De esa etapa [la emancipación peruana], de sobresaliente categoría histórico-social, tan vigorosa como la de la Conquista, y con el mismo diapasón de epopeya y de tránsito institucional, los historiadores clásicos presentan, por contraste, un perfil casi deshumanizado en el cual solo prevalecen las figuras de los caudillos epónimos y las acciones en armas culminantes.

ELLA DUNBAR TEMPLE3

El Perú cambió radicalmente entre los años 1780 y 1840. Una guerra de independencia que duró decenios culminó en la derrota de los españoles en la década de 1820 y en la abrupta transformación del país, que pasó de ser una colonia a ser una república4. Estos levantamientos en contra del yugo español formaron parte de la transatlántica era de las revoluciones. Después de lograda la independencia y bajo un régimen constitucional, la democracia sería el árbitro definitivo en el Perú, ya no la voluntad del rey. El antiguo régimen había concluido, una república había sido creada. En 1820, la prensa prosperaba al mismo tiempo que la Inquisición era abolida. El naciente país era significativamente más pequeño de lo que había sido el virreinato; en tanto Bolivia y Chile, por el sur, y Ecuador, por el norte, obtuvieron su independencia. En lo que respecta a los cambios económicos, el Perú ya no contaba con las minas de Potosí dentro de sus fronteras recién trazadas, sino que ahora formaban parte de Bolivia; asimismo, se marcharon miles de españoles, es decir, gran parte de la clase dominante de comerciantes. A mediados del siglo XIX, el Perú era una entidad considerablemente diferente de lo que había sido previamente.

¿O acaso no lo era? Saltan a la vista muchas continuidades. Aunque surgieron varios países con nuevos nombres, como Colombia, Ecuador y Bolivia, el Perú siguió llamándose igual. Más esencialmente: mantuvo un rígido sistema de clases o castas, con claros estamentos. Persistió la esclavitud africana y afroamericana, y los indígenas continuaron pagando un tributo especial. Pese a (tímidas) invocaciones de igualdad y del desmantelamiento parcial del corporativismo durante la prolongada guerra de independencia, la población indígena aún constituía una categoría fiscal aparte, un género sociopolítico diferenciado. Aunque Lima perdió parte de su poder frente a puertos como Buenos Aires o Guayaquil, mantuvo su dominio absoluto en la vida política, económica y cultural del Perú. Más aun, la Iglesia católica continuó siendo un eje central de la vida espiritual y cotidiana de la población, y siguió interviniendo, asimismo, en la política. Y aunque Potosí pertenecía ahora a Bolivia, la minería siguió siendo la columna vertebral de la economía, con la llegada de comerciantes ingleses, quienes reemplazaron a los españoles que se marcharon. El Perú cambió radicalmente en esas seis décadas, pero de muchas maneras también permaneció igual. Esto no fue resultado de la ausencia de conflictos o movimientos políticos, sino, por el contrario, se debió a una variedad de confrontaciones y proyectos sobre los cuales los grupos conservadores mantuvieron el control y el poder. Más aun, durante las décadas caóticas de caudillismo se fueron incubando imperiosas demandas de cambio que surgirían en periodos posteriores. Por ejemplo, no fue sino hasta la década de 1850 que los esclavos y otros grupos sociales se impusieron, a nivel personal e institucional, sobre esta práctica deshumanizante.

Este ensayo sondea la sinuosa trayectoria que siguió el Perú en su camino hacia la independencia y la creación de una república, desde los masivos levantamientos en los Andes durante la década de 1780 hasta los primeros regímenes caudillistas. Aunque resume los eventos que tuvieron lugar durante estas seis décadas —enfocándose en el Perú, pero sin perder de vista los eventos que tuvieron lugar en España, así como en otros lugares de Hispanoamérica—, busca subrayar la riqueza y diversidad de los proyectos políticos que surgieron. Durante ese periodo, el Perú fue un bastión realista por razones que se exploran aquí, pero también fue testigo de levantamientos radicales y de una variedad de proyectos políticos. Este ensayo enfatiza la necesidad de analizar la naturaleza contingente de la guerra de independencia, específicamente en torno a los numerosos resultados que podrían haberse producido, proyectos frustrados que, sin embargo, permanecen latentes en el Perú republicano y que no pueden ser subsumidos bajo la dicotomía realista/patriota. También subraya la todavía inconclusa agenda de la «nueva historia social», es decir, el intento de colocar en el centro de la atención a las clases más desfavorecidas, los grupos subalternos y las mujeres. Pese a los avances del enfoque de la «historia desde abajo», la historia regional y otras corrientes desarrolladas en las décadas de 1970 y 1980, todavía nos enfocamos sobre todo en las clases altas, y tenemos una visión más clara sobre ellas, mientras que nuestra comprensión de las clases populares sigue siendo insuficiente.

