El periodo 1968-1994 muestra cambios considerables en términos de inclusión, movilización y articulación política en el Perú. Lo particular del periodo es que este no fue un proceso lineal en todas estas dimensiones. Una creciente inclusión ciudadana en los años sesenta y setenta de sectores marginados de la política estuvo también acompañada por un aumento de la movilización y la articulación de estos en partidos políticos y organizaciones civiles —sin embargo, dicha articulación y movilización caería en los años noventa, y se mantendría baja en las décadas siguientes—. Vemos, entonces, que, en esos años, el país se abre hacia una política más inclusiva, articulada y movilizada —aunque no siempre democrática—; y, a la par, se va gestando el territorio político de los años noventa: un país desarticulado y desmovilizado, pero inclusivo en términos políticos. Este ensayo tiene dos objetivos: primero, narrar cuatro décadas de cambios profundos y eventos dramáticos en el Perú; segundo, proponer algunas ideas para entender por qué lo que fue un momento de enorme articulación y movilización política en el país contenía, también, las semillas de la despolitización posterior.
¿Por qué este enfoque en la articulación, inclusión y movilización política como eje narrativo de lo que viene? Esto se debe a que estas dimensiones estuvieron en el centro del debate político sobre la sociedad peruana, y se imaginaban distintas formas en que un aumento en ellas pudiera conducir hacia una mejor sociedad. Este foco nos permite entender mejor lo particular del periodo, su contraste con lo que hubo antes y vendrá después. En las décadas previas a la etapa estudiada, se quiebra lentamente la articulación política «tradicional» que existía en el país: «el triángulo sin base», como describió Julio Cotler a ese sistema político. Se incrementa, asimismo, la organización y movilización en la base; se va articulando ese espacio antes fragmentado y menos incluido1. Estas tendencias continuaron durante un régimen militar que, si bien limitó la participación electoral y el ejercicio de derechos políticos, profundizó la inclusión, al movilizar —e intentar cooptar— a sectores tradicionalmente excluidos. Sin embargo, el régimen terminó contribuyendo a que las crecientes organizaciones populares desbordaran al Estado y empujaran a los militares fuera del poder. En 1979, la Constitución reconoció el derecho al voto de los analfabetos, incorporando así a un amplio sector que carecía de derechos políticos. A inicios de los años ochenta se dio el momento más alto de la movilización y la articulación de partidos y organizaciones sociales en el país. Comenzamos esta década con una democracia con partidos relevantes y articulados en el territorio, lejos todavía de ser fuertes en perspectiva comparada, pero en lo que era su mejor momento en la historia del Perú2. Contra los diagnósticos que, en años previos, veían con pesimismo la posibilidad de que en el país se lograra una articulación democratizadora de este tipo, el Perú se politizó desde abajo.
A fines de los años ochenta e inicios de los noventa, sin embargo, lo que tenemos es un sistema político desarticulado y desmovilizado. El Perú político que el presidente Alberto Fujimori (1990-2000) y sus aliados intentan eliminar es ese Perú movilizado y organizado que, según la narrativa antimovimientista de los conservadores de fin de siglo, fue el que trajo crisis, desorden y violencia al país. Fujimori representa un nuevo tipo de autoritarismo, uno que, como los viejos autoritarismos, desincentiva la movilización y organización, pero no lo hace solo por la fuerza. Es más, permite la participación electoral y la inclusión en política de sectores nuevos. Surge en esos años una nueva legitimidad autoritaria, que Carlos Iván Degregori denominó el reino de la antipolítica3. Muchas características de este Perú desmovilizado y desarticulado, pero ya más inclusivo en lo político, trascenderán al fujimorismo y continuarán hasta nuestros días en democracia4. El ensayo siguiente, de Alberto Vergara, discute en mayor detalle esta nueva realidad y la profundidad del cambio producido en esos años.
Una explicación evidente para este cambio es la crisis de legitimidad producida por el pobre desempeño de los partidos políticos en los años ochenta, en medio de una brutal crisis económica y de la violencia de Sendero Luminoso. Otra es la represión y control que el fujimorismo ejerció sobre sus opositores por diez años. Estas explicaciones, aunque son relevantes para las causas inmediatas, pierden de vista procesos más hondos que impactaron al Perú en esos años y que hacen más profunda la desarticulación y la desmovilización. No se trata de minimizar los errores, las corruptelas y el mal desempeño de los partidos en esos años, los cuales, sin duda, contribuyeron a legitimar la antipolítica, y a obviar las acciones y medidas del régimen autoritario en los noventa. Sin embargo, para entender la profundidad de nuestro páramo político, se propone, desde una mirada comparada con América Latina, considerar el peso de cuatro procesos transformadores sobre la articulación política en el país: la reforma agraria, la violencia política, la hiperinflación y las reformas de mercado. Estos procesos, como veremos, afectaron la articulación y los recursos con los que contaban las organizaciones políticas y sociales, lo que hizo más difícil su sostenibilidad o el surgimiento de nuevas5. Diversos países de América Latina vivieron uno o más eventos similares. Lo particular de nuestro país, no obstante, es que pasamos por todos esos procesos y, además, que todos ellos fueron muy profundos. Algunos autores6 han explorado los efectos de uno o más de estos procesos para entender la desarticulación política en el Perú actual. Este ensayo se construye sobre esos trabajos, pero su aporte es resaltar el efecto conjunto y secuencial de los cuatro procesos. Fueron cuatro bombas, dos de ellas simultáneas.
¿Por qué iniciar el estudio en 1968 y cerrarlo en 1994? Si bien hubo mucha movilización y articulación política desde los años cincuenta, y ya estaba en curso un significativo cambio demográfico y social en el país, como muestra Paulo Drinot en su ensayo presentado en este volumen, el gobierno militar que se inicia en 1968 es clave para acelerar estos cambios «democratizadores», a pesar de su carácter no democrático en tanto régimen político. Las acciones del gobierno militar ayudan a entender el debilitamiento de agentes conservadores que limitaban la participación y articulación de actores sociales populares, así como la promoción (a veces involuntaria) de otros desde la base. El cierre en 1994 se explica porque, más que el autogolpe de 1992 —que es un símbolo plebiscitario de la antipolítica— o la propia Constitución de 1993, lo que termina legitimando el fujimorismo y la narrativa desmovilizadora son el salto económico de ese año y la abrupta caída de la actividad de Sendero Luminoso desde el año anterior7. Esta legitimidad quedará recogida al año siguiente en los resultados de unas elecciones en las que Fujimori obtuvo un triunfo impresionante y los escaños en el Congreso que permitieron al régimen un manejo más autocrático del país.
Democratización social, política conservadora y golpe reformista (1968-1980)
¿Qué nos mostraba en términos políticos el Perú décadas antes del golpe de Juan Velasco Alvarado en 1968? Autores como François Bourricaud, Giorgio Alberti, Fernando Fuenzalida y Julio Cotler describen la existencia de un gran poder económico y terrateniente que penetraba el territorio y agrupaba los intereses de las clases altas en la política nacional; eran parte de la cúspide de este sistema sectores imbricados con la economía mundial con otros asociados a actividades económicas tradicionales a través del territorio8. Estas élites mediaban con la sociedad a través de operadores locales, incluidos funcionarios, cuyo nombramiento y continuidad en el cargo dependía de los poderes locales. Se trataba de una alianza tácita por el control desde arriba de la política. Cotler denominó «triángulo sin base» a este orden conservador del país, pues la unión de las élites y sus correas de transmisión contrastaban con la desarticulación de actores sociales populares en la base del triángulo; esta articulación de base era limitada por la propia acción de las élites9. Si bien el APRA, Acción Popular, la izquierda y otras organizaciones habían buscado construir una representación política distinta, hasta los años cincuenta, este sistema político tradicional se encontraba bastante firme. Hasta entonces, en general, las Fuerzas Armadas habían sido funcionales a la conservación de este statu quo. Bourricaud describe este orden político de la siguiente manera:
Una oligarquía que no se siente identificada con la sociedad a la que dirige a distancia; clases medias a la vez insurgentes y prudentes; una masa de «sumergidos» que escapan a su condición organizándose para defender intereses específicos, estrechos, para abandonarse a breves accesos de violencia, cuya explotación política hasta ahora nadie ha podido aprovechar10.
Esta imagen ha sido cuestionada más recientemente. Como discute Alejandro Diez en un texto de finales de los noventa, ni las élites estaban tan unidas ni la base tan desarticulada11. El ensayo de Drinot, que antecede a este capítulo, precisamente muestra varios de estos matices. No obstante, en general, la imagen del triángulo sin base refleja un sistema político jerárquico bastante cerrado para grupos subalternos, y, sin duda, ello sirve para mostrar un país donde, a diferencia de otros de la región más inclusivos o con mayores canales de participación, estas diferencias todavía resaltaban y marcaban la política. El triángulo sin base puede resultar exagerado; sin embargo, desde una mirada comparada, es todavía bastante preciso como para mostrar el contraste que buscamos analizar en este capítulo.
El Estado peruano, además, era débil y muy dependiente de los intereses de la élite empresarial y de sus socios internacionales. La regulación y el control de las actividades de bancos, agricultores o mineros eran limitados. En términos comparativos, el Estado en el Perú seguía muy atado a un modelo de promoción de exportaciones y de restringida diferenciación de los intereses de los actores empresariales, un claro caso de economía de enclave en América Latina12. Nuestro Estado había atravesado menores transformaciones que otros de la región, donde ya existían burocracias más profesionales y con mayor autonomía de los intereses empresariales. Muchas de las recomendaciones difundidas a nivel global por agencias internacionales en esos años sobre la necesidad de la acción estatal para planificar y promover el desarrollo o enfrentar el problema de la concentración de la propiedad agraria habían llegado al Perú durante los gobiernos de Manuel Prado (1956-1962) y Fernando Belaunde (1963-1968), pero se impulsaron tímidamente y con limitado impacto. La ola desarrollista pasó por el Perú sin consecuencias importantes.
Hacia los años cincuenta, sin embargo, se dan cambios políticos y sociales significativos que afectan este sistema. El final de la dictadura de Manuel Odría en 1956 encuentra un país en movimiento, con un cambio demográfico considerable y masivas migraciones rurales. Acción Popular surge en esos años como una fuerza mesocrática y regional. El APRA, aunque aproximándose ya a su versión más conservadora, también mantenía un fuerte apoyo, a pesar de los diversos vetos en su contra. Y en 1962 se da un evento clave para entender el reformismo militar del futuro Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas. Las tomas de propiedades en el valle de La Convención, en Cusco, cuestionan el uso de la tierra y las condiciones de trabajo existentes13. Si bien esta fue reprimida duramente por el Estado, se observa también un cambio de diagnóstico por parte de los militares sobre la movilización de sectores populares. Un sector de las fuerzas armadas, impactada en parte por el triunfo de la Revolución cubana (1959), temió que se estuviese incubando en la sociedad un malestar que pudiese trascender al resto del país. Se desarrolla así un pensamiento militar reformista, especialmente en el Centro de Altos Estudios Militares, para el que esa movilización debía ser canalizada por las Fuerzas Armadas, la única institución capaz de evitar esta violencia y conducir al país hacia el desarrollo. En contraste con otros casos de gobierno militar en el cono sur, en el Perú, las ideas que se volvieron dominantes fueron de incorporación de los excluidos y no de represión. En el cono sur, la democratización social y el crecimiento de partidos que representaban a sectores populares, como el peronismo en Argentina, dio lugar a la exclusión de esos grupos y votantes de la política. En el Perú, hay también, por supuesto, limitaciones a la participación política y al ejercicio de derechos, pero se busca la inclusión y participación en forma amplia. Hay, además, un llamado a integrar en la nación a sectores hasta entonces relegados, como los indígenas, denominados «campesinos» por la retórica del gobierno14.
Esos antecedentes permiten entender las particularidades del gobierno militar, especialmente su primera fase bajo el liderazgo de Juan Velasco Alvarado (1968-1975). La «revolución desde arriba» de Velasco, como la llamó Ellen Kay Trimberger, remeció al país con sus reformas15. El golpe del 3 de octubre de 1968 contra Fernando Belaunde, apenas meses antes de las elecciones generales de 1969, fue mucho más que un golpe tradicional. La excusa para este fueron la tensión política, la crisis económica y, en particular, la renovación del contrato de explotación petrolera entre el Estado peruano y la International Petroleum Company (IPC). Los militares, como tantas otras veces en su historia, derrocaron al presidente. No obstante, esta vez sus planes eran distintos; no se trataba solo de «poner orden» y volver a los cuarteles. Tenían un proyecto de cambio.
Los militares y sus aliados civiles buscaron atacar el orden imperante para reemplazarlo por uno nuevo, y así construir un nuevo Estado que llevara adelante políticas inspiradas en diagnósticos nacionalistas y desarrollistas. Se inicia el gobierno expropiando, apenas el 9 de octubre, a la IPC, todo un símbolo en esos años del poder extranjero en el Perú, lo que marca una nueva relación con la élite y la inversión extranjera en el país. En palabras de Velasco, en el primer aniversario del golpe:
Esta revolución se inició para sacar al Perú de su marasmo y de su atraso. Se hizo para modificar radicalmente el ordenamiento tradicional de nuestra sociedad. […] Los adversarios irreductibles de nuestro movimiento serán siempre quienes sienten vulnerados sus intereses y privilegios: la oligarquía16.
