—How did you go bankrupt?
—Gradually, then suddenly.

ERNEST HEMINGWAY2

Introducción

La breve coyuntura que va del autogolpe de Estado del 5 de abril de 1992 a la aprobación de la Constitución de 1993 inaugura un periodo distintivo de la historia peruana. Libros, estudiosos y hasta el sentido común nacional así lo consagran. Ese corto periodo clausura una época y abre el Perú «contemporáneo». Menos claro es el contenido esencial de esta contemporaneidad. A lo largo del Perú pos-1992 se percibe una atmósfera común, pero no hemos identificado con precisión los rasgos que la singularizan.

En este capítulo emprendo tal tarea. La tesis que defiendo es la siguiente: el Perú político previo a 1992 puede caracterizarse como uno construido alrededor del anhelo representativo, mientras que el pos-1992 se erigió sobre el ansia de ser eficazmente gobernados.

Para argumentarlo comienzo con una rápida mirada a la vida política peruana de 1930 a 1990. En aquel lapso, la mayoría de los vehículos políticos buscaban, a pesar de sus diferencias, representar a distintos sectores sociales del país. Lo que surge del golpe de Estado de 1992 y su vástago institucional, la Constitución de 1993, alteró ese horizonte de acción política. Es lo que aborda la segunda sección del capítulo: los peruanos saturados de crisis reclaman gobierno. No exigen derechos ni inclusión de la mano de un representante, imploran por orden. Escuchemos, por ejemplo, a un asambleísta de Izquierda Unida en la región Inka3 en 1992:

¡El 5 de abril la gente aplaudió como focas! Todo el mundo sentía que la cuestión regional era inmanejable. Era inmanejable por el país que se descomponía de manera general, pero también por la fórmula asambleísta que se había adoptado [en dicho foro legislativo]4.

Ante el autogolpe de Fujimori, entonces, el órgano representativo del sur peruano —la región tradicionalmente más rebelde frente a Lima y cuya sede estaba en el combativo Cusco— aplaudió («como foca») su propia disolución. Los representantes celebraron que alguien, finalmente, se hiciera cargo del desmadre regional y nacional. Es decir, el año 1992 condensa una situación en la cual representar y gobernar aparecen como objetivos antagónicos. Mucha asamblea y poco gobierno habría de remediarse con gobierno sin asambleas.

Este trueque constituye aquello que da unidad política al Perú contemporáneo. La tercera sección del ensayo estudia la manera en que tal fórmula sobrevivió a la caída del gobierno autoritario de Fujimori en el 2000 y cómo se adaptó a la nueva circunstancia democrática. No en vano la Constitución de 1993 —la estructura institucional que encarnó dicha premisa de «gobierno sin asambleas»— perduró sin que haya habido un intento efectivo de reemplazarla. En otras palabras, práctica política e institución política no se divorciaron. La deliberación propia de la representación se mantuvo silenciada ante la eficacia del Ejecutivo funcionando a través de decretos. Casi tres décadas más tarde, la presidencia de Pedro Castillo —que se inaugura mientras termino de escribir este capítulo— reintroduce la ambición de una Asamblea Constituyente, y en el futuro podremos determinar si la Constitución de 1993 resistió una vez más a un desafío o si sucumbió.

Ahora bien, ¿qué ha significado gobernar de manera eficiente en el Perú contemporáneo? Derrotada la subversión, pasó a significar favorecer el impulso al crecimiento de la economía nacional. El producto bruto interno (PBI) dejó de ser un indicador y se convirtió en el éxito per se. Tardó en llegarnos, pero al fin nos alcanzó lo que el sociólogo Daniel Bell había señalado en los años cincuenta para los países desarrollados: el crecimiento económico se ha convertido en la religión secular de nuestras sociedades. Y para engordar el PBI se requiere y exige la gestión sabia de nuestras finanzas. Sabiduría que no se encuentra en el pueblo y su representante, sino en los técnicos. Es la hora estelar del ministro de Economía. La fórmula dio frutos por varios años. Esta dinámica se desarrolla en la cuarta sección del capítulo. Entre los años 2001 y 2014, el tamaño de la economía peruana se duplicó; la pobreza se redujo de 54.8 % a 22.7 %, y un consumo tan vibrante como inesperado electrificó a un país que hacía muy poco presentía que su futuro sería siempre, como en el bolero, sombras nada más.

Este éxito económico consolidó el enroque entre gobernar y representar. Los peruanos fuimos invitados a comprar y callar. Y acudimos a la cita. Se expandió el mercado y millones de personas salían de la pobreza, mientras dejábamos al margen de nuestras preocupaciones las debilidades políticas, institucionales y sociales.

Pero así no funciona la democracia. Semejante trueque incubaba sus propias contradicciones y, a la larga, su descomposición. En una democracia, el gobierno mejora porque responde a las demandas de la sociedad. Si la democracia ha resultado el mejor o menos malo de los sistemas políticos, es porque es el único en que el gobierno responde ante los ciudadanos. No gobierna mejor porque obvia a la ciudadanía, sino porque, como reza la definición clásica de Robert Dahl, su característica principal es la «continued responsiveness»5 («continua aptitud para responder»)6 del gobierno hacia las preferencias de los ciudadanos. O, para sintetizarlo con una imagen que el filósofo norteamericano John Dewey utilizó para explicar la relación entre gobierno y representación en una democracia: «El zapatero solo puede remendar el zapato, si quien lo usa le dice dónde le aprieta»7. Así, un sistema democrático en el cual se posterga la representación en nombre del buen gobierno terminará generando un pésimo gobierno.

Lo iba a descubrir el Perú a partir del 2014, cuando entró en una etapa de descomposición que aún perdura. Desde entonces, la fórmula del gobierno abocado al engorde del PBI se agotó: decae la performance económica, se resquebraja el consenso ideológico, cambian las prácticas políticas, se siguen postergando reformas institucionales, y se hace visible la sempiterna corrupción de nuestras élites políticas y económicas. La pandemia del coronavirus, finalmente, aglutinó estas debilidades y vino a enrostrarnos un fracaso colectivo. La época más próspera del Perú moderno se cerraba con el país convertido en una fosa común.

Esta etapa de descomposición nacional produce la campaña electoral del 2021, que da como ganador a Pedro Castillo. Es lo que analiza la quinta sección del ensayo. Se extingue una época y nadie puede entrever cómo será la que le sucederá.

Este es un ensayo de síntesis. Sus coordenadas explicativas (y simplificadoras) son, esencialmente, políticas. Se podrían utilizar otras. Unas centradas en la economía del país, por ejemplo. O podríamos pensarlo desde la sociedad: no en vano José Matos Mar, Hernando de Soto y Carlos Franco observaron en la misma coyuntura que la sociedad se transformaba en algo distinto8. Para ambas perspectivas hay especialistas que podrían emprender la tarea. Yo solo puedo asomarme al periodo desde la política.

Un comentario final para cerrar esta introducción: la trayectoria que acabo de esbozar no responde a una dinámica puramente peruana. Como lo propone Paulo Drinot en su ensayo incluido en este volumen, nuestros intentos modernizadores fueron generalmente parcelas de proyectos globales de modernización. Algo muy similar ocurre con lo analizado aquí. La tesis principal respecto del trueque entre gobernar y representar está presente, por ejemplo, en los análisis de Pierre Rosanvallon sobre las democracias contemporáneas, cuyo centro de gravedad se desplazó de los órganos representativos —los parlamentos— a los ejecutivos, que quedan «autorizados» electoralmente a gobernar como mejor prefieran9; también resuena aquí la confianza en el consumo como aspecto importante del bienestar y de las evaluaciones ciudadanas10; podemos mencionar también nuestra escasa variedad programática11; una actividad pública signada por la emergencia del individuo y no por lo colectivo12; una democracia restringida a lo que la razón tecnocrática permita13; una representación marcada por la debacle de los partidos clasistas y obreros14; o el auge reciente de populismos antiélites15; entre muchos otros procesos mundiales. No somos únicos. Con nuestros acentos, formamos partes del devenir global.

El siglo XX: representar más que gobernar

Yo soy un político, yo no soy un gerente contratado para una crisis.

ALAN GARCÍA, 198716

¿De qué hablamos cuando hablamos de representar? Sin entrar en honduras teóricas, se hace referencia al vínculo estable entre representante y representado, entre la autoridad política y la ciudadanía. Como veíamos en la metáfora de John Dewey, la autoridad en una democracia debe resolver problemas respondiendo ante la sociedad. La institución que permite que esto sea posible siempre ha sido la de los partidos políticos. Ellos deben asegurar que el objetivo último de la democracia —es decir, que las políticas reflejen la voluntad ciudadana— se cumpla.

El vínculo entre partidos y ciudadanía puede basarse en distintos factores (clientelismo, ideología, fidelidad al líder), pero aquí no entraré en esas complejidades. Baste decir que en una democracia representativa los partidos aseguran que la ciudadanía participe en el sistema. Por tanto, no aludo aquí a la relación entre gobiernos dictatoriales y población. En ellos puede haber beneficios para la población, pero no resultan de la canalización de sus demandas, sino, en última instancia, de la voluntad de un gobernante que no es responsable ante la ciudadanía, que no responde ante ella. En tal sentido, no considero que, por ejemplo, los gobiernos de Óscar Benavides, Manuel Odría o Juan Velasco Alvarado sean representativos en su sentido democrático. Cuando hablo de representación, refiero al involucramiento de los ciudadanos en los asuntos de la república, especial pero no únicamente, a través de la vía electoral17.

En el Perú nunca cuajó un sistema de partidos, como ocurrió en otros países latinoamericanos18. Sin embargo, hay una diferencia crucial que resaltar entre la efectiva representación y la aspiración representativa. Puede que no hayamos tenido una representación sistémica y partidaria institucionalizada, pero la aspiración de la representación ha sido un prolongado horizonte político en el Perú republicano.

Desde inicios de la república, aunque se optó por un sistema presidencialista, también se le dio especial relevancia al Congreso, en tanto representación nacional19. En la segunda mitad del siglo XIX cuajó el Partido Civil, liderado por Manuel Pardo, que echa a andar, tanto en términos ideológicos, organizativos como sociológicos, un vínculo representativo importante. Como ha mostrado Carmen Mc Evoy20, en el partido convergieron líderes y ciudadanía que buscaban rescatar el ideal republicano del ciudadano, del respeto por la ley y la educación. Su pegamento ideológico fue relanzar las promesas propias del momento emancipatorio (desarrollado cinco décadas antes) y así acabar con una vida política dominada por los militares. Este propósito fue empujado por una coalición pluriclasista y se expandió por el país, engarzándose con una vasta red de organizaciones que hoy llamaríamos de la sociedad civil. Así, en las últimas décadas del siglo XIX despuntaba la ambición representativa con un partido que perduraría largo tiempo.

Esta esperanza representativa se prolongó en el siglo XX, en especial a través del APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana), un partido de masas como no se había visto en la historia peruana. Irrumpió en las elecciones de 1931, el año cero de nuestra modernidad política21. El discurso de su líder, Víctor Raúl Haya de la Torre, en la plaza de Acho durante la campaña electoral de ese año le imprimió a la política peruana una serie de coordenadas que la marca por décadas. En aquel acto despunta un ideario sólido, un líder descomunal y una organización de masas inédita. Enfrentado a la oligarquía y al imperialismo surge el rugido representativo: «el partido del pueblo». Tal es el mote del APRA desde sus inicios. A la prédica incluyente y latinoamericanista, el partido suma una organización fabulosa. Aparecen las células funcionales, es decir, agrupaciones apristas de abogados, empleados, artesanos y hasta de canillitas, como narra Martín Bergel22. A su vez, el partido articula un discurso sobre y para la novel clase media que exige nuevos derechos23. Y como lo muestran distintos trabajos históricos, más allá de la fortaleza en el norte peruano desde su surgimiento24, muy pronto el APRA representaría en diversas regiones del Perú distintas formas de un ideario antioligárquico25. Víctor Raúl Haya de la Torre es en la historia del Perú republicano el personaje excepcional que, «en un país de ocasionales centralizaciones y fragmentaciones eternas» (Moisés Leimlij)26, construye el cuerpo y alma de una organización política moderna que influye, como ninguna otra, en el siglo XX y parte del XXI27.

Durante el siglo XX, Haya de la Torre no se encontró solo en este anhelo representativo. Acción Popular (AP) y su líder, Fernando Belaunde, aparecieron en la política peruana cuando el fuego reformista del APRA se apagaba en los convulsos años cincuenta. Se trataba de un partido que combinó de manera peculiar una agenda desarrollista propia de mediados del siglo XX con un ímpetu telúrico que daba un espacio inédito a las provincias del Perú. Por primera vez, la sierra y la selva no aparecen como problema, sino como posibilidad («He cruzado diez veces la cordillera no en pos de homenajes, sino en busca de inspiración e ideas», Fernando Belaunde)28. AP hace propia la bandera de la reforma agraria y da representación política a un cúmulo de demandas campesinas que se habían expresado durante décadas a través de grupos intelectuales indigenistas y de múltiples movimientos campesinos. «Wiracocha Belaunde», lo llaman en el sur peruano. Asimismo, cuando asume la presidencia por primera vez (1963-1968), una de sus primeras medidas es estrenar las elecciones municipales en 1964. En síntesis, AP y Fernando Belaunde dan forma a una agenda reformista que se apoya en la juventud urbana (Belaunde era un profesor universitario) y en la que las demandas rurales y andinas juegan un papel central29.

Otros partidos políticos del siglo XX establecieron doctrinas específicas y relaciones sostenidas en el tiempo con ciertos sectores y regiones del país. La Democracia Cristiana, como en el resto del continente, agrupó a élites reformistas y demócratas que en el Perú tuvieron especial presencia en el sur30. El Frenatraca (Frente Nacional de Trabajadores y Campesinos) dio voz a los nuevos intereses campesinos del sur peruano, donde la transformación de las relaciones entre el sector urbano y rural se aceleraban31. El Partido Popular Cristiano (PPC), una escisión conservadora de la Democracia Cristiana liderada por Luis Bedoya, estableció un vínculo prolongado por décadas con los sectores tradicionales de Lima y el Callao32. Y, en los ochenta, la unión de una multiplicidad de agrupaciones de izquierda dio lugar a la Izquierda Unida, que adquirió una relevancia importante en el nivel municipal33.

Como muestra este ajustado recuento, nuestro siglo XX político estuvo marcado por la voluntad representativa. Voluntad tanto en las demandas ciudadanas como en la aparición de ciertas organizaciones que establecían vínculos firmes con dichos sectores. Esta voluntad representativa, sin embargo, no se consolidó en forma de un duradero sistema partidario. Los múltiples golpes de Estado, la violencia política, la debilidad estatal, las crisis económicas, entre otros factores, echaron agua a tal posibilidad. Sobre todo, la ineficacia gubernamental de estos mismos partidos debilitó la tarea. Varios gobiernos terminaron en medio de desavenencias entre poderes del Estado (Bustamante y Rivero en 1948, Belaunde en 1968), y muchas veces en medio de severas crisis económicas (Belaunde en 1968 y 1985, García en 1990).

Esta dinámica de una política representativa con graves carencias para gobernar llegó a su punto más crítico en los años ochenta. Los históricos partidos representativos sumieron al país en el desgobierno. No supieron controlar ni la economía ni la violencia senderista. La economía sufrió recesiones de cerca del 10 % en 1983, 1988 y 1989. Entre 1980 y 1989, el PBI per cápita se contrajo 22 %; la inflación superó en promedio el 500 %; y, en 1990, alcanzó su máximo histórico de 7649 %34. La pobreza incrementó de 53 % en 1973 a 60 % en 198635. Entre 1980 y 1990 ocurre el 75 % de las muertes del conflicto armado interno36.

En resumen, durante los ochenta, los partidos que habían dado forma a la vida política del país durante décadas lo gobernaron en sus distintos niveles (nacional, regional, municipal). Ante el descalabro producido, el sistema partidario entró en descomposición. Tal vez, el primer timbrazo de alerta resultó la elección de Ricardo Belmont como alcalde de Lima en 1989. Venido de la radio y la televisión, Belmont estrena una categoría política que echaría raíces: el outsider. Y, con este, toma cuerpo la furia ciudadana contra sus políticos. Como sentenció Martín Tanaka, el sistema de partidos de los años ochenta colapsó más por deficiencias para gobernar, que por su incapacidad para representar37.

La gran transformación: gobernar más que representar

Prefiero inaugurar un colegio antes que un local partidario.

