4

Las condesas no suelen madrugar, rara vez se despiertan antes de las diez de la mañana (las de más abolengo, nunca antes de las doce), para algo son condesas. Sin embargo, las condesas que duermen en sofás, por regla general, se levantan temprano. Así, en Mélijovo, la condesa Lucía Rodolfovna se despabilaba a las seis de la mañana, con el cielo aún oscuro y la casa silenciosa. Durante la primera semana, nada más despertarse ordenaba a Mariushka que le preparara un baño caliente, y esa orden y ese baño de alguna manera la desagraviaban y reafirmaban en su condición de condesa, pero desde que Antón Chéjov la mandó al río a bañarse, su identidad se estaba resquebrajando. ¿Hasta qué punto una condesa que duerme en un sofá y se baña en el río puede ser considerada una verdadera aristócrata? Camino del río, bajo la luz tímida de la aurora, Lucía debatía en su interior esa importante cuestión ontológica.

El día era bueno, pero el aire, fresco, y el agua del río, recién deshelada, estaba gélida. Metió una mano para comprobarlo y la sacó morada. Podía no bañarse, podía decidirse a ser plenamente decimonónica y olvidar su moderna obsesión por la limpieza; podía acostumbrarse a oler, como los Chéjov, o podía arriesgarse a coger una pulmonía, ésa era la disyuntiva. Sentada sobre la hierba en la ribera del río debatía su dilema, cuando se percató de que no estaba sola. Había un hombre. No podía verle la cara porque estaba lejos, en la otra orilla, cerca del pequeño puente de madera. Pero sí pudo ver cómo el hombre se desnudaba, tirando la ropa de cualquier manera sobre la hierba, y se quedaba unos segundos de pie, al borde del río, rascándose el pecho con una mano, como si él también estuviera debatiendo un dilema, para después lanzarse de golpe al agua.

En su vida había visto un cuerpo semejante. Sintió un vivo deseo de verle la cara, porque el dueño de ese cuerpo perfecto no podía ser feo. El joven (pues era un joven) estuvo un buen rato jugando en el agua, ahora se zambullía, ahora emergía, luego chapoteaba y daba unas brazadas; pero sobre todo reía, reía y cantaba y hablaba solo. Y Lucía no podía dejar de mirarlo. Sabía que no estaba bien, que era harto incorrecto observar a un hombre desnudo bañándose, sobre todo en esa época mojigata, en pleno siglo XIX, y más todavía dadas sus circunstancias de mujer y aristócrata, pero... ¡era tan atractivo! Antes de verle la cara, ya sabía que era guapo. Y decidió que ella también iba a bañarse. Si al sumergirse en el agua, el frío le paraba el corazón, ese joven intrépido la rescataría. Por supuesto, ella fingiría no haberlo visto, se haría la sorprendida al encontrarse con él en medio del río: «¡Oh!, ¡Dios mío, un hombre!», exclamaría horrorizada, y se taparía con las manos los pechos desnudos. Cierto que si hacía eso se hundiría, porque el río en esa parte era profundo. Bien, pues no se cubriría los pechos, pero se ruborizaría intensamente, con un rubor cándido de joven inocente. Ya se había quitado el corpiño y el corsé, cuando a sus espaldas sonó una tos y luego un carraspeo.

¿Antón Pavlovich?

Peor, su padre. Antón Chéjov, que era muy educado, se habría dado la vuelta para no sorprenderla desnuda; pero su padre, el piadoso Pavel Egorovich, ese hombre de inacabable barba blanca, gorra con visera, corbatín negro y amplio caftán de campesino, que los intoxicaba a todos con los densos olores de su incensario y no se perdía un servicio religioso, lloviera o tronara, la estaba devorando con los ojos sin ningún disimulo, a un metro escaso. Ahora sí que Lucía se tapó los pechos con las manos y lanzó un grito asombrado.

—Buenos días, condesa, a la paz de Dios —la saludó Pavel Egorovich con expresión de arrobo, sin hacer caso del grito.

—Buenos días, Pavel Egorovich, tenga usted también la paz de... eh... ¿Me haría el favor de darse la vuelta? No estoy vestida.