El revivalismo incaico —la idea de que los incas representaron un modelo para la actualidad—, las venas más radicales del liberalismo y los diversos sueños federalistas que cuestionaban la hegemonía de Lima no prosperaron, sin embargo, aún hoy siguen representando alternativas prometedoras. Puede que no hayan prevalecido en la década de 1820, pero atrajeron seguidores y abonaron una variedad de proyectos políticos. Por su parte, la corriente realista merece renovada atención: ¿por qué, además de las élites de comerciantes —que se beneficiaban del sistema borbónico—, otros grupos subalternos permanecieron tan ligados a los españoles en medio de la prolongada guerra de independencia? Una vuelta a estos temas y la renovada atención a aquellos personajes suprimidos de la historia tradicional no solo enriquecerían enormemente nuestra comprensión sobre la guerra de la independencia, su larga historia y repercusiones, sino también los debates y el malestar que rodean la celebración del bicentenario5.

La experimentación o búsqueda de alternativas políticas continuó tras la independencia. Los caudillos se enfrentaron por el poder y, de 1821 a 1845, el periodo presidencial promedio fue escasamente de un año y medio. La incertidumbre respecto a las nuevas fronteras del Perú y los diversos planes para anexar a Bolivia o unificar ambas naciones provocaron frecuentes conflictos limítrofes. Sin embargo, tras la fachada de caos e inestabilidad existe una división clara entre conservadores y liberales. Ambos grupos se enfrentaban respecto a la naturaleza y organización del Perú poscolonial, creando alianzas políticas complejas y dinámicas. Estas coaliciones de caudillos muestran las múltiples tensiones o divisiones que marcaban al Perú, las mismas que surgieron durante la larga guerra de la independencia: regionalismo y federalismo anti-Lima; facciones a favor y en contra del libre comercio; élites desconfiadas ante los cambios del statu quo; grupos subalternos en busca de una mayor inclusión, y más. El caudillismo también muestra los enormes retos para la formación del Estado en el Perú: su vastedad (por ejemplo, Iquitos aún hoy es inaccesible por tierra desde la costa), su topografía, su multiculturalismo y multilingüismo tan rara vez reconocidos por quienes detentan el poder en Lima, y la herencia del colonialismo español. Aunque el Perú nació conservador en el sentido de que los proyectos más radicales surgidos de la guerra de la independencia decayeron y escasas transformaciones se produjeron en las décadas subsiguientes, el país fue testigo de una fecunda diversidad de programas políticos y esfuerzos colectivos para estructurar un nuevo statu quo. Muchos de estos proyectos persistirían.

Mapa físico y político del Alto y Bajo Perú, J. M. Darmet (París: 1826).

Biblioteca Nacional Digital de Chile

Cambio radical: desde Túpac Amaru II hasta Napoleón

A principios de noviembre de 1780, José Gabriel Condorcanqui —quien se haría llamar Túpac Amaru para resaltar su sangre real inca— apresó a un funcionario, el corregidor Antonio Arriaga, con quien había almorzado más temprano ese día. Después llevó a Arriaga a su casa en Pampamarca, donde lo obligó a que mandase que le trajeran dinero y armas. Túpac Amaru y su influyente esposa, Micaela Bastidas, invocaron a los pobladores indígenas de la región (la vasta mayoría) a congregarse. Ante miles de personas, celebraron contra Arriaga un «juicio popular», gran parte del cual se desarrolló en quechua. Luego, el 10 de noviembre, lo ahorcaron, para sorpresa de los concurrentes.