Estas palabras no eran exageradas; esos años vieron cambios considerables en el Estado peruano y su relación con la sociedad. El gobierno fortaleció e incrementó la burocracia, ampliando sus funciones y objetivos. Creció el número de ministerios. El Estado adoptó funciones de planificación y desarrolló una amplia actividad empresarial. Como en el caso de la IPC, se nacionalizaron otras empresas extranjeras o privadas nacionales para que nuevas empresas estatales explotaran los recursos nacionales o brindaran servicios considerados estratégicos: Centromin, Pesca Perú, Petroperú, AeroPerú, Compañía Peruana de Teléfonos, entre otras17. En pocos años, se cambió un modelo económico liberal, centrado en la exportación de materias primas, hacia uno con un Estado mucho más presente, con objetivos desarrollistas amplios.
El gobierno militar buscó un posicionamiento internacional distinto para el país: una tercera vía en un mundo bipolar. En esos años de Guerra Fría, el gobierno se presentaba frente al mundo como una alternativa entre el capitalismo y el comunismo. Se proponía un nacionalismo que promovía el fortalecimiento de la empresa privada nacional, en el que las riquezas naturales fueran invertidas en el desarrollo. En esa línea, crecen las relaciones con el bloque soviético, mientras se toma distancia del gran aliado de los Estados Unidos, aunque se mantienen relaciones abiertas y hasta cierto punto cordiales18.
Por todo ello, el gobierno militar, o, cuando menos, su primera fase, fue mucho más que un periodo autoritario en la historia del Perú. Fue un proyecto desarrollista y de integración nacional que entendió el cambio desde distintas dimensiones. Además de la reforma agraria, la promoción de políticas industriales y las nacionalizaciones de empresas extranjeras, Velasco también promovió cambios en varios frentes que mostraron este enfoque amplio. Se impulsaron políticas educativas, culturales y deportivas; hubo esfuerzos por establecer vínculos organizativos con asociaciones populares, así como un interés en construir una nueva historia nacional y desarrollar el turismo, entre otras19. Un atisbo de la profundidad de esos cambios se observa en el video del himno nacional que transmitía el canal de televisión nacional en los años setenta y tempranos ochenta. En este, vemos el reconocimiento del mestizaje y de lo indígena como parte de la nación; así como la explotación de recursos naturales, el desarrollo de la industria y la ciencia, entre otros aspectos del proyecto nacional revolucionario20.
Imposible tocar todas estas reformas, pero, por su significado y por el impacto en la articulación política, nos detendremos en la reforma agraria. Esta atacó la gran concentración de tierras en el país: buscó lograr una mejor distribución y promover la mayor productividad de las mismas. El 24 de junio de 1969, se inició el proceso de reforma con el desalojo de los hacendados azucareros del norte del país. La Ley de Reforma Agraria tomó las posiciones más extremas respecto de los debates que, en años previos, se tuvieron para determinar cómo hacer la reforma: se asignó un límite de cincuenta hectáreas; no solo se expropiaron los latifundios improductivos de la sierra, sino también complejos agroindustriales. Después de la reforma cubana, la del Perú fue la más profunda en América Latina, ya que cambió el poder agrario en forma fundamental21. Esta fue acompañada, además, en los años siguientes, con mecanismos de participación popular canalizados por Sinamos (Sistema Nacional de Apoyo a la Movilización Social), que buscaban construir una relación entre el Estado y el campesinado, aunque con importante variación entre regiones, como muestra Anna Cant22.
Si bien la distribución de tierras fue amplia (se beneficiaron 369 mil familias), los críticos de la reforma señalan que se privilegió a los campesinos que trabajaban regularmente en las haciendas y no a los muchos otros cuyo trabajo era eventual. Otras críticas se relacionan con su impacto negativo en la producción agraria y en los sectores más modernos de la actividad con mayor potencial para su desarrollo. Como veremos más adelante, el impacto también fue considerable en la desarticulación de los intereses terratenientes y su influencia en la política.
El general Juan Velasco Alvarado encabezó un peculiar gobierno autoritario de las Fuerzas Armadas, que, sin embargo, buscó democratizar las relaciones sociales en un país que era altamente excluyente.
Archivo La República
Asimismo, una mención al campo educativo muestra la profundidad del esfuerzo del gobierno militar en construir una comunidad nacional más inclusiva y con reconocimiento de sus raíces campesinas, así como una narrativa sobre qué implicaba ser peruano distinta de lo que se resaltaba antes de ese periodo en el país. El gobierno incrementó el gasto educativo y amplió la inclusión de sectores rurales y pobres urbanos en esta área. Se construyó infraestructura en todo el territorio, que incluyó nuevas formas de educación técnica, en línea con el esfuerzo industrializador. Se dieron nuevos contenidos a los currículos nacionales y se estableció un uniforme único como símbolo de igualdad. La enseñanza del quechua y la instrucción premilitar se volvieron parte de los cursos escolares regulares. También se impulsó la educación superior, buscando hacer de la universidad pública un espacio de inclusión y de promoción del desarrollo desde la formación y la investigación. Hasta 1974, apenas un año antes de la caída de Velasco, se realizaron reformas profundas y polémicas. Ese año se estatizaron los medios de comunicación y se prometió su entrega al «pueblo organizado».
El debate sobre el legado de este periodo es álgido, espe-cialmente respecto de los efectos de la reforma agraria y otras medidas sobre la economía del país. El impacto negativo de la reforma en la naciente agroindustria fue considerable. Muchos de los experimentos nacionalizadores fueron onerosos; por ejemplo, las expropiaciones de empresas extranjeras se pagaban a altos precios, y el funcionamiento de estas distaron de tener los resultados esperados. Se empujó con ímpetu un modelo desarrollista, aun cuando eran ya claras, por la experiencia de otros países, las limitaciones y problemas profundos de muchas de estas políticas. Queda claro que se quiso hacer demasiado con un Estado débil que contaba con serias limitaciones para desarrollar estos ambiciosos planes, lo que dio lugar a una serie de ineficiencias y costos23. Muchas de estas ineficiencias se prolongarían hasta al Estado de los años ochenta. Sin embargo, también es indudable que estos siete años en la sociedad y en el gobierno produjeron cambios necesarios. Se aceleró un proceso democratizador que remeció las estructuras sociales y políticas del Perú. Asimismo, el Estado logró una mayor presencia territorial; se complejizó y desarrolló una mayor distancia del mundo empresarial (una deuda en la historia del país), y se buscó una mayor inclusión de la población en el Estado y la vida política.
En términos de la inclusión, articulación y movilización política, que es el centro de la línea narrativa y analítica propuesta para el capítulo, en la primera fase, vimos procesos por los cuales se incentivó la inclusión y la participación a través de vínculos con el Estado. Como se mencionaba antes, en esta promoción de la participación, el velasquismo fue muy distinto de otros regímenes militares que se desarrolla-ban por esos años en América Latina, los que, más bien, se opusieron a la participación e incluso reprimieron duramente a las organizaciones populares. Alfred Stepan califica a los regímenes militares de esos años en América Latina como corporativistas inclusivos y corporativistas excluyentes, dependiendo de la relación que los Estados guardan con organizaciones populares24. El régimen peruano se parece a otros corporativismos militares de la región en el hecho de que toma el poder para adoptar un plan nacional de desarrollo y privilegia una relación corporativa con la sociedad. No obstante, en este caso, el diagnóstico era que, para evitar una revolución, lo mejor era canalizar el malestar y los intereses populares, no reprimirlos ni excluirlos como sí hicieron los corporativismos excluyentes del cono sur.
Las medidas del gobierno militar buscaban dirigir la creciente movilización, reducir la influencia de los partidos políticos y otras organizaciones como los sindicatos, además de construir una base de apoyo para el gobierno25. «Nadie sabe para quién trabaja», podría concluirse, entonces, con respecto al interés del velasquismo de canalizar la movilización y fomentar la participación. Evelyne Huber muestra cómo las reformas de Velasco para promover la comunidad industrial y establecer nuevas relaciones laborales protegieron y promovieron sindicatos y fortalecieron a la izquierda, que siguió creciendo en esos años26. El supuesto era que estas organizaciones promovidas desde el Estado podían ser parte de una base de apoyo a las reformas, pero, más bien, aprovecharon las normas que las favorecían y se mantuvieron cercanas a organizaciones de izquierda. Esto se observa, por ejemplo, en los casos de la Confederación Campesina del Perú (con 250 mil miembros en 1978), o de distintos sindicatos, como el Sindicato Único de Trabajadores de la Educación del Perú (Sutep) o la Confederación General de Trabajadores del Perú (CGTP). Según Julio Cotler, parte de este fracaso también se explica por la competencia entre facciones militares, que terminaron debilitando el esfuerzo conjunto27.
El programa más conocido para esta articulación entre organizaciones sociales y el Estado fue el Sinamos, aunque similares formas de promoción de la organización social se dieron en otras asociaciones, como la Confederación Nacional Agraria o la Central de Trabajadores de la Revolución Peruana. Sin embargo, este esfuerzo falló y estos actores populares organizados ganaron considerable autonomía del Estado28. Así, la movilización terminó desbordando al gobierno y precipitando el retorno a la democracia, pues muchas de estas organizaciones, definidas como clasistas, demandarían la salida del poder de los militares en masivas marchas en 1976 y 1977. Ese clasismo no fue solo estratégico o simbólico, sino que tuvo un contenido muy relevante para su relación con el Estado, el tipo de demandas que se canalizaron y su concepción de la democracia.
La izquierda que se fortalece en esos años estaba altamente fragmentada. Estos grupos, en vez de constituir un frente unido en función de sus similitudes, se encontraban divididos debido a sus distintas concepciones sobre la ruta adecuada para la acción política revolucionaria, sus vínculos con distintas actividades económicas o su adscripción a gobiernos de izquierda en el mundo —o corrientes de pensamiento— a las que eran afines. Esta fragmentación no era atípica en otras izquierdas de América Latina, pero el caso peruano sí cuenta como uno de muy alta división, sin un grupo dominante que pudiese articular (y subordinar) al resto. Tuvimos desde partidos más cercanos a la Unión Soviética, centrados en estrategias vinculadas a los sindicatos urbanos como forma de acción política; otros maoístas, que buscaban vínculos con el campo y que utilizaron las universidades y asociaciones agrarias como plataforma; hasta minoritarias corrientes, desde trotskistas hasta pintorescos extremistas seguidores de la ruta albanesa29. Como propone Paula Muñoz, probablemente la necesidad de mostrarse más radicales que un gobierno militar nacionalista y desarrollista empujó a varios hacia el extremo izquierdo del espectro, lo que produjo no solo fragmentación, sino diversos grados de radicalidad ideológica, una característica que los acompañaría en los ochenta30.
El general Francisco Morales Bermúdez dio un golpe de Estado interno a Velasco en agosto de 1975, en medio de una creciente situación de inestabilidad política. Velasco, severamente enfermo desde el año anterior, perdió el control de las Fuerzas Armadas, y el proyecto de reforma fue perdiendo impulso31. Una situación económica complicada y el enorme gasto para el tesoro que representaban las reformas en curso deterioraron al gobierno. El nuevo régimen militar (1975-1980) fue más conservador y detuvo los procesos de su antecesor, aunque mantuvo cierta retórica revolucionaria y el modelo económico. Sus medidas para responder a la crisis económica lo hicieron más vulnerable frente a la crítica de partidos políticos, empresarios y la población movilizada.
Como mencionamos antes, el gobierno negoció el retorno a los cuarteles, presionado por masivas movilizaciones en contra de sus medidas de austeridad. Una nueva sociedad organizada, con más demandas redistributivas que en el pasado, marcó la transición. A estas demandas de democratización también se sumaron los partidos políticos tradicionales. Las masivas protestas de 1976 y 1977 obligaron al gobierno a aceptar la necesidad de establecer una Asamblea Constituyente y a preparar el regreso a la democracia. La Asamblea Constituyente de 1978 marcó el retorno del APRA a la política nacional, que fue la primera fuerza en ella, con treinta y siete miembros de cien. Luego, estaba la izquierda (treinta y dos), aunque dividida en cinco grupos, y el Partido Popular Cristiano (veinticinco), una derecha más liberal en lo económico que había surgido de la división de la Democracia Cristiana. Acción Popular decidió no participar y rechazó al gobierno militar, igual que algunos partidos de izquierda que señalaron no creer en la «democracia electoral y burguesa».
El resultado de dicha asamblea fue la Constitución de 1979, en la que se adoptó un régimen democrático. Se hicieron pocos cambios al modelo económico y se dio el derecho al voto a los analfabetos, en su mayoría indígenas, lo que finalizó con la inclusión formal de todos los ciudadanos y todas las ciudadanas en el país. En las elecciones de 1980, participó toda la población adulta, lo que le dio la victoria al presidente y al partido derrocados en 1968: Fernando Belaunde y Acción Popular obtuvieron una holgada victoria tanto en la elección presidencial como en el Congreso. Le siguieron el APRA, el Partido Popular Cristiano y, nuevamente, varios grupos de izquierda. Y así cerró el gobierno militar.
Este no solo aceleró los cambios sociales que venían produciéndose. Sí, había cambios que estaban en curso: el creciente malestar rural por el tema de la tierra, el surgimiento de nuevos actores empresariales industriales y las masivas migraciones del campo a la ciudad. Sin embargo, la profundización de muchos de estos procesos solo se entiende, para bien o para mal, si consideramos las acciones del Gobierno Revolucionario. Este creó un Estado distinto, impactó en la organización y relevancia del empresariado, y modificó las relaciones entre Estado y sociedad en forma fundamental. A su vez, hay un legado enorme por explorar en términos de cambio cultural y de auto-percepción nacional: desde el fútbol hasta el surgimiento de una televisión nacional. Son estos los años en que se componen las canciones patrióticas que todavía cantamos al ver jugar a la selección, más de cuatro décadas después, una imagen de «ser peruano» que caló profundamente.
