Capítulo 7

En la actualidad, dos años después

«¡Buenos días, chicas! Hoy es martes, día de suerte. ¿Qué plan tenéis hoy?».

Elisa acababa de apagar la alarma del móvil cuando el mensaje de Sandra entró en su WhatsApp. Sabía lo que venía a continuación, porque en los últimos días Inés había insistido en que si volvía a leer un mensaje así, abandonaría el grupo.

Inés salió del grupo.

Y ahí estaba. Aún no se había levantado de la cama y su móvil comenzó a sonar.

—Ya está, se acabó. Hasta aquí he llegado.

—Buenos días, Inés.

—Sí, sí. Buenos días y todo eso, pero ya no podía más.

—Lo sé, y me extraña que hayas aguantado dos años. Lo que no entiendo es cómo seguías en él si ya dejaste claro aquella vez que fuimos a Soria que a ti estas cosas no te iban.

—Ay, pues yo qué sé, Eli. Por cotillear, por si se decía algo interesante. Pero todo el mundo tiene un límite. Tanta felicidad empalaga hasta a la propia miel. Esta chica está fatal.

—No es para tanto. Hay gente que le está muy agradecida, y a veces tiene consejos geniales.

—Sí, y otras veces se le va la pinza. ¿O ya se te ha olvidado que hace dos años te dijo que el chico estaba más cerca de lo que creías y a estas alturas sigue sin aparecer?

—Bueno, eso es porque tú te empeñas en pensar que Sandra quería decir que está físicamente. Y a lo mejor no es eso.

—No, claro, y ahora me vas a decir que lo llevas en el corazón y por eso lo tienes cerca.

—Mujer, yo no me iba a poner tan cursi, pero sí es verdad que guardo un buen recuerdo de él. A lo mejor se refería a eso.

—Eli, de verdad, sal del grupo tú también o acabarás igual de chalada que todas las demás.

—Eres una exagerada. Además, me gustan las cosas que dice. Y, sinceramente, aquella llorera que me pegué con ella me vino de perlas. Hacía un montón que no me desahogaba tanto. Y mira a tu compañera Remi, sigue acudiendo a cada aquelarre que puede.

—Claro, porque ella siempre ha sido de este tipo de cosas. Ya sabes, cree en el destino y la energía y todo eso.

—Bueno, es que tampoco es tan descabellado.

—Ay, no. Mira, es demasiado temprano para tener esta conversación. Si te parece, ya hablamos más tarde.

—Vaaale, pero no voy a cambiar de idea.

—Lo sé, yo tampoco. ¡Ciao!

Elisa colgó. Era cierto que Sandra podría resultar un poco intensa en ocasiones, pero era muy buena persona. Después de aquel fin de semana en Soria se había interesado por cómo lo llevaba. No le había preguntado qué le pasaba, ni había querido saber detalles sobre lo que le había ocurrido. Tan solo, unos días después de regresar, la llamó por teléfono y le dijo que la notaba un poco floja. La conversación, para ser sincera, había sido, cuando menos, surrealista.

—Hola, Elisa. Soy Sandra, del aquelarre —le había dicho nada más descolgar.

—Ah, hola, Sandra. ¿Qué tal?

—Corazón, la pregunta no es qué tal estoy yo, sino qué tal estás tú. Te oigo bajita.

—Ah, será la cobertura, espera que me acerco a la ventana.

—No, no. Si te oigo perfectamente. Me refiero a que te noto bajita.

—Eh… perdona, Sandra, pero no te entiendo.

—Pues eso, que esta mañana me he levantado y te me has venido a la mente, entonces me he concentrado y me he dado cuenta de que hoy no estás muy fuerte. He esperado un poco antes de llamarte por si la sensación cambiaba, pero ya sabes que no. Así que, eso, te llamo por si quieres hablar.

El fin de semana pasado juntas no fue tiempo suficiente para que Elisa comprendiera su manera de pensar. Así que no había sabido qué contestar a todo aquello.