ALBERTO FUJIMORI38

Alberto Fujimori cierra el ciclo político signado por el anhelo representativo. Pero antes de clausurarlo, asciende al poder mediante sus reglas. Su eslogan de campaña fue el paradójico: «Un presidente como tú». En los spots de campaña se repetía «Un presidente que sea como tú, que piense igual que tú, que sienta como tú…». Nada podría contener un ímpetu representativo más elemental. Más que gobernar al país o reencauzarlo en su hora más difícil —eso lo proponía el candidato Mario Vargas Llosa—, Fujimori hace campaña en 1990 desde la representación más básica de los sentimientos y costumbres de los peruanos. Sin embargo, una vez en el poder, detectó a un país desesperado de guerra, diezmado económicamente y arruinado moralmente. Como lo manifestaba el asambleísta citado en la introducción de este artículo, sobrevolaba el Perú un anhelo de orden. Fujimori traiciona el mandato de representar cuando emprende unas políticas económicas contrarias a las que había defendido en campaña. Lanza el fujishock. El programa de Vargas Llosa termina en manos de un outsider sin partido. Más que paradójico, era el anticipo de una costumbre. La inflación cede y la economía resucita. Qué importa que esto se funde en la no-representatividad, piensa la mayoría. El vínculo representante-representado colapsa. Tras el autogolpe del 5 de abril de 1992 y, sobre todo, después de la captura del líder senderista Abimael Guzmán en setiembre del mismo año, lo reemplaza el vínculo gobernante-gobernado. Y se festeja39.

El autogolpe de Alberto Fujimori del 5 de abril de 1992. Comenzaba un régimen civil-militar.

Archivo La República

Precisemos. No se celebra el mero quiebre constitucional, sino las que aparecen como sus consecuencias. Entre 1987 y 1992, el país tocó fondo: el PBI se contrajo 23.29 %; la inflación llegó a ser superior al 7000 % anual; en 1991, la sociedad se vio diezmada por una epidemia de cólera que mató a 2909 personas y afectó a casi 400 mil en un solo año; Sendero Luminoso generó millones en pérdidas y miles de muertos. La situación era tan grave que, cuando Francis Fukuyama publica, en 1992, su superoptimista libro El fin de la historia y el último hombre, donde anunciaba el triunfo global e imparable de la democracia liberal, se permite anotar que en algunos países como el Perú la crisis era tan grave que no llegaría la democracia, sino, probablemente, alguna dictadura40. La vio. Así, desafiamos las tendencias globales, aplaudimos el gobierno autoritario y la expulsión de esos congresistas comechados41. No solo eso. Al apoyo pasivo y entusiasta (no es contradictorio) de la población se suma el sostén activo de los militares. Se erige un régimen cívico-militar que resuelve los problemas que parecía no acabarían jamás: el de la violencia política y el de la economía. De hecho, más que de problemas de gobernabilidad, se trataba de problemas de estatalidad, es decir, de un Estado que no cumplía con sus funciones más básicas42. Y eso se corrigió en los primeros años del gobierno de Fujimori43.

No obstante, la eficacia sin democracia —como dirían los carniceros— sale con hueso. A partir de octubre de 1991 se reactiva un viejo contingente de oficiales expertos en el oficio de «buscar-interrogar-ejecutar-enterrar»44. En los ochenta, habían conformado un escuadrón denominado Escorpio, pero ahora pasarían a llamarse el Grupo Colina. Su creación respondía a la nueva estrategia antisubversiva plasmada en un manual de las Fuerzas Armadas aprobado a fines de los ochenta, en el cual se prohibía expresamente las matanzas masivas y se obligaba a afinar las acciones de inteligencia para «neutralizar o destruir a los elementos subversivos»45. Así, las ejecuciones extrajudiciales selectivas se multiplican46. Se realizan decenas de asesinatos y algunos se convertirán en casos emblemáticos de violaciones de derechos humanos. Las matanzas de Barrios Altos (quince fallecidos, incluyendo un niño), de la Cantuta (nueve estudiantes y un profesor universitario), de Pativilca (nueve personas), entre otras, revelan la naturaleza dictatorial de un régimen que, sintiéndose avalado por su popularidad, se pone al margen de las leyes más elementales de la convivencia democrática47.

Sin embargo, más allá del escándalo que esto suscitó en ciertos medios escritos y las denuncias de organizaciones de derechos humanos, la mayoría del país no le dio prioridad. Lo que surge y se consolida gracias al cruce de dictadura y eficacia es el apogeo de lo antirrepublicano: personaje providencial, militares y gobierno por decreto. El autogobierno, la deliberación, la consideración por la ley, el balance de poderes, todo esto, en fin, que constituye la yugular de una república decente, fue degollado en el altar de la eficiencia. Fujimori es aplaudido cuando afirma, en la Conferencia Anual de Ejecutivos de 1991, que «convendría que haya un emperador y que pase por lo menos diez años resolviendo problemas»48. Sin importar las clases sociales, predomina un país dócil y satisfecho ante su salvador de la patria. El Perú parece arrepentido de sus excesos movimientistas de las décadas precedentes. Tú mismo eres, chino. Adminístranos. Y Fujimori no defrauda: el Congreso bicameral es clausurado, las asambleas y gobiernos regionales disueltos, las elecciones municipales pospuestas, y todo esto sostenido en una retórica agresiva contra la «partidocracia». En resumen, un blietzkrieg contra todas las instituciones de la representación.

Cuando estas regresan en 1993, más por presión internacional que por demanda nacional, se han reducido en número, achicado en extensión y debilitado en su capacidad de contrapesar al Ejecutivo. El Legislativo nacional, que contaba con dos cámaras que congregaban a 240 congresistas, reapareció en forma unicameral con 120. Además, se les elegía en distrito único, lo cual, para todo efecto práctico, dejaba sin representación a las provincias del Perú, ya que la concentración de población en Lima hacía muy difícil elegir a un representante no capitalino. Las autoridades regionales electas fueron reemplazadas por Consejos Transitorios de Administración Regional nombrados por el Ejecutivo (que fueron «transitorios» durante diez años). Desde luego, estas y muchas otras transformaciones que introdujo el gobierno de Fujimori se vieron facilitadas por procesos previos de debilitamiento de actores sociales, regionales y económicos49.

La nueva estructura institucional de representación mermada convive con un discurso y una acción política con los mismos acentos. En el Congreso Constituyente Democrático de 1993 ya no están los partidos y representantes de los ochenta50. Tan solo dos de los diez partidos ahí presentes antecedían a 1990: el PPC y el Frenatraca, los cuales alcanzaron tan solo el 13 % de los escaños. En las elecciones municipales de 1993, 76 % de los alcaldes distritales electos a nivel nacional son «independientes». Ricardo Belmont es reelecto como burgomaestre de la capital. En muy poco tiempo, la política ha dejado de ser lo que fue. Sin ideologías, sin organizaciones, sin lealtades, el nombre del vehículo electoral de Belmont sintetiza el tiempo nuevo: obras. No me representes, gobiérname.

Este cambio de época política también quedaba inscrito en la nueva Constitución de 1993. Como ha señalado Maxwell Cameron, la de 1979 se abría con «Nosotros, representantes a la Asamblea Constituyente […] en ejercicio de la potestad soberana que el pueblo del Perú nos ha conferido…»51. En el preambulo de la carta magna de 1993, en cambio, se establece que el Congreso Constituyente Democrático, «obedeciendo el mandato del pueblo», «ha resuelto dar la siguiente constitución». El tono es el opuesto a la de 1979, como enfatiza Cameron, pues ya no se hace referencia ni a la «soberanía popular» ni a ser «representantes» de la nación.

Pero no solo se transforma la política; el orden económico es puesto de cabeza. El corazón de la nueva constitución descansa en el capítulo económico (artículos del 58 al 89). Ahí, en dos palabras, se instituye la función subsidiaria del Estado, reduciendo de manera superlativa —y en la práctica, eliminando— la posibilidad de un Estado empresario, desestimando sectores o actividades económicas estratégicas y otorgando garantías constitucionales a los actores privados. El peso y responsabilidad de la actividad económica, de la prosperidad y su planificación, como en gran parte de América Latina, se traslada al sector privado52. El viejo Estado se retira.

Estos principios constitucionales aterrizaron en una vasta red de cambios a nivel de organizaciones y políticas públicas. Ahora el Estado está interesado en atraer inversión: 228 empresas públicas son privatizadas. Se crean diversas agencias reguladoras como Osiptel (Organismo Supervisor de Inversión Privada en Telecomunicaciones), Ositrán (Organismo Supervisor de la Inversión en Infraestructura de Transporte de Uso Público), Osinerg (Organismo Supervisor de la Inversión en Energía; desde el 2007, Osinergmin), Sunass (Superintendencia Nacional de Servicios de Saneamiento) o Indecopi (Instituto Nacional de Defensa de la Competencia y de la Protección de la Propiedad Intelectual), que dejaron en claro la vocación del nuevo modelo. Con el fin de fomentar la inversión nacional y extranjera, las tasas de interés fueron liberadas, los aranceles reducidos y la circulación de moneda extranjera ya no tuvo cortapisas.

A nivel fiscal, se incrementa la autonomía del Banco Central de Reserva del Perú (BCRP). También se elimina el financiamiento público para prevenir la inflación y se eliminan los tipos de cambio múltiples. En el ámbito tributario, se reestructura la Superintendencia Nacional de Aduanas y de Administración Tributaria (Sunat) y se apuesta por la eliminación de exoneraciones, a la par que se busca la ampliación de la base tributaria. Finalmente, en lo laboral se reducen los derechos, que pasan a ser conceptualizados como costos. Así, se facilita la contratación temporal o tercerizada, al igual que el despido y se flexibilizan las condiciones laborales, al tiempo que se debilitan a los sindicatos.

El año 1995 marca el apogeo de Fujimori. Se reelige con el 64 % de los votos y obtiene mayoría absoluta en el Congreso. Los reclamos de la oposición denunciando una competencia sin una cancha pareja caen en saco roto. La debacle de los viejos vehículos se hace patente: Izquierda Unida desapareció, Acción Popular y el PPC (la centro-derecha) pasaron de tener 55 % del voto en 1980 a tener 1.6 % en 1995; el APRA, que incluso en 1990, tras su desastroso gobierno, había obtenido 22.5 %, ahora recogía 4.1 %. Ese mismo año, a iniciativa de la bancada fujimorista, se aprueba una ley de amnistía general para los efectivos de las fuerzas armadas y policiales que hubieran cometido cualquier delito vinculado a la lucha antisubversiva. Es decir, bloquean la posibilidad de perseguir judicialmente crímenes contra los derechos humanos. Con este paso anticonstitucional y propio de la peor tradición de las dictaduras latinoamericanas, Fujimori y su partido sellaban una alianza con las Fuerzas Armadas que habría de vincularlos judicialmente por décadas.

El gobierno de Fujimori concede una amnistía general para los miembros de la Policía y Fuerzas Armadas que hubieran cometido cualquier delito en el contexto de la lucha antisubversiva. En la foto: el comandante general del Ejército (1992-1998), Nicolás de Bari Hermoza Ríos.

Archivo La República

Ahora bien, si el ánimo mayoritario es de aplauso para el gobierno, es inexacto pensar que esto fue unánime. Desde la acera de la política, el candidato opositor, Javier Pérez de Cuéllar, obtuvo el 21.8 % de los votos en la elección de 1995 y permitió la presencia en el Congreso de una minoritaria pero aguerrida oposición legislativa. Sin embargo, la sociedad civil peruana que, entre los años cincuenta y ochenta había sido de las más organizadas y movilizadas de América Latina, se había quedado sin mayores posibilidades de contrarrestar con eficacia al gobierno53. De un lado, más de una década de conflicto armado interno había debilitado el tejido social nacional y asustado a los dirigentes frente a la violencia desatada54. De otro lado, las reformas económicas, en especial las laborales, disminuyeron la densidad y actividad de las organizaciones sindicales: si en los ochenta teníamos en promedio 699 huelgas por año, en los noventa se redujeron a 18455. En resumen, una política que durante décadas había sido altamente «movimientista»56 se había desmovilizado. O, en el vocabulario que promovería el fujimorismo, el país había sido «pacificado». Lo cual vale incluso para la vida cultural peruana. La escena rockera urbana de los ochenta, por ejemplo, en la cual había irrumpido el original movimiento «subterráneo», perdió el pulso al mismo tiempo que el resto de la sociedad peruana57. De hecho, para señalar la transformación social y política del Perú de Fujimori casi bastaría apuntar que los integrantes de Narcosis, la emblemática banda subte de los ochenta, en la década siguiente tocaban en Mar de Copas y La Liga del Sueño. Pacificados.

La segunda mitad de los noventa resultó la confirmación de las convicciones liberales clásicas: el poder sin contrapesos lleva a la corrupción y al abuso. El papel de Vladimiro Montesinos como siamés de Alberto Fujimori se hizo evidente; ambos dirigieron la demolición institucional en el país. En términos de corrupción, según Alfonso Quiroz, es probable que el dúo Fujimori-Montesinos haya superado a todas las cúpulas corruptas de la historia peruana58. El financiamiento de la corrupción se basó en la malversación de dinero público, desvío de fondos militares, comisiones ilegales en importaciones, sobrevaloración en compras para el Estado, tráfico de armas, vínculos con el narcotráfico, entre otros59. Esta red involucraba a funcionarios, militares, empresarios, banqueros y a los medios de comunicación. Las líneas editoriales de los principales canales de televisión (incluyendo personajes de la farándula y presentadores de talk shows) fueron comprados; se promovió con dinero público a los diarios «chicha», que demolían opositores. El control de los medios fue tal que, según Montesinos, Fujimori «ordenaba el tipo de titulares que debían salir»60.

Este latrocinio se engarzó a la destrucción del Estado de derecho. El Poder Judicial fue capturado con una estrategia de multiplicar los jueces provisionales que eran manejados por Montesinos a su antojo. La Constitución a la medida de Fujimori pronto se convirtió en un estorbo para sus ambiciones de reelección en el año 2000. Sus disposiciones fueron alteradas ilegalmente, y la más crítica de todas, la que prohibía una tercera elección consecutiva, fue objeto de una «interpretación auténtica» por parte de la mayoría fujimorista. Posteriormente, cuando el Tribunal Constitucional objetó semejante barbarie jurídica, la mayoría parlamentaria respondió defenestrando a los tres magistrados que habían votado por la anulación de la norma. Es decir, el Legislativo no cumplía con su papel de representar, sino que se limitaba a refrendar lo que Montesinos y Fujimori le ordenaban. En fin, podríamos llenar un artículo entero listando ejemplos de lo que resultó una masacre institucional. Debido a este comportamiento corrupto y despótico, la legitimidad del gobierno se fue debilitando en la segunda mitad de los noventa.

Como consecuencia de este proceso, la economía del país se enfrió. Era natural, pues las prioridades del proyecto corrupto y autoritario eran más importantes que las de la economía nacional. No fue casualidad que el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF), dirigido en ese entonces por Jorge Camet, boicoteara iniciativas provenientes de actores políticos que podían ensombrecer a Alberto Fujimori. Así, un préstamo importante de parte del Banco Mundial para la Municipalidad de Lima, liderada por Alberto Andrade, fue saboteado por el MEF. En la misma línea, Víctor Joy Way, un político sin competencias en economía, fue nombrado ministro del MEF para asegurar la tercera e ilegal elección de Fujimori. Como resultado de este sometimiento de la economía a las prioridades de la política (además del impacto de la crisis asiática), entre los años 1998 y 2001, la economía peruana creció apenas 1 % anual en promedio.

Junto a estas transformaciones institucionales, políticas y económicas, la sociedad peruana también pasó por cambios que deben ser mencionados. La informalidad había despegado en los años ochenta, y, aunque intelectuales discutiesen sobre la cuestión y el presidente Fujimori adoptase la asesoría del gurú sobre el asunto, Hernando de Soto, nada contuvo el crecimiento del sector informal en el país. La población económicamente activa que estaba sindicalizada se redujo a gran velocidad: en 1990 era el 42.1 % y, en 1998, el 15.3 %. El número de micro y pequeñas empresas se multiplicó. Y más allá de la economía del trabajo, la vida social fue desregulada, haciendo de la informalidad en el Perú mucho más un «lazo social» que una característica económica61. Tanto a nivel de políticas públicas como del imaginario, la transformación en el mundo del transporte público fue acaso la más profunda y reveladora. En los noventa, las pistas y carreteras fueron tomadas por combis y ticos, cústeres y mototaxis, que muy pronto dejaron de ser meros medios de transporte para ser las metáforas preferidas para aludir a la manera caótica como funciona el país. A partir de 1991, cualquier persona podía brindar un servicio de transporte. Solo en ese año se importaron cinco mil camionetas (cuatro veces más que el año anterior) y 604 buses62. Para 1997, más de ochocientas empresas estaban registradas, pero apenas doscientas, autorizadas63. Lo curioso es que, a pesar de ser portador de nuestros malestares, la informalidad fue tratada como una virtud: más que conceptualizarse desde la ausencia de ley, se le interpretó como manifestación de un mercado libre, espontáneo y creativo. A esta nueva virtud se le llamó «emprendimiento», y a su héroe urbano, el «emprendedor».