Antes de concluir la sección, cabe mencionar otra cara de la articulación y participación política que ayudará a entender el Perú que surge en las décadas siguientes. Así como siguieron creciendo formas de organización social en una clave democratizadora y participativa, en este periodo también vemos efectos de la acción estatal sobre otras formas de organización política que en otros países de la región han sostenido a partidos de derecha y organizaciones por lo general conservadoras: en concreto, la desarticulación de los poderes agrarios de élite en zonas rurales, producto de la reforma agraria. Este tipo de actor se ha mantenido más vigente a través del tiempo en países sin una reforma agraria tan profunda como la nuestra. Aunque resulta exagerado señalar que con la reforma agraria se «quebró el espinazo de la oligarquía», ya que una serie de cambios en años previos ya mostraban un país menos oligárquico y otros actores económicos se mantuvieron vigentes durante el gobierno militar, sí es preciso decir que se quebró el espinazo de poderosos intereses agrarios. Actores políticos locales y asociaciones, como la hasta entonces influyente Sociedad Nacional Agraria, perdieron poder y recursos32. Los gamonales se debilitaron como agentes que articulaban la política nacional a través del territorio. Y, en general, un Estado más centralizado, con más funciones y agencias con mayor presencia territorial, vino a reemplazar al Estado anterior y a los poderes locales tradicionales.
El debilitamiento de estos actores se podrá ver tras el final del gobierno militar: no volverían a aparecer en los años ochenta y noventa similares poderes conservadores agrarios en la política. En otros países de América Latina, estos actores conservadores siguen articulando la política hasta el día de hoy. En Colombia, por ejemplo, los gobiernos del Frente Nacional (1958-1974) no realizaron cambios fundamentales en la propiedad de la tierra, y, en parte por ello, los partidos Liberal y Conservador mantuvieron una base política rural aun tras el debilitamiento nacional de dichos partidos en los tempranos años de la década del 200033. O, si pensamos en Argentina, la política de los partidos de derecha sigue articulándose territorialmente a través de intereses de élites agrarias. El poder que da la propiedad de la tierra en zonas alejadas del Estado central sigue siendo un aspecto relevante al analizar el orden político en estas sociedades. Eso ya no sucedería en el Perú, donde, incluso hoy tenemos otro tipo de gran propiedad agraria con características distintas a la de países donde las élites terratenientes siguen teniendo algo que decir en elecciones y cabildeos políticos. En nuestro país estos actores conservadores quedaron más mermados.
Además, es pertinente destacar, para entender lo que veremos en los años siguientes, que esta caída del poder conservador no vino acompañada del surgimiento de élites partidarias fuertes en esos espacios regionales. La reforma agraria dejó un vacío de poder, pero, dado que el gobierno militar que siguió al golpe duró doce años —incluidas ambas etapas, bajo el liderazgo de Velasco y de Morales Bermúdez—, ese espacio no fue llenado por una nueva élite política regional vinculada a los partidos. No llegó a consolidarse en estos espacios una élite política más progresista y ligada a profesiones liberales, representada en Acción Popular, la Democracia Cristiana y algunos grupos de izquierda, a la que podría haberse sumado el APRA, todavía muy fuerte a nivel local, especialmente en el norte34. Por doce años, el régimen militar apartó del gobierno, o cooptó, a esas élites políticas regionales, y evitó su fortalecimiento y «entrenamiento» en la política electoral y en la gestión del Estado. Volverían doce años después, pero ya en una década de malas condiciones económicas y de violencia política sería más difícil que desarrollen estas capacidades. Y así llegamos a los años ochenta.
Los años ochenta: mayor articulación política popular, pero la peor crisis de nuestra historia
La democracia que nació en la década del ochenta tenía características que presagiaban un desarrollo más auspicioso de los partidos políticos y movimientos sociales. El debilitamiento del esqueleto conservador del Perú previo a la reforma agraria no significó que el país se desarticulara políticamente. Por el contrario, en los años finales de la década del setenta, vemos la inclusión a través de la política partidaria de amplios sectores de la población que parecía llevar a un régimen más inclusivo y estructurado en bloques ideológicos. Volvían a la palestra los partidos tradicionales y una nueva izquierda electoral dispuesta a representar a muchos de estos nuevos actores que se fortalecieron durante el gobierno militar. Estos grupos tenían, en democracia, el reto de construir nuevas relaciones estables que representaran a una población muy distinta a la de los años sesenta. Como hemos visto, la caída del régimen militar mostró una amplia movilización social, con sindicatos y asociaciones que ganaron una relevancia importante, que nutrió a la izquierda peruana durante esos años35. Otros partidos tradicionales, como el APRA o Acción Popular, también buscaron nuevas formas de articulación. Y esos años vieron, además, el nacimiento de importantes organizaciones que buscaban una igualdad sustantiva en democracia, como las feministas Manuela Ramos (1978) y Flora Tristán (1979) o el Movimiento Homosexual de Lima (MHOL), creado en 1982.
En 1980 se inauguró el periodo con el gobierno de Acción Popular, un partido orientado más a la derecha que su versión anterior. El primer gabinete de Belaunde estuvo dirigido por Manuel Ulloa, viejo político del ala derecha del partido. Junto a su «equipo Dynamo» de tecnócratas en el Ministerio de Economía, intentó impulsar una serie de reformas que modificaran el sistema económico heredado del velasquismo: se realizaron privatizaciones, eliminaron los controles de precios y subsidios, se dio una mayor apertura comercial y atracción de inversión extranjera en el sector minero, entre otras. Rápidamente, encontraron límites, no solo por parte de la oposición aprista y de la izquierda, sino también al interior de su propio partido, en el que veían estas reformas como contrarias a sus intereses electorales y políticos. El propio Belaunde, un entusiasta constructor de infraestructura, disputaba las limitaciones que se pretendían imponer en estos proyectos. Si se comparan estas medidas, especialmente las que se lograron aprobar, con las reformas de mercado de los años noventa, vemos su relativa moderación y comprendemos mejor las concepciones dominantes durante esos años en la política peruana.Belaunde terminó su periodo (1980-1985) con gabinetes más pragmáticos, pero también con una creciente crisis económica, en parte causada por los problemas económicos de esos años en los Estados Unidos, nuestro principal socio comercial. Los resultados obtenidos por el candidato de Acción Popular en las elecciones de 1985 (apenas 7 %) muestran que el partido no capitalizó su paso por el gobierno.
Más adelante, hablaremos del gobierno de Alan García (1985-1990) al discutir la crisis económica que caracterizó aquel periodo, pero es importante resaltar aquí lo que representaba para el país el primer triunfo electoral del APRA. García, con apenas treinta y seis años al asumir la presidencia, supo construir desde su posición de diputado un discurso centrista en un país polarizado entre izquierda y derecha, lo que lo colocó en excelente posición en las elecciones de 1985. Supo también pactar con actores regionales del partido para ganar la candidatura interna y sacar de juego a toda una generación aprista que había esperado su turno durante la dictadura militar. García llegó al poder con 53 % de los votos válidos, muy por encima del candidato de la izquierda, Alfonso Barrantes, quien obtuvo 25 %. El gobierno de García asumió un perfil más proteccionista y desarrollista que el de su predecesor, pero combinó esta receta con una serie de medidas para favorecer a los militantes del partido. Como discutiremos más adelante, parecía el plan típico de un partido populista para construir militancia y apoyo social, pero en medio de una crisis mundial y —hoy queda muy claro— con menos espacio para este tipo de medidas. Así como el gobierno militar implementó un desarrollismo tardío, García y el APRA apostaron por medidas expansivas en el peor momento posible. Pareciera que el interés político del APRA y de García los hizo más propensos a adoptar ideas heterodoxas audaces para superar la crisis, a fin de evitar los límites políticos a los que los sujetaban las recetas ortodoxas. No solo hubo irresponsabilidad, sino también un deseo de creer que había formas de salir de la crisis sin tragar la «píldora amarga» de la ortodoxia económica.
Siguiendo la línea de la articulación y movilización política, varios trabajos locales y comparados de esos años resaltan los cambios en estas dimensiones que se dieron en el país. Quienes lean aquellas descripciones desde el Perú desarticulado de hoy se sorprenderán con lo que se narra de nuestro país político36. Hubo entusiasmo sobre el potencial transformador de los movimientos sociales, sindicatos y las nuevas formas de organización entre los sectores populares37. Los partidos tradicionales volvían para participar con éxito a nivel nacional y regional en elecciones democráticas, y se les unían otros nuevos, especialmente desde la izquierda. Una sociedad más democrática, sectores políticos que la representaban y demandas canalizadas a través de los partidos y movimientos sociales harían pensar que, en términos de fortaleza organizativa, nuestra situación era bastante positiva: que el sistema político finalmente incorporaba a sectores antes excluidos y, al hacerlo, reconocía una serie de intereses ajenos al triángulo sin base. La modernidad que se abría era auspiciosa para la inclusión y la democratización social38.
Sería exagerado decir que todos los trabajos de esos años muestran semejante optimismo sobre el potencial transformador de los movimientos sociales o del naciente sistema de partidos. Además, la mirada positiva de los distintos autores y autoras no obedecía a similares expectativas sobre el tipo de régimen político que podría surgir de estos cambios, pues había desde posiciones clasistas, que presagiaban un gobierno popular, hasta otras más en línea con una concepción democrática pluralista. Sin embargo, el optimismo general al que me refiero, más allá de sus grados y posiciones, tenía como base común la idea de que, tras el debilitamiento de fuerzas conservadoras tradicionales que se oponían a la inclusión, podía darse una sociedad política menos jerárquica, con un mejor Estado, capaz de responder a intereses y demandas más democráticas. Por lo demás, esta auspiciosa visión compartida tuvo un reflejo regional, con un continente en democratización, que incluía países que poco antes eran gobernados por dictaduras represivas en extremo, a la par que, por el lado negativo, se daba un recalentamiento de la Guerra Fría y un endurecimiento de autoritarismos en América Central.
Los partidos políticos mantuvieron ese éxito en elecciones generales y locales a través de la década. En claro contraste con lo que vemos en estos días, las elecciones locales eran ganadas por candidatos (y, en muchísima menor medida, por candidatas) afiliados a los partidos. Los alcaldes independientes eran casos excepcionales. La izquierda ganó la alcaldía de Lima en 1983 cuando, bajo el liderazgo de Barrantes, logró representar a diversas tendencias dentro de estos grupos a través del frente electoral Izquierda Unida, como se ve en la siguiente foto. La unidad mostró las ventajas de la actuación conjunta y la posibilidad de ganar, pero también dejó ver los límites de una alianza entre grupos con muchas diferencias (aunque desde fuera era difícil entenderlas). Los partidos del frente carecían de una organización centralizada que permitiera construir mensajes y políticas comunes. La unanimidad que requerían sus acuerdos impedía responder en forma rápida y estratégica a los desafíos de la política electoral. Estas ventajas y también sus limitaciones se verían en las elecciones generales de 198539.
Alfonso Barrantes en un mitin durante la campaña electoral por la alcaldía de Lima en 1983.
Archivo La República
Esta mayor participación política se explicaba, en parte, por manejos más clientelistas de los partidos. El tipo de Estado con el que contábamos en esos años poseía abundantes espacios en empresas públicas y oficinas donde ocupar a militantes, así como mecanismos de incentivos y subsidios que ayudaban a construir vínculos políticos con distintos sectores. En general, si uno mira el caso peruano a inicios de los años ochenta y lee la literatura académica, la impresión que queda es que íbamos en camino a un fortalecimiento de la articulación política en democracia, tal vez no a niveles muy altos, pero mejores a los de décadas previas. No se avizoraba su radical debilitamiento.
Como veremos a continuación al analizar en más detalle la violencia política y la crisis económica desatadas en los ochenta, los viejos y nuevos partidos políticos se desprestigiaron a un nivel tan profundo que todavía los persigue. En la mayoría de América Latina, esta década no trajo buenas noticias en términos de articulación política: la «partidocracia» se convirtió en sinónimo de mal gobierno y corrupción. Ello, en parte, se entiende por el mal desempeño general de la economía en la región, que desprestigió a los partidos gobernantes y sus aliados. La crisis económica internacional, producida, en cierta medida, por el aumento de los precios del petróleo, llevó a la llamada «década perdida»: una crisis que golpeó la región en su conjunto, y condujo a cortes abruptos del crédito internacional y a problemas de los países para pagar una deuda externa que había crecido en años previos. La crisis pasó factura también a los partidos, al deslegitimarlos por su pobre desempeño en el gobierno y por la reducción del gasto público que implicó este shock externo. Los partidos gobernantes, pero también los que eran parte del sistema, pagaron un costo alto en términos de legitimidad. En el Perú, sin embargo, el impacto fue mucho mayor. Como veremos más adelante, este desprestigio es clave para entender el surgimiento de un outsider popular en las elecciones de 1990 y del potencial que tuvo desde el gobierno para cosechar popularidad atacando a la partidocracia.