De esta manera empezó la más grande rebelión en la historia colonial de Hispanoamérica. Esta se difundió rápidamente hacia el sur, en tanto los rebeldes saquearon las haciendas y obrajes, y persiguieron a los odiosos corregidores. Túpac Amaru y Bastidas buscaron, a menudo sin éxito, limitar la violencia contra los no españoles. Las autoridades cusqueñas enviaron a la milicia de la ciudad a sofocar el levantamiento, pero fueron aplastados por los rebeldes. Túpac Amaru se dirigió al lago Titicaca para reclutar adeptos y tropas, arengando en quechua a la población local, incitándolos a la insurgencia y a repeler un posible ataque realista proveniente de Arequipa o incluso de Buenos Aires. Micaela Bastidas supervisaba la logística, recelosa de que las tropas del Cusco invadieran el campamento rebelde. En diciembre, Túpac Amaru retornó a su base ubicada al sur del Cusco, pero sus fuerzas, que crecieron rápidamente hasta llegar a 30 mil combatientes, no consiguieron tomar la ciudad.

A principios de 1781, llegaron al Cusco batallones bien armados, incluyendo la caballería, y siguieron la pista de los rebeldes hacia el sur, que era el seno del levantamiento. En abril, los realistas capturaron a Micaela Bastidas y a Túpac Amaru, así como a gran parte de sus familiares y de su círculo más íntimo. Los enviaron al Cusco, donde los juzgaron y ejecutaron brutalmente el 18 de mayo de 1781. El menor de sus hijos fue obligado a presenciar la macabra escena: al no conseguir estrangularla con el garrote, debido a la delgadez de su cuello, los verdugos terminaron ahorcando a Micaela con cuerdas, y la remataron a puntapiés y cuchilladas; a Túpac Amaru lo descuartizaron y las partes de su cuerpo fueron después enviadas por las autoridades a diversos puntos de la región del Cusco para ser expuestas públicamente. La rebelión, sin embargo, estaba lejos de haber concluido.

Evadieron a los realistas y llevaron la rebelión en dirección al sur Diego Cristóbal, sobrino de Túpac Amaru; Mariano Túpac Amaru, hijo de la pareja que encabezó el levantamiento; y Andrés Mendigure, un pariente de Micaela. Esta se fue tornando cada vez más violenta: en algunas áreas los rebeldes dirigieron sus acciones contra cualquiera que no fuese indígena; los realistas, por su parte, actuaron del mismo modo, asumiendo que «indio» y «rebelde» eran sinónimos. El número de bajas llegó a decenas de miles; y, para fines de 1782, los españoles creían que muy probablemente perderían el control de la región andina, que se extendía desde el Cusco hasta más allá de Potosí. Los exhaustos rebeldes, sin embargo, aceptaron un alto al fuego en enero de 1783. Meses más tarde, las autoridades afirmaron que los rebeldes habían roto los términos de la tregua y los arrestaron; luego, el 18 de julio de 1783, fueron ejecutados de manera brutal, tal como lo habían hecho dos años antes con Túpac Amaru y Micaela Bastidas. Los españoles habían ganado, pero a un costo enorme. El Perú nunca más sería el mismo6.

¿Qué fines perseguía la rebelión? Esta es una pregunta sorprendentemente compleja que ha atormentado a intelectuales durante varias generaciones. Túpac Amaru y Micaela Bastidas buscaban una coalición de múltiples razas y clases, esforzándose por limitar la violencia contra los criollos y otros grupos intermedios, así como contra la Iglesia católica. En su discurso y sus acciones, emergieron múltiples corrientes políticas: el nacionalismo incaico o la utopía andina, nociones de buen gobierno de la dinastía de los Habsburgo, y una generalizada animosidad contra los Borbones7. Sus seguidores, especialmente en la segunda fase —que se inicia luego de la ejecución de Túpac Amaru y Bastidas—, mantenían puntos de vista mucho más radicales, o al menos tomaron medidas más violentas, extendiendo la definición de español o puka kunka (literalmente, «cuellos rojos») a virtualmente cualquiera que no hablase quechua. Este eclecticismo no solo representa la ambigüedad del proyecto de Túpac Amaru —la búsqueda de un cambio revolucionario que no estuviese dirigido contra la Iglesia católica o los criollos ricos, sino solamente contra los españoles más poderosos— o las tensiones al interior de la coalición —las cuales eran también un reflejo de su época—. Las revoluciones francesa y haitiana aún no se habían producido, y los Estados Unidos recién estaban surgiendo como una república. De modo que Túpac Amaru y Micaela Bastidas no contaban con precedentes para un proyecto de esa envergadura.