Para terminar esta sección, sirvámonos de la televisión nacional para sintetizar estos años noventa que alteraron de manera decidida las coordenadas de la economía, la política y la sociedad. La telenovela Los de arriba y los de abajo, escrita por Eduardo Adrianzén y dirigida por Michel Gómez, fue un gran éxito en los años 1994 y 1995. Cuando uno vuelve a ver algunos capítulos en YouTube descubre que, más que una telenovela, era el espejo del Perú de la primera mitad de los noventa. En ella apreciamos casi todas las transformaciones de la época con una particularidad importante: los de abajo son realmente de abajo; y sus personajes, como el entrañable Chamochumbi, una verdadera revolución para una televisión, siempre reacia a mostrar al país marginal. Sin embargo, más importante que las historias concretas que la telenovela desarrollaba, importa el clima que capturó: algo parecido al ánimo de un país que sacaba la cabeza del pozo. Eduardo Adrianzén afirma: «La novela refleja un animus jocandi de la época»64. Y algo de esto también se apreciaba en la apertura de la telenovela que habría de volverse un clásico de la televisión peruana. Se trataba de un clip con suculenta peruanidad noventera al ritmo de la canción «Triciclo Perú» de la banda Los Mojarras. Aparece ahí un país jodido pero menos oscuro, tan pujante y chonguero como informal, uno en el que si bien ya no hay violencia política, ahora tiene la del fútbol y sus barras bravas, y donde la aparición de los políticos denota pendejada y descrédito. En síntesis, a pesar de todo, ahí íbamos, empujando un «triciclo ambulante llamado Perú».

En poco tiempo, el ánimo del país se avinagra y el nuevo proyecto televisivo de Adrianzén y Gómez lo refleja bien. En 1997, estrenan Todo se compra, todo se vende, una historia sobre transgresiones morales, el anverso de un país que destruye sus instituciones a punta de informalidad, codicia y desprecio por el otro. El personaje principal ya no es como el querido Chamochumbi, sino un tal Rafael Muro, quien, a partir de un robo, hace fortuna comerciando carros usados en Tacna e invirtiendo su dinero en el negocio de los casinos. En esta novela no se aprecian ya los claroscuros de la primera mitad de los noventa, sino puro ensombrecimiento65.

A pesar de esta trayectoria, el imaginario respecto del gobierno de Fujimori quedaría mucho más atado a los inicios de la década del noventa que a los finales de esta, al momento en que volvió el aire al país y no cuando se generó una nueva asfixia. De esta forma se sedimenta la idea de haber prosperado cuando alguien se ocupó de nuestro destino. Un líder eficaz y desinteresado de la representación. Prosperábamos al tiempo que callábamos. Y esta íntima constatación antirrepublicana habría de sobrevivir a la caída del gobierno de Alberto Fujimori.

La democracia modernizadora

La modernización es, digamos, una sociedad computarizada pero inmóvil.

CARLOS MONSIVÁIS

La caída del gobierno autoritario y corrupto de Alberto Fujimori en el año 2000 marcó un cambio importante. El proceso acelerado de desinstitucionalización se revirtió: resucitó la independencia del Poder Judicial capturado por Montesinos; el Tribunal Constitucional, que había sido desmembrado, se recompuso; las elecciones y las instituciones a su cargo volvieron a ser confiables; el Congreso recuperó una pluralidad que había desaparecido a través de mayorías erigidas a punta de sobornos; más de doscientos funcionarios cercanos al régimen de Fujimori fueron sentenciados por algún crimen; y los propios Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos terminaron en la cárcel, tanto por sus ladronerías como por violaciones de derechos humanos. Si el Perú había sufrido en su historia múltiples dictaduras, esta vez se ejerció una infrecuente justicia contra los responsables de muchos de los crímenes cometidos por una de ellas. La caída del régimen y el advenimiento de la democracia fue, por lo tanto, una transformación mayor66.

Pero la historia conoce muy pocos cambios totales. Y este tampoco lo fue. Si lo más tóxico del régimen fujimorista no sobrevivió en el nuevo milenio, otras piezas de los noventa perduraron. Por lo pronto, las dos dimensiones que sostengo le dan unidad a todo el periodo bajo análisis en este capítulo: el trueque «gobierno por representación» y la Constitución de 1993. Estas sobrevivieron sin los vicios del autoritarismo y adaptándose al nuevo contexto democrático, el cual, paradójicamente, las afianzó cuando coincidieron con un crecimiento económico sin precedentes. Si la legitimidad gubernamental en los noventa provenía, en lo esencial, de haber sacado al país del hoyo de la violencia y la espiral inflacionaria; en los 2000, la fuente de legitimidad del buen gobierno recayó en la economía, especialmente en la expansión del PBI y del consumo. La representación, por su parte, siguió decayendo. El papel reservado a la política y a la sociedad se limitó a no entorpecer el engorde del PBI. Seguíamos siendo convidados a comprar y callar.

Lo que se impone desde los 2000 en adelante es un renovado proyecto de modernización por la vía económica. Sin embargo, anotemos que no sucede desde el saque. En realidad, al inicio de la década el ímpetu principal fue político-democratizador y no económico-modernizador. La decadencia autoritaria y corrupta del régimen de Fujimori llevó a una transición democrática. Es decir, la esperanza de cambio estaba en la esfera de las instituciones que garantizan la libertad política y la soberanía popular. No en vano esa transición la lidera Valentín Paniagua, un viejo líder de Acción Popular, inicialmente afiliado al Partido Demócrata Cristiano y originario del Cusco. En su discurso, al juramentar como presidente de la república en medio de la implosión caótica del régimen fujimorista, Paniagua estableció una agenda de prioridades republicanas alrededor de la representación, las elecciones y la lucha contra la corrupción67. Mucho de esta esperanza se prolongó en la elección de Alejandro Toledo en el 2001. Era, después de todo, quien había encabezado la resistencia a la ilegal reelección de Fujimori en el año 2000.

Sin embargo, Toledo no tenía forma de mantener vivo el fuego republicano que el gobierno de transición había procurado instalar. Se trataba, ante todo, de un pícaro, sin estatura ni capacidad. Quince años después descubriríamos indicios serios de que sería también un ladrón. Aun así, la vida institucional cambió. Las elecciones volvieron a ser confiables. Las autoridades reflejaban la voluntad popular procesada por un sistema electoral legítimo. Se estableció una Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), que produjo un informe que devino en pieza esencial para ensanchar el conocimiento sobre el conflicto armado interno. El Congreso, por su parte, retomó un papel menos sumiso frente al Ejecutivo (en el 2002, un ministro fue censurado y debió dejar el cargo por la acción del Legislativo)68. A esta recuperada —aun si modesta— importancia del Legislativo, se sumó una serie de reformas que intentaron contrarrestar los vicios del centralismo clientelar y autoritario del fujimorismo, con la esperanza de diseñar lo que en algún momento llamé «el régimen simétricamente opuesto al fujimorato», uno que buscaba ser participativo y descentralizado69.

No obstante, más allá de estos lances políticos, lo que realmente definió la gestión de Toledo y sentó una senda para los gobiernos siguientes residió en la esfera económica. Las riendas del gobierno fueron llevadas por sectores tecnocráticos interesados en el manejo ortodoxo de la economía y su apertura hacia el mundo. Pedro Pablo Kuczynski (PPK) —banquero, tecnócrata y viejo zorro de la política nacional— se convirtió, para todo efecto práctico, en el hombre fuerte de la gestión, y consagró al MEF como el centro del poder. Durante el gobierno de Fujimori, ese papel lo había compartido con el Ministerio de la Presidencia, una dependencia manejada políticamente y que fue desmantelada como parte de la transición. Con el advenimiento de la democracia, el poder se trasladó a la «isla de eficiencia» MEF70.

En tales circunstancias, la vida política representativa siguió siendo desdeñada. El Congreso se hizo comparsa del Ejecutivo, ya no como en los noventa, debido a una aceitada genuflexión, sino porque los políticos tenían poco para ofrecerles a los técnicos del Ejecutivo que marcaban la agenda del país. Si volvió un constitucional balance de poderes, no retornó la disputa política partidaria. Más bien, como apuntó Catherine Conaghan con anticipación casi clarividente, el régimen económico heredado de la Constitución de 1993 podría sobrevivir sin apuros a la caída de Fujimori a pesar de la falta de partidos71. Así fue. Se estructuró un modelo de desarrollo de modernización por la vía económica.

PPK, sus tecnócratas y el gran empresariado, entonces, empujan el manejo ortodoxo de la economía y la apertura comercial al mundo. Asimismo, la palanca para el desarrollo son las megaobras de infraestructura; el gran actor del progreso, el capital privado; la minería y la agroindustria de la costa, los sectores privilegiados. En el 2003, el sector minero e hidrocarburos creció en 4 %; en el 2004, en 6 %; y, en el 2005, en 10.3 %. Cuando Alan García llegó al gobierno en el 2006, el mundo había entrado al superciclo de las materias primas. La cosa iba por un tubo. Y a la fiesta material se le agregó contenido ideológico. Aunque las bases del proyecto modernizador ya estaban ahí, García las convirtió en catequismo al plantear un ideario de progreso que quedó plasmado en una serie de artículos publicados en el diario El Comercio, pero, sobre todo, en el primero, titulado «El síndrome del perro del hortelano»72.

Es importante detenerse en este discurso. No porque invente un proyecto de desarrollo para el Perú, sino porque consolida uno ya existente y que fue celebrado por las élites empresariales, tecnocráticas y mediáticas que gobernaban el Perú desde esos principios ideológicos. Comencemos por el título del artículo: es un dedo índice señalando a los traidores al progreso nacional. En el Perú habría unos ciudadanos-perros que petardean el desarrollo. Es decir, el título alude a una senda de progreso que debe realizarse contra la ciudadanía, esencialmente, la más pobre y marginal. El primer párrafo establece que el problema principal del país es que cuenta con mucha «propiedad ociosa». La Amazonía y los Andes aguardan a sus grandes inversionistas. El Perú aparece como un cúmulo de recursos por explotar, y ahí surgen los choques con la ciudadanía canina que, envenenada de ideología, conspira contra el progreso. Nuestro futuro, afirmaba el entonces presidente, radica «en poner en valor los recursos que no utilizamos», pues es «lo único que nos hará progresar» (el énfasis es mío). Es muy importante subrayar que no se propone un modelo económico, se plantea un modelo de desarrollo. Uno en el que resultan completamente ausentes la democracia, el Estado de derecho, la corrupción, la representación, las instituciones o el ciudadano. El actor del progreso es el gran inversionista; el indicador del éxito, el dígito del PBI. Nada más. Y así como quince años antes nuestras élites habían aplaudido la posibilidad de un emperador, ahora celebraban esta doctrina que podemos denominar «hortelanismo». Un proyecto que deja fuera de su interés a la ciudadanía, las instituciones y las libertades73.

Este «hortelanismo» del nuevo milenio era la versión peruana de lo que en ciencias sociales se conoce como las «tesis de la modernización». En ellas usualmente se plantea que las sociedades comienzan a progresar a partir de dimensiones económicas y sociales, y solo posteriormente —cuando se han urbanizado, enriquecido y alfabetizado, entre otras— desarrollan sistemas democráticos e inclusivos. Es decir, la esfera política e institucional sería un derivado de lo realmente clave: el progreso económico. Ahí donde se proponen, estas tesis producen desdén por la política, la democracia y los ciudadanos. Y se repitió en el Perú de los 2000, cuando las élites económicas, tecnocráticas y mediáticas las adoptaron acríticamente. Para poner un solo ejemplo de esta filiación mencionemos la formulación «No bourgeoisie, no democracy» —originalmente de Barrington Moore y utilizada por Jaime de Althaus, seguramente el intelectual peruano más comprometido con las tesis de la modernización74—. Según esta postura, la democracia se deriva de procesos económicos y sociales. Ese fue nuestro horizonte programático: darle prioridad a la acumulación económica por la vía de la inversión privada, con la convicción de que generaría en el futuro un bienestar institucional y político75.

Entre el 2002 y el 2020, este pacto modernizador es, en lo esencial, respetado por los distintos actores de la política peruana. A lo largo del periodo, se vuelve recurrente la fórmula «piloto automático» para referirse a que, sin importar quién gane las elecciones, el modelo modernizador se mantiene en pie. Hasta el antisistémico Ollanta Humala —elegido en el 2011 con una plataforma denominada «la gran transformación», que prometía cambios importantes en el manejo económico del país y buscaba la anulación de la Constitución de 1993— renunció a tales propósitos. Una vez más, en lugar de la representación se priorizaba la administración del proyecto modernizador. Cuando asumió la presidencia, Humala nombró como ministro de Economía a Luis Miguel Castilla, quien había sido el viceministro de su antecesor. Obra y elenco se mantuvieron76. Y en todo el periodo, el Congreso incordió poco. Ni Toledo ni García ni Humala tuvieron mayorías legislativas y, sin embargo, pudieron gobernar. En definitiva, los políticos —fueran presidentes o congresistas— carecían de recursos e incentivos para ofrecer algo alternativo al proyecto modernizador. Con nuevos acentos, se perpetuó una dinámica heredada de los noventa, según la cual la representación y el gobierno iban cada cual en su acera.

La principal fuente de legitimidad para el mantenimiento de este proyecto modernizador estuvo en el éxito económico. El país dio un salto. En el periodo 2002-2016, el PBI creció de 237 mil millones de soles a 502 mil millones77; y la pobreza se redujo en 33 puntos porcentuales, mientras que la pobreza extrema lo hizo en 2078. Las reservas del país aumentaron de 9.6 mil millones de dólares a 61.7 mil millones79. Y la inflación promedio anual fue de 2.8 %. Tales logros se debieron a varios factores. De un lado, coincidió con el superciclo de los precios de los commodities, que propulsó el crecimiento económico en toda América Latina y permitió que el continente sacase de la pobreza a 66 millones de personas entre el 2002 y el 201480. De otro lado, esto también fue producto de una política agresiva de los gobiernos peruanos, que priorizaron la integración a mercados internacionales, al punto de firmarse diecisiete acuerdos comerciales con distintos países. Finalmente, el manejo responsable de las cuentas fiscales nacionales por parte del MEF y del BCRP brindó una solidez macroeconómica que facilitó el crecimiento y la acumulación.

Todo esto redundó en una sociedad que adquirió un poder de consumo desconocido, y muchas de las ciudades del Perú descubrieron las comodidades y los hábitos de una nueva clase media. El consumo privado saltó de 152 mil millones de soles a 321 mil millones entre los años 2002 y 201681. Si en el 2002 en el país había trece centros comerciales, en el 2015 se habían incrementado a setenta y ocho82. La expansión de sectores que dejaban de ser pobres fue rotunda: pasamos de tener una clase media que constituía el 11.9 % de la población en el 2005 a 50.6 % en el 201483. Danilo Martuccelli resumió esta transformación de manera inmejorable: los nuevos limeños —pero podríamos expandir el diagnóstico a buena parte del Perú urbano— ahora podían «darse sus gustitos»84.

Esta prosperidad económica, además, permitió la expansión del Estado y sus servicios sociales. Juntos, el programa de transferencias monetarias condicionadas, pasó de unos pocos miles de beneficiarios en el 2005 a 750 mil en el 2015. El gasto en programas sociales se duplicó de 282 dólares por persona en el 2001 a 599 dólares en el 2015; en el sector salud se pasó de 51 dólares por persona a 129 dólares; mientras que, en educación, de 92 dólares a 204 dólares. Asimismo, el alcance territorial del Estado peruano aumentó de manera notoria. La red de carreteras pavimentadas, por ejemplo, se incrementó de 8500 kilómetros en el 2000 a cerca de 20 mil kilómetros en el 201685.