—Sí, bueno…

—Mira, vamos a hacer una cosa: solo si tú quieres, puedo leerte las cartas.

—¿A mí? ¿Para qué?

—Pues para resolver algunas de las dudas que tengas. Las que el universo quiera contestar, claro, yo no soy la que elige.

Le costaba seguir el ritmo a aquella mujer, así que había respondido sin pensar.

—Vale…

Y la conversación había transcurrido entre concentrarse, pensar en aquel chico de la playa y preguntarse qué narices estaba haciendo. Al final, Sandra le dio aquella enigmática respuesta.

—Elisa, cariño, las cartas me dicen que está más cerca de lo que crees.

A partir de entonces se descubrió mirando por la ventana mientras trabajaba, o buscando entre la gente del supermercado un hombre que resultara ser el de su aventura o incluso imaginando que podía ser un modelo y buscando sus fotos en Google… Hasta que Inés la trajo de vuelta a la realidad y le hizo ver que lo que hacía no solo no era sano para su salud mental, sino que además era una tarea imposible. La abandonó, por supuesto.

Pero su amistad con Sandra comenzó a crecer. No es que se hicieran grandes amigas, pero sí lo suficiente como para llamarse de vez en cuando. Además, las cosas que Sandra enviaba al grupo de WhatsApp le resultaban útiles. De hecho, gracias a ella, había aprendido varias técnicas de relajación que le vinieron de perlas tanto para aceptar que lo suyo en África había sido una bonita aventura con principio y con final, como para aplicar en días en los que su nivel de estrés alcanzaba cotas máximas.

Se puso en marcha. Tenía muchas cosas que hacer.

***

—Es muy extraño. Parece que aquello que ocurrió dos años atrás se repite. Otra vez hay quejas de clientes sobre la calidad del café.

Daren, como hacía cada vez que se enfrentaba a algún problema que requería su máxima atención, se desabotonó los puños de la camisa y se subió las mangas hasta los codos.

—Exacto. He estado repasando los informes de aquella vez. Mira: durante la Semana Santa cinco clientes se pusieron en contacto con nosotros para decirnos que rescindían los contratos porque el producto que les vendíamos no era de calidad. Todos de la zona de Levante. Nos trasladamos a cada uno de los lugares para comprobarlo, recogimos muestras, las analizamos y resultó que tenían razón.

—Sí, Joaquín, y ahí fue cuando nos trasladarnos a Valencia para comprobar la mercancía que llegaba desde Kenia, antes de ser distribuida a los clientes.

—Exacto. Y cuando llegamos allí, todos y cada uno de los paquetes que analizamos eran de la misma calidad de siempre. Entonces nos centramos en la planta de envasado y allí tampoco descubrimos nada.

—Y de cara a la galería decidimos anunciar que habíamos localizado una partida en mal estado y ofrecimos a los clientes una compensación. Y desde entonces nunca más ha vuelto a ocurrir.

—Hasta ahora. Joaquín, deberíamos abrir una investigación en condiciones. Me da la sensación de que no es casualidad.

Joaquín sabía que su jefe era de ideas fijas, y que no pararía hasta encontrar lo que fuera que originó aquel extraño suceso.

—Está bien… comenzaremos de nuevo.

—No, vamos a dejarlo por hoy, ya es tarde. Quedan quince minutos para el cierre, vámonos a descansar y continuamos el próximo día.

Nunca se iba después de la hora. Al menos no mucho después. Desde que empezó a trabajar en la empresa, se puso como máxima nunca llevarse el trabajo a casa. El despacho era para trabajar; la casa, para descansar. Pero en aquella ocasión sabía que no se tranquilizaría hasta que averiguara lo ocurrido. Estaba convencido de que antes o después algo le daría una pista de la cual tirar.

Y encima en unos días comenzaban las obras en su casa, e iban para largo… Allí no podría descansar en condiciones. Se le ocurrió una idea.