La búsqueda de una plataforma o una ideología continuaría en las siguientes décadas, cada vez que los disidentes en el Perú considerasen formas alternativas a la monarquía, el federalismo y el republicanismo. En este periodo, a fines del siglo XVIII e inicios del siglo XIX, la censura española empezaba a desmoronarse, y las noticias provenientes de las Américas, el Caribe y Europa alimentaban tanto las esperanzas como el temor respecto a las formas de gobierno distintas al antiguo régimen. Los peruanos se informaban sobre la Ilustración y el auge del liberalismo, pero también recibían un constante flujo de noticias —a través de la prensa y también desde el púlpito de las iglesias— sobre los horrores del anticlericalismo radical, los levantamientos de esclavos, el desorden social y otros fenómenos. Los peruanos de este periodo estaban al tanto de la posibilidad de alcanzar la independencia y derechos más amplios, y de las grietas en la estructura absolutista, pero también escuchaban relatos sobre un caos alarmante y violencia de clase.

La rebelión de Túpac Amaru ciertamente no fue el primer levantamiento en los Andes durante el siglo XVIII. La historiadora Scarlett O’Phelan dio cuenta de más de cien, desde motines locales hasta revueltas regionales relacionadas con el pago de impuestos; por ejemplo, Juan Santos Atahualpa sacudió la zona central y la ceja de selva en la década de 17408. Sin embargo, la rebelión de Túpac Amaru quebró el control de los españoles en los Andes. Esta demostró la fragilidad del régimen español y forzó el despliegue de una extraña combinación de represión brutal y amplias concesiones de parte del gobierno virreinal hacia los indígenas. En última instancia, la rebelión rompió el pacto colonial que se había mantenido durante dos siglos, impuesto por el virrey Toledo, en el cual la población indígena debía pagar tributo, contribuir con trabajo obligatorio (la odiada mita) y mantenía cierto grado de autonomía local bajo la supervisión de los curacas9. Las rebeliones de Túpac Amaru y de los kataristas liquidaron tal arreglo; hizo falta décadas o quizá un siglo para dar con un sistema político-social alternativo10.

Por supuesto, el resentimiento contra el régimen español no se limitaba al sur andino. Las reformas borbónicas implementadas por los españoles a lo largo de las Américas para incrementar sus ingresos, realzar su capacidad militar, modernizar el Estado, controlar a las masas y fortalecer los monopolios del Estado, habían suscitado el rechazo de prácticamente todos los sectores de la sociedad colonial. Los criollos —hijos de padres europeos, pero nacidos en las Américas— entendían que el nuevo sistema favorecía únicamente a los peninsulares; los mestizos, por su parte, se veían perjudicados por nuevos impuestos. Las frecuentes guerras que España sostuvo con Gran Bretaña y Francia entre las décadas de 1790 y 1820 ahondaban la necesidad de generar mayores ingresos públicos, estimulando el aumento de la carga tributaria —o una recaudación más efectiva— y, por consiguiente, exacerbando las tensiones. Más aún, las nociones de la Ilustración y los ideales revolucionarios se entrecruzaban a través del Atlántico: las revoluciones francesa (1789-1799) y haitiana (1791-1804) derribaron el statu quo, debilitando el antiguo régimen y ampliando el repertorio político. Los españoles censuraban las noticias sobre estos eventos, pero los rumores y reportes se filtraban hasta los rincones del Perú11.