Estas transformaciones empujadas por una economía al galope redundaron en un optimismo desbordante para buena parte del país. Apareció un renovado nacionalismo por la vía del consumo que se encarnó en la fórmula y logo de la Marca Perú. Y, como se sabe, a las marcas les va bien cuando así lo establecen las normas de la contabilidad. Tal fue el optimismo ligado a la Marca Perú que en el 2011 se realizó un spot documental llamado Perú-Nebraska, en el cual un pueblo del midwest norteamericano llamado Peru era invadido por peruanos que lo sacaban de su atraso. Una de las palancas para conseguirlo era una actividad que formó parte de este momento de optimismo: la gastronomía. Con el liderazgo indiscutible y notable de Gastón Acurio, la comida peruana alcanzó un reconocimiento mundial que favoreció este clima esperanzador. De otro lado, el empresariado fue el sector peruano más exultante con la situación: alcanzar el primer mundo parecía un objetivo posible y hasta cercano. Como ejemplo se puede apreciar la gráfica y contenido de la Conferencia Anual de Ejecutivos (CADE) del 2014: el triciclo Perú se transformaba en tren supersónico. Y mucho de este ánimo también se apreció en la ciudadanía cuando Machu Picchu fue considerada una de las nuevas siete maravillas del mundo en el 2007. ¿Qué tenían en común estas escenas de optimismo? Una confianza en que el crecimiento económico estaba impulsando un país notoriamente mejor. Una convicción de que no era un mero espejismo nacional: los diagnósticos en el extranjero apuntaban en la misma dirección, como cuando el exvicepresidente norteamericano Al Gore afirmó que pronto el mundo reconocería «el milagro peruano»86. El enriquecimiento, de acuerdo con los planes modernizadores, parecía chorrear hacia otras esferas de la vida social y mejorarlas. Se establecía un imaginario de concordia nacionalista de la mano con el progreso económico y el consumo. Comprar y callar.

Sin embargo, debajo de esta alfombra exuberante, se acumulaban deudas sociales e institucionales. En primer lugar, se postergó toda iniciativa que pusiera en el centro del debate la cuestión del Estado de derecho. Las políticas anticorrupción que animaron el gobierno de transición de Paniagua desaparecieron de la escena. Asimismo, las asignaciones presupuestarias en el país crecían como producto del enriquecimiento general e inercial, sin que esto respondiese a un plan de desarrollo preocupado por la calidad del gasto, por las necesidades ciudadanas o por la corrupción87. De esta manera, los presupuestos de muchos sectores se multiplicaban varias veces sin revertir en mejores servicios para la ciudadanía. En unos años esto sería especialmente visible y trágico en el ámbito de la salud y la educación. Similar historia se repetía en el sistema de justicia nacional, en el que, producto del crecimiento económico, los salarios y recursos se multiplicaban sin que esto deviniese en una nueva y legítima relación con la sociedad peruana.

En segundo lugar, la política electoral nacional se consolidaba como un mercado persa de candidaturas, en el cual membretes electorales hiperbólicamente llamados partidos políticos ofrecían sus candidaturas al mejor postor. Una política de personajes en búsqueda, cada temporada, de una plataforma en la cual recalar. Tanto a nivel nacional como subnacional, los representantes y la sociedad profundizaron la relación de atrofia heredada de los noventa. Como señalan Steven Levitsky y Mauricio Zavaleta, en el Perú la política se redujo a su mínima e indivisible expresión: el político independiente88. Y, en tal sentido, constituye el caso más severo de colapso partidario en América Latina. Esta debacle representativa, sin organizaciones y regida por oportunistas, se convirtió en una puerta abierta para que intereses informales e ilegales introdujeran a sus gestores particulares en la gran mayoría de bancadas parlamentarias y gobiernos subnacionales89. Más de un partido político ha tenido cuadros vinculados a investigaciones nacionales e internacionales por narcotráfico: de acuerdo con el investigador Jaime Antezana, en el 2014 había catorce congresistas vinculados al narcotráfico90 y, según otra investigación, en las elecciones subnacionales del 2014, hasta 124 candidatos tenían cercanía con el tráfico de drogas91.

La representación femenina, de otro lado, apenas mostró avances a pesar de constituir el 48 % de integrantes de las organizaciones políticas92. En el 2001, solo el 18 % de mujeres formaba parte del Parlamento, mientras que en el 2011 alcanzaron el 23 %, y, en el 2016, el 21 %. Tras cinco contiendas electorales regionales, solo cuatro mujeres han logrado ser elegidas gobernadoras. En fin, el mundo de la representación se pudría y nadie se tomó en serio la tarea de reformarla.

En tercer lugar, la informalidad y la ilegalidad se expandieron rápidamente93. Del lado de la informalidad, esta se mantuvo entre las más altas del mundo, con un 80 % de la población económicamente activa (PEA) en el 2007; y la tasa de sindicalización, por su parte, siguió disminuyendo, pasando del 8.1 % en el 2006 al 5 % en el 201694. La informalidad también se percibe en la manera como se han expandido las ciudades peruanas. Un estudio reciente de Álvaro Espinoza y Ricardo Fort encuentra que el 93 % de la expansión urbana entre el 2001 y el 2018 ha sido informal95. Leyó bien, ¡el 93 %!

Las actividades ilegales siguieron un camino semejante. Gracias al auge del precio internacional del oro, la minería informal e ilegal se desplegó sobre el territorio nacional, hasta que, para el año 2016, todas las regiones del Perú contaban con esta actividad, lo cual resultó devastador en la Amazonía y muchos de sus parques «protegidos». Para el 2013, aproximadamente el 25 % de la producción de oro en el Perú tenía un origen informal o ilegal96. En cuanto al narcotráfico, el Perú llegó a ser el primer productor mundial de cocaína, aunque a partir del 2013 Colombia ocupó ese lugar de manera constante97. Toda esta actividad económica se traduciría en un hecho macizo: para el 2018, el 87 % de los peruanos consideraba que alguna actividad económica ilegal formaba parte importante del crecimiento económico de su región98.

Como consecuencia, la ciudadanía descubrió la criminalidad urbana. Varias regiones del país comenzaron a tener indicadores de asaltos y homicidios propios de los países más peligrosos del mundo. En Tumbes, por ejemplo, la tasa de homicidios en el 2017 superó a la de Guatemala en el 2016 (28.8 frente a 27.3 asesinatos por cada 100 habitantes), mientras que Huaral y Barranca (a dos horas de Lima) se acercaban también a esos porcentajes. Madre de Dios pasó de 16.5 a 46.6 homicidios por 100 mil habitantes entre el 2012 y el 2017, números similares a los de El Salvador en el año 201399. Esta criminalidad e inseguridad adoptaban, además, una fisonomía crítica para las mujeres. En el 2017, la Thomson Reuters Foundation consideró a Lima como la quinta ciudad más peligrosa del mundo para las mujeres100. En suma, los peruanos descubríamos, como en el resto del continente y en contra de los pronósticos modernizadores, que «más dinero, más crimen»101.

Así, teníamos una situación de expansión económica que alimentaba las fantasías de las élites nacionales, al mismo tiempo que nutría una informalidad y criminalidad que no encontraban resistencias desde un Estado de derecho débil y postergado en el proyecto modernizador. De ahí que Eduardo Dargent, Andreas Feldmann y Juan Pablo Luna desarrollaran la paradoja de «más Estado y menos estatalidad»102. En otros términos, había más presencia estatal, pero menos efectividad de la ley. Un ejemplo de esta dinámica la encontramos en la nueva carretera Interoceánica que conecta Brasil y el Perú, cuya construcción inició en el 2005. El Estado ganaba en presencia, pues penetraba territorios desconectados; pero, una vez inaugurada, se convirtió en una infraestructura vial que sirvió, sobre todo, para dinamizar economías ilegales, como el tráfico de drogas, la tala ilegal de madera y la minería clandestina, favoreciendo la depredación de la Amazonía. Es decir, se expandía el Estado porque había más recursos, pero hacer cumplir la ley requiere mucho más que dinero.

Si recapitulamos, encontramos que, de un lado, la democracia modernizadora generó un gran crecimiento económico; la gente compraba; había efervescencia entre las élites políticas, empresariales y mediáticas, que conectó con el ímpetu de un Perú urbano donde se expandieron los hábitos y expectativas de una vida clasemediera. Del otro, se configuró un país donde el Estado de derecho no prosperó, en que la representación política se hacía cada vez más vil y donde el boom económico alentó la criminalidad en diversas formas. Y, por eso, más allá de los entusiasmos empresariales, nunca hubo en este periodo una satisfacción unánime con el enriquecimiento. Porque no era lo único que ocurría.

De hecho, Alfredo Torres, especialista en opinión pública peruana, propuso con agudeza que el país atravesaba una etapa de «crecimiento infeliz»103. Y esto se apreciaba en diferentes arenas. Por ejemplo, de Toledo a PPK, los presidentes fueron impopulares. Humala llegó a segunda vuelta dos veces con un discurso que explotaba la amargura nacional por la manera en que el país era manejado104. Se hizo común oír sobre «conflictos socioambientales». El encuentro de grandes inversiones privadas con lo más olvidado de nuestra ciudadanía en un contexto de ausencia de partidos dejó muertos en cantidades105. Entre los gobiernos de García, Humala y PPK se registraron un total de 279 fallecidos por conflictos. En el 2009, en Bagua, en la selva, un conflicto originado por una serie de decretos que «facilitaban» la gran inversión privada terminó con la muerte de treinta y tres peruanos, entre policías y manifestantes. Es el problema del mandato hortelanista: el progreso reclama doblegar a los perro-ciudadanos. Como desarrolló el investigador Javier Arellano, en el Perú los conflictos no estaban relacionados con la pobreza, sino con zonas pobres en las que de pronto entraban muchos recursos106. En resumen, debajo de las grandes cifras macroeconómicas el malestar se expandía sin recibir atención.

Señalemos, finalmente, un cambio de otro signo en el ámbito social peruano. De un lado, aparecieron nuevos sectores conservadores asociados a la expansión de las iglesias evangélicas. En 1993, los cristianos evangélicos representaban el 7.2 % de la población; en el 2017, eran el 15.6 %107. Parte de esta expansión permitió que movimientos sociales conservadores se hicieran más visibles y realizaran manifestaciones masivas bajo eslóganes como «#ConMisHijosNoTeMetas». Combatiendo una supuesta «ideología de género», buscaban petardear las políticas estatales de educación laica asentadas en el principio de igualdad entre niños y niñas. Frente a esta opción, al igual que en el resto del mundo, emergió una movilización progresista preocupada por la condición de la mujer. Poco a poco, se hizo visible la magnitud de la violencia doméstica contra las mujeres. El 63 % de las peruanas entre quince y cuarenta y nueve años señalaba haber sido víctima de violencia familiar, y en algunas regiones, como Apurímac, Cusco y Puno, la cifra bordea el 80 %108. Y, tras una serie de casos terribles de violencia de género, cuajó el movimiento Ni Una Menos, que produjo, en el 2016, la marcha más nutrida del Perú pos-Fujimori109.

En la localidad de Bagua, en el 2009, se produce un enfrentamiento trágico entre ciudadanos y policías que deja un saldo de treinta y tres muertos. El episodio quedará por mucho tiempo como una alegoría de la época: afán por expandir inversiones privadas, una ciudadanía ninguneada y un Estado precario.

Archivo La República

Tres gobiernos después de caído el de Alberto Fujimori, el proyecto modernizador hortelanista había conseguido mucho de lo que se proponía: una economía más dinámica y con una población más rica (o menos pobre), mientras las urgencias políticas e institucionales, acorde a sus prioridades, fueron dejadas de lado. Entre nuestras élites, nadie quiso entender que la riqueza sin ley es otra forma de subdesarrollo. Lo comprenderíamos todos juntos en los siguientes años.

La descomposición del proyecto modernizador

El eclipse no fue parcial.

SODA STEREO

Hacia mediados de la gestión de Ollanta Humala (2011-2016), los límites de nuestro modelo de desarrollo se hicieron evidentes. Desde la academia se señalaba que el entusiasmo empresarial con el Perú del boom económico era un error, pues nuestro modelo no contenía «la semilla del desarrollo»110. Es más, ni siquiera la propia economía mostraba progresos, pues ralentizaba sus tasas de crecimiento. Ni los precios internacionales se mantenían en los niveles previos al 2013, ni el país había sofisticado su matriz productiva. Como se aprecia en el Gráfico 1, si obviamos la caída del PBI en el 2009, lo que tenemos es una disminución constante de las tasas de crecimiento del 2008 en adelante.

Gráfico 1. Crecimiento económico 2000-2020

Elaboración propia con base en portal de datos de la BCRP.

El declive económico va de la mano con el político e institucional. Políticos y agrupaciones ingresan a una dinámica de agresión sin consideraciones hacia el país. El bloque que será denominado «fujiaprismo», por la convergencia de más de una década de los intereses del APRA y el Fujimorismo, enfrenta con rudeza al gobierno de Ollanta Humala, primero, y luego, sin contemplaciones, al de PPK (2016-2018) y Vizcarra (2018-2020). Lo triste —e interesante— de esta espiral de pugna política es que no giraba alrededor de ningún asunto relevante para el Perú. De hecho, en su momento caractericé a esa atmósfera conflictiva desprovista de sustancia como el de una «crispación sin crisis»111.

Hoy me doy cuenta, sin embargo, de que estaba equivocado. Sí había una gran crisis. Pero era clandestina. En marzo del 2014, la justicia brasileña hizo pública una investigación enorme sobre una trama de corrupción que vinculaba a empresarios y políticos brasileños con decenas de proyectos elaborados en América Latina y África. Como queda claro hoy, los políticos peruanos no estaban ariscos y nerviosos por las puras. Había que controlar el tsunami brasileño. Casi todo el elenco de la política peruana fue alcanzado por la corrupción de constructoras como Odebrecht, Camargo Corrêa y OAS. Informes periodísticos y fiscales revelaron que Toledo habría recibido alrededor de 20 millones de dólares en coimas; García aparecía implicado en varias operaciones ilícitas con Odebrecht; Humala y su esposa, Nadine Heredia, estarían involucrados en haber desviado las donaciones que recibieron para las campañas electorales del 2006 y 2011; Kuczynski había tenido contratos con Odebrecht que ocultó durante su presidencia; Keiko Fujimori, sin haber sido presidenta (pero sí congresista), había recibido donaciones comprometedoras; los exalcaldes de Lima, Luis Castañeda y Susana Villarán, también fueron salpicados por negocios turbios. En resumen, de arriba a abajo y de izquierda a derecha, casi todos habían pasado por caja. La corrupción brasileña encontró excelentes socios peruanos, tanto empresariales como políticos112. O sea, más que la pobre ciudadanía-canina que el hortelanismo señalaba como el impedimento para el progreso, este fue petardeado por las élites.

La corrupción a gran escala de las dos primeras décadas del 2000 es importante porque agregó a la degradación económica e institucional unos políticos temerosos de ser encarcelados. El juego político se convirtió en una impostura que ocultaba una lógica penal.

Las elecciones del 2016 fueron una caja de sorpresas y paradojas. PPK llegó a segunda vuelta debido a que varios candidatos fueron eliminados. Ahí enfrentó a Keiko Fujimori. Sin nada de izquierda en la segunda vuelta, y siendo esta minoritaria en el Congreso, se anticipaba un quinquenio de armonía derechista. No obstante, en lugar de comprender que el país estaba inmerso en un proceso de gradual deterioro que clamaba por reformas importantes, la derecha peruana en sus dos vertientes —una tecnocrática en el Ejecutivo y otra populista en el Congreso— profundizó las inercias institucionales y económicas recibidas, y produjo un desmadre colosal.

Gráfico 2. Principales problemas del país (2007-2018)

Elaboración propia con base en los informes de Ipsos (2007-2018)113.

PPK solo le ganó a Keiko Fujimori porque construyó una campaña alrededor de la defensa de la democracia, del Estado de derecho y de la lucha contra la corrupción. Es decir, las banderas institucionales tanto tiempo abandonadas en el país de la modernización económica. Sin embargo, una vez en el poder, dejó en claro que no podía renegar de su naturaleza: «El gobierno que yo lidero es una apuesta por la modernización»114. Una vez más, la representación sofocada en nombre de un proyecto de gobierno desinteresado de las voluntades ciudadanas. Pero PPK y su gente no solo defraudaban el mandato ciudadano en las urnas, también el sentir que aparecía en las encuestas. Ahí la ciudadanía establecía con claridad que la corrupción, la delincuencia y la falta de seguridad eran los problemas principales del país (ver Gráfico 2).

El gobierno de la modernización y sus expertos gerenciales, desde luego, no iban a detenerse a escuchar a la ciudadanía. Sus prioridades eran otras. De un lado, se decidió cerrar el déficit fiscal agresivamente en un momento en que la economía se enfriaba. A la postre, el propio gobierno reconoció que este había sido un error, pero el daño ya estaba hecho y el crecimiento del PBI se contrajo más de lo previsto. De otro lado, empujaron unas intrascendentes reducciones de trámites por la creencia ingenua de parte del empresariado de que había una «tramitología» que empantanaba el crecimiento económico. La propuesta modernizadora fue un desastre. Postergar las agendas que lo habían hecho ganar las elecciones y las demandas ciudadanas no sirvió para nada. Para nada positivo, se entiende. En solo año y medio, la administración de PPK desaceleró la economía con sus medidas superortodoxas; la informalidad que había prometido reducir aumentó; y, por último, a fines del 2017, por primera vez en el milenio, la pobreza aumentó115. Los ppkausas —como eran conocidos de manera générica los seguidores de PPK— no se percibieron como representantes, sino como gobierno. Pero el trueque ya no daba más, y ni siquiera resultaron buenos gobernantes. Apostaron por el trajinado «piloto automático» cuando hacía rato el país se preguntaba con angustia ¿dónde está el piloto?

