desgana.

—¿Podrías facilitarme la llave de mi habitación, muchacho? —preguntó, con la vista clavada en el portón principal del hotel. Al otro lado de las escalinatas, el señor Pole y sus dos amigos se encaminaban a través de Nanking Road en dirección a la sala de fiestas.

—Por supuesto, señora.

El joven recepcionista le tendió la pesada llave con el número tallado de la habitación.

—Muchas gracias —contestó Evelyn mientras se alejaba. Apenas había andado unos pasos cuando se percató de algo—. Espera, esta no es… —murmuró, deteniéndose y girándose de nuevo hacia el recepcionista.

—¿Sí, señora?

Se trataba de un joven de no más de dieciséis o diecisiete años, la misma edad que había tenido Evelyn cuando se escapaba por las noches con Claude para recorrer París. La observaba con un extraño brillo en sus ojos oscuros, como si esperase algo de ella.

—¿Señora Spencer? —repitió.

Evelyn cerró con fuerza la mano sobre la llave que le había dado el recepcionista.

—Nada, olvídalo —contestó—. Buenas noches.