La crisis económica, así como la violencia, tuvo impactos considerables en la sociedad y las organizaciones políticas. Los partidos que nos gobernaron durante aquellos años, los más fuertes al inicio de la década, Acción Popular (1980-1985) y el APRA (1985-1990), perdieron legitimidad al conducir al país. Este descrédito también se dio como consecuencia, claro, de severos errores y escándalos de corrupción, especialmente en el caso del APRA, cuyas controversias se dieron en medio de una explosión de carencias. Las gestiones fallidas de estos partidos tradicionales incidieron, asimismo, en la deslegitimación del sistema de partidos en su conjunto. A la que se sumó la naciente izquierda electoral, que también vio cómo se debilitaban sus vínculos con el electorado por distintas razones. La relación ambigua de varios de estos grupos de izquierda frente a la violencia —especialmente al inicio de la década—, y su fragmentación, que mermaba su capacidad organizativa y de acción política concertada, fueron debilitándolos. También contribuyó el que se les considerara más de lo mismo y que apoyaran medidas similares a las adoptadas por el gobierno aprista —como la estatización de la banca de 1987—, finalmente asociadas con la crisis económica.
De este modo, tanto los viejos como los nuevos partidos fueron golpeados en su legitimidad por la crisis y por su desempeño. Dos procesos fueron especialmente relevantes en esta trayectoria de deslegitimación y debilitamiento organizativo más profundo: la violencia política y la crisis económica. Los veremos por separado, aunque no debemos olvidar que fueron dos explosiones simultáneas dentro del país. Fueron dos explosiones, por lo demás, que se engarzan con el crecimiento del narcotráfico durante esos años, un fenómeno que, como se discutirá más adelante, reforzará el debilitamiento del Estado y el crecimiento de la corrupción.
Violencia política
El proceso de violencia política comenzó en 1980, cuando Sendero Luminoso cumplió la que había sido la amenaza de muchos grupos revolucionarios y comenzó la lucha armada. La fecha, obviamente, no es aleatoria: se inició con la llegada de las elecciones, quemando simbólicamente actas electorales en el campo ayacuchano. Este momento es clave para la definición de distintos grupos de izquierda con respecto a su acción frente a la democracia. Dentro de las diversas familias de grupos izquierdistas que se desarrollaron durante el gobierno militar, los maoístas veían en el campo el espacio adecuado para la acción revolucionaria. Sendero Luminoso quiebra con la izquierda, tanto con la reformista que decide participar en las elecciones con mayor o menor convicción, como con la que decide mantenerse al margen de la democracia por su carácter burgués, pero sin iniciar la lucha armada40. El Partido Comunista del Perú - Sendero Luminoso (PCP-SL) fue uno de los grupos que se aprovechó de la universidad pública para desarrollarse e iniciar desde allí su escalada violenta41. Muchos de sus cuadros provenían de la Universidad de Huamanga, atraídos al movimiento por una promesa de cambio social y por el empoderamiento de sectores tradicionalmente excluidos42.
Sería errado ver este énfasis en Sendero, y su desarrollo en esos primeros años, como si se pudiese explicar la violencia como un fenómeno externo que envenenó la mente de los estudiantes, como si los contextos y las condiciones sociales existentes no importaran. Es, más bien, necesario entender las condiciones que llevaron a que, en esos primeros años, Sendero lograra cierto arraigo en distintas zonas del territorio y en determinados sectores sociales; las razones por las que fue atractivo para un sector de peruanos, así como resistido por muchos otros y, eventualmente, enfrentado por una amplia movilización de las comunidades que decía representar y liberar43. Sendero se engarza en una larga historia de conflictos por la tierra, trayectorias previas vinculadas a la acción del Estado, el impacto diferenciado de la reforma agraria, entre otros temas que abren posibilidades para su desarrollo, al mismo tiempo que le marcan sus límites44. Esa historia más fina del conflicto se está escribiendo, y permite entender mejor lo sucedido al inicio de la violencia.
Como ha documentado en su Informe final la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), tanto la ideología totalitaria de Sendero Luminoso como las tácticas de las Fuerzas Armadas para enfrentarlo, inspiradas en modelos antisubversivos que asumían que el enemigo estaba entre la población civil, causaron un altísimo costo humano45. El impacto en zonas rurales, donde se desarrolló con más fuerza el conflicto, fue devastador, aunque con variaciones importantes explicadas en parte por la historia de la movilización política y los procesos estatales previos en cada zona. Las diferencias entre Ayacucho, Cusco o Puno, por ejemplo, fueron considerables tanto en magnitud como en el tipo de violencia. No obstante, estas diferencias no solo tienen que ver con la historia contenciosa del país: la forma en que el narcotráfico, un fenómeno en crecimiento en esos años, se engarzó con el conflicto en diversas zonas de ceja de selva también hizo de estos territorios un espacio de violencia considerable.
Se suele vincular las violaciones a los derechos humanos en América Latina con gobiernos autoritarios, pero nuestro país muestra cómo también en regímenes democráticos se pueden vulnerar los derechos de miles de sus ciudadanos. Recién hacia el final de la década del ochenta, las Fuerzas Armadas revisarían su estrategia y verían a la población como aliada en su lucha contra Sendero. Además, a diferencia de otras sociedades, donde el grupo subversivo causa menos muertes que el Estado —en parte, por su deseo de buscar apoyo de la población y cuidar su relación con las organizaciones populares—, Sendero mató a miles de sus «enemigos», que incluían a todo tipo de actores estatales y no estatales46. Había que arrasar con todo aquello que se opusiera a su visión del Perú, incluidos los sectores populares calificados de lumpen proletariado o aliados de la reacción. Según la CVR, Sendero fue el actor que perpetró más asesinatos47.
Atentado en la plaza de Armas de Lima perpetrado por Sendero Luminoso en junio de 1985.
Archivo La República
Aunque de menor impacto que Sendero Luminoso, en los años ochenta, también desarrolló acciones violentas el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA). Este fue un movimiento guevarista, una guerrilla más convencional en sus características comparada con otras en la historia nacional y de la región. Su acción principal se dio en la selva central y las ciudades, y empleó métodos menos cruentos que los de Sendero en su relación con la población, pero también cometió asesinatos y secuestros.
Otro actor de la violencia, aunque aparecerá con más fuerza recién algunos años después, fueron los comités de autodefensas o rondas campesinas. Era un sistema de vigilancia y castigo utilizado en algunas áreas rurales del país que se convirtió en la principal forma de autoorganización local para responder a los grupos subversivos. El Estado fue renuente a apoyar a estos grupos, en parte, por doctrinas que alertaban sobre el peligro de entregar armas a la población por el temor de que pudiesen apoyar a la subversión. Un cambio de estrategia, sin embargo, llevó a que desde 1991 se diera una activa colaboración entre el Ejército y las rondas, de modo que estas pudieran defenderse y también atacar a Sendero, arrinconándolo48.
Los legados de esos años de violencia son diversos49. Por mencionar algunos de estos impactos, pensemos en lo que significó el desplazamiento de decenas de miles de compatriotas hacia zonas más seguras, especialmente el crecimiento urbano originado por quienes buscaban refugio del horror. O consideremos el debilitamiento o abierto colapso de una serie de funciones estatales en educación, salud, servicios públicos, que facilitaron y legitimaron la adopción de soluciones de mercado y privarizaciones por parte del Estado. La legitimidad de Fujimori, en la década del noventa, también se explica por el retorno del Estado a diversos espacios en los que la violencia había expulsado a la burocracia estatal. Además, debemos evaluar el efecto de la violencia y de la represión estatal en una serie de actividades culturales que florecían en forma contestataria durante esos años, aun si no tenían relación con los grupos subversivos. Como ha descrito Shane Greene en uno de los mejores libros sobre los años ochenta, la cultura subterránea se vio inhibida y reprimida por sus vínculos, reales o no, con estos grupos50. Siguiendo el argumento principal de este ensayo, me centraré a continuación en el impacto de la violencia sobre la sociedad en general. Probablemente, mucha de nuestra desconfianza actual —alta según estándares latinoamericanos— y la pérdida de iniciativas y espacios culturales, más presentes en otras sociedades, se relacionan con esos años.
El proceso de violencia contribuyó a la caída del sistema de partidos al debilitarlos organizativamente y desprestigiarlos como entidades ineficientes para combatir a los grupos subversivos. Además de sobre los partidos, la violencia también impactó en las organizaciones sociales. Para comenzar, la violencia tuvo una repercusión directa sobre las redes territoriales de los partidos políticos nacionales, los cuales sufrieron pérdidas considerables en lo que respecta a sus militantes y liderazgos regionales. A su vez, la violencia golpeó a una serie de organizaciones sociales que articulaban intereses en zonas rurales y urbanas. El asesinato de María Elena Moyano, dirigente de izquierda en Villa El Salvador, por ejemplo, muestra la violencia que Sendero desplegó contra actores sociales que pudiesen competir con sus intereses. Las acciones represivas del Estado y de Sendero Luminoso incrementaron los riesgos de dirigentes, lo que debilitó las organizaciones sociales. Según la CVR, 2267 autoridades y dirigentes murieron o desaparecieron durante el periodo de violencia política. El 21 % de las víctimas atribuidas a Sendero, 1680 personas, fueron autoridades locales y dirigentes sociales que quebraron las redes de intermediación del sistema de partidos y otras organizaciones: «Es evidente que toda una generación de representantes e intermediarios políticos locales fue eliminada intencionalmente por el PCP-SL en su estrategia de generar un vacío de poder que pudiera ser posteriormente llenado por sus propios cuadros»51.
La violencia afectó en forma considerable a Izquierda Unida, la segunda fuerza política del país en las elecciones de 1985. Por un lado, la desprestigió frente a la población, tanto por las posturas radicales que tomaron sus grupos y militantes como por los ataques de sus oponentes políticos, que calificaban a todos de extremistas. Esta dificultad para distinguirse de los grupos violentos —se ha señalado— sería un factor crucial para entender por qué en el Perú no hubo una izquierda fuerte en la década del 2000, como en la mayoría de países de la región52. Las diferencias sobre la interpretación de las causas y justificaciones de la violencia de Sendero Luminoso distanciaron a sectores moderados y radicales de la izquierda, lo que condujo a su división53. A su vez, la violencia debilitó a estos grupos en términos organizativos, pues las bases de izquierda fueron las que disputaron a Sendero espacios rurales y asociativos, y sufrieron la violencia en carne propia54.
El quiebre de esos vínculos políticos y sociales tuvo un impacto claro en el país del posconflicto. Deborah Yashar resalta la repercusión de la violencia sobre las organizaciones campesinas e indígenas en el Perú. Para esta autora, la violencia explica por qué, a diferencia de Bolivia y Ecuador, en el Perú no se lograron articular propuestas políticas de signo indígena en los noventa55. Fue sobre este tipo de organizaciones campesinas y rurales que en Bolivia, por ejemplo, resurgió un partido nacional —el Movimiento al Socialismo (MAS)— después de la caída del sistema de partidos en los años ochenta. En el Perú, las redes rurales populares articuladas por la izquierda —como Vanguardia Revolucionaria, por ejemplo— y el sindicalismo agrario quedaron muy dañadas por los ataques de Sendero.
La violencia, entonces, fue un proceso que marcó el sistema político peruano en diversas dimensiones. Cortó vínculos en el mundo rural y urbano, incrementó la crisis de desempeño de los partidos, destruyó organizaciones sociales y sus recursos, y desprestigió a otras organizaciones. Y esta situación se mantuvo, aunque con gran variación en los niveles de violencia, hasta 1992, cuando la cúpula de Sendero Luminoso fue capturada, y el Estado y las rondas campesinas lograron una progresiva desarticulación de las organizaciones subversivas. No obstante, fue más que eso. La violencia se dio en medio de una polarización muy profunda en el debate político. Maximalismos ideológicos se enfrentaron con un país en ruinas como trasfondo. Estas actitudes políticas, sumadas al hecho de no poder responder al desafío de los violentos y el privilegiar el conflicto en medio de la crisis, golpearon a los partidos políticos. La legitimidad que ganó el fujimorismo en los años noventa, más allá de sus abusos autoritarios y manipulación de medios de comunicación, se basó también en esta percepción crítica de los partidos y su conducta irresponsable en un momento en que nos estábamos matando.
Para entender estos procesos vinculados a la violencia, no podemos desligarlos de otro fenómeno que fue creciendo en esos años: el narcotráfico. En la década del ochenta, el narcotráfico vivió un crecimiento exponencial en el Perú, tanto a nivel territorial como económico. En lo que respecta a su impacto en la violencia, las organizaciones vinculadas al cultivo y exportación de la hoja de coca brindaron recursos a las organizaciones subversivas en los valles cocaleros donde operaban. Esa cercanía implicó no solo el otorgamiento de dinero, sino también el acceso a armas. La relación no fue siempre pacífica, pero, en general, esos recursos en los años iniciales incrementaron el poder de fuego y control territorial de Sendero Luminoso y el MRTA. Finalmente, una conducta pragmática por parte de las Fuerzas Armadas habría permitido negociar con estos actores ilegales para evitar que los cupos llegaran a los grupos terroristas.
Si un conflicto de este tipo y magnitud ya sería terrible para un país, sufrimos otro golpe poderoso: la crisis económica y la hiperinflación llevaron la situación a un nuevo nivel. Los últimos años de la década del ochenta mostraban un país sumido en enormes problemas. Tal vez, el único recuerdo alegre de un triunfo colectivo durante esos años sea una medalla de plata obtenida por el equipo de vóley en las Olimpiadas de Seúl de 1988. Fue una crisis doble la que marcó los años ochenta en la memoria de los peruanos. La violencia impuso los apagones y el miedo, la crisis económica, la desesperación y la precariedad.
En medio de los duros años ochenta, las «chicas del vóley» se convirtieron en una de las pocas fuentes de alegría y orgullo nacional. A lo largo de la década obtuvieron una serie de triunfos, pero ninguno fue tan significativo como la medalla de plata conseguida en las Olimpiadas de Seúl 1988. En la imagen se observa el recibimiento multitudinario que se les brindó al regresar de aquella hazaña.