En la acera legislativa, el Congreso cargaba una nueva fisonomía, pues Fuerza Popular (el fujimorismo) consiguió 73 de los 130 congresistas. Sin embargo, esa novedad aritmética se asentaba sobre la profundización de dos males representativos heredados. De un lado, el Congreso volvía a mostrarnos un conglomerado de «independientes»: el 80 % de los congresistas fujimoristas eran nuevos en el partido116 y llegados por el sistema del mejor postor que ya hemos descrito antes. De otro lado, una vez electos, muchos de esos independientes se destaparon como ramplones gestores de intereses particulares: de universidades privadas de mala calidad, de la minería informal, de cooperativas sospechosas de lavado de dinero, del negocio de los casinos, del transporte informal y un vasto etcétera. Los males representativos alcanzaban un nuevo sótano. Y arrastrarían al Perú.

Demostrando que el politólogo Juan Pablo Luna está en lo correcto cuando asegura que «una democracia sin representación se parece a un gobierno para los políticos»117, los congresistas de Fuerza Popular se pusieron a disposición de Keiko Fujimori para dinamitar el gobierno de PPK. Desde el inicio, sus ministros fueron convocados al Congreso decenas de veces sin ton ni son118. Un excelente ministro de Educación como Jaime Saavedra fue censurado desde la mera arbitrariedad. Se produjo, en suma, un ataque vehemente contra un Ejecutivo que también cargaba con sus debilidades representativas, pues, en la práctica, no tenía bancada que lo defendiera.

Una mañana de diciembre del 2017, luego de más de un año negando cualquier relación con Odebrecht, PPK dejó caer en una entrevista que en realidad sí, que ahora ya lo recordaba: sí había tenido un contrato con Odebrecht. Unos días después agregó que «algún dinerito» podría haber recibido por aquello119. PPK se salvó de un primer intento de vacancia gracias a un trueque innoble con Kenji Fujimori: si este rompía la bancada de su hermana Keiko y se llevaba un buen contingente de congresistas, el presidente indultaría a su padre, Alberto Fujimori, quien purgaba una condena de veinticinco años de prisión por corrupción y crímenes contra los derechos humanos. Sin embargo, en marzo del 2018, PPK debió renunciar cuando se hizo evidente que sí habría los votos para vacarlo en un segundo intento. La viveza criolla les sirvió de poco a PPK y a Alberto Fujimori: uno terminaría sin presidencia y bajo arresto domiciliario, y el otro volvería a la cárcel una vez anulado el indulto recibido.

Tal era el resultado caro a los deseos de Keiko Fujimori. Cumplía su revancha contra quien le había malogrado una presidencia a la cual se sentía destinada, al mismo tiempo que castigaba al hermano desleal y regresaba a la cárcel al padre, quien le podía disputar la preeminencia en el partido120. La lideresa y su mayoritaria bancada aparecían como un escuadrón implacable.

Hagamos un alto para observar el tronco de la historia detrás de la hojarasca de los hechos. Primero, subrayemos su rasgo anómalo y principal: el Congreso ha derrotado al Ejecutivo. O, si queremos ponerlo de otra manera, la política ha matado a los gerentes. El Perú de la Constitución de 1993 se fundaba en la primacía del gobierno sobre la política, pero a la mayoría fujimorista le dio igual el mandato de comprar y callar: generaron ruido político y decapitaron, entre otros, a un ministro de Economía121. ¡El Congreso derrotando al MEF! Este mundo patas arriba solo se explica por la profundización de procesos previos: PPK y sus técnicos insisten en el paradigma agotado de la modernización por la vía económica, lo cual construye un gobierno impopular; la crisis de representación política da lugar a un Congreso de mercenarios sin consideraciones institucionales; y la corrupción de Odebrecht genera la prueba que hace viable defenestrar a un presidente. Una descomposición toda heredada. Pero no se trata de pura inercia, pues quienes tomaron el poder en el 2016 decidieron profundizar —y no alterar— esas inercias.

Regresemos a Keiko Fujimori. Es marzo del 2018 y, cual vengadora en una película de Tarantino, se ha salido con la suya. Ahora debe construir una película menos tóxica. Para ello se entiende con Martín Vizcarra, vicepresidente de PPK, quien asumiría la presidencia122. Todo hacía prever que este gobernaría sometido a los designios del fujimorismo mayoritario. Pero el affaire duró lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks.

Otra vez un escándalo de corrupción alteró toda planificación. Se trataba del caso Cuellos Blancos del Puerto. Miles de audios provenientes de una investigación judicial se hicieron públicos y mostraron una gigantesca red criminal que involucraba a jueces, políticos, policías, empresarios, fiscales. Como señaló Luis Pásara, en la historia peruana, el Poder Judicial siempre tuvo poca autonomía frente al poder económico y político, pero estos audios mostraban algo peor: las instituciones judiciales estaban infiltradas de intereses criminales123. En uno de los audios, un empresario cercano al fujimorismo arreglaba con un juez corrupto una cita para «la señora K». «Ahora o nunca», debió pensar Vizcarra.

En el discurso presidencial del 28 de julio del 2018, el presidente Vizcarra sacó la artillería contra la corrupción. Afirmó que, tras los audios escuchados, proponía una reforma de la justicia y la política, y acusó al fujimorismo de bloquear dichas reformas en el Congreso. La ciudadanía se puso del lado de Vizcarra. Y era normal: desde hacía mucho, las consideraciones institucionales se habían silenciado en función de la prioridad económica. Entonces, movido por un oportunismo que le permitiría zafarse de la camisa de fuerza fujimorista, Vizcarra decidió representar la voluntad ciudadana antes que posponer, una vez más, las necesidades institucionales. En diciembre del 2018 se llevó a cabo un referéndum, y las propuestas de reforma de la justicia y de la representación política por las cuales Vizcarra hizo campaña obtuvieron un apoyo masivo124.

Después de treinta y seis años, la selección de fútbol regresó a un Mundial. La clasificación al Mundial de Rusia 2018, tras ganar el repechaje contra Nueva Zelanda, despertó una algarabía nacional pocas veces vista. Ricardo Gareca, el entrenador al mando de la hazaña, se hizo de una admiración y respeto que difícilmente menguará.

Ernesto Benavides/AFP

Todo esto abrió una nueva temporada de enfrentamiento feroz entre Ejecutivo y Legislativo. La mayoría «fujiaprista» protegía a los principales implicados en casos de corrupción y petardeaba las reformas planteadas. El clima político estaba definido por un duelo irresponsable desde los dos botones atómicos de la Constitución: el Congreso amenazaba con vacar a Vizcarra, y este, con disolver el Congreso. Hasta que llegó el 30 de setiembre del 2019. El Congreso procuró de manera arbitraria renovar el Tribunal Constitucional con jueces a la medida. El primer ministro, Salvador del Solar, llegó al Legislativo para plantear una cuestión de confianza sobre el procedimiento de elección de los magistrados. Al no recibir respuesta en una sesión turbulenta, el presidente Vizcarra asumió que la confianza se había denegado de manera «fáctica». Como se trataba de un segundo rechazo de confianza en el mismo periodo de gobierno (el primero lo había sufrido el premier Fernando Zavala en setiembre del 2017), el presidente quedaba autorizado a disolver el Congreso. Y, esa misma tarde, lo hizo125.

Con el Congreso disuelto y un Vizcarra triunfante, parecía que la calma política retornaría al país. Nuevamente nos equivocamos. En enero del 2020 se eligió al Congreso que completaría el mandato hasta julio del 2021. Como era previsible, ante el descrédito del fujimorismo, ya no hubo una súper mayoría, sino una fragmentación marcada por doce partidos. Parecían destinados a ser un Congreso débil frente un Ejecutivo popular. Era imposible anticipar que estaban a punto de comenzar dieciocho meses en que la decadencia nacional se aceleraría.

La república se queda sin oxígeno

Jamás, señor ministro de Salud, fue la salud más mortal.

CÉSAR VALLEJO

A inicios del 2020, el mundo observó azorado que la ciudad china de Wuhan, con 11 millones de habitantes, fue puesta en cuarentena estricta debido al nuevo coronavirus SARS-CoV-2 (COVID-19). Pronto, el nuevo virus se expandió por el mundo. Vimos escenas inimaginables de muerte y colapso sanitario en Inglaterra, Italia y España. Unas semanas después, la pandemia llegó a América. En el Perú se detectó el primer caso el 6 de marzo del 2020. Ocurrió cuando el proyecto modernizador ya había entrado en descomposición: la economía no crecía, y la corrupción y representación política —dominada por gestores de intereses— complotaban contra la gobernabilidad. La pandemia profundizó esta debacle múltiple, pues radicalizó el conflicto entre políticos y poderes del Estado, pero, además, generó una crisis económica, sanitaria y social propias de una guerra, mientras el consenso sobre el manejo ortodoxo de la economía se esfumó. Ingresamos así en una crisis en la que cada ámbito del país se desmoronaba. Y esto habría de condensarse en las elecciones de abril-junio del 2021.

A la luz de cómo los servicios de salud europeos y latinoamericanos fueron arrasados por la pandemia, no sorprendió que el nuestro también lo fuera. Y, si observamos que el mundo entero entró en recesión por la pandemia, tampoco resulta extraño que nuestra economía se resintiera. Lo que sí resulta difícil de abordar —y traumático de constatar— es que, tanto en términos económicos como de mortalidad, la pandemia nos haya pegado como a ningún otro país del mundo. El Gráfico 3 es la foto macabra de nuestra performance en el contexto latinoamericano.

Gráfico 3. Impacto económico y sanitario de la pandemia

Elaboración propia con base en Our World in Data y datos del Banco Mundial126.

Las razones por las cuales el Perú fue el país que lidió de peor manera con la pandemia en el mundo será materia de investigaciones por muchos años, y se requerirá de gran cantidad de estudios comparados con otros países y regiones para poder establecer alguna explicación sistemática y sólida. Acá solo apuntaré algunos fragmentos de la historia.

Comencemos por el sistema sanitario peruano cuando llegó la pandemia127. Aquí nos encontramos con una paradójica situación que, a estas alturas del artículo, ya es poco paradójica: en los últimos quince años, el presupuesto del sector salud se había incrementado de manera notable. Es decir, estamos ante un nuevo caso de lo que Dargent, Feldman y Luna consideran «más Estado sin estatalidad». Aunque con más dinero a su disposición, el sector estaba muy mal preparado128. Al inicio de la pandemia solo se contaba con cien camas UCI, es decir, se disponía de 2.9 camas UCI por cada 100 mil habitantes: seis veces menos que Argentina, Brasil y Uruguay, y tres veces menos que el promedio de la región. El número de médicos por cada 100 mil habitantes era casi la mitad que Chile (1.3 frente a 2.5). El número de camas hospitalarias por 100 mil habitantes era de la mitad de un país caribeño como Trinidad y Tobago (1.6 frente a 3). El gasto en salud (5.2 % del PBI en el 2018) estaba por debajo del de otros países de la región (Colombia 7.4 %, y Chile, 9.1 %), y era menos de la mitad de los países de la OECD (12.5 %)129.

La cuarentena radical que adoptó el gobierno de Martín Vizcarra tendría consecuencias económicas terribles: en abril del 2020, la economía cayó en un 40 %, el 42 % de peruanos dejó de percibir un ingreso o quedó desempleado, el 89 % redujo sus gastos y el 80 % utilizó sus ahorros para cubrir gastos en la pandemia130. El 14 % de hogares declaró no haber podido comprar alimentos con contenido proteico. Para contrarrestar, se decidió distribuir una serie de bonos monetarios que paliasen la penuria. Felizmente, había reservas para ponerlo en práctica. Pero no existía la capacidad para hacerlo efectivo. Los bonos llegaron tarde, mal y nunca, y, para todo efecto práctico, fracasaron en la tarea de desalentar a la población de salir a la calle a trabajar. Pocos ejemplos mostraban de una manera tan transparente la distancia que se había construido entre el manejo «macro» y «micro» de la economía.

Esta incapacidad institucional estaba vinculada a una sociedad informal. Aunque millones de personas habían abandonado la pobreza en términos monetarios, mantenían una vida precaria. En el 2019, el 72.7 % de la PEA peruana se encontraba en la informalidad, lo cual se relaciona a una sociedad sin lazos, sin confianza y donde cada quien baila con su pañuelo. Mientras un tercio de los peruanos del sector socioeconómico A cuenta con un seguro de salud privado, en el sector E lo tiene el 0 %. Es decir, carecemos de una institucionalidad común para sobrellevar las crisis. Unos pocos pagan por servicios de calidad y otros muchos se resignan a lo que buenamente puedan conseguir del maltrecho y corrupto Estado. Esta ausencia de lazos se hizo patente cuando se declaró el inicio de la cuarentena y decenas de miles de peruanos de origen provinciano afincados en Lima debieron echarse a andar de regreso a sus ciudades y pueblos, dando lugar a verdaderas escenas de éxodo bíblico. No encontraron cómo sobrevivir en la capital. Hasta donde llega mi conocimiento, solo en la India hubo escenas semejantes.

A nivel sanitario, económico y social, la pandemia alumbró las falencias propias de las décadas precedentes. En contra de las predicciones modernizadoras, el crecimiento económico no se había ocupado espontáneamente de construir el entramado de instituciones y prácticas que permiten una vida en común decente. Ante la debacle nacional, los peruanos observaban su país y pensaban, como en la canción de Bob Dylan, «things went from bad to worse; money never changed a thing»131.

Ahora bien, el hecho de ser el país que lidió de peor manera con la pandemia no puede explicarse únicamente por herencias institucionales, por una razón muy simple: nuestras instituciones no son las peores del mundo. Muchas de las decisiones tomadas por el gobierno de Vizcarra agudizaron nuestros problemas. Por ejemplo, el Ministerio de Salud apostó por entregar y hacer campaña por la ivermectina y la hidroxicloroquina, medicinas que no tenían fundamento clínico para combatir la COVID-19; al mismo tiempo, el Estado compró millones de pruebas serológicas (rápidas) inadecuadas para realizar seguimientos al virus. Asimismo, el gobierno peruano tuvo una lentitud pasmosa para comprar vacunas en el mercado internacional. Todo esto generó que una segunda ola de contagios, entre diciembre del 2020 y abril del 2021, fuese aún más devastadora que la primera (de abril a julio del 2020)132. Como han mostrado Luis Jochamowitz y Rafaella León, esta gestión deficiente se debió, en buena medida, a que durante la pandemia el presidente Vizcarra se aisló con un grupo reducido y mediocre de personas133.

En dieciocho meses de pandemia acumulamos alrededor de 200 mil muertos. Para ponerlo en perspectiva, mencionemos que la rebelión de Túpac Amaru generó 100 mil muertos; la guerra con Chile, 20 mil; y el conflicto armado interno de los años ochenta, alrededor de 69 mil134. Más de tres millones de compatriotas cayeron en la pobreza. Un país de deudos y deudas. Sin embargo, estas no se repartían aleatoriamente en la sociedad peruana, sino muy bien distribuidas desde nuestras desigualdades históricas y recientes. Pongamos dos ejemplos de este impacto segmentado de la pandemia sobre el país. En el Gráfico 4 se relaciona el número de muertes por COVID-19 con los distritos de Lima ordenados por sus ingresos promedios. Como se aprecia, los peruanos no atravesamos la tormenta pandémica en el mismo barco.

Gráfico 4. Mortalidad en los quintiles de distritos con mayor y menor pobreza monetaria en Lima y el Callao135

https://rpmesp.ins.gob.pe/rpmesp/article/viewFile/6740/4186/45748

Fuente: Extraído de Oscar Mujica y Paul Pachas, «Desigualdades sociales en la mortalidad durante la COVID-19 en Lima y Callao», Revista Peruana de Medicina Experimental y Salud Pública 38, n.° 1 (2021): 183–184.

En síntesis, la pandemia hizo visible no solamente una crisis económica o sanitaria, sino que develó fallas estructurales en la posibilidad de construir una comunidad digna de ese nombre. Las imágenes de plazas y calles del Perú tomadas por filas de balones de oxígeno quedan como testimonio de una economía secuestrada por mafias, mientras muchas clínicas sacaban provecho de la desgracia nacional, todo lo cual daba la imagen de una sociedad del sálvese quien pueda y de un Estado incapaz de garantizar lo más básico.

El país se queda, literalmente, sin oxígeno. Alrededor de 200 mil personas mueren producto de la pandemia de la COVID-19. Las consecuencias de semejante tragedia habrán de sentirse por muchos años.