Ya en el coche, puso el manos libres y llamó a sus padres. Tras los saludos de rigor, planteó el tema.

—Papá, ¿actualmente tenéis inquilinos en el piso?

—No, los últimos se fueron hace un par de semanas. ¿Conoces a alguien que esté interesado?

—Sí: yo.

—¿Tú? ¿Para qué quieres un piso? ¿Qué ha pasado con tu casa?

—Voy a reformarla por fin.

—Ya era hora, cariño.

Su padre había puesto el altavoz y era su madre quien hablaba en ese momento.

—Sé que debería haberlo hecho antes, pero quería que lo hiciera Lucas, y hasta ahora no ha podido encargarse.

—Eres muy cabezota con eso, hijo. Tampoco pasaría nada si no hubiera sido tu amigo quien se ocupara.

—Sí, papá, pasaría que en ningún otro puedo confiar tanto como en él, y no me sentiría cómodo.

—Bueno, como tú quieras, pero has tenido que esperar mucho tiempo.

—Deja al chico, a mí me parece una buena idea. Daren, ven a cenar y lo hablamos con tranquilidad.

Sonrió de oreja a oreja. Si había alguna persona que entendía a la perfección cómo funcionaba su cabeza, esa era su madre.

—Bueno, es lunes y mañana madrugo, quizá mejor el fin de semana.

—Tendrás que cenar en algún sitio de todas maneras, ¿no?

***

Era sábado por la tarde y Elisa había invitado a Inés a ver una película en su casa. Le había costado convencerla, pero al final había accedido. Sabía el esfuerzo que su amiga había hecho por ella, que no perdonaba un día de fiesta: cenar fuera, bailar, tomar unas copas, incluso ir al cine… cuando no todas esas cosas en una misma noche, pero de vez en cuando claudicaba y trataba de amoldarse al ritmo de Elisa. Ese era uno de esos días.

Estaban a punto de comenzar cuando el teléfono de Elisa sonó. Era una videollamada de WhatsApp.

—Es Sandra.

Por toda respuesta, Inés elevó los ojos al techo, como hacía cada vez que prefería no contestar. Sin hacer mucho caso del gesto, Elisa descolgó y saludó.

—¿Qué tal, corazón? ¿Estás bien?

—Sí, estoy en casa, con Inés. Íbamos a ver una peli.

—¡Ay, qué fantástico! Así ella también me escucha. ¿Inés? ¿Me oyes?

—¡Qué remedio! Estoy aquí al lado. —Asomó media cara a la pantalla—. Cuéntanos qué has visto esta vez.

—Inés, cariño, no te lo aprenderás nunca. Yo no veo; siento.

—Sí, Sandra, eso, cuéntanos. —Elisa se apresuró a intervenir. Ya le había quedado claro que nunca se llevarían bien, porque eran como el agua y el aceite. Cuanto antes terminaran esa conversación, mejor para todas—. Tengo curiosidad.

—Verás, esta mañana, mientras estaba meditando, te me has venido a la mente…

—Sandra, háztelo mirar, cielo, esas cosas no son normales.

—… y me he concentrado en ti, en sentir tu alma, tus preocupaciones…

—Elisa, ¿esto no podría considerarse una invasión de tu intimidad?

—… y he sentido como un terremoto en mi interior.

—Gases, Sandra, se llaman gases.

—¡Vale ya, Inés!

—Tranquila, Elisa. A ella también le llegará, y tú y yo lo veremos en primera fila, estoy segura.

La respuesta de Sandra fue tan contundente que Inés se asustó solo por una fracción de segundo, pero fue suficiente para que se retirara y desapareciera de la llamada.

—Continúa, por favor.

—Pues eso, que mis gases me han avisado de que algo muy chulo va a pasarte.

—Chica, pues por más que pienso no sé de qué puede tratarse. Ahora mismo todo está perfecto en mi vida, aunque me gustaría poder trabajar en traducciones que me permitieran más libertad, la verdad. ¿Tendrá que ver con eso?