Archivo El Comercio
Crisis económica e hiperinflación
Por centrarnos en los peores años, se nos olvida que toda la década del ochenta fue difícil en términos económicos. Nos quedamos con el recuerdo de esos últimos años por el desplome de la economía. Pero, para comprender la magnitud de aquel periodo, hay que resaltar que los años previos también fueron duros y que se incubaron problemas que se harían mucho más graves con la llegada de la hiperinflación y la profundización de la crisis. El gobierno de Belaunde no logró atacar ciertos problemas básicos del modelo peruano que se hacían más acuciosos con un contexto internacional difícil: déficit alto por gastos en empresas estatales, más déficit y presupuestos inflados en obras públicas. Si bien el gobierno intentó implementar algunas reformas para combatir esos problemas, en general, tuvo serias dificutades de desempeño económico que hicieron concluir el quinquenio con una inflación ya importante.
Probablemente olvidamos esta performance mediocre, en parte, por lo que vino luego. En 1988, la inflación acumulada alcanzó el 1722 % y, en 1990, el 7649 %. Fueron años dramáticos para América Latina. La crisis internacional llevó a que los países se quedaran sin créditos externos y con considerables deudas frente a sus acreedores. En el Perú fue mucho peor, una desgracia, incluso, frente a los negativos desempeños de la región, no solo por la magnitud de la inflación, sino porque el impacto en el empleo, la producción y la propia calidad del Estado fue mayor. Las malas decisiones del gobierno de García, sumadas a este contexto internacional desastroso, nos sumieron en la peor crisis económica de nuestra historia. En vez de aplicar una política prudente frente a la crisis, García, más bien, apretó el acelerador con una serie de medidas heterodoxas que aumentaron el déficit y produjeron la hiperinflación y la profundización de la crisis. Asimismo, el intento de nacionalización de la banca por parte del gobierno en 1987 sumó más inestabilidad y desconfianza, aumentó la polarización y desató una batalla entre García y el sector empresarial. La inflación, y el consecuente aumento de precios de los alimentos, impactó severamente entre los sectores más pobres. Las ciudades, polos de atracción en la búsqueda de un futuro mejor en años previos, vieron aumentar la miseria. Este resumen de Jo-Marie Burt muestra la magnitud del impacto económico y sus costos sociales:
El PBI per cápita cayó en un 20 por ciento acumulado entre 1988 y 1989. Hacia 1989, los salarios reales tenían la mitad del valor que en 1979. El descontento laboral estalló ante la reducción de la capacidad adquisitiva de los salarios a raíz de la inflación, así como por la escasez de alimentos. Se multiplicaron por diez las horas perdidas en huelgas, y una huelga de dos meses en el sector minero —el principal proveedor de divisas— agravó la crisis de las reservas y alimentó aún más la inflación. El porcentaje de personas desempleadas o subempleadas se incrementó de un 50 por ciento en 1985 a un 75 por ciento en 199056.
Además, se incrementó la migración interna hacia las ciudades por los efectos de la violencia política. No obstante, así como unos llegaban a la ciudad escapando del infierno rural que se vivía en muchas partes del país, otros, con más recursos y contactos, migraban al extranjero. Durante esos años, cientos de miles de peruanos, en su mayoría de clase media y alta, dejaron el país para escapar de la crisis. Una vieja broma decía que en el aeropuerto Jorge Chávez había un cartelito que decía «El último apaga la luz». Estas tendencias anticipaban lo que sería, ya sin crisis, la migración internacional más generalizada de los próximos años y el inicio de la economía de remesas.
Aeropuerto Jorge Chávez durante la crisis económica de la década de 1980.
Archivo La República
La profunda crisis económica incrementó la pobre legitimidad de la política frente a la población. Mientras todo se caía, la prensa también nos informaba sobre corruptelas y abusos de los partidos políticos, los cuales además se encontraban atrapados en una polarización ideológica que impedía concertar medidas económicas sensatas. De este modo, se incrementaba la sensación de que no había salidas a la crisis. En esto, el narcotráfico también se hizo sentir: se hicieron más comunes en la prensa las denuncias por actos de corrupción en la política debido a vínculos con el narcotráfico.
La crisis económica, además, tuvo un impacto considerable en los recursos de los partidos, los sindicatos y otras formas organizativas. Por un lado, los partidos políticos tuvieron que gobernar con un Estado quebrado. Muchos militantes, después de doce años de gobierno militar, tenían la expectativa de acceder a cargos públicos. El Estado era una fuente de empleo, también una forma para los grupos políticos de acceder a recursos que fortalecían y facilitaban la participación política. En un Estado en crisis, era más difícil contratar militantes en puestos públicos, o usar la política fiscal para establecer beneficios territoriales o gremiales que contribuyeran a fortalecer los vínculos políticos en el país. Las empresas estatales, mineras, pesqueras y de servicios públicos, donde era común reclutar militantes, se encontraban con números rojos. Esta era una militancia que, como señalábamos antes, había esperado mucho tiempo y demandaba esa inclusión. Asimismo, la crisis golpeó a los sindicatos, redujo sus números en forma drástica e incrementó formas de empleo informal. Maxwell Cameron documenta las diversas formas en que estos sindicatos se debilitaron, con lo cual afectaron especialmente a los partidos de izquierda57. La caída en el número de huelgas y en la participación de trabajadores fue abrupta hacia el final de la década del ochenta58.
Debido a la hiperinflación y la consecuente devaluación de nuestra moneda, la gente se agolpaba en centros informales como el de la calle Ocoña, en el centro de Lima, para cambiar divisas.
Archivo La República
Las colas interminables en los mercados y centros de abasto formaban parte del panorama cotidiano en los ochenta.
Archivo La República
Una consecuencia clave de esos años fue la erosión del trabajo formal y el crecimiento del informal, un legado que nos acompaña hasta el presente. Ser obrero es algo relativo, un trabajo muy influyente de Jorge Parodi publicado por esos años, precisamente apuntaba a los límites de la lectura clasista del sindicalismo peruano para enfrentarla a la dura realidad de una masa obrera que buscaba «escapar» del empleo formal para buscar mejores posibilidades en el trabajo informal59. Esta realidad se acentuó en esos años de desempleo, durante los que muchos obreros tuvieron que dejar sus trabajos para buscarse la vida en la calle, como ilustra un ambicioso estudio sobre el comercio ambulatorio en Lima de Jesús Cosamalón. El historiador recuerda cómo ese comercio ambulatorio que creció masivamente durante la crisis se dio incluso entre sectores acomodados de Lima, cuyos miembros salían a vender sus pertenencias a las calles de Miraflores60. Aunque grabado unos años después, el documental Metal y melancolía, de la directora holandesa Heddy Honigmann, recoge testimonios de taxistas que describen la terrible realidad del empleo precarizado por la crisis económica61. Hablando de legados, este Perú informal llegó para quedarse, pues, hasta nuestros días, el alto nivel de informalidad laboral es una característica de nuestro país, incluso en mayor magnitud que otros de la región. El discurso político de ciertos grupos de derecha recogería años después la figura del emprendedor como ejemplo de progreso. Sin embargo, la dura realidad de la precariedad informal, así como los costos de carecer de vínculos que contribuyan a que los ciudadanos accedan a servicios sociales básicos, constituyen una mejor y pesimista descripción del fenómeno.
Si bien la crisis tuvo raíces internacionales y, como se indicó antes, en el gobierno de Belaunde también se dio un mal manejo económico que incrementó la inflación, no hay que minimizar el papel del APRA y de García en su profundización. Durante la administración aprista se tomaron medidas que iban a contracorriente de la prudencia económica que demandaban esos años, y que otros países de América Latina habían abandonado por ineficientes y costosas, como complejos sistemas de tasas de cambio diferenciadas del dólar o controles de precios. En la esfera internacional, se anunció con grandi-locuencia que no se pagaría la deuda externa más allá del 10 % del valor de exportaciones, medida que tuvo que ser revertida hacia fines de la década, cuando el Perú tuvo que buscar créditos externos para responder al colapso de la economía. Dicho sea de paso, en un ejemplo más de simbolismo, la deuda nunca se había pagado en ese monto antes.
Además, el partido presionó y, en muchos casos, obtuvo puestos de trabajo que incrementó la cantidad de los empleos públicos y debilitaron al Estado. Se afectó la autonomía de las instituciones estatales de mayor solidez burocrática, como el Banco Central de Reserva o Petroperú. A su vez, la corrupción asociada a la política marcó años en los que escaseaban los recursos públicos62. Un Estado débil, sin cuerpos profesionales, no pudo resistir las incursiones de un gobernante y su partido que lo instrumentalizaron para sus fines durante años críticos en términos fiscales. Fueron irresponsables en el peor momento.
Lo que nos dejó el periodo fue un Estado colapsado, incapaz de cumplir funciones básicas. En palabras de Sinesio López:
Las relaciones tradicionalmente precarias del Estado con la sociedad y la ciudadanía se habían roto. Los servicios de educación y salud funcionaban a un nivel ínfimo. Algunos, como los de vivienda y los de inversión en infraestructura, habían desaparecido. Otros, como los de seguridad, funcionaban a media máquina, pese al irracional despliegue de violencia terrorista. La sociedad tuvo la sensación de carecer de Estado justamente cuando más lo necesitaba63.
El Estado perdió presencia territorial, capacidad de aplicar la ley y, en general, nos dejó una burocracia debilitada.
Como se indicaba antes, García y su partido intentaron una suerte de incorporación política utilizando el manual desarrollista de los años sesenta y setenta, con mecanismos onerosos, algunos ya desprestigiados en la región, pero, además, en el peor momento posible, cuando la violencia y la hiperinflación dejaban poco espacio para ese gasto abultado, y el Estado colapsaba. Esta percepción de un Estado ineficiente y corrupto, y la desconfianza de los políticos que lo dirigían ayudan a entender por qué en la siguiente década hubo poca resistencia al desmantelamiento de ese Estado, así como un creciente sentimiento antipolítico.
Al final de la década del ochenta, el sistema de partidos entró en crisis. En parte, se debió, claro, al impacto del mal desempeño de los partidos al enfrentar la violencia y la crisis económica. Los que gobernaron lo hicieron mal, pero incluso la izquierda, sin hacerlo, pagó las consecuencias de una política polarizada, y por haber apoyado medidas, como la estatización de la banca, que se asociaban con el descalabro. Las causas más inmediatas para la caída, como este lamentable desempeño o la promoción del clientelismo en tiempos de crisis64, son, sin duda, importantes para entender este desplome y el progresivo crecimiento de una legitimidad antipolítica.
Sin embargo, las causas más profundas de nuestro páramo organizativo de los años siguientes tienen que ver con los quiebres en los recursos económicos y organizativos de los partidos. Estos quiebres ayudan a entender la profundidad del desplome y la dificultad para construir unos nuevos tras el colapso de las organizaciones de aquel periodo. No solo cae un sistema de partidos a fines de los ochenta e inicios de los noventa, sino que se rompen vínculos profundos que hacen difícil recrear nuevas formas de articulación. La violencia golpea el campo y desarticula formas de organización que llenaron estos espacios tras la caída del poder conservador. Los sindicatos se empobrecen y pierden miembros. El clientelismo estatal no puede desarrollarse y se rompen los vínculos de los partidos con la militancia.
Una mirada comparada ayuda a entender el impacto. En otros países que pasaron por procesos de inflación, como Argentina y Bolivia, los partidos perdieron legitimidad; incluso en Bolivia, eventualmente, se dio un colapso del sistema existente. No obstante, en ambos casos, distintas organizaciones sobrevivieron a la crisis y no hubo nada similar como la violencia que asoló al Perú. El caso peruano no solo muestra una débil legitimidad de las organizaciones políticas, sino también quiebres en las bases organizativas de la sociedad muy difíciles de rearticular. Con esa corrosión invisible más profunda, llegamos a los noventa, cuando surgen nuevos desafíos para la articulación política.
Primeros años de Fujimori y reformas de mercado: un nuevo orden político
La crisis y la poca legitimidad de los partidos dieron como resul-tado la elección sorpresiva de Alberto Fujimori, un outsider de la política, quien, además, era un desconocido, a diferencia de otros outsiders que cosechan en la arena electoral su popularidad en otras actividades. En este caso, Fujimori era rector de una universidad nacional; su mayor contacto con el público era un discreto programa sobre agricultura en televisión nacional. Tuvo una candidatura austera, la que apelaba al origen japonés del ingeniero Fujimori para aprovechar la notoriedad de dicho país como una potencia emergente. Fujimori se presentaba como alguien que podía traer tecnología y trabajo al Perú; su discurso carecía de referencias ideológicas: era más claro lo que no era65.
Mario Vargas Llosa durante un mitin del Fredemo para la campaña electoral de 1990.
Archivo La República
Fujimori incluyó en su lista al Congreso a miembros de iglesias protestantes que contribuyeron a difundir su candidatura de boca a boca, un grupo que, desde esos años, comenzaría a ser más relevante en la política peruana. Aunque el candidato apelaba a su identidad japonesa, la población comenzó a llamarlo como se suele hacer con los asiático-peruanos en el país: el Chino. Pocos imaginaban, en el verano de 1990, que un candidato que manejaba un tractor en sus mítines se convertiría en un actor central de la política peruana por las siguientes tres décadas.