Archivo La República

Simultáneamente, la democracia también se quedó sin oxígeno. Aunque fragmentado, el Congreso recién elegido resultó tan dañino como el anterior. Mencionemos solamente dos rasgos. De un lado, la pandemia empujó a los congresistas a perder toda consideración por las normas básicas del manejo económico nacional. La gran mayoría del Congreso entró en modo farra y legisló una y otra vez, quebrando el principio constitucional por el cual los congresistas carecen de «iniciativa de gasto». Muchas de estas normas fueron a la postre declaradas inconstitucionales, y otras se promulgaron y generarán más de un problema en una economía debilitada. Del lado de las relaciones con el Ejecutivo, el Congreso prosiguió con el enfrentamiento de poderes. Mientras el país parecía un campo de caídos en batalla producto de la pandemia, el presidente del Congreso, Manuel Merino, del partido Acción Popular, se alió con otras bancadas para vacar al presidente Vizcarra a partir de unas denuncias que ameritaban ser investigadas, pero que no los legitimaba a meter al Perú en una nueva megacrisis. Al segundo intento de vacancia, Merino y el Congreso prevalecieron. Demostrando que la sola popularidad no protege a los presidentes, Vizcarra, sin partido y sin bancada, fue expulsado del cargo con 55 % de aprobación en las encuestas.

Aunque la aventura duró solo seis días (del 10 al 15 de noviembre del 2020) gracias a la resistencia ciudadana, Merino y sus secuaces demostraron que estaban dispuestos a utilizar prácticas propias de las dictaduras para sostenerse en el poder. Procuraron pegar el zarpazo sobre el canal de televisión estatal para que no cubriera las marchas contra el gobierno136; dieron los primeros pasos para desactivar a la Sunedu, el ente regulador de las universidades; y, sobre todo, el gobierno respaldó la represión de parte de la policía contra la ciudadanía137.

Ante estos abusos, el Perú se organizó y movilizó, apoyándose de manera crucial en las redes sociales138. Según las encuestas, alrededor de tres millones de ciudadanos participaron en diversas formas de protestas, desde sonoros cacerolazos hasta marchas descentralizadas y barriales, pasando por las concentraciones más nutridas en el centro de la capital. Es importante recalcar que desde los primeros días se alertó que la policía se venía comportando con particular brutalidad y que efectivos vestidos de civiles, llamados «ternas», actuaban al margen de la ley en sus detenciones. A pesar de esta evidencia ventilada en el plano nacional e internacional, el premier Ántero Flores-Aráoz felicitó a la policía por su trabajo y les dijo que «en mí encontrarán un defensor»139. Al validar la represión, esta se endureció el viernes y sábado. Como constató Human Rights Watch, la policía empleó, de manera reiterada, una fuerza excesiva contra los manifestantes, los gasearon y les dispararon perdigones. En la noche del sábado 14 de noviembre, decenas de personas fueron heridas, detenidas y dos jóvenes fueron asesinados: Inti Sotelo y Bryan Pintado. El gobierno de Merino y Flores-Aráoz se desmoronó entre escenas que pasarán a la historia del ridículo. El domingo 15 de noviembre, Merino renunció140.

El entonces presidente del Congreso, Manuel Merino, lidera la vacancia contra Martín Vizcarra desde el Legislativo, pero solo consigue mantenerse en la presidencia por seis días debido a un masivo rechazo ciudadano.

Archivo La República

Según cifras de Ipsos, el 94 % de la ciudadanía rechazó el gobierno de Merino; y el 84 %, a su primer ministro. Con un rechazo así de contundente de parte de la opinión pública, se exigió que el nuevo presidente fuese uno de los diecinueve congresistas que no habían secundado la asonada legilativa. Así, Francisco Sagasti se convirtió en el cuarto presidente del quinquenio 2016-2021. Sin mayor experiencia política y con lagunas para comunicar, encabezó un gobierno que consiguió dos objetivos importantes en aquel contexto turbulento. Del lado político, logró que las fuerzas golpistas dentro y fuera del Congreso no perpetraran una nueva intentona antidemocrática, y, por ende, aseguró unas elecciones generales limpias para el 2021. En lo referido a la pandemia, en sus ocho meses de mandato, el gobierno de Sagasti compró 78.7 millones de dosis de vacunas, asegurando un esquema de inmunización hasta diciembre del 2021. Cuando accedió al poder, cabe recordar, el Perú no había comprado una sola vacuna ni en el gobierno de Vizcarra ni el de Merino.

Como se aprecia, la crisis del país se había generalizado por una política caníbal, la muerte y la penuria. Pero todavía faltaba agregar un elemento a este gran fresco de fracaso colectivo: las elecciones del 2021. Desmoralizado, el país mostró desinterés por ellas y sus políticos en competencia. La primera vuelta dio lugar a una fragmentación que no habíamos visto antes. Diez días antes de la elección, siete candidatos tenían posibilidades de llegar a segunda vuelta. Con lo visto en los cinco años previos, era normal que ningún político despertase entusiasmos. Finalmente, la segunda vuelta la disputaron Pedro Castillo, quien alcanzó el 19 % de los votos —un desconocido maestro rural que candidateaba por el partido Perú Libre—, y Keiko Fujimori, de Fuerza Popular, quien obtuvo 13 %. Nunca dos candidatos habían alcanzado la segunda vuelta con puntajes así de magros. De hecho, si observamos sus votaciones como porcentajes del universo de ciudadanos habilitados para votar, a Castillo lo respaldó solamente el 10.7 %, y a Fujimori, el 7.6 %. La arena representativa mantenía su imparable debilitamiento.

Curiosamente, en cuestión de días, el tablero político signado por el desinterés y la fragmentación dio lugar a uno de polarizado activismo. Castillo y Fujimori alinearon detrás de ellos todo tipo de variables. Ella aparecía como la veterana política, heredera de la dictadura corrupta fujimorista, representando a las clases altas y medias de la costa, en campaña contra el peligro del comunismo. Pedro Castillo, por su parte, un maestro rural y rondero de la provincia de Chota en Cajamarca, postulado por un partido marxista-leninista lleno de denuncias de corrupción, fue apoyado masivamente por el Perú andino. Ambas candidaturas ventilaron sin prueba alguna la posibilidad de un fraude electoral en su contra. Se trataba, en suma, de una justa envenenada con dos opciones autoritarias y retrógradas, una de derecha y la otra de izquierda, en la cual la ciudadanía era convidada a «un evento de autoinmolación colectiva»141. Las semillas de la destrucción democrática habían crecido fuertes.

Y germinaron robustas cuando la derecha peruana rechazó los resultados electorales que dieron ganador a Pedro Castillo por el estrechísimo margen de 44 058 votos. El bando de Keiko Fujimori alegó de manera vergonzosa un fraude inexistente y puso al país en la mayor zozobra para ver si conseguía descarrilar los resultados electorales. Sin embargo, las instituciones electorales cumplieron con su mandato y proclamaron a Pedro Castillo como presidente de la república.

Castillo asumió el poder el 28 de julio del 2021. Al momento de terminar de escribir este capítulo, el nuevo presidente lleva a apenas diez días en el cargo y resulta imposible anticipar la evolución de su gobierno. Pero podemos observarlo de manera provisional desde las claves desarrolladas en este capítulo. Encontramos en Castillo un candidato que condensa un ánimo representativo como no se había visto en décadas. El hombre del pueblo invocando sin cesar al pueblo. Castillo instala en el centro de la esfera pública oficial a una parte de la nación excluida. Llega al centro del poder un maestro rural proveniente de uno de los distritos más pobres del país. Es cierto, probablemente, solo le podía ganar la elección a la impopular Keiko Fujimori, pero eso no cancela la importancia simbólica. Porque hay algo más: Castillo es el presidente del bicentenario. Un bicentenario que nos había llegado gris, desangelado, sin hondura y, de pronto, con Castillo adquirió un contenido inesperado. Su candidatura y lo que desató, y luego el presidente obligaron a que buena parte del país se pregunte por lo que somos. Castillo o la introspección obligada. Una representación básica, pero innegable e inesperada.

¿Pero qué hay más allá de una representación así de primaria? Muy poco. Dando continuidad a una política signada por la improvisación, Castillo debuta en la política nacional con el cargo de presidente de la república, candidatea con un partido que no es suyo, y la relación entre ambos aparece tan inestable como insondable. Además, la plana mayor de Perú Libre carga con graves acusaciones de corrupción, otra de las características de la época. Finalmente, Castillo y Perú Libre llegan al poder con las mismas inclinaciones para la disputa sin cuartel entre partidos, políticos y poderes del Estado que dieron lugar a la inestabilidad del quinquenio precedente. Desde el primer día, el gobierno erigió un gabinete con presencia de ministros cuestionados por actos de corrupción, por posiciones cavernarias en materia de derechos civiles, y de un talante abocado a profundizar la polarización en el país. Y a enfrentarse a un Congreso que, por su parte, también está encantado de proseguir con la lucha de poderes. Así, la política nacional sigue entrampada entre amenazas de vacancia presidencial y de disolución del Congreso. A diez días de haber tomado el poder Castillo, la palabra «desgobierno» flota en la esfera pública. Como en una suerte de bucle histórico, la época del gobierno sin representación termina de hacerse añicos, y el péndulo parece anunciar el regreso de la representación sin capacidad de gobierno. Castillo, en fin, viene a reflejar un país que ya no podía ni comprar ni callar. Ahora mendiga y grita.

Conclusiones

Este país cambiante en el que siempre ocurre lo mismo.

ALBERTO SALCEDO RAMOS

José Carlos Agüero, uno de nuestros escritores más profundos, ha argumentado lo siguiente: «Quizá no se aprecie con claridad, pero estamos afrontando una tragedia que, aparentemente, nos llevará al borde de la disolución como comunidad»142.

No es un tremendismo. Los últimos años retratan a un país en el que cuesta detectar la roca firme sobre la cual emprender la reconstrucción. Nuestra macroeconomía gigante tenía microfundamentos de barro: el 96 % de nuestras empresas emplean a menos de diez trabajadores, dando forma a una economía tan informal como improductiva, y generando, a su vez, consecuencias perniciosas en distintas esferas de la sociedad143. La pandemia se ensañó con esta realidad desatendida y, como ha afirmado Carolina Trivelli, «en el Perú el hambre ya no era un problema y ahora lo es de nuevo». En términos políticos, pareciéramos haber entrado a nuestro propio «juego imposible»144. La mayoría de las fuerzas políticas, de izquierda y derecha, muestran una disposición recurrente a desmantelar el sistema democrático. Como explicó Eduardo Dargent, el liderazgo del país está compuesto por «demócratas precarios» siempre prestos a quebrar la democracia, si así lo requieren sus intereses inmediatos145. Y la sociedad, de arriba abajo, parece haber asumido que el Estado de derecho —la ley— no es más que una mano que torcer (o corromper) para que no importune todo tipo de negocios. Carecemos de lazos ciudadanos, productivos, institucionales y morales que nos integren o vinculen. Semejante coyuntura ha generado que el 44 % de jóvenes peruanos quiera irse del país146. Un país desmoralizado.

En este capítulo hemos viajado de la depresión de 1990 al desaliento bicentenario, pasando por un periodo de optimismo oficial desbocado e ingenuo. Pero este itinerario bipolar no es una invención del Perú contemporáneo, asemeja, más bien, a la puesta en escena de un viejo guion. Podríamos sintetizarlo citando a Leonard Cohen: New skin for the old ceremony147. Porque varios de los capítulos previos en este libro plantean a su manera procesos puntuados por altibajos semejantes. Las décadas que estudia Charles Walker están marcadas por las luchas contra el poder virreinal, el entusiasmo que despierta su caída y el advenimiento de la república; y para cuando termina su recuento, el país es el ejemplo paradigmático de la anarquía latinoamericana posindependencias. El análisis de Natalia Sobrevilla pasa revista a la ilusión del orden, prosperidad y despilfarro generado por el guano, que desemboca en la derrota absoluta frente a Chile. José Luis Rénique describe la resurrección tras la guerra y el entusiasmo que despierta una República Aristocrática que parecía combinar un capitalismo integrado al mundo y una democracia representativa, pero que en los años de Leguía colapsa sin más, dando lugar a un siglo XX que Drinot y Dargent, en sus respectivos capítulos, describen como uno signado por proyectos tan ambiciosos como frustrados. En un remedo de Sísifo, parecemos condenados al ciclo que consiste en recoger nuestros restos, resanarlos y echarlos a perder otra vez.

Nuestra historia es un cementerio de proyectos políticos. Las razones para esto son inabarcables y, por cierto, no son una peculiaridad peruana. Paul Drake ha sugerido que la historia de América Latina cabe en la oposición entre tiranía y anarquía148, y Pablo Gerchunoff y Lucas Llach, que la de la Argentina es un péndulo entre ilusión y desencanto149. Cada quien en el continente ha construido sus propios vaivenes. El nuestro, decía, está alimentado por infinidad de dimensiones, pero vale la pena subrayar al menos la razón política más notoria para esta oscilación entre entusiasmo y desilusión, entre reconstrucción y una nueva bancarrota. Aunque de distinta naturaleza, muchos de nuestros proyectos políticos siempre han sido esfuerzos empuñados y empujados por sectores sociales particulares y minoritarios que aspiran a plasmarlos sin la anuencia —o contra la voluntad— de vastos sectores de la población. O, para decirlo de otra forma, proyectos carentes de la legitimidad que solo brindan los consensos y las coaliciones amplias. Y la ausencia de legitimidad es otra forma de nombrar lo endeble y pasajero.

No importa que nos enfoquemos en la república inaugurada por San Martín, en la República Práctica de Pardo, en la Patria Nueva de Leguía, en el hombre liberado de Velasco, en la nueva democracia popular de Sendero Luminoso, en el proyecto modernizador-consumista de los 2000, o en este nuevo que Pedro Castillo busca fundar a partir de «los pueblos» del Perú. A pesar de sus diferencias, todos buscan incluir sin dejar de excluir. Pensemos en la consigna «Solo el APRA salvará al Perú» (el famoso Seasap), una suerte de esperanza de progreso sectario, sin la legitimidad que brinda el pluralismo. Nuestros proyectos, diríamos, se proponen salvar el Perú de los propios peruanos. O de buena parte de los peruanos. Si la representación aparecía muchas veces reñida con la eficacia del gobierno, también sugiere que hemos tenido aspiraciones de representación antipluralistas. Cada una es la respuesta nueva y parcial de un proyecto parcial y agotado.

No es diferente el Perú del 2021. Carecemos de un proyecto común, y cada tribu política aparece encantada de rechazar la posibilidad de tenerlo. Y la sociedad está desmoralizada porque comparte dicho ánimo, se reconoce cómplice. El escándalo de lo que se llamó el «vacunagate» es muy revelador sobre este punto. En medio de la pandemia, se organizó de manera clandestina un festín de vacunas para quienes tuvieran vara y acceso a los ensayos clínicos que llevaba a cabo la Universidad Peruana Cayetano Heredia con la vacuna china Sinopharm. Los científicos de élite de esta universidad y varios de sus estudiantes, el entonces presidente Martín Vizcarra y algunas de sus ministras, connotadas lobistas, exministras, políticos, empresarios, nuncios apostólicos, dueños de chifas, en fin, gente de todas las procedencias, cometieron la canallada de vacunarse subrepticiamente contra la COVID-19 mientras morían decenas de miles. De hecho, podemos plantearlo de una manera mucho más grave: que absolutamente nadie se negase a participar en este carrusel innoble muestra cuán interiorizado resulta en el Perú sacar provecho personal de los bienes públicos y pisotear a los demás. Como afirmó el doctor Germán Málaga, el médico organizador de esta desgracia nacional, «no es asunto de privilegios, es que así funcionan las cosas». Y como así funcionan las cosas, la Universidad Cayetano Heredia lo castigó con apenas un año de suspensión de labores. ¿Y qué decir del racismo abierto y repulsivo que hemos atestiguado, una vez más, en las elecciones del 2021? Como afirmaba Carlos Monsiváis, «las burguesías latinoamericanas pretenden descender de Machu Picchu y Chichén Itzá, pero no de sus constructores»150. Entonces, más allá de las resistencias legítimas que puedan existir a diversos proyectos políticos, la inquina clasista y racista transparenta unas distancias y terrores impropios de una república. Tras lo visto en los últimos meses, hasta provoca retratarnos menos como una comunidad nacional que como una comunidad de enemigos.