—¡Para qué vestirse! ¿No iba usted a bañarse? Báñese tranquila, Excelencia, que yo me quedo aquí vigilando que no se ahogue y guardándole la ropa, hay un mujik en el agua que no me inspira ninguna confianza —le dijo Pavel con ojos muy lúbricos.

—Pavel Egorovich, ¡dese la vuelta! —insistió Lucía, enojada.

El padre de Chéjov la obedeció a disgusto; pero no se fue, esperó a que ella estuviera vestida y la acompañó todo el camino de regreso a la casa, parloteando locuaz sobre las minucias de la vida doméstica que tanto le interesaban y que cada día consignaba puntualmente en su diario: el ganado de los campesinos que invadía sus tierras, los mozos de los establos que sólo trabajaban cuando él les gritaba, la gansa que se negaba a poner huevos, ¡el pope que pretendía que acortara sus cantos litúrgicos y le había pedido a Evgenia que se lo dijera «porque los servicios resultan demasiado largos y las mujeres se quejan...»! Otro holgazán, ese pope, como los mozos de las cuadras.

—Por cierto, condesa, la echamos de menos en el coro, no ha vuelto a deleitarnos con su voz melodiosa, ¿a qué se debe su prolongada ausencia? —le preguntó ladino, como si no recordara que él personalmente la había expulsado del coro. Pero era evidente que desde que la había visto sin corsé, el padre de Chéjov apreciaba más a la condesa—. El otro día se lo decía a Misha, «qué distinguida es Lucía Rodolfovna, hasta en la manera en que sorbe la sopa se nota que es una aristócrata» y, ahora, cuando la he visto junto al río, ¡no sabe lo distinguida que estaba, Excelencia!

Y así hasta que llegaron a la casa, donde Lucía se libró de Pavel diciéndole:

—Voy al estanque a saludar a Antón Pavlovich —consciente de que Pavel no la iba a seguir, pues temía a su hijo.

Era ésa una extraña relación; de niño, Antón, al igual que sus hermanos, solía ser azotado por su padre, un déspota casero que arruinó su pequeño negocio y martirizaba a su mujer y pegaba a sus hijos sin motivo, para irse después a la iglesia a dirigir el coro. Antón Chéjov nunca perdonaría a su padre; lo soportaba, pero no lo quería y le guardaba rencor (o eso decían sus biógrafos). Toleraba sus aires de señor en Mélijovo, donde Pavel se pasaba los días mortificando a la servidumbre, pero lo despreciaba y lo consideraba un ser mediocre, ignorante y mezquino. En Mélijovo y en la familia Chéjov sólo había una autoridad: Antón, y el viejo tirano (sin duda a su pesar) aceptaba las circunstancias y ahora temía y respetaba a su hijo; por eso, siempre que podía, lo evitaba.

Antón Chéjov estaba limpiando el estanque de carpas muertas.

—Se mueren todas y no sé por qué —le confió a Lucía, preocupado—. Yo soñaba con un estanque de aguas limpias, donde poder pescar, y me encuentro con un pozo fétido, no más grande que un acuario y que es un cementerio de peces, ninguno sobrevive en él más de dos días —se quejó.

Lucía lo miró apenada, como si a ella también le afligiera la muerte de las carpas. Se acodó junto a él en el antepecho del estanque en actitud compungida y, sin pensar, le soltó:

—Huele muy mal porque no es un estanque, es un pozo negro, ya puede ir echándole peces que se le morirán todos.

Y al instante se arrepintió, ¡se le había escapado! Lo había leído en una de las biografías de Chéjov, pero ésa era una fuente de información que, por motivos obvios, no podía exhibir ante el biografiado, quien se quedó mirándola con asombro.

—¿Cómo lo sabe? —le preguntó.

—¡Oh!..., pues..., intuición femenina, Antón Pavlovich, las españolas somos medio brujas, no olvide que llevamos sangre gitana en las venas. ¡Qué lozanas se han puesto las lechugas del huerto! —añadió, para cambiar de tema, y luego, para su sorpresa, se oyó preguntar—: Antón Pavlovich, ¿qué es la vida?

