XLIII

Flor rompecorazones. Así era como se referían en China a los narcisos azules, al parecer. Alice no estaba segura de si había visto alguna vez esa flor. No era autóctona de Inglaterra y el East End londinense no destacaba por su variado surtido de invernaderos o floristerías. El nombre, aunque sonase evocativo, tenía un significado mucho más literal: si la flor se quemaba, el humo podía matarte.

Eso les explicó Shaoran a Hubert, Margaret y ella misma, cuando los tres muchachos regresaron a la casa de la última planta del hotel tras su periplo por la noche de Shanghái. Jonathan estaba pálido y tembloroso; cuando Hubert lo vio llegar, se precipitó hacia él para darle un abrazo.

—Lo siento, lo siento, lo siento mucho —susurró el muchacho en inglés cuando Hubert por fin se separó de él. Después, cambió de idioma un par de veces, shanghainés y otro más, repitiendo la misma palabra sin descanso. Y fue en ese último idioma, donde las sílabas se alargaban de un modo elegante y rotundo, cuando la voz de Jonathan se quebró de verdad.

Emma se acercó a Alice y buscó su mano. Ella se la estrechó con afecto. Su hermana iba vestida con ropa de muchacho y parecía agotada, física y emocionalmente. Alice también estaba muy cansada. Margaret, Hubert y ella habían sacado el cadáver de la habitación, oculto en el carro de la colada, y lo habían llevado hasta el almacén de licor del sótano. Por el momento, allí estaría a salvo. Debido al enorme valor de las botellas que se guardaban, solo Hubert y Margaret tenían una copia de la llave de ese lugar. Después, habían regresado a la habitación y habían cambiado la ropa de cama, limpiado cualquier resto de sangre y recogido todo el equipaje del señor Pole para que la doncella de la mañana creyese que el hombre se había marchado de la ciudad antes de lo previsto.

Que al señor Pole le hubiesen asesinado usando los pétalos de una flor azul resultaba sorprendente, pero más sorprendente todavía resultó para Alice saber que la autora de dicho crimen había sido Evelyn Spencer, con la que la tarde anterior, apenas unas horas antes, había compartido un agradable paseo.

Mientras Shaoran les relataba todo lo que había ocurrido, Hubert se limitó a escucharle en silencio. Cuando terminó de hablar, Hubert se pasó una mano por la cara, como si necesitase despejar sus ideas. Entre todos ellos, él parecía el más cansado con diferencia.

—Siento que hayas tenido que hacer lo que hiciste, Shaoran —le dijo con voz grave—. Lo siento muchísimo. Y tú también, Jonathan. Siento que tuvierais que presenciar mi conversación con Montgomery y que mis errores os hayan colocado en una situación así. Y siento que la señora Spencer se haya visto también involucrada, de un modo u otro…

—Es culpa mía —insistió Shaoran—. Cuando Emma y yo descubrimos su aventura con el señor Augier y dedujimos que ella era la autora de la amenaza bajo la puerta, Emma estaba dispuesta a contarle la verdad: a decirle que podía estar tranquila porque su secreto estaba a salvo. Pero yo me negué, vi el ramo de flores sobre su cómoda y sospeché lo que pretendía. Le di la llave y la empujé a hacerlo. Por mi culpa, ha matado a un hombre que jamás tuvo nada contra ella y va a tener que vivir siempre con ese peso sobre su conciencia.

—No fuiste tú quien le hizo creer que el señor Pole conocía su secreto. Ella misma llegó a esa conclusión por un terrible cúmulo de casualidades —le defendió Margaret—. Y le diste la oportunidad de que te dijese que esa no era la llave de su habitación. Podía haberla devuelto en ese mismo instante si lo hubiese querido.

Shaoran asintió, al escuchar las palabras de Margaret. Aunque sus hombros y la expresión de su rostro se relajaron un poco, eliminando parte del peso de la culpa y el horror, todavía parecía bastante afectado. Jonathan tampoco se mostraba del todo repuesto. Buscaba a Hubert todo el tiempo con la mirada y temblaba ligeramente. Aun así, algo no encajaba. El muchacho se comportaba como se comportaría cualquier persona que, en un acto de desesperación, había estado dispuesto a matar a un hombre. Nervioso, arrepentido y muy afectado. Pero en ninguno de sus gestos y palabras se dejaba traslucir la reacción de un muchacho que, independientemente de los sentimientos que albergarse por él, acababa de perder a su padre.