—Uy, no creo. Yo solo me centro en cosas del amor. Recuerda que el trabajo está bien, Eli, pero el amor es lo que mueve el mundo. Y lo demás, vendrá solo.

—¿Amor? ¿Y nosotras en casa un sábado por la noche cuando el amor te está esperando fuera? Vámonos de fiesta, Eli.

—Vaya, ahora sí te interesa lo que digo… En fin, bellas, ya me diréis. Solo quería que estuvieras prevenida. ¡Besines a las dos!

Inés se había levantado y en un tiempo récord se había preparado para marcharse.

—¿Te vas?

—Sí, voy a acompañarte a buscar el amor. Ya has oído a Sandra.

—Fenómeno, pues cuando lo encuentras le das mi teléfono, yo ya tenía plan para esta noche.

—¿De verdad?

—Palabra.

—Está bien…

Resignada a no poder bailar esa noche, Inés volvió al sillón y se centró en la película que ya mostraba las primeras escenas.

***

Domingo. Día de colada. El que más odiaba Elisa de toda la semana. Si había una tarea de la casa que no soportara era poner la lavadora. Ni planchar, fregar, pasar la aspiradora o limpiar el polvo. No, poner la lavadora. Pero peor que eso era tender. Al menos en su casa. Cuando fue a verla con la inmobiliaria cinco meses antes, no se fijó en que la ventana de la cocina, por la que tenía que sacar medio cuerpo para poder acceder al tendedero, estaba pensada para gente que midiera al menos diez centímetros más que ella. No. Pero al venir del centro de Madrid, se enamoró en cuanto vio que las montañas de la sierra se contemplaban desde la ventana del salón. No estaban cerca, ni mucho menos, pero al menos allí el aire era puro y no tendría que ver la fachada del edificio de enfrente cada vez que levantara las persianas. Había huido de la gran ciudad.

Reparó en la prenda que tenía en ese momento en la mano, unas monísimas braguitas brasileñas que se ponía en contadas ocasiones… porque le traían recuerdos. Las había adquirido en una de las mejores tiendas del aeropuerto de Madrid mientras esperaba a embarcar con destino a África. Otro capricho más que se había permitido esos días para sanar sus heridas. Había que sacar el lado bueno de las cosas, e ir de compras, por típico que sonase, siempre conseguía levantarle un poco el ánimo. La ropa interior era su punto débil y no renunció a regalarse un conjunto de encaje morado que mostraba una coqueta perla en el elástico de la cintura. No era su color preferido, ni mucho menos, ni las perlas eran santo de su devoción, pero ya que la Semana Santa la acompañaría en su viaje, había decidido hacer un guiño a la época del año y pensó que aquel era el color que mejor reflejaba su estado de ánimo.

Al recordar que fue justo ese conjunto con el que perdió su pudor en las playas de Essaouira, y más concretamente con quién, se puso nerviosa y no pudo evitar que se le resbalaran de las manos y cayeran al patio interior desde su cuarto piso y aterrizaran sobre la ropa tendida del vecino del primero. O para decirlo con exactitud, sobre la solitaria camiseta.

—¡Mierda! ¿Y ahora qué hago?

Llamar a la puerta y decir «Perdone, ¿le importaría devolverme las braguitas que se me han caído mientras tendía? Son unas moraditas, estilo brasileñas» no era una opción válida. Tentada estaba de dejarlas allí tiradas y olvidarlas. Pero le gustaban muchísimo. Además, si se desentendía de ellas, tenía claro que nunca más usaría el sujetador que iba a juego. Ella era así: o todo o nada.

—Pufff.

Colorada como un tomate cogió las llaves de casa y entró en el ascensor rezando por descubrir que quien vivía en el primer piso era una mujer. O mejor aún, una abuelita encantadora que hasta la invitaría a tomar un café, y ella, en agradecimiento, se ofrecería a hacerle la compra una vez por semana.