Al oírla, Chéjov dio un respingo, luego, suspiró, como si estuviera fatigado, después, con mucha calma, rescató un cadáver de carpa del estanque con una red de mango y lo metió en una bolsa donde guardaba los otros peces muertos, dejó la bolsa y la red a sus pies, se incorporó y la volvió a mirar (ahora con curiosidad) y, finalmente, le respondió con voz lenta:

—Me pregunta: ¿qué es la vida?... Es como si me preguntara: ¿qué es una zanahoria? Una zanahoria es una zanahoria, eso es todo lo que se puede decir.

Muy chistosa la respuesta, pero a Lucía no le satisfizo, porque de repente se dio cuenta de que la pregunta que acababa de hacer no era involuntaria ni casual. Se la había sugerido tal vez la visión de esos peces muertos que Antón Chéjov había rescatado de las aguas podridas del estanque, lo absurdo de su acción: meter peces vivos para sacarlos cadáveres; dicho de otro modo, ¿cuál era el sentido de la vida de esas carpas? O, para el caso, ¿cuál, el de la de Pavel Egorovich? ¿Qué objeto tiene la vida de un ser mezquino, que dedica su tiempo a martirizar a los demás, y que se irá a la tumba sin haber llegado a comprender quiénes eran, a qué aspiraban las personas que lo rodeaban; un hombre para quien la cifra y la cumbre de la existencia consistía en dirigir el coro de una iglesia de pueblo y espiar a condesas desnudas? La posteridad (los biógrafos) podría argumentar que la existencia de Pavel Egorovich estaba plenamente justificada en el talento de su hijo; que había sido necesario que ese pequeño déspota naciera para que Antón Chéjov fuera un gran escritor, pero a ella eso no le parecía tan evidente. Con toda probabilidad, Antón Chéjov habría seguido siendo un genio de la literatura aunque su padre hubiera sido una buena persona. Tomar la consecuencia como causa, a posteriori, es un sofisma. Pero, en realidad, mucho más que el sentido de la vida de ese viejo verde, a Lucía le interesaba el suyo.

«¿Para qué nací en Burgos hace veintiséis años? —Eso quería saber—. ¿Para ser una profesora de instituto, tal vez casada, tal vez con hijos, que pasará la vida soñando con lo que no tiene (y nunca tendrá), un amor maravilloso, una vida interesante? Qué más da que sea yo, u otra, la que se desgañite tratando de enseñar literatura a un puñado de adolescentes distraídos, en un aula de provincias, mientras se pregunta, día tras día: ¿cuándo va a suceder, cuándo va a llegar ese acontecimiento inesperado (pero tan deseado) que dé sentido a mi vida, que me haga feliz? De niña creía en Dios y ese problema lo tenía resuelto; si, por ejemplo, mi madre me castigaba sin ir a una fiesta infantil, yo me consolaba pensando: “Dios lo ha decidido y Él sabrá, será que no me conviene ir a la fiesta de cumpleaños de Piluca Martín, estaba escrito en el destino que esa fiesta tendría que pasarse sin mí”, pero ahora que ya no creo en la existencia de un ser superior, ocupado en vigilarme y en trazar mi vida, y que la responsabilidad de mi destino recae sólo en mí, me entra la angustia y no puedo dejar de preguntarme: ¿qué hice mal?, ¿dónde me equivoqué?, ¿cómo ha podido sucederme esto, cómo he podido acabar con las piernas abiertas, tumbada sobre la camilla del quirófano de una clínica clandestina? ¿Es necesaria esta triste experiencia para que yo aprenda? ¿Tenía razón la profesora Ruiz y es así, a base de desgracias, como se aprende a vivir, o resulta que no, que las desgracias y las desilusiones no sirven para nada? Usted lo sabe, Antón Pavlovich, tiene que saberlo, porque en sus historias describe a los seres humanos como si los conociera a fondo y supiera todo sobre ellos. Pero además, usted, que tiene la muerte tan cerca, que la lleva siempre a rastras, como las cadenas de hierro los prisioneros del penal de Sajalín, pese a ello, no pierde el humor ni se deprime, no tira la pluma, el papel y el tintero, ¡todo a la papelera!, sino que sigue escribiendo, sigue viviendo, como si, pese a todo, valiera la pena. Eso significa que sabe algo que yo no sé, que los demás no sabemos: usted tiene un secreto y tiene que hacer el favor de revelármelo, aunque sea únicamente a mí (no se lo contaré a nadie), he venido de muy lejos para saberlo, cómo hay que vivir, cómo hay que seguir viviendo.»