En las tres últimas semanas de las elecciones de 1990, el «tsunami» Fujimori corrió la ola de malestar contra los partidos para quedar en segundo lugar (27.1 %), pero a pocos puntos del favorito durante toda la campaña, Mario Vargas Llosa, del Frente Democrático (Fredemo), que obtuvo 32.6 %. El Fredemo era una alianza compuesta por los dos partidos tradicionales de derecha (Acción Popular y el Partido Popular Cristiano) y el Movimiento Libertad, fundado por el propio Vargas Llosa en el marco de la resistencia a la nacionalización de la banca. En la segunda vuelta, Fujimori (62.3 %) capitalizó el voto contra Vargas Llosa (37.7 %) y sus propuestas de reformas de mercado, que apenas crecieron en 5 %.
El candidato del Fredemo soportó una durísima campaña sucia del APRA y del propio presidente García para evitar que la derecha llegara al poder. Un ejemplo es el video que lanzó el APRA sobre el impacto que tendría el shock económico que proponía Vargas Llosa para detener la inflación. Imágenes tomadas de la película The Wall, de Pink Floyd, mostraban un apocalipsis bélico que acababa con los pobres del Perú. Además, como narra el propio Vargas Llosa en su libro de memorias El pez en el agua (1993), la campaña que desempeñó su frente fue onerosa y masiva, con sus candidatos al Congreso compitiendo entre sí, en lo que se percibió como un despilfarro de recursos y un gesto de soberbia del partido de las clases altas limeñas.
Si bien los votantes del APRA y las izquierdas apoyaron a Fujimori, pues representaba una opción a las reformas de mercado que promovía la derecha, en esos años crecieron los votantes de candidatos independientes. Un anuncio de ese cambio se vio en 1989, cuando un conductor de televisión, Ricardo Belmont, ganó la alcaldía de Lima. En general, un número importante de peruanos que ya no se reconocía en los partidos existentes prefirió elegir a alguien por fuera del sistema en primera vuelta, lo que sorprendió al país y al mundo, en general, por lo súbito que fue el ascenso de Fujimori y lo poquísimo que conocían los electores sobre él. Se apostó así por un desconocido. Lo único que quedaba claro era que representaba un antivoto contra la reforma liberal. No era Vargas Llosa, y eso bastaba. Sin embargo, la derrota de Vargas Llosa no significaba el triunfo del APRA o de las izquierdas. Ellas también quedaron muy debilitadas, con un APRA que bordeaba el 20 % de los votos, y una izquierda dividida que recogió apenas 15 % en conjunto.
Una vez en el poder, Fujimori se convirtió a la prédica de las reformas de mercado, cambió de equipos de asesores y se acercó a instituciones financieras internacionales. Más que convicción reformista neoliberal, se observó a un Fujimori que seguía el camino que le marcaban las enormes restricciones que enfrentaba. Así, fue él quien inició en el país profundas reformas neoliberales solo comparables en la región a las que se dieron en Argentina o Bolivia durante esos mismos años.
Lo interesante es que la acción no tuvo los costos políticos esperados, si consideramos el enorme apoyo que recibió Fujimori al oponerse a Vargas Llosa y sus promesas de reforma liberal. Buena parte de la población no protestó contra las medidas económicas iniciadas —es importante recordarlo— antes del autogolpe de Estado del 5 de abril de 1992, cuando el régimen decidió su avance hacia el autoritarismo, de la mano de las Fuerzas Armadas. Tras el autogolpe, las reformas se aceleraron y fueron entusiastamente apoyadas por actores empresariales y organismos internacionales. Estos apoyos serían cruciales para asentar y profundizar el creciente autoritarismo del gobierno a través de la década. Mientras otros países de América Latina se democratizaban, el Perú nos mostraba un tipo de gobierno que sería más común en la región en años siguientes: autoritarismos electorales, gobiernos que ganan elecciones en procesos medianamente competitivos en los que se inclina claramente la balanza contra la oposición.
En el capítulo de Alberto Vergara que forma parte de este volumen, se discute en mayor detalle el gobierno de Fujimori y la forma en que construyó un régimen autoritario, y cómo logró mantenerse en el poder durante diez años. No obstante, resalto aquí dos puntos que se asocian al argumento de este ensayo y que permiten concluirlo recordando lo prometido al inicio del mismo: que en los años noventa caímos en un desierto político que contrasta con la movilización y articulación previas. Por un lado, el fujimorismo fue un régimen que construyó su apoyo y legitimidad a partir del desencanto y la antipolítica, predicando la idea de que las promesas de la organización y la participación trajeron un desastre. Y, como el desastre fue real en los años ochenta, la política y la movilización que marcaron los sesenta se convirtieron en malas palabras66. Por otro lado, el efecto de las reformas de mercado en el aspecto político organizativo que se resalta como hilo narrativo constituyó un ladrillo más en el muro contra la posibilidad de articulación política.
En primer lugar, a diferencia de otros países, el desencanto con los partidos existentes no dio lugar a nuevos partidos. Aquí el desencanto vino de la mano con un presidente que capitalizó el malestar y el desprestigio de aquellos. Fujimori y sus aliados construyeron una narrativa según la cual los partidos y sus intereses minúsculos habían sido los causantes de la crisis. Él se presentaba como alguien pragmático, interesado en resolver los problemas del país. Su carácter de outsider lo llevó a buscar alianzas con militares y empresarios, con lo que privilegió un vínculo directo con la población y descartó a los partidos existentes.
El autogolpe del 5 de abril de 1992 fue un momento clave que le permitió a Fujimori capitalizar el rechazo hacia los políticos representados en el Congreso. Esta popularidad le permitió obtener la mayoría en un Congreso Constituyente que redactaría la Constitución de 1993, un texto que incorpora una serie de medidas y regulaciones acordes con el nuevo modelo económico instaurado —y que fue aprobada por un margen muy pequeño en un referéndum por el rechazo de la población a varias de sus reformas—. Sin embargo, lo que marcó un cambio fundamental en la deslegitimación de la vieja política y la consolidación de Fujimori fue que se resolvieron dos problemas principales del país: la crisis económica amainó y Sendero Luminoso fue desarticulado. Por una parte, la captura de Abimael Guzmán, el 12 de setiembre de 1992, marcó el inicio de la caída abrupta de Sendero. Sin su líder y con varios de sus dirigentes encarcelados, golpeado por las fuerzas armadas y las rondas campesinas, Sendero desapareció en muy poco tiempo. El MRTA también fue desactivado con la captura de sus líderes, aunque volvería con una acción que atrajo atención mundial unos años después: la toma de la residencia del embajador de Japón en Lima. Por otra parte, la economía logró estabilidad, además de que se controló la inflación. El contraste de orden económico y social tras el caos de los últimos años del gobierno aprista fue muy alto.
Para entender lo que significaron estos cambios en el ánimo nacional, es importante resaltar lo que se percibía en esos años sobre la duración de la crisis en que se encontraba el país. Si bien se venía dando una serie de golpes en el campo y la ciudad contra Sendero Luminoso, la violencia era todavía parte de la vida cotidiana y, fue especialmente notoria en Lima durante los últimos meses. El brutal atentado de la calle Tarata en Miraflores se había producido apenas el 16 de julio de 1992, tan solo dos meses antes de la captura de Abimael Guzmán. La economía mejoraba, pero todavía éramos un país en crisis. La percepción era que nuestra doble crisis tardaría mucho en solucionarse (si es que había solución posible).
Un texto que muestra este ánimo apocalíptico es un artículo de Mark Malloch Brown, consultor político de Mario Vargas Llosa, publicado en el número especial de la revista Granta sobre la campaña electoral (junio de 1991). Malloch señalaba:
Hoy el Presidente Fujimori está luchando por aplicar el programa de estabilización económica de Mario, con la inevitable dislocación económica y dolor que Mario advirtió y que Fujimori pretendió podía evitarse. Abundan las acusaciones de traición. Sendero Luminoso y otros grupos terroristas han incrementado su violencia y el país parece deslizarse hacia su fragmentación. […] En meses el único producto exportable del país será la cocaína. […] El Palacio Presidencial puede ser de Fujimori en este momento, pero las opciones del Perú son las mismas que eran antes de la elección: la reforma burguesa de Vargas Llosa o la revolución de Sendero. Las probabilidades favorecen a Sendero67.
Y, de pronto, acabaron las dos crisis. Fujimori cosechó políticamente el fin de estas y la suma de éxitos, producidos, además, tras el autogolpe, lo que incrementó la legitimidad autoritaria. Hay explicaciones más precisas (y complejas) sobre la solución de ambas crisis que, sin negar un peso al gobierno y a las decisiones tomadas, restan protagonismo al presidente. Por ejemplo, la captura de Abimael Guzmán y otros mandos de Sendero Luminoso fue virtud del trabajo de inteligencia policial desarrollado años antes, en el que el Servicio de Inteligencia Nacional, promovido por Fujimori, poco tuvo que ver. Asimismo, las derrotas militares de Sendero ya venían desde 1989, cuando el Ejército cambió su estrategia para enfrentarlo. Tampoco hay que minimizar en el campo económico la mejor situación de la economía internacional y su impacto en América Latina en esos años.
Sin embargo, la percepción de un presidente que resolvió con «éxito» esos problemas causados por «políticos irresponsables» consolida el desprestigio de los partidos y le permite a Fujimori arrasar en las elecciones de 1995 con un impresionante 64 %, muy por encima de Javier Pérez de Cuellar (21 %), ex secretario general de las Naciones Unidas. El desconocido Fujimori ganó electoralmente a los dos peruanos más prestigiosos de esos años: al escritor y al líder internacional. Fujimori utilizaría esa mayoría para incrementar su poder y consolidar un régimen autoritario. Fue el éxito, entonces, y no solo el golpe de timón autoritario, lo que generó el desarrollo de un sentido común antipartido y contrario a la movilización.
El gobierno no solo deslegitimó a los partidos con su acción; también compitió con ellos y los atacó con métodos autoritarios. Por ejemplo, concentró la ayuda social y reconstruyó relaciones con actores sociales, acercándolos a su órbita. A través de un fondo especial estatal, el Fondo de Cooperación para el Desarrollo Social (Foncodes), y del Ministerio de la Presidencia, concentraría el gasto a nivel nacional y entregaría obras en todo el territorio. Este fue un gasto que, como ha mostrado Nobert Schady, tuvo clara dirección política68. Aunque el giro autoritario sería mayor tras 1995, también en esos años el gobierno hostilizó y persiguió a la oposición. Hubo un esfuerzo por desincentivar la articulación política y la movilización, con un discurso de «terruqueo» frente a posiciones críticas o contestatarias. El fujimorismo, a su vez, aportó a la debilidad organizativa desde su uso del Estado en beneficio propio. Su actuación contra la oposición y las organizaciones sociales, especialmente en la segunda parte de la década, fue dirigida para evitar articulaciones políticas que desafiaran su poder. El Estado volvió al territorio; se recuperó su presencia e, incluso, se amplió su alcance en los siguientes años. Sin embargo, su relación con la sociedad ya no sería igual que en las décadas del setenta y ochenta: ya no era un Estado que incentivara la organización ni la movilización69. Lo que intento resaltar es que no se trató de un simple giro de ánimo o cambio de valores de la población frente a la política y la movilización, o que la acción autoritaria fujimorista explique el resultado. Los cambios producidos en años anteriores harían más difícil la articulación política, pues romperían vínculos y reducirían los recursos para la movilización. No es que los peruanos simplemente nos hayamos despolitizado por un cambio psicológico o por la represión: repolitizar será ya más difícil en adelante.
Campaña de Alberto Fujimori en 1990.
Archivo La República
Asimismo, se dio en este periodo un proceso adicional que horadó la posibilidad de reconstruir articulaciones políticas y disminuyó las posibilidades de construir organizaciones capaces de movilizar: las reformas de mercado. En América Latina, estas afectaron la disposición de recursos en manos de los gobernantes y cambiaron las funciones del Estado. Las reformas de privatización y la reducción de déficits que acompañaron los programas de shock económico limitaron el espacio para el gasto público. El Estado desarrollista, además, tenía mejores herramientas para promover distintas formas de intermediación entre Estado y sociedad en el territorio. Bancas de fomento, beneficios fiscales territoriales, zonas de interés económico, entre otras, permitían construir más vínculos entre el sistema político y la sociedad. No solo las crisis económicas afectan esta disposición de recursos en manos de los partidos. La «cura», por medio de amplios recortes presupuestales y de las funciones del Estado, también puede causar un efecto similar70. Kenneth Greene, por ejemplo, ha mostrado cómo, para el caso mexicano, el PRI (Partido Revolucionario Institucional) pierde su gran poder, en parte, por reformas neoliberales que redujeron su disposición de recursos y su capacidad para otorgar empleo público en el Estado, y para establecer vínculos corporativos con gremios u otorgar subsidios a grupos de interés71.
Las reformas de mercado tuvieron estos efectos sobre la organización política en el Perú. Por un lado, las reformas limitaron la posibilidad de que los partidos usaran al Estado para desarrollar una militancia estable. Que se reduzca la disposición clientelista de recursos estatales no es negativo, por supuesto, y menos si tenemos en cuenta los costos e ineficiencias del Estado peruano en los años ochenta. El punto que busco resaltar, sin embargo, es que estos cambios rompen vínculos que pueden servir para reconstruir organizaciones y que, a veces, lo que es positivo para algunos aspectos puede tener consecuencias negativas en otras dimensiones. En este caso, las reformas de mercado hicieron más difícil que los partidos usaran al Estado para construir (o reconstruir) su militancia. Y un fujimorismo con un alto contenido antipartido, que tenía en las Fuerzas Armadas su esqueleto político, no se concentró en una reconstrucción partidaria. Más bien, cambiaba de partido para cada elección.