—¿Qué vamos a hacer con el cuerpo? —preguntó Jonathan por fin.

—Quizá podríamos subirlo a un barco y lanzarlo al mar abierto —aventuró Margaret—. Si colocamos peso suficiente para evitar que flote, nadie lo encontrará jamás.

—¿Y qué pasará cuando se denuncie la desaparición? —preguntó Emma—. Cuando pasen las semanas y él no regrese a casa. Esto se llenará de policías y detectives. Es el último lugar donde se le vio con vida.

—Nadie va a denunciar ninguna desaparición —contestó Shaoran, clavando la mirada en Hubert, como pidiéndole permiso para seguir hablando. El hombre asintió en silencio—. Nadie espera su regreso a Inglaterra.

Margaret frunció el ceño, aturdida.

—¿Cómo que no lo esperan? —preguntó, mirando a Jonathan—. Tu madre, el resto de la familia, sus trabajadores, los criados… ¿Qué pasa con ellos?

Hubert esbozó una sonrisa triste.

—Nadie espera el regreso de Montgomery Pole a Inglaterra porque Montgomery Pole no existe. Es todo una farsa.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Margaret, impactada—. ¿Cómo que una farsa?

Sin embargo, Alice no estaba tan sorprendida como su hermana. De repente, todo empezaba a cobrar sentido.

—El hombre que ha muerto hoy se llamaba Monty Dowd y era un actor —contestó Jonathan.

—Necesitábamos a alguien que se hiciera pasar por el padre de Jonathan, por el dueño del hotel, y lo contratamos a él —explicó Hubert, buscando la mirada de Alice durante un segundo. A pesar de lo terrible de toda aquella confesión, Alice notó que Hubert se estaba liberando, poco a poco, de un peso invisible que llevaba demasiados años cargando sobre sus hombros. Esa era la primera vez que él le mantenía la mirada tanto tiempo seguido—. Llevaba prestando sus servicios con nosotros desde hace diez años, pero esta ocasión fue diferente. Descubrió algo con lo que poder chantajearme y creyó que podría convertirse en la persona a la que interpretaba, que podía quedarse con el hotel, con Jonathan, con todo…

Margaret se dirigió de nuevo hacia Jonathan:

—No tiene sentido. Si Montgomery Pole no existe, si ese hombre no era tu padre, ¿dónde están tus verdaderos padres?

—Mis padres murieron hace tiempo —respondió él con voz suave—. Cuando yo era muy pequeño.

Alice no necesitó que Jonathan siguiese hablando. Acababa de comprenderlo todo: quiénes habían sido los verdaderos padres de Jonathan y cómo había acabado allí, en ese hotel, al cargo de Hubert Čech. Aunque, en ese instante, también comprendió que quizá «Čech» no era el verdadero apellido de Hubert, que posiblemente aquello también había sido una farsa.

Se dio cuenta de todas las similitudes que había pasado por alto. Jonathan y Hubert tenían un carácter tan diferente —Jonathan abierto e inocente, Hubert serio y responsable— que resultaba muy difícil ver más allá de eso. Hubert rara vez sonreía. Al menos del modo en que lo hacía Jonathan, sin reservas. Jonathan nunca observaba a los demás con esa mirada cauta y distante tan típica de Hubert, que podía confundirse con altivez, aunque Alice había aprendido a interpretar como un muro de cristal con el que el administrador del hotel buscaba protegerse del resto del mundo.

Por todo ello, porque resultaban tan diferentes en sus gestos y modales, era complicado darse cuenta de lo muy parecidos que eran. Los dos eran esbeltos y de porte elegante, aunque Hubert fuese más alto y de hombros más anchos. Los dos tenían rasgos afilados, aunque Jonathan enmarcase los suyos tras largos mechones de pelo rubio y Hubert llevase su pelo oscuro mucho más corto. Los dos tenían la piel pálida y, sobre todo —y Alice se recriminaba por no haberse dado cuenta antes—, los dos tenían exactamente el mismo color de ojos. Un color verde pálido lo bastante inusual como para que supusiera la confirmación que Alice necesitaba en ese momento.

Quizá el hombre que había muerto sobre la cama de la suite norte de la segunda planta no fuese el padre de Jonathan, pero una cosa estaba clara: Hubert era su hermano.