Todas esas cosas le hubiera gustado preguntarle, pero no era prudente.

—Antón Pavlovich, se burla de mí —se quejó—, no ha contestado a mi pregunta y yo se la he hecho muy en serio. Estoy convencida de que usted, como escritor, ha tenido que preguntárselo más de una vez, ¿acaso no es eso lo que persigue con su obra, indagar cuál es el significado de la vida, descubrirlo y, en la medida de lo posible, transmitírselo a los demás?

Sin mirarla, Chéjov, que había vuelto a coger la red y la estaba manipulando, extrajo del estanque un pez muy raro, semejante a una serpiente azul marino, que resultó ser un calcetín de lana azul marino.

—¡Es mío este calcetín! —se maravilló—. Hace días que lo echo en falta, ¿cómo habrá venido a parar aquí? —se preguntó y la miró intrigado, como diciendo: «Usted supone que yo he descubierto el sentido de la vida; pues yo creo que usted sabe cómo ha venido a parar al estanque mi calcetín y hasta que no me lo diga, no le revelaré nada», pero no le dijo eso, sino—: Estoy en desacuerdo con usted, Lucía Rodolfovna; no es función de los artistas resolver cuestiones como la existencia de Dios o el sentido de la vida. La función del artista es únicamente describir cuándo, cómo y bajo qué condiciones las cuestiones de Dios y del sentido de la vida han sido discutidas. El artista debe ser sólo un testigo imparcial de sus personajes, no su juez; yo describo a unos ladrones de caballos, pero no juzgo si robar caballos es bueno o malo. Iván Shcheglóv, un escritor que aprecio, en una ocasión me recriminó que terminara una historia diciendo: «En este mundo no se puede llegar a entender nada». En su opinión, ésa es mala psicología, pero, en la mía, un psicólogo no debe dar la impresión de saber lo que no sabe y comprender lo que no comprende. Los escritores no debemos jugar a los charlatanes y hemos de declarar con franqueza que nada está claro en este mundo. Sólo los necios y los charlatanes lo saben y entienden todo. Yo no sé cuál es el sentido de la vida, Lucía Rodolfovna, nadie lo sabe, pero no me aflijo por ello, no me hace falta saberlo para seguir viviendo.

Tras ese pequeño discurso, a Lucía le pareció que empezaba a comprender (aunque en este mundo no se puede comprender nada) qué significaba el símil de la zanahoria, y se sintió tentada de entablar con Chéjov una conversación intelectual de altos vuelos sobre el objeto del arte y la misión del artista, pero Antón Pavlovich la sorprendió con una pregunta.

—Por cierto, ya que hablamos de finalidades y de sentidos, condesa, he de confesarle que siento verdadera curiosidad por saber a qué ha venido usted a Mélijovo.

¿Por qué siempre tenía que hacerle preguntas cuya respuesta desconocía? Si hubiera sido honesta, lo más parecido a una respuesta que habría podido darle hubiera sido: «He venido para escapar a mi destino; no quiero ser profesora de instituto, no quiero ver cómo crecen mis hijos mientras mes a mes pago la hipoteca del piso durante treinta años; no quiero sentir que se me pasa la vida de la forma más triste y anodina» o «estoy aquí para aprender de usted qué tengo que hacer con mi existencia para no desperdiciarla, aunque me temo que poco puede enseñarme, puesto que tampoco sabe qué hacer con la suya» y también (¿por qué no?): «he venido a ser condesa por una temporada» o «a comprar caviar de forma compulsiva». Pero en Mélijovo, Lucía no acostumbraba ser honesta, así que le contestó:

—¿Para qué he venido?... Ah..., eh..., mire..., yo... toda mi vida he querido ser escritora y he venido a que usted me enseñe cómo se escribe.