En el caso peruano, estos efectos desarticuladores habrían sido más profundos que en otros países por los procesos antes señalados y por su secuencia. Las reformas de mercado fueron profundas no solo por convicción de los reformadores, sino porque ya hubo poca resistencia social y organizada frente a las mismas. En otros países donde hubo reformas de mercado, la existencia de actores políticos clientelistas, especialmente en espacios subnacionales, fueron clave para obligar al Estado central a continuar proveyendo otro tipo de recursos que pudiesen ser usados para el clientelismo. Edward Gibson, por ejemplo, discute cómo en Argentina y México estos actores clientelistas regionales se convirtieron en aliados de los gobiernos por medio de la implementación de reformas de mercado a través del gasto social o en obras, con lo cual reemplazaron a otros grupos del Estado desarrollista que tenían vínculos más corporativos, como sindicatos o asociaciones de empleados estatales72. En Colombia, las reformas de mercado no afectaron fundamentalmente a grupos clientelistas en el territorio, capaces de seguir negociando recursos con el gobierno. En cambio, en el Perú, la debilidad de actores en el territorio, sindicatos y partidos, cuyas causas se remontan, en parte, a los procesos antes mencionados, hizo más fácil para el fujimorismo llevar adelante las reformas sin necesidad de pactar. Alberto Fujimori no solo tenía un estilo contrario al diálogo y los acuerdos: su contexto político le permitió actuar con abundante autonomía y plantear profundas reformas que modificaron al Estado peruano.
Así, con organizaciones políticas ya debilitadas, las reformas causaron más daño sobre la articulación política. No hubo actores capaces de demandar y negociar nuevos recursos para mantener sus redes y construir otros vínculos. Los partidos se debilitaron todavía más en esos años. Los sindicatos obreros y de empresas estatales fueron los más claramente afectados. Se cambió una serie de normas que promovían y protegían la sindicalización. El programa neoliberal redujo los incentivos para estas formas de organización, y actores ya debilitados no tuvieron capacidad de oponerse. Desaparecieron sindicatos estatales, producto de las privatizaciones en el Estado73. Por su parte, el fujimorismo tampoco dirigió recursos para establecer una organización más allá de articular una clase política de recambio en cada elección en el Congreso, sostenerse en las fuerzas militares y en el aparato estatal, y construir algunas relaciones con líderes locales incluidos en partidos políticos de nombre cambiante a través de la década. Repito: no se señala que estos procesos sean negativos. Reducir el clientelismo y el uso discrecional de recursos tiene mucho de positivo. El punto crítico que se intenta resaltar es que estos procesos fueron facilitados y, a su vez, causaron una mayor debilidad organizativa. Y esa debilidad sí puede tener efectos negativos.
Vistas de este modo las cosas, la aceptación de las reformas del gobierno de manera relativamente pacífica, sean las económicas o la adopción de la Constitución de 1993, es, en general, una característica de esos primeros años de gobierno fujimorista, que, en parte, se explica por esta debilidad política organizativa ya asentada. Sí, el autogolpe del 5 de abril fue popular y, sin duda, creó un Estado más represivo y vigilante, desincentivó la crítica y la participación, pero todo eso sucedió sobre una política desarticulada, deslegitimada y con organizaciones ya débiles. Que se haya logrado adoptar una buena parte de las reformas antes del autogolpe habría sorprendido a quienes en las décadas del setenta y ochenta consideraban que los intereses populares movilizados no aceptarían esa agenda. Como se discutió antes, durante los primeros años del gobierno de Belaunde, medidas mucho más tímidas de reforma fueron rechazadas por buena parte de los partidos y la sociedad civil. No obstante, en 1990, se reformó el régimen económico adoptado en 1968, y la población no fue un actor crítico ante estos cambios, en parte, porque seguro estaba agotada de tanta inestabilidad y apoyó a un gobierno represivo. Sin embargo, esto se dio, a su vez, por la debilidad organizativa ya presente en la sociedad.
Conclusión: del viejo orden a un futuro que no es más lo que era antiguamente
A fines de los ochenta e inicios de los noventa, cae abruptamente el sistema de partidos peruano y diversas formas organizativas. Ese sistema no era muy fuerte en términos comparados, pero al contrastarlo con la situación actual nos muestra un sistema más articulado y movilizado. A fines de la década del ochenta, la desarticulación era ya profunda. No había redes de articulación agraria, fueran conservadoras o populares. Las redes clientelistas se habían reducido por la crisis económica. Además, las organizaciones sobre las cuales podrían construirse partidos en el futuro o mantener los existentes ya eran muy débiles. Sobre ese escenario se dan las reformas de mercado, que cortan todavía más otras fuentes de articulación. El impacto de estas reformas sobre la articulación política también se asocia a la debilidad preexistente: no hubo actores capaces de negociar con el gobierno central el acceso a otros recursos que les hubiesen permitido reconstruir vínculos o crear nuevos. El fujimorismo gobernó, desde esos primeros años, sobre una sociedad desarticulada, lo cual le facilitó su posterior concentración del poder.
Cierra así una trayectoria que nos llevó desde una amplia inclusión, movilización y articulación política hasta un sistema desarticulado y desmovilizado. He buscado mostrar las razones que explican este itinerario. Por un lado, he procurado resaltar los errores de los actores políticos, como también las enormes barreras que les tocó enfrentar en su intento de movilizar y representar. Así también, se han discutido las causas más profundas que fueron minando la organización y la posibilidad de reconstruirla.
Este páramo organizativo tiene similitudes con el viejo sistema tradicional en su desarticulación desde abajo y la desmovilización. Sin embargo, antes la población era excluida por la fuerza, por un sistema muy cerrado que no permitía la participación y que, cada cierto tiempo, reprimía cuando la movilización hacía crecer demasiado las demandas sociales. El escenario de un régimen excluyente autoritario a fines de los ochenta era lo que temían algunos autores que por esos años veían al Chile de Pinochet como el mejor ejemplo de ese peligro autoritario. Se temía que la enorme crisis se «resolviera» con un golpe militar, con lo que se volvería a una exclusión autoritaria. Así describía esta posibilidad Alberto Flores Galindo, tras resaltar otras dos abiertas para el país —reformismo desde el Estado o revolución social—:
Por eso mismo, ninguna de las alternativas anteriores anula la persistente amenaza de una solución represiva de la crisis: restablecer el principio de autoridad, cuya ausencia lamentaban los empresarios desde tiempo atrás, recurriendo a imposiciones y sanciones a escala de todo el país, haciendo de cada ciudad un cuartel74.
Lo que aparece de la crisis, no obstante, es algo nuevo: un régimen que fue crecientemente autoritario y que se apoyó en las Fuerzas Armadas para sostenerse, pero en el que se mantuvo la inclusión, hubo participación política efectiva (aunque con intromisiones) y se gozó del apoyo de parte importante de la población durante buena parte de su mandato. El fujimorismo no fue un autoritarismo como los de antaño, sin con ello negarle su carácter represivo. Fue también popular entre los sectores que, se suponía, serían los excluidos de la política. Hubo, durante gran parte de la década del noventa, tanta aceptación como control y represión.
Esa debilidad organizativa en la base no significa, como es obvio, que distintos actores en la cúspide no se organicen y hagan política para defender sus intereses. En los años noventa, esta debilidad organizativa llevó a un incremento del poder relativo de actores empresariales que ganaron con las reformas de mercado, por ejemplo. No obstante, ese poder ya no será como el viejo poder conservador que contaba con una articulación en el territorio. Esta vez no existen esos canales de transmisión; por ello, existe la dificultad de que ese poder económico tenga una presencia estable en el territorio a través de un partido de derecha. Si bien estos poderes empresariales cuentan con vínculos internacionales económicos en forma similar al viejo orden, carecen de vínculos más estables y no controlan los espacios territoriales como antes, ni siquiera las distintas formas de actividad empresarial que surgen en estos espacios. Así, con frecuencia, ven sus intereses vetados por poderes menos relevantes a nivel nacional, pero con presencia y capacidad local.
Lo analizado en este ensayo ayuda a entender la situación actual. Este estado de cosas se ha mantenido en gran medida en el tiempo, a pesar de que ya no existe un poder autoritario como el fujimorismo en el gobierno desincentivando la organización. Hemos normalizado la ausencia de articulación y la desmovilización política, aunque haya mejores condiciones para la competencia y la participación. La debilidad de nuestros partidos nacionales ha hecho que se nos llame —quizá con algo de exageración— una «democracia sin partidos»75. Nos hemos acostumbrado a que nuestros «partidos» sean volátiles, y ganen poco o nada en las elecciones locales; pero el fenómeno es más profundo y trasciende la política electoral. No solo se trata de falta de partidos; sino también de ausencia de organizaciones de la sociedad civil o grupos de interés que logren construir vínculos asociativos a través del territorio, sean conservadores o progresistas. Esta debilidad en el tejido social también dificulta la articulación de sectores que no logran establecer temas nacionales, a pesar de tener agendas e intereses similares76. Si bien hay momentos de movilización, a diferencia de otros Estados, esas protestas suelen ser más limitadas, desarticuladas en el territorio y reducidas en el tiempo. La raíz de muchas de las debilidades actuales se encuentra en los eventos y los procesos vividos en los años dramáticos que cambiaron al Perú.
Notas
1 Julio Cotler, «La mecánica de la dominación interna y del cambio social en el Perú», en Perú problema. Cinco ensayos, ed. por José Matos Mar (Lima: IEP, 1968).
2 Mainwaring y Scully muestran que los partidos peruanos de los años ochenta, a pesar de su mayor fortaleza repecto a su situación actual, se encontraban por debajo —en términos de relevancia y articulación— de otros partidos en América Latina. Scott Mainwaring y Timothy Scully, «Introduction», en Building Democratic Institutions: Party Systems in Latin America, ed. por Scott Mainwaring y Timothy Scully (Stanford: Stanford University Press, 1995), 1-35.
3 Carlos Iván Degregori, La década de la antipolítica. Auge y huída de Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos (Lima: IEP, 2000).
4 Otros recuentos sobre las características de este páramo político de los años noventa, en contraste, se encuentran en Jo-Marie Burt, Political Violence and the Authoritarian State in Peru. Silencing Civil Society (Nueva York: Palgrave Macmillan, 2007); Maxwell Cameron, «From Oligarchic Domination to Neoliberal Governance: The Shining Path and the Transformation of Peru’s Constitutional Order», en Politics after Violence. Legacies of the Shining Path Conflict in Peru, ed. por Hillel Soifer y Alberto Vergara (Austin: University of Texas Press, 2019), 79-108.
5 Esta desarticulación no solo se da a nivel nacional. Los grupos que se forman para competir en elecciones locales y regionales tampoco son sólidos. El quiebre es a todo nivel. Mauricio Zavaleta, Coaliciones de independientes. Las reglas no escritas de la política electoral (Lima: IEP, 2014); Paula Muñoz y Andrea García, «Tendencias, particularidades y perfil de los candidatos más exitosos», Perú Debate. El Nuevo Poder en las Regiones 1, n.° 1 (2011): 8-17.
6 Jo-Marie Burt, «Contesting the Terrain of Politics: State-Society Relations in Urban Peru, 1950-2000», en State and Society in Conflict: Comparative Perspectives on Andean Crises, ed. por Paul Drake y Eric Hershberg (Pittsburgh: University of Pittsburgh Press, 2006), 220-256; Maxwell Cameron, Democracy and Authoritarianism in Peru: Political Coalitions and Social Change (Nueva York: St. Martin’s Press, 1994); Steven Levitsky y Mauricio Zavaleta, «Why No Party-Building in Peru?», en Challenges of Party-Building in Latin America, ed. por Steven Levitsky et al. (Cambridge: Cambridge University Press, 2016), 412-439; Jana Morgan, Bankrupt Representation and Party System Collapse (University Park: Penn State University Press, 2012); Paula Muñoz, «Estado, clientelismo y partidos políticos. Una perspectiva comparada», en Incertidumbres y distancias. El controvertido protagonismo del Estado en el Perú, ed. por Romeo Grompone (Lima: IEP, 2016), 283-334; Alberto Vergara, La danza hostil. Poderes subnacionales y Estado central en Bolivia y Perú (1952-2012) (Lima: IEP, 2015).
7 Como espero resulte obvio, no pretendo que lo sucedido en estas décadas explique, por completo, la desarticulación política en el país. Hay otros aspectos que considerar bastante anteriores al periodo y, también, posteriores. Como han sugerido autores como Vergara, la centralización económica del Perú, que antecede los procesos aquí estudiados, dificulta que se puedan politizar agendas regionales y construir organizaciones locales que incidan en el debate nacional. Ver Vergara, La danza hostil. Del mismo modo, las propias acciones del fujimorismo y sus aliados contra los partidos políticos en los años noventa o el proceso de descentralización del 2002 son también aspectos que afectarán la articulación política. Por ejemplo, Jana Morgan, «Political Decentralization and Party Decay in Latin America», Latin American Research Review 53, n.o 1 (2018): 1-18; Muñoz, «Estado, clientelismo y partidos políticos»; Vergara, «United by Discord, Divided by Consensus: National and Sub-National Articulation in Bolivia and Peru, 2000-2010», Journal of Politics in Latin America 3, n.o 3 (2011): 65-93.
8 François Bourricaud, «Structure and Function of the Peruvian Oligarchy», Studies in Comparative International Development 2, n.° 2 (1966): 17-31; François Bourricaud, Poder y sociedad en el Perú contemporáneo (Lima: IEP, 1984); Giorgio Alberti y Fernando Fuenzalida, «Pluralismo, dominación y personalidad», en Dominación y cambios en el Perú rural, ed. por José Matos Mar et al. (Lima: IEP, 1969), 285-324; Cotler, «La mecánica de la dominación interna y del cambio social en el Perú».