Así, llegamos a un punto ciego: si no hay una idea compartida de lo que buscamos construir, no puede haber progreso. Porque progresar supone la existencia de unas metas públicas que podemos observar si alcanzamos o no. Pero esto es inútil si se trata de las metas de una minoría o facción. Deben ser aceptadas por la mayoría. Y a eso solo se llega por la vía de la deliberación y la negociación. No es cuestión de dar con el proyecto quimérico que nos enamore a todos sin diferencias, se trata de conseguir un sustrato compartido al que arribar a través de cesiones mutuas. Una propuesta clásica de John Rawls señala que una sociedad ordenada es una que cuenta con una idea común y pública de la justicia. En el Perú, más bien, prima una idea clandestina y sectaria de la justicia. Por tanto, con toda lógica, estamos destinados al desorden. Y entonces regresamos a la frase de José Carlos Agüero con la que iniciaba estas ideas finales. El escritor no afirma ahí que vayamos a desintegrarnos en tanto comunidad, dice que estamos en el borde de hacerlo. En el borde, en la zozobra, en la incertidumbre, en el desequilibrio, en vilo… Como quien insiste o se ve obligado a construir una casa en la quebrada por la cual pasan los huaicos cada año, y solo le queda vivir rogando que la próxima temporada de lluvias no sea de las peores.

En los años noventa del siglo XX se zanjaron finalmente los límites territoriales peruanos, al cerrar diplomáticamente nuestras diferencias con Chile y con Ecuador (tras el conflicto del Cenepa en 1995). Ya en el nuevo siglo, el Perú cerró sus límites marítimos con Ecuador mediante un nuevo acuerdo, y lo propio ocurrió con Chile, como consecuencia del fallo de la Corte Internacional de Justicia de La Haya.

Instituto Geográfico Nacional (2021)


Notas

1 Gracias a Aarón Quiñón, quien fue asistente en esta investigación. Agradezco a quienes leyeron y comentaron versiones previas de este artículo; además de a quienes participan en este libro, gracias a Gabriel Acevedo, Viviana Baraybar, Rodrigo Barrenechea, Daniel Encinas, José Alejandro Godoy, Adriana León, Carlos León, Jerónimo Pimentel, María Luisa Vásquez y María Inés Vásquez.

2 —¿Cómo así te fuiste a la bancarrota? [...]

—Gradualmente, luego de golpe.

Traducción propia. El fragmento aparece en la novela de El sol también sale, de Ernest Hemingway.

3 En 1989, el gobierno de Alan García abrió una descentralización política que creó asambleas regionales en todo el país. La región Inka fue una de ellas, compuesta por los departamentos de Apurímac, Cusco y Madre de Dios.

4 Alberto Vergara, La danza hostil. Poderes subnacionales y Estado central en Bolivia y Perú (1952-2012) (Lima: IEP, 2015), 298.

5 Robert Dahl, Polyarchy. Participation and Opposition (New Haven: Yale University Press, 1971).

6 Robert Dahl, La Poliarquía. Participación y oposición (Madrid: Tecnos, 1989), 13.

7 John Dewey, The Public and Its Problems (Ohio: Ohio University Press, 2016 [1927]). Traducción propia.

8 José Matos Mar, Desborde popular y crisis del estado. El nuevo rostro del Perú en la década de 1980 (Lima: IEP, 1984); Hernando de Soto, El otro sendero (Lima: ILD, 1986); Carlos Franco, Imágenes de la sociedad peruana: la «otra» modernidad (Lima: Centro de Estudios para el Desarrollo y la Participación, 1991).

9 Pierre Rosanvallon, La legitimidad democrática. Imparcialidad, reflexividad, proximidad (Buenos Aires: Manantial, 2009); Pierre Rosanvallon, El buen gobierno (Buenos Aires: Manantial, 2015).

10 Andy Baker, The Market and the Masses in Latin America. Policy Reform and Consumption in Liberalizing Economies (Nueva York: Cambridge University Press, 2009).

11 Francis Fukuyama, The End of History and the Last Man (Nueva York: Free Press, 1992).

12 Danilo Martuccelli, La condition sociale moderne. L’avenir d’une inquiétude (París: Gallimard, 2017).

13 Miguel Ángel Centeno, Democracy Within Reason. Technocratic Revolution in Mexico (University Park: Penn State University Press, 1997).

14 Steven Levitsky, Transforming Labor-Based Parties in Latin America: Argentine Peronism in Comparative Perspective (Nueva York: Cambridge University Press, 2003).

15 Jan-Werner Müller, What Is Populism? (Philadelphia: University of Pennsylvania Press, 2016).

16 Citado en Javier Barreda, 1987. Los límites de la voluntad política (Lima: Mitin Editores, 2012), 11.

17 Sobre la responsabilidad ciudadana y su capacidad de agencia en la democracia, ver Guillermo O’Donnell, Democracia, agencia y Estado. Teoría con intención comparativa (Buenos Aires: Prometeo, 2010). Para la importancia de la representación y la rendición de cuentas, ver Catalina Smulovitz y Enrique Peruzzotti, «Societal Accountability in Latin America», Journal of Democracy 11, n.° 4 (2000): 147-158, https://bit.ly/3lhP4Ou; Adam Przeworski, Susan C. Stokes, y Bernard Manin, eds., Democracy, Accountability, and Representation (Cambridge: Cambridge University Press, 1999).

18 Para la representación en perspectiva histórica ver Julio Cotler, «Political Parties and the Problems of Democratic Consolidation in Peru», en Building Democratic Institutions: Party Systems in Latin America, ed. por Scott Mainwaring y Timothy Scully (Stanford: Stanford University Press, 1995); Alicia del Águila, La ciudadanía corporativa. Política, constituciones y sufragio en el Perú (1821-1896) (Lima: IEP, 2010); Cristóbal Aljovín de Losada y Sinesio López, eds., Historia de las elecciones en el Perú (Lima: JNE e IEP, 2019).

19 Natalia Sobrevilla Perea, «Power of the Law or Power of the Sword: the Conflictive Relationship between the Executive and the Legislative in Nineteenth-century Peru», Parliaments, Estates and Representation 37, n.o 2 (2017): 220-234, https://bit.ly/3wgq68q

20 Carmen Mc Evoy, La utopía republicana. Ideales y realidades en la formación de la cultura política peruana (1871-1919) (Lima: Fondo Editorial de la PUCP, 1997); Carmen Mc Evoy, Homo politicus. Manuel Pardo, la política peruana y sus dilemas, 1871-1878 (Lima: IEP, 2007).

21 Para dicha coyuntura, ver Robert S. Jansen, Revolutionizing Repertoires. The Rise of Populist Mobilization in Peru (Chicago: University of Chicago Press, 2017), quien incorpora el análisis de Sánchez Cerro y la Unión Revolucionaria.

22 Martín Bergel, La desmesura revolucionaria. Cultura y política en los orígenes del APRA (Lima: La Siniestra Ensayos, 2019).

23 D. S. Parker, Idea of the Middle Class. White-Collar Workers and Peruvian Society, 1900-1950 (University Park: Penn State University Press, 1998).

24 Peter F. Klarén, Modernization, Dislocation, and Aprismo. Origins of the Peruvian Aprista Party, 1870-1932 (Austin: University of Texas Press, 1973).

25 Para Chachapoyas, ver David Nugent, Modernity at the Edge of Empire. State, Individual, and Nation in the Northern Peruvian Andes, 1885-1935 (Stanford: Stanford University Press, 1997); para Cajamarca, ver Lewis Taylor, «Los orígenes del Partido Aprista Peruano en Cajamarca, 1928-1935», Debate Agrario 31 (2000): 39-62; para Ayacucho, ver Jaymie Patricia Heilman, «We Will no Longer be Servile: Aprismo in 1930s Ayacucho», Journal of Latin American Studies 38, n.o 3 (2006): 401-518; para Puno, ver Nils Jacobsen, Mirages of Transition. The Peruvian Altiplano, 1780-1930 (Berkeley: University of California Press, 1993).

26 Moisés Lemlij, «El país, desde antes de la conquista, ha sido tierra de conquistas ocasionales y fraccionamientos eternos», en ¿Qué país es este? Contrapuntos en torno al Perú y los peruanos, ed. por Luis Pásara (Lima: Fondo Editorial de la PUCP, 2016), 181-196, 191.

27 Sobre Haya de la Torre, ver Iñigo García-Bryce, Haya de la Torre and the Pursuit of Power in Twentieth-Century Peru and Latin America (Chapel Hill: University of North Carolina Press, 2018).

28 Citado en François Bourricaud, Cambios en Puno. Estudios de sociología andina (Lima: IEP, 1962), 235.

29 Para una aproximación a Acción Popular en tanto vehículo antioligárquico, ver Vergara, La danza hostil.

30 Sobre la Democracia Cristiana, ver Pedro Planas, Biografía del Movimiento Social-Cristiano en el Perú (1926-1956): Apuntes (Lima: Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima, 1996).

31 Ver José Luis Rénique, La batalla por Puno. Conflicto agrario y nación en los Andes peruanos 1866-1995 (Lima: IEP y Sur, 2004), cap. 7.

33 Sobre Izquierda Unida, ver Paula Muñoz, «Political Violence and the Defeat of the Left» en Politics After Violence. Legacies of the Shining Path Conflict in Peru, ed. por Hillel Soifer y Alberto Vergara (Austin: University of Texas Press, 2019), 202-225; Alberto Adrianzén, ed., Apogeo y crisis de la izquierda peruana: hablan sus protagonistas (Lima: IDEA Internacional y Universidad Antonio Ruiz de Montoya, 2011).

34 Portal de datos del BCRP.

35 Datos de la CEPAL citados por Efraín Gonzales de Olarte y Lilian Samamé, Péndulo peruano. Políticas económicas, gobernabilidad y subdesarrollo, 1963-1990 (Lima: IEP, 1991), 12.

36 Según los datos del informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, Informe final: (Perú: 1980-2000) (Lima: UNMSM y PUCP, 2004). Los datos pueden verse en https://bit.ly/3QFILTm

37 Martín Tanaka, Los espejismos de la democracia. El colapso de un sistema de partidos en el Perú (Lima: IEP, 1998).

38 Citado en José Alejandro Godoy, El último dictador. Vida y gobierno de Alberto Fujimori (Lima: Debate, 2021), 189.

39 Es importante señalar que la transformación de un político que gana con una plataforma política y, una vez en el poder, la abandona se hizo común en América Latina en aquella coyuntura. Ver Susan C. Stokes, Mandates and Democracy. Neoliberalism by Surprise in Latin America (Cambridge: Cambridge University Press, 2001).

40 Fukuyama, The End of History and the Last Man, 82.

41 Una encuesta realizada por Apoyo y publicada en medios el 9 de abril de 1992 mostró que el 71 % de la población estuvo de acuerdo con la disolución del Congreso, mientras que el 89 % de la población mostró su apoyo a la reestructuración del Poder Judicial.

42 Jo-Marie Burt, «State-Making against Democracy: The Case of Fujimori’s Peru», Politics in the Andes: Identity, Conflict, Reform, ed. por Jo-Marie Burt y Philip Mauceri (Pittsburgh: University of Pittsburgh Press, 2004).

43 Sobre el gobierno de Fujimori, la bibliografía es enorme, se puede ver Luis Jochamowitz, Ciudadano Fujimori. La construcción de un político (Lima: Peisa, 1993); Godoy, El último dictador; Yusuke Murakami, Perú en la era del Chino. La política no institucionalizada y el pueblo en busca de un salvador (Lima: IEP, 2007); Catherine Conaghan, Fujimori’s Peru. Deception in the Public Sphere (Pittsburgh: University of Pittsburgh Press, 2005).

44 Ricardo Uceda, Muerte en el Pentagonito. Los cementerios secretos del Ejército Peruano (Lima: Planeta, 2004), 34.

45 Godoy, El último dictador, 72.

46 Dos décadas más tarde, aludiendo a esta mecánica, el fujimorista Jorge Trelles dirá para la posteridad, comparándose con los gobiernos de los años ochenta, «nosotros matamos menos».

47 Sobre el Grupo Colina, la referencia obligatoria es el imponente Muerte en el Pentagonito, de Uceda (2004). Para una mirada de conjunto a las violaciones de derechos humanos en la lucha antisubversiva, ver Comisión de la Verdad y Reconciliación, Informe final (Perú: 1980-2000) (Lima: UNMSM y PUCP, 2004).

48 Citado en Godoy, El último dictador, 103.

49 Ver el capítulo de Eduardo Dargent en este volumen, y también Vergara, La danza hostil, para las relaciones entre Estado central y regiones en el largo plazo.

50 Muchos partidos se negaron a participar. Para la dinámica legislativa en los años noventa, ver Carlos Iván Degregori y Carlos Meléndez, El nacimiento de los otorongos. El Congreso de la República durante los gobiernos de Alberto Fujimori (1990-2000) (Lima: IEP, 2007).

51 Maxwell Cameron, «From Oligarchic Domination to Neoliberal Governance: The Shining Path and the Transformation of Peru’s Constitutional Order», en Politics after Violence. Legacies of the Shining Path Conflict in Peru, ed. por Hillel Soifer y Alberto Vergara (Austin: University of Texas Press, 2019), 79-108.

52 Ben Ross Schneider, Hierarchical Capitalism in Latin America. Business, Labor and the Challenges of Equitable Development (Nueva York: Cambridge University Press, 2013).

53 Kenneth Roberts, Deepening Democracy? The Modern Left and Social Movements in Chile and Peru (Stanford: Stanford University Press, 1999).

54 Para las consecuencias del conflicto armado interno en el Perú contemporáneo, ver Soifer y Vergara, eds., Politics After Violence. Para el miedo en la sociedad civil, ver Jo-Marie Burt, «“Quien habla es terrorista”: The Political Use of Fear in Fujimori’s Peru», Latin American Research Review 41, n.° 3 (2006): 32-62.

55 Datos extraídos del Ministerio de Trabajo y Promoción del Empleo.

56 Tanaka, Los espejismos de la democracia.

57 Shane Greene, Punk and Revolution. 7 More Interpretations of Peruvian Reality (Durham: Duke University Press, 2016).

58 Alfonso Quiroz, Historia de la corrupción en el Perú (Lima: IEP, 2014).

59 Para el detalle de las fuentes de financiamiento de la corrupción y las redes establecidas en el régimen fujimorista, ver Quiroz, Historia de la corrupción en el Perú, cap. 7.

60 Declaraciones realizadas por Vladimiro Montesinos en el juicio oral sobre el caso de diarios «chicha» en julio del 2001. «Alberto Fujimori: estas son las claves del Caso Diarios Chicha», El Comercio, 16 de agosto del 2013, https://bit.ly/3FOsO8d

61 Danilo Martuccelli, Lima y sus arenas. Poderes sociales y jerarquías culturales (Lima: Cauces Editores, 2015).

62 Datos presentados en Claudia Bielich Salazar, La guerra del centavo. Una mirada actual al transporte público en Lima Metropolitana (Lima: IEP, 2009).

63 Datos del Plan Maestro Lima-Callao 2004, citado por Bielich Salazar.

64 Entrevista personal con el autor.

65 Estoy muy agradecido con Eduardo Adrianzén por la entrevista que me brindó y que resultó imprescindible para escribir esta sección del ensayo. Sobre la historia de la televisión peruana, ver Fernando Vivas, En vivo y en directo. Una historia de la televisión peruana (Lima: Fondo Editorial de la Universidad de Lima, 2008).

66 Para la caída del régimen fujimorista, ver Martín Tanaka y Jane Marcus-Delgado, Lecciones del final del fujimorismo. La legitimidad presidencial y la acción política (Lima: IEP, 2001); Conaghan, Fujimori’s Peru, 220-256; Murakami, Perú en la era del Chino, caps. 5 y 6.

67 Y no solo fueron prioridades discursivas, se dieron varias iniciativas legales contra la corrupción. Por ejemplo, se formó el grupo de trabajo para la Iniciativa Nacional Anticorrupción (incluyendo organizaciones de la sociedad civil) y se creó el Programa Nacional Anticorrupción con líneas de acción concretas, se incrementó el presupuesto a los fueros judiciales y la Contraloría. En especial, se destaca el impulso a un «Sistema Judicial Anticorrupción», que permitió la creación de fiscalías, juzgados y salas especializadas anticorrupción. Bajo este sistema, posteriormente se procesó a Alberto Fujimori, Vladimiro Montesinos y otros miembros de la red fujimorista. Para el republicanismo de Paniagua, ver Alberto Vergara, Ciudadanos sin República. De la precariedad institucional al descalabro político (Lima: Planeta, 2018), Prólogo e Introducción.

68 Para los cambios en el papel del Congreso entre el periodo fujimorista y el posterior, ver Alberto Vergara y Aaron Watanabe, «Delegative Democracy Revisited: Peru since Fujimori», Journal of Democracy 27, n.o 3 (2016): 148-157.

69 Ver Vergara, El choque de los ideales. Reformas institucionales y partidos políticos en el Perú post-fujimorato (Lima, IDEA Internacional, 2009).

70 Ver Eduardo Dargent, Technocracy and Democracy in Latin America. The Experts Running Government (Nueva York: Cambridge University Press, 2014).