Tenía que impedir que su imaginación creara escenarios tan bucólicos. La vida real nunca era así. Le abriría la puerta un sesentón barrigudo apestando a cerveza, con cuatro pelos mal peinados en la cabeza y en camiseta de tirantes plagada de manchas aceitosas que dejaba asomar un prominente abdomen. Según le había dicho una vecina, ese era un piso de alquiler. Cualquier opción era posible. Si ese era el caso, alegaría que se había equivocado de puerta y saldría corriendo. Eso por descontado.

—Hola. ¿Puedo ayudarte en algo?

Ni abuelita encantadora, ni madurita de cincuenta ni sesentón asqueroso. Un aluvión de preguntas se agolpó en la cabeza de Elisa. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué?

Absolutamente convencida de que su imaginación le estaba jugando una mala pasada, pestañeó varias veces, miró al hombre que le abría la puerta sosteniendo su ropa interior morada y volvió a pestañear. Sin poder creerse lo que sus ojos veían, titubeó una disculpa y escapó corriendo por las escaleras.

Entró en su casa con los pulmones a punto de estallar. Seguro que aquello no había sido real. Tuvo que elevar un poco la cabeza para mirar a su interlocutor a la cara y fue en ese momento cuando perdió toda su capacidad de habla, porque unos imponentes ojos negros la observaban esperando una respuesta, enmarcados por unas espesísimas pestañas. Los labios carnosos que en un principio se mostraron amables instándola a contestar y que la dejaron sin capacidad de reacción, formaron en su mente la loca idea de que su sueño se hacía real delante de sus narices.

Respiró despacio varias veces intentado que su pulso se normalizara y, al mismo tiempo, dándose unos segundos para aclarar sus ideas y arrojar algo de luz al acertijo que se le acababa de presentar. Se dirigió a la cocina para beber un poco de agua, mientras buscaba una razón lógica a lo que acababa de pasar.

«Está más cerca de lo que piensas», «algo muy chulo va a pasarte», «yo solo me centro en cosas del amor». Las palabras de Sandra martilleaban su cabeza.

No. No podía ser que viviera tres pisos por debajo y le hubiera abierto la puerta sujetando su ropa interior, que colgaba indolente de su dedo corazón.

Tenía que recuperar esas braguitas.

«¿Pero qué dices?». Ahí estaba de nuevo la voz de su conciencia. «Lo que tienes que hacer es comprobar que no has visto fantasmas». En esa ocasión no podía estar más de acuerdo con ella.

Cogió las llaves de casa por segunda vez y voló escaleras abajo, pero no se detuvo en el primer piso. Siguió hasta la planta baja dispuesta a investigar en el buzón el nombre de su vecino.

«¿Para qué? ¡Saber su nombre no te va a devolver tus bragas!».

No podía pensar con claridad. Bastante tenía con intentar asimilar que a quien ya había catalogado como un bonito recuerdo se hubiera materializado en sus narices dos años después.

Una vez allí, desde el último escalón, divisó sus braguitas colgando del picaporte de la puerta que daba acceso a la calle. ¡Menudo lugar para dejar unas bragas! No quería ni pensar lo que imaginarían los vecinos si la vieran en ese momento metiéndoselas en el bolsillo del pantalón vaquero.

—Vaya, así que sí eran tuyas. Menuda sorpresa…

«No te des la vuelta, sal a la calle como si no fuera contigo y te escondes tras la primera esquina que veas hasta que se haya ido. Lo mismo cuando vuelvas descubres que todo ha sido un sueño». ¿Por qué tenía que reencontrarse con él en una situación como esa?

—¿De quién si no? —replicó, sin embargo, al tiempo que se daba la vuelta, pasando como una flecha por delante de él, que salía en ese momento del ascensor. Pulsó el botón del cuarto tan fuerte que juraría que lo había hundido unos milímetros de más.

Solo acertó a oír una carcajada profunda y cantarina que se le clavó en el corazón.