Chéjov se quedó de piedra; no le gustó nada la respuesta. Lucía sabía por qué: había ciertas damas moscovitas con veleidades literarias que tenían el reprobable hábito de enviar sus manuscritos a Antón Pavlovich para que los evaluara; una de ellas se indignó porque Chéjov osó criticar un cuento suyo y lo asedió con cartas insultantes; otra, llamada Lidia Avilova, aprovechó la relación literaria y epistolar para inventarse un amor fou entre ella y el escritor, y se permitió escribir (y publicar) unas memorias sobre ese supuesto idilio, Chéjov en mi vida, en las que Lidia Avilova «recordaba» toda suerte de mentiras, y hubo una tercera, Elena Shavrova, cuyo manuscrito Chéjov perdió y, en penitencia y a modo de compensación, se sintió obligado a enviarle un sustancial donativo para una campaña contra el hambre. Las mujeres con ambiciones literarias a Chéjov le costaban muy caras, de manera que era comprensible que se alarmara ante la noticia de que Lucía Rodolfovna... ¡también quería ser escritora!

—No se puede enseñar a escribir —le informó Chéjov muy serio—. Eso es algo que uno aprende solo, con la práctica, si tiene talento; lo más que puedo hacer es leer algún manuscrito suyo y darle mi honesta opinión al respecto. No sé si eso puede servirle de mucho...

—¡Por supuesto que me servirá! —replicó, zalamera, la condesa Almandozovna—. Lo que pasa es que todavía no he escrito ninguna historia; las tengo aquí, ¿sabe? —le comunicó, señalándose la sien repetidamente con el dedo índice de la mano derecha, como solía hacer su padre, el gestor administrativo de Burgos, cuando se topaba por la calle con algún cliente que le pedía noticias de un asunto suyo que tenía atrasado. «No te preocupes, que está todo aquí», le decía su padre al cliente para tranquilizarlo, golpeándose el temporal con un dedo, como implicando que mientras estuvieran en su cabeza, los intereses del cliente estaban bien protegidos, no podían estar mejor en ninguna otra parte.

Chéjov la miró escéptico (como los clientes a su padre). Para disipar su incredulidad, ella le anunció:

—Ya que estamos aquí, voy a aprovechar para contarle el argumento de una historia que proyecto escribir; si a usted no le gusta, no la escribo y ese tiempo que no pierdo. —En ese momento Chéjov quiso objetar algo, pero Lucía no le dejó—. Se trata de un poeta y pintor (¡no voy a molestarme en escribir la historia de un don nadie!) que, en una academia de pintura a la que acude con regularidad, conoce y se enamora de una modelo de nombre Siddal, una muchacha alta, de pelo rojo, cuello estilizado y labios sensuales. Se casa con ella. En su luna de miel en París, el poeta pinta un cuadro extraño, titulado Cómo se encontraron consigo mismos, que tiene por tema a dos parejas idénticas de amantes que se encuentran consigo mismas en un bosque, al anochecer; el hombre (los dos hombres) es el poeta y la mujer (las dos mujeres), Siddal, y se da la circunstancia de que existe una superstición escocesa, que el poeta conoce, según la cual, si un hombre se encuentra consigo mismo (es decir, con su doble o fetch), es el indicio de su próxima muerte.

»Al poco de casarse, el poeta advierte que ha cometido un error, porque la joven Siddal no está en sus cabales, ¿me explico? —Chéjov hizo un gesto de asentimiento con la cabeza como diciendo “la entiendo muy bien”, porque él tenía una vasta y dilatada experiencia de mujeres fuera de sus cabales—. Pero qué le va a hacer, ¡es su esposa!... Pasa el tiempo y en una escuela de arte nocturna para obreros, donde el poeta-pintor imparte clases, se enamora de otra modelo, también de pelo rojo, pero, al contrario que Siddal, gorda y grandota (él la llama cariñosamente “la elefanta” o “mi elefanta”, lo que a ella le complace especialmente). Se hacen amantes y durante una época el poeta lleva una doble vida.

»Una noche, el poeta Swinburne va a cenar a su casa. Después de la cena, nuestro poeta anuncia que tiene que ir a dictar su clase en un colegio para obreros e invita a Swinburne a acompañarlo. Se despiden de Siddal y, una vez en la calle, el poeta le confiesa a Swimburne que él no tiene clase esa noche, va a visitar a su elefanta. El poeta se queda hasta muy tarde en casa de su amante y, cuando vuelve, encuentra su casa a oscuras y a su mujer, muerta. Ha ingerido una dosis excesiva de cloral, que tomaba para paliar su insomnio. Y el poeta comprende que Siddal lo sabía todo y se ha suicidado. Se siente enormemente culpable y, a modo de expiación, en el acto del entierro que tiene lugar al día siguiente, durante un momento de distracción de sus amigos, deja sobre el pecho de su mujer un cuaderno manuscrito de sonetos.