71 Catherine Conaghan, «The Irrelevant Right: Alberto Fujimori and the New Politics of Pragmatic Peru», en Conservative Parties, the Right and Democracy in Latin America, ed. por Kevin Middlebrook (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 2000), 255-284.

72 Alan García Pérez, «El síndrome del perro del hortelano», El Comercio (Lima), 28 de octubre del 2007, https://bit.ly/3aVyTV6

73 Para un análisis del proyecto hortelanista, ver Vergara, Ciudadanos sin República. Desde otra perspectiva, ver también Paulo Drinot, «Foucault in the Land of the Incas: Sovereignty and Governmentality in Neoliberal Peru», en Peru in Theory, ed. por Paulo Drinot (Nueva York: Palgrave Macmillan, 2014), 167-189.

74 Jaime de Althaus, La promesa de la democracia. Marchas y contramarchas del sistema político en el Perú (Lima: Planeta, 2011); Jaime de Althaus, La revolución capitalista en el Perú (Lima: FCE, 2007).

75 Para acercamientos propios a las tesis de modernización, ver Seymour Martin Lipset, «Some Social Requisites of Democracy: Economic Development and Political Legitimacy», American Political Science Review 53, n.o 1 (1959): 69-105; Adam Przeworski y Fernando Limongi, «Modernization: Theories and Facts», World Politics 49, n.o 2 (1997): 155-183. Para un análisis de su aplicación en el caso peruano, ver Vergara, Ciudadanos sin República.

76 Para el gobierno de Humala, ver Marco Sifuentes, H & H. Escenas de la vida conyugal de Ollanta Humala y Nadine Heredia (Lima: Planeta, 2018); Eduardo Dargent y Paula Muñoz, «Perú 2011: continuidades y cambios en la política sin partidos», Revista de Ciencia Política (Santiago) 32, n.o 1 (2012): 245-268, https://bit.ly/3I9uhr1; Paula Muñoz y Yamilé Guibert, «Perú: El fin del optimismo», Revista de Ciencia Política (Santiago) 36, n.o 1 (2016): 313-338, https://bit.ly/3uhzkQl. Para un análisis de la continuidad tecnocrática, ver Alberto Vergara y Daniel Encinas, «Continuity by Surprise: Explaining Institutional Stability in Contemporary Peru», Latin American Research Review 51, n.° 1 (2016), 159-180.

77 Portal de Estadísticas - BCRP, https://www.bcrp.gob.pe/estadisticas.html

78 Sistema de Información Estadística del INEI.

79 Portal de Estadísticas - BCRP, https://www.bcrp.gob.pe/estadisticas.html

80 Ver el informe de Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), Panorama Social de América Latina 2019 (Santiago: Cepal, 2019).

81 Portal de Estadísticas - BCRP, https://www.bcrp.gob.pe/estadisticas.html

82 GFK, «Una mirada prospectiva de los resultados obtenidos por el retail moderno» (2016), https://bit.ly/3MexZ3H

83 Datos del Banco Interamericano de Desarrollo recuperados de «BID: Unos 328 mil peruanos ingresaron a la clase media», RPP Noticias, https://bit.ly/39o862Q

84 Martucelli, Lima y sus arenas. Poderes sociales y jerarquías culturales. Para el impacto del consumo en la vida política latinoamericana, ver Andy Baker, The Market and the Masses in Latin America. Policy Reform and Consumption in Liberalizing Economies (Nueva York: Cambridge University Press, 2009).

85 El desarrollo de este párrafo está en Alberto Vergara y Aaron Watanabe, «Presidents without Roots: Understanding the Peruvian Paradox», Latin American Perspectives 46, n.o 5 (2019): 25-43.

86 «Próximamente el mundo reconocerá “milagro peruano”, asegura Al Gore», Agencia Peruana de Noticias Andina, el 13 de octubre del 2010, https://bit.ly/3NfJQ1w

87 Álvaro Espinoza y Ricardo Fort, Inversión sin planificación. La calidad de la inversión pública en los barrios vulnerables de Lima (Lima: Grade, 2017).

88 Steven Levitsky y Mauricio Zavaleta, ¿Por qué no hay partidos políticos en el Perú? (Lima: Planeta, 2019).

90 «Jaime Antezana: “Hay 14 congresistas vinculados al narcotráfico”», Perú21, 5 de setiembre del 2014, https://bit.ly/3a54qDA

91 Federico Tong, «Elecciones regionales, provinciales y distritales en el VRAEM, ERM 2014», serie Informes Analíticos (UNODC y Devida, 2014), https://bit.ly/3OYiXjC

92 Plataforma del JNE-Observa Igualdad, https://observaigualdad.jne.gob.pe/

93 Para las economías legales, informales e ilegales y sus interrelaciones, ver Francisco Durand, «Socioeconomías informales y delictivas», en Perú Hoy: El Perú subteráneo (Lima, Desco, 2013), 21-36.

94 Para un análisis de las causas de esto, ver Omar Manky, «Liderazgos precarios: Organización y líderes sindicales en perspectiva comparada», Latin American Research Review 54, n.o 4 (2019): 877-892, https://bit.ly/3yIzjHZ

95 Álvaro Espinoza y Ricardo Fort, Mapeo y tipología de la expansión urbana en el Perú (Lima: Grade y Asociación de Desarrolladores Inmobiliarios, 2020).

96 Ver Víctor Torres, Minería ilegal e informal en el Perú. Impacto socioeconómico (Lima: CooperAcción y Acción Solidaria para el Desarrollo, 2015).

97 UNODC, «Colombia. Monitoreo de territorios afectados por cultivos ilícitos 2017» (Bogotá: SIMCI-UNODC, 2018).

98 Datos de la encuesta Lapop 2019.

99 Los datos para las ciudades peruanas fueron obtenidos del Portal de INEI. Para los países centroamericanos, ver Portal de Datos del Banco Mundial.

100 El ranking solo incluye megaciudades.

101 Marcelo Bergman, More Money, More Crime. Prosperity and Rising Crime in Latin America (Nueva York: Oxford University Press, 2018).

102 Eduardo Dargent, Andreas Feldmann y Juan Pablo Luna, «Greater State Capacity, Lesser Stateness: Lessons from the Peruvian Commodity Boom», Politics & Society 45, n.o 1 (2017): 3-34.

103 Alfredo Torres, «La paradoja del crecimiento infeliz», El Comercio, 2 de diciembre del 2008.

104 Omar Awapara argumenta que las votaciones peruanas del periodo han estado marcadas por los ganadores y los perdedores del modelo económico peruano. Ver Omar Awapara, «The Geography of Free Trade: Explaining Variation in Trade Policy in Latin America» (tesis de doctorado, University of Texas at Austin, 2018).

105 Ver Eduardo Dargent et al., eds., Resource Booms and Institutional Pathways. The Case of the Extractive Industry in Peru (Nueva York: Palgrave Macmillan, 2017); Moisés Arce, Resource Extraction and Protest in Peru (Pittsburgh: University of Pittsburgh Press, 2014); Carlos Meléndez, La soledad de la política. Transformaciones estructurales, intermediación política y conflictos sociales en el Perú (2000-2012) (Lima: Mitin Editores, 2012).

106 Javier Arellano Yanguas, «Bonanza minera y conflictos sociales en Perú: límites de la nueva agenda política para la gestión de los recursos naturales», en Temas sobre gobernanza y cooperación al desarrollo, ed. por Jokin Alberdi y Miguel González (Bilbao: Hegoa, 2009), 59-68.

107 José Luis Pérez Guadalupe, «Las nuevas formas políticas de representación religiosa», en Aproximaciones al Perú de hoy desde las Ciencias Sociales, ed. por Felipe Portocarrero y Alberto Vergara (Lima: Fondo Editorial de la Universidad del Pacífico, 2018), 219-240.

108 Datos de la Encuesta Demográfica y de Salud Familiar 2018

109 Solo en Lima se estimó medio millón de participantes en la marcha.

110 Piero Ghezzi y José Gallardo, Qué se puede hacer con el Perú. Ideas para sostener el crecimiento económico en el largo plazo (Fondo Editorial de la PUCP y la Universidad del Pacífico, 2013), 11. Otros ejemplos de libros que subrayaron las limitaciones con sus propios acentos son los de John Crabtree, ed., Construir instituciones: democracia, desarrollo y desigualdad en el Perú desde 1980 (Lima: Fondo Editorial de la PUCP, Fondo Editorial de la Universidad del Pacífico e IEP, 2006); Carlos Ganoza y Andrea Stiglich, El Perú está calato. El falso milagro de la economía peruana y las trampas que amenazan nuestro progreso (Lima: Planeta, 2015); Vergara, Ciudadanos sin República.

111 Vergara, Ciudadanos sin República, 248.

112 Para este punto es fundamental el informe del congresista Juan Pari Choquecota presentado en el 2017: Francisco Durand, Odebrecht, la empresa que capturaba gobiernos (Lima: Fondo Editorial de la PUCP, 2019); Malu Gaspar, «Una trama de vale un Perú. Ascenso y caída de Odebrecht en Latinoamérica», Folha de S.Paulo, n.° 130 (2017); y los informes periodísticos de Gustavo Gorriti y Romina Mella en IDL-reporteros. Para el escándalo Lava Jato en perspectiva latinoamericana, ver Paul Lagunes y Jan Svejnar, eds., Corruption and the Lava Jato Scandal in Latin America (Londres: Routledge, 2020).

113 Ipsos y El Comercio, Informe de resultados. Estudio de opinión El Comercio-Ipsos (Perú: Ipsos y El Comercio, 2020), https://bit.ly/3aZZjF5

114 TV Peru, «Presidente Kuczynski: “El gobierno que yo lidero apuesta por la modernización”», 20 de setiembre del 2016, https://bit.ly/3FQwdU0

115 En el 2016, el crecimiento económico fue del 4 %, mientras que, en el último trimestre del 2017, este alcanzó el 2.2 %. En el caso de la informalidad, esta ascendía a 72 %, y, en el último trimestre del 2017, subió a 72.5 %. En el 2017, de acuerdo con el INEI, la pobreza aumentó en un punto porcentual, llegando a 21.7 %.

116 Mauricio Zavaleta y Paulo Vilca, «Partidos nacionales, políticos locales: una mirada a las candidaturas parlamentarias desde el sur del Perú», en Perú: elecciones 2016. Un país dividido y un resultado inesperado, ed. por Fernando Tuesta (Lima: Fondo Editorial de la PUCP, 2017), 309-336.

117 Juan Pablo Luna, «Parallel Universes, Time Compression, and the Collapse of Legitimate Representation» (manuscrito inédito, 2021).

118 De acuerdo con la información del Congreso de la República, entre agosto del 2016 y mayo del 2017, los ministros de Estado asistieron en 141 oportunidades al Congreso.

119 Entrevista realizada el 17 de diciembre por Kuczynski a varios periodistas. Disponible en https://bit.ly/3wgxikW

120 En el 2013, Keiko había declarado que su «padre no cree en los partidos. Como buen caudillo, no le gusta ceder el poder. Y para construir una organización política, tienes que ceder poder». Citado en Steven Levitsky y Mauricio Zavaleta, «Why No Party-Building in Peru?», en Challenges of Party-Building in Latin America, ed. por Steven Levitsky et al. (Cambridge: Cambridge University Press, 2016), 433. Traducción propia. En el 2017, con una súper mayoría, su bancada se negó a refrendar una modificación del Código Penal que hubiera permitido que Alberto Fujimori saliera de la cárcel.

121 El ministro de Economía Alfredo Thorne fue censurado en junio del 2017.

122 Ver Martin Riepl, Vizcarra. Una historia de traición y lealtad (Lima: Planeta, 2019).

123 Luis Pásara, De Montesinos a los Cuellos Blancos. La persistente crisis de la justicia peruana (Lima: Planeta, 2019).

124 Los votos válidos superaron el 80 %. El apoyo a la reforma constitucional sobre la conformación y funciones de la Junta Nacional de Justicia recibió el 86.5 %; la reforma que regula el financiamiento de partidos, 85.8 %; y la no reelección de los congresistas, 85.8 %. La de bicameralidad, en tanto, se rechazó con 90.5 % de los votos.

125 En sentencia de 14 de enero del 2019, el Tribunal Constitucional confirmó la legalidad de la disolución del Congreso.

126 Los datos de fallecidos por la COVID-19 están actualizados al 31 de julio del 2021.

127 Ver Camila Gianella, Jasmine Gideon y Maria José Romero, «What does COVID-19 tell us about the Peruvian Health System?», Canadian Journal of Development Studies / Revue canadienne d’études du développement 42, n.o 1-2 (3 de abril del 2021): 55-67, https://bit.ly/3wzK8K5

128 Para el detalle de esto, ver Zoila Ponce de Leon, «Healthcare Reform out of Nowhere? Policy Reform and the Lack of Programmatic Commitment in Peru», Journal of Latin American Studies 53, n.o 3 (2021): 493-519, https://bit.ly/3MrQLow

De otro lado, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y el Banco Mundial muestran que, entre el 2010 y el 2017, en el Perú, el incremento del gasto en salud guarda proporción con el crecimiento del PBI. Es decir, el aumento del gasto en salud fue inercial. Ver OCDE y Banco Mundial, Panorama de la Salud: Latinoamérica y el Caribe 2020 (París: OCDE, 2020), https://bit.ly/3Nf4Jdh

129 Datos del informe de la OCDE y Banco Mundial, Panorama de la salud: Latinoamérica y el Caribe 2020.

130 Datos de las encuestas de Ipsos en abril del 2020.

131 «Las cosas fueron de mal para peor/el dinero nunca cambió nada». Traducción propia.

132 Miguel Jaramillo y Kristian López, «Políticas para combatir la pandemia del COVID-19» (Lima: Grade, 2021).

133 Luis Jochamowitz y Rafaella León, Días contados. Lucha, derrota y resistencia del Perú en pandemia (Lima: Planeta, 2021).

134 Para la rebelión de Túpac Amaru, ver Charles Walker, La rebelión de Túpac Amaru (Lima: IEP, 2014). Las bajas peruanas en la Guerra del Pacífico se estiman entre 12 mil y 18 mil, y las bajas chilenas no superan las tres mil; ver William Sater, Andean Tragedy: Fighting the War of the Pacific, 1879-1884 (Lincoln: University of Nebraska Press, 2007). Para los datos del conflicto armado interno, ver el informe final de la CVR.

135 Datos del 1 de enero al 31 de octubre del 2020 en los quintiles de distritos con mayor y menor pobreza monetaria.

136 «Comunicado de periodistas de TVPerú», TVPE Noticias, 13 de noviembre de 2020, https://bit.ly/3Qi7exE

137 Esto quedó claro cuando el premier Ántero Flores-Aráoz afirmó, refiriéndose a la Policía, que «en mí encontrarán un defensor». «Flores-Aráoz a policías: “En mí encontrarán un defensor”», Canal N, 13 de noviembre de 2020, https://bit.ly/3b5jyRV

138 Eduardo Villanueva, Rápido, violento y muy cercano. Las movilizaciones de noviembre de 2020 y el futuro de la política digital (Lima: Fondo Editorial de la PUCP, 2021).

139 «Flores-Aráoz a policías: “En mí encontrarán un defensor”», Canal N, 13 de noviembre de 2020, https://bit.ly/3b5jyRV

140 Para la semana de Merino, ver Human Rights Watch, «Perú: graves abusos policiales contra manifestantes» (2020), https://bit.ly/3Lo5i3f

141 José Carlos Agüero, Cómo votan los muertos (Lima: La Siniestra Ensayos, 2021), 8.

142 Agüero, Cómo votan los muertos, 6.

143 Piero Ghezzi, El Estado productivo. Una apuesta para reconstruir la relación entre mercado y Estado en el Perú de la pospandemia (Lima: Planeta, 2021).

144 Guillermo O’Donnell, «Un juego imposible: competición y coaliciones entre partidos políticos en Argentina, 1955-1966», en Modernización y autoritarismo (Buenos Aires: Paidós, 1972), 180–214.

145 Dargent, Demócratas precarios. Élites y debilidad democrática en el Perú y América Latina (Lima: IEP, 2009).

146 Encuesta Ipsos de agosto del 2021. Dato para jóvenes entre dieciocho y veinticinco años.

147 «Nueva piel para la vieja ceremonia». Traducción propia.

148 Paul Drake, Between Tyranny and Anarchy. A History of Democracy in Latin America, 1800-2006 (Stanford: Stanford University Press, 2009).

149 Pablo Gerchunoff y Lucas Llach, El ciclo de la ilusión y el desencanto. Un siglo de políticas económicas argentinas (Buenos Aires: Ariel, 1998).

150 Carlos Monsiváis, Las esencias viajeras. Hacia una crónica cultural del Bicentenario (México D. F.: FCE, 2012), 65.