9 Cotler, «La mecánica de la dominación interna y del cambio social en el Perú».
10 Bourricaud, Poder y sociedad en el Perú contemporáneo, 193.
11 Alejandro Diez, «Organizaciones de base y gobiernos locales rurales. Mundos de vida, ciudadanía y clientelismo», en Repensando la política en el Perú, ed. por Elsa Bardales, Martín Tanaka y Antonio Zapata (Lima: Red para el Estudio de las Ciencias Sociales, 1999).
12 Dennis Gilbert, The Oligarchy and the Old Regime in Latin America, 1880-1970 (Lanham: Rowman & Littlefield, 2017).
13 Wesley W. Craig, «El movimiento campesino en La Convención, Perú: la dinámica de una organización campesina», Serie Documentos Teóricos, n.o 11 (Lima: IEP, 1968).
14 Javier Puente, «The Military Grammar of Agrarian Reform in Peru: Campesinos and Rural Capitalism», Radical History Review, n.o 133 (2019), 78-101.
15 Ellen Kay Trimberger, Revolution from Above. Military Bureaucrats and Development in Japan, Turkey, Egypt, and Peru (New Brunswick: Transaction Books, 1977).
16 Mensaje a la nación dirigido por el general de división Juan Velasco Alvarado, presidente de la república del Perú, en el primer aniversario de la revolución (3 de octubre de 1969)
17 Carlos Contreras y Marcos Cueto, Historia del Perú contemporáneo (Lima: IEP, 2009), 331-332.
18 Richard J. Walter, Peru and the United States, 1960-1975. How Their Ambassadors Managed Foreign Relations in a Turbulent Era (University Park: Pennsylvania State Press, 2010).
19 Abraham Lowenthal y Cynthia McClintock, The Peruvian Experiment Reconsidered. Continuity and Change under Military Rule (Princeton: Princeton University Press, 1983); Carlos Aguirre y Paulo Drinot, The Peculiar Revolution. Rethinking the Peruvian Experiment under Military Rule (Austin: University of Texas Press, 2017).
20 El video puede verse aquí: https://bit.ly/3svG7Vs
21 Michael Albertus, Autocracy and Redistribution. The Politics of Land Reform (Cambridge: Cambridge University Press, 2015).
22 Anna Cant, «Promoting the Revolution: Sinamos in Three Different Regions of Peru», en The Peculiar Revolution.
23 Para una evaluación de la «revolución peculiar», puede verse Abraham Lowenthal, The Peruvian Experiment. Continuity and Change under Military Rule (Princeton: Princeton University Press, 1975). Lowenthal y McClintock, The Peruvian Experiment Reconsidered; Aguirre y Drinot, The Peculiar Revolution.
24 Alfred Stepan, The State and Society: Peru in Comparative Perspective (Princeton: Princeton University Press, 1978).
25 Cynthia McClintock, «Velasco, Officers, and Citizens: The Politics of Stealth», en The Peruvian Experiment Reconsidered, 275-308.
26 Evelyne Huber, «The Peruvian Military Government, Labor Mobilization and the Political Strength of the Left», Latin American Research Review 18, n.o 2 (1983): 57-93.
27 Julio Cotler, «Military Interventions and “Transfer of Power to Civilians” in Peru», en Transitions from Authoritarian Rule. Latin America, ed. por Guillermo O’Donnell, Philippe Schmitter y Laurence Whitehead (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1986).
28 Cotler, «Military Interventions and “Transfer of Power to Civilians” in Peru»; Burt, «Contesting the Terrain of Politics», 220-256.
29 José Luis Rénique, Incendiar la pradera. Un ensayo sobre la revolución en el Perú (Lima: La Siniestra Ensayos, 2018); José Luis Rénique y Adrián Lerner, «Shining Path: The Last Peasant War in the Andes», en Politics after Violence, 17-50; Jaymie Heilman, Before the Shining Path. Politics in Rural Ayacucho, 1895-1980 (Stanford: Stanford University Press, 2010).
30 Paula Muñoz, «Political Violence and the Defeat of the Left», en Politics after Violence, 202-225.
31 Henry Pease, El ocaso del poder oligárquico. Lucha política en la escena oficial, 1968-1975 (Lima: Desco, 1979).
32 Sinesio López, Ciudadanos reales e imaginarios. Concepciones, desarrollo y mapas de la ciudadanía en el Perú (Lima: Instituto para el Desarrollo y Sostenibilidad, 1997), 268-269.
33 Ese poder agrario conservador también jugó un papel trágico en la creación de grupos paramilitares en los años ochenta y noventa para responder a la guerrilla y mantener el control de la tierra.
34 Alberto Vergara, «The Fujimori Regime through Tocqueville’s Lens: Centralism, Regime Change, and Peripheral Elites in Contemporary Peru», en Peru in Theory, ed. por Paulo Drinot (Nueva York: Palgrave Macmillan, 2014), 19-47.
35 Huber, «Peruvian Military Government», 57-93; Julio Cotler, Democracia e integración nacional (Lima: IEP, 1980).
36 Huber, «Peruvian Military Government», 57-93; Susan C. Stokes, «Politics and Latin America’s Urban Poor: Reflections from a Lima Shantytown», Latin American Research Review 26, n.o 2 (1991): 75-101; Carol Graham, «The Apra Government and the Urban Poor: The Pait Programme in Lima’s Pueblos Jóvenes», Journal of Latin American Studies 23, n.o 1 (1991): 91-130.
37 Carlos Iván Degregori, Cecilia Blondet y Nicolás Lynch, Conquistadores de un nuevo mundo. De invasores a ciudadanos (Lima: IEP, 1986); Carmen Rosa Balbi, Identidad clasista en el sindicalismo: su impacto en las fábricas (Lima: Desco, 1989); Eduardo Ballón, ed., Movimientos sociales y democracia: la fundación de un nuevo orden (Lima: Desco, 1986).
38 Carlos Franco, «Exploraciones en “otra modernidad”: de la migración a la plebe urbana», en Imágenes de la sociedad peruana: la «otra» modernidad (Lima: Centro de Estudios para el Desarrollo y la Participación, 1991), 15-56.
39 Osmar Gonzales hace una amplia revisión de las razones por las que la izquierda, a pesar de sus oportunidades, no logró una real unidad que la hiciera más efectiva en la arena política. Osmar Gonzales, «La izquierda peruana: una estructura ausente», en Apogeo y crisis de la izquierda peruana: hablan sus protagonistas, ed. por Alberto Adrianzén (Lima: IDEA Internacional y Universidad Antonio Ruiz de Montoya, 2011), 15-44.
40 Iván Hinojosa, «On Poor Relations and the Nouveau Riche: Shining Path and the Radical Peruvian Left», en Shining and Other Paths. War and Society in Peru, 1980-1995, ed. por Steve Stern (Durham: Duke University Press, 1998), 60-83; Rénique y Lerner, «Shining Path: The Last Peasant War in the Andes», 21-22.
41 Carlos Iván Degregori, El surgimiento de Sendero Luminoso. Ayacucho 1969-1979 (IEP, 1990); Heilman, Before the Shining Path.
42 Carlos Iván Degregori, «La revolución de los manuales. La expansión del marxismo-leninismo en las ciencias sociales y la génesis de Sendero Luminoso», Revista Peruana de Ciencias Sociales 2, n.° 3 (1990): 103-124.
43 Carlos Iván Degregori, ed., Las rondas campesinas y la derrota de Sendero Luminoso (Lima: IEP, 1996).
44 Ponciano del Pino, En nombre del gobierno. El Perú y Uchuraccay: un siglo de política campesina (Lima: La Siniestra Ensayos; Juliaca: Universidad Nacional de Juliaca, 2017); Heilman, Before the Shining Path; Miguel La Serna, The Corner of the Living: Ayacucho on the Eve of the Shining Path Insurgency (Chapel Hill: University of North Carolina Press, 2012); María Eugenia Ulfe y Ximena Malága, Reparando mundos. Víctimas y Estado en los Andes peruanos (Lima: Fondo Editorial de la PUCP, 2021).
45 Comisión de la Verdad y Reconciliación, Informe final: (Perú: 1980-2000) (Lima: UNMSM y PUCP, 2004). Los datos pueden verse en https://bit.ly/3QFILTm
46 Valérie Robin Azevedo, Los silencios de la guerra. Memorias y conflicto armado en Ayacucho-Perú (Lima: La Siniestra Ensayos, 2021), 123-190.
47 Comisión de la Verdad y Reconciliación, Informe final.
48 Degregori, Las rondas campesinas y la derrota de Sendero Luminoso.
49 Sobre el impacto de la violencia y sus legados, puede revisarse Soifer y Vergara, Politics after Violence.
50 Shane Greene, Punk and Revolution. 7 More Interpretations of Peruvian Reality (Durham: Duke University Press, 2016).
51 Comisión de la Verdad y Reconciliación, Informe final, 169.
52 Maxwell Cameron, «Peru: The Left Turn That Wasn’t», en The Resurgence of the Latin American Left, ed. por Steven Levitsky y Kenneth Roberts (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 2011), 375-398; Muñoz, «Political Violence and the Defeat of the Left».
53 Burt, «Contesting the Terrain of Politics».
54 José Luis Rénique, La batalla por Puno. Conflicto agrario y nación en los Andes peruanos (Lima: IEP, Sur y Cepes, 2004).
55 Deborah Yashar, Contesting Citizenship in Latin America: The Rise of Indigenous Movements and the Postliberal Challenge (Nueva York: Cambridge University Press, 2005).
56 Jo-Marie Burt, Violencia y autoritarismo en el Perú: bajo la sombra de Sendero y la dictadura de Fujimori (Lima: IEP, 2011), 89.
57 Cameron, Democracy and Authoritarianism in Peru.
58 Martín Tanaka, La dinámica de los actores regionales y el proceso de descentralización: ¿el despertar del letargo? (Lima: IEP, 2002).
59 Jorge Parodi, Ser obrero es algo relativo. Obreros, clasismo y política (Lima: IEP, 1986).
60 Jesús Cosamalón, El apocalipsis a la vuelta de la esquina. Lima, la crisis y sus supervivientes (1980-2000) (Lima: Fondo Editorial de la PUCP, 2018).
61 Metal y melancolía, dirigida por Heddy Honigmann (Köln: Ariel Films, 1994).
62 John Crabtree, Alan García en el poder. Perú: 1985-1990 (Lima: Peisa, 2005).
63 López, Ciudadanos reales e imaginarios.
64 Martín Tanaka, Los espejismos de la democracia. El colapso del sistema de partidos en el Perú (Lima: IEP, 1998); Nicolás Lynch, Una tragedia sin héroes. La derrota de los partidos y el origen de los independientes: Perú, 1980-1992 (Lima: Fondo Editorial de la UNMSM, 1999); Jason Seawright, Party-System Collapse. The Roots of Crisis in Peru and Venezuela (Stanford: Stanford University Press, 2012).
65 Luis Jochamowitz, Ciudadano Fujimori. La construcción de un político (Lima: Peisa, 1993); José Alejandro Godoy, El último dictador. Vida y gobierno de Alberto Fujimori (Lima: Debate, 2021).
66 Degregori, La década de la antipolítica.
67 Mark Malloch, «The Consultant», Granta, n.° 36 (1991).
68 Nobert Schady, «The Political Economy of Expenditures by the Peruvian Social Fund (Foncodes), 1991–95», American Political Science Review 94, n.o 2 (2000): 289-304.
69 Burt, Violencia y autoritarismo en el Perú.
70 Muñoz, «Estado, clientelismo y partidos políticos», 283-334.
71 Kenneth Greene, Why Dominant Parties Lose. Mexico’s Democratization in Comparative Perspective (Cambridge: Cambridge University Press, 2007).
72 Edward Gibson, «The Populist Road to Market Reform: Policy and Electoral Coalitions in Mexico and Argentina», World Politics 49, n.o 3 (1997): 339-70.
73 Pero cabe también pensar en la forma en que el modelo económico impacta en la posibilidad de organización. Markus Kurtz discute cómo, en Chile, las reformas de promoción de la agroexportación adoptadas en el marco de las reformas neoliberales de Augusto Pinochet constituyen barreras frente a la organización de sindicatos agrarios. No existen incentivos ni facilidades para que ello suceda; se ha privatizado e individualizado la relación obrero-empresa. Algo similar se observa en el Perú, donde las reformas pusieron más barreras a la organización en nuevas actividades económicas o en sectores privatizados. Marcus Kurtz, Free Market Democracy and the Chilean and Mexican Countryside (Cambridge: Cambridge University Press, 2009).
74 Alberto Flores Galindo, La tradición autoritaria. Violencia y democracia en el Perú (Lima: Sur, 1999).
75 Steven Levitsky, «Peru: The Challenges of a Democracy without Parties», en Constructing Democratic Governance in Latin America, ed. por Jorge Domínguez y Michael Shifter (Baltimore: John Hopkins University Press, 2013), 282-315; Steven Levitsky y Maxwell Cameron, «Democracy without Parties? Political Parties and Regime Change in Fujimori’s Peru», Latin American Politics and Society 45, n.o 3 (2003): 1-33; Martín Tanaka, Democracia sin partidos. Perú 2000-2005: los problemas de representación y las propuestas de reforma política (Lima: IEP, 2005).
76 Carlos Meléndez, La soledad de la política: transformaciones estructurales, intermediación política y conflictos sociales en el Perú (2000-2012) (Lima: Mitin Editores, 2012).