»Después de la muerte de Siddal, el poeta renunció a la elefanta y también a los amigos y a las veladas literarias en las tabernas que tanto le gustaban, y se retiró a una quinta en las afueras de su ciudad con un frondoso jardín que incluía un pequeño zoológico con canguros y otros animales exóticos. Allí vivió, solo, hasta su muerte. Pero a los tres o cuatro años del fallecimiento de su mujer, sus amigos le convencieron de que había hecho un sacrificio inútil enterrando con ella su obra poética, que a su propia mujer no podía agradarle que él hubiera renunciado deliberadamente a la fama y a la gloria literaria que tal vez le reportará la publicación de ese manuscrito. Al final le convencen y el poeta accede. Una noche brumosa de invierno, mientras el poeta se emborracha a conciencia en una taberna, sus amigos exhuman el cadáver de su mujer y, no sin dificultad, logran rescatar el manuscrito que la difunta tiene aferrado sobre el pecho con sus manos rígidas. Y ese manuscrito con manchas blancas, de la putrefacción del cuerpo de la muerta, es publicado bajo el título (tal vez no muy indicado) de La casa de la vida. Esos sonetos hicieron célebre al poeta y aseguraron la inmortalidad de su obra.

»No se acaba aquí la historia: la gloria poética no logra curar al poeta de su melancolía y años después se suicida ingiriendo una sobredosis de cloral, al igual que su mujer; y así es como finalmente se cumple la siniestra profecía del cuadro al que antes me he referido, Cómo se encontraron consigo mismos, pues los dos amantes de la pareja que en el cuadro se encuentran con sus dobles (el poeta y su mujer) han muerto, se han suicidado. ¿Qué le parece? —preguntó Lucía a Chéjov al concluir su narración.

Antón Pavlovich, que había escuchado la historia pacientemente, ahora mostró su irritación; frunció el ceño, gruñó un poco y por fin dijo:

—Del todo inverosímil, condesa, demasiado lúgubre y romántica; ni se le ocurra escribirla.

—¡Cómo que no! —se indignó Lucía—. De inverosímil, nada, señor mío, es una historia cierta que ha sucedido hace poco, en este siglo. Le he narrado la vida del poeta y pintor Dante Gabriel Rossetti, que existió en realidad y murió en Londres en el año 1872. No sabe usted lo que dice, ¡es un ignorante! —Lo insultó sin querer (hasta ese momento no sospechaba Lucía que la crítica adversa a una historia propia, aunque fuera prestada, doliera tanto).

Chéjov, acostumbrado y resignado a la ira de las mujeres literatas, decidió pasar por alto el insulto e intentó apaciguarla.

—Que sea real no es óbice para que sea increíble, condesa, y una historia que el lector no puede creer es una historia fallida. Aparte de que no puede usted firmar como si fuera ficticia y fruto de su imaginación la crónica de un hecho real, eso no es ficción, eso es... —Chéjov no terminó la frase y se quedó unos segundos pensativo, la cabeza gacha, jugando con el mango de la red, buscando las palabras que le faltaban, o tal vez distraído con otro asunto, porque cuando Lucía insistió, muy picada:

—Dígame, Antón Pavlovich, si no es ficción, ¿qué es?

Chéjov desechó la pregunta con un gesto vago de la mano y anunció:

—Ya es hora de trabajar, me voy a mi estudio.

Entonces Lucía hizo algo perverso: agarró por los faldones de su levita al escritor y le suplicó:

—¡No se vaya todavía, espere un poco, Antón Pavlovich! Permita que someta a su alto criterio el boceto de otra historia que tengo en la cabeza. —Aquí Lucía repitió el ilustrativo gesto de llevarse el dedo índice a la sien—. Seré breve, le retendré menos de un minuto —prometió, liberando la levita del escritor, que la miró airado, pero no se movió—. El protagonista —prosiguió Lucía observándole fijamente para que no osara marcharse— es un médico, el director de un hospital de provincias, un hombre honesto y bienintencionado, pero apático, que permite que su trabajo lo hagan sus asistentes y tiene una filosofía escéptica, casi cínica de la vida, que le hace sostener que no vale la pena molestarse en tratar a los enfermos porque un día van a morir igualmente. Una mañana visita por casualidad el pabellón de los locos de su hospital, que sólo cuenta con cinco internos, que de ahí no saldrán más que muertos, y a quienes vigila y maltrata un despótico enfermero. El médico inicia una conversación con uno de los locos (el único con cierta cultura, de origen noble), que le impresiona por su inteligencia y su lucidez. Se aficiona a visitarlo y acaba trabando con él una estrecha amistad. Esa relación resulta tan sospechosa al resto de sus conciudadanos que, con el tiempo, él a su vez es declarado loco y es ingresado por la fuerza en el pabellón de los lunáticos. La historia termina... —pero Lucía no pudo concluir porque Chéjov la interrumpió de un modo un poco agresivo.

—No siga, no me interesa —le dijo—. Es una historia aburrida, sin mujeres ni amor, no vale la pena que la escriba —sentenció y, sin despedirse, se marchó a paso rápido en dirección a su estudio. A medio camino se detuvo, se dio la vuelta y le preguntó, todavía enfadado—: ¿La va a escribir, o no?

—No lo sé —contestó Lucía—, lo estoy pensando, pero... supongo que sí... Sí, casi seguro que sí. —Y se sonrió.

Sin duda había sido un acto maligno: la pesadilla de todo escritor es que otro se le adelante y escriba antes la historia que está madurando en su cabeza; es como una superstición, la creencia irracional de que las ideas y los argumentos literarios flotan en una especie de limbo del que los rescatan o, mejor dicho, secuestran los artistas; la idea está ahí, el que antes la encuentre se la queda. Y el argumento que Lucía acababa de exponer a Chéjov era el de una narración que éste estaba a punto de escribir, cuya idea esos días estaba alumbrando, su célebre relato El pabellón n.° 6, pero ahora ella se le había anticipado.

¿Qué haría Chéjov después de oír su historia de labios de Lucía? ¿La escribiría, pese a todo? Si hacía eso se exponía a que ella lo pusiera en evidencia por plagio; además, Antón Chéjov era un hombre escrupulosamente honesto, no osaría robar una idea ajena. Pero si Chéjov, como consecuencia de su conversación con Lucía, renunciaba a escribir El pabellón n.° 6, entonces estarían mal todas las compilaciones futuras de sus cuentos... ¡y sus biografías!... Habría que rehacerlo todo. Y la idea de que ya había empezado a cambiarle la vida a Chéjov la entusiasmó, pero pronto se arrepintió de su entusiasmo: su proyecto inicial consistía en mejorar la vida de Chéjov, no en martirizarlo... El problema estribaba en que Antón Chéjov era un hombre atractivo y muy inteligente, y ella por supuesto quería ayudarle, pero aún más deseaba impresionarle o, cuando menos, interesarle. Hasta ese día Chéjov la había tratado con indiferencia porque la consideraba una aristócrata frívola, pero ahora la vería con otros ojos, la respetaría como a una rival, la temería, y, ¿quién sabe?, puede que incluso se enamorara de ella (otros lo habían hecho, aunque tal vez a Chéjov le costara creerlo).

Por una extraña asociación de ideas, ese pensamiento le hizo acordarse del joven del río y lamentar de nuevo la aparición inoportuna del padre de Chéjov, que había malogrado sus planes de bañarse con él. Se preguntó con ilusión si al día siguiente ese joven volvería al río, no perdía nada por acercarse a ver... Y de ahí pasó a cuestionarse el sentido y el significado de su debilidad por los hombres guapos y esa contradicción que la tenía perpleja: deseaba seducir a ese hombre excelso, Antón Chéjov, pero, a la vez, le hubiera gustado conocer íntimamente al joven del río; el uno le atraía por su mente, el otro, por su cuerpo, lo ideal sería tenerlos a los dos. ¿Es que nunca iba a aprender? ¿Cuándo, cuándo se convertiría por fin en una mujer madura? Una insidiosa vocecilla interior le susurró: «Cuando seas una profesora de instituto con gafas y sonrisa amarga»... Y se asustó.