En las décadas posteriores a la rebelión de Túpac Amaru, en el Perú se dieron docenas de conspiraciones, levantamientos y revueltas, especialmente después de 1808. La mayor parte de ellas, por lo menos hasta 1815, no perseguían explícitamente la independencia de España. Algunas enmarcaban su descontento en términos de «mal gobierno», y sostenían que actuaban dentro de las prácticas permitidas o legítimas, pues se dirigían contra autoridades que no cumplían las expectativas de la Corona y de la población12. E, inclusive, los levantamientos más grandes y radicales no invocaban necesariamente la creación de una república. Algunas, como la de Gabriel Aguilar y Manuel de Ubalde en el Cusco en 1805, invocaban la utopía andina, y basaban su plataforma en una percibida superioridad del régimen incaico. Un juez preocupado escribió: «Cuzco es el ídolo de los indios, donde reverencian las cenizas de sus antiguos soberanos, y conservan los rasgos de su antigua nobleza, por lo que un inca proclamado había provocado fatales consecuencias...»13. Otros sectores insatisfechos concebían una especie de monarquía sin los Borbones. Algunos levantamientos eran locales y otros eran de alcance regional; mientras que, en Lima, el descontento era sentido por muchos. Pero, en conjunto, demostraban una creciente frustración ante el gobierno español y nuevas aspiraciones por parte del pueblo, demandas que se desarrollaron a partir de las revoluciones atlánticas que tenían lugar en este periodo.

El alcance de esta movilización, sin embargo, no debe ser sobredimensionada. Muchas áreas no presenciaron levantamientos, y muchos peruanos de toda condición socioeconómica siguieron siendo acérrimos realistas hasta la década de 1820, o incluso después. El statu quo establecido por los Borbones favoreció al Perú de muchas maneras. Lima se hizo de un monopolio comercial que beneficiaba a los comerciantes de la ciudad, quienes, junto con los hacendados de la costa, sentían pavor ante la competencia de Chile o de otras latitudes14. Adicionalmente, gran parte de la élite temía la sedición de las clases bajas. La preocupación respecto a un levantamiento de esclavos o un asalto contra Lima por parte de las poblaciones populares pesaba como una losa sobre las clases altas15. De otro lado, no debe subestimarse la capacidad de represión de los españoles. Desde la rebelión de Túpac Amaru, comprendían bien la amenaza de la insurgencia en el Perú. Los españoles reforzaron sus fuerzas armadas, profesionalizando el ejército regular y expandiendo en gran medida las milicias. Estas fuerzas demostraron ser capaces de hacer frente a levantamientos a lo largo del Perú, el Alto Perú y el Río de la Plata16.

El temor desalentaba al pueblo a unirse a los insurgentes. Tal como ocurrió con el levantamiento de Túpac Amaru, la represión fue brutal y mostró a la gente el costo extremo de la subversión si esta era vencida: muerte, destrucción o destierro. Los españoles también se valieron hábilmente del poder de la Iglesia para disuadir al pueblo de unirse a movimientos insurgentes. Aunque algunos sacerdotes y otros hombres y mujeres de fe apoyaron a los rebeldes y asumieron papeles de liderazgo, los obispos y arzobispos persuadían a los feligreses para que no apoyasen a los herejes, aludiendo con frecuencia al secularismo y la violencia que caracterizaron la Revolución francesa17. Así, esta propaganda contrarrevolucionaria prosperó. El historiador Víctor Peralta resalta cómo la prensa realista asociaba los movimientos en favor de la autonomía con el caos. Por ejemplo, señala que en su texto publicado en la Gaceta, en 1817, Guillermo del Río:

[…] asoció las revoluciones con el triunfo simultáneo de la anarquía, la discordia y el sacrilegio... El editor concluía que solo la protección de un monarca salvaguardaba a las sociedades de caer en tales desgracias, por eso «nuestro sosiego, nuestro bien, nuestra prosperidad consisten en ser fieles al rey, en mantener el orden y las autoridades legítimas, y en hacerlas obedecer y respetar como antes se obedecían y respetaban»18.

Por su parte, los eventos que tuvieron lugar en Europa durante este periodo debilitaron a España y alentaron a los disidentes en las Américas. Ante la Revolución francesa y los levantamientos de esclavos en el Santo Domingo francés, que luego escalaron hasta convertirse en la Revolución haitiana, España reaccionó trasladando su lealtad hacia Gran Bretaña, al menos temporalmente. Sin embargo, la guerra contra Francia (1793-1795) se convirtió en un costoso estancamiento y, para el año 1795, España se realineó con esta, que en ese momento estaba gobernada por Napoleón. España cedió a Francia enormes territorios en Norteamérica y también enfrentó la presión de Gran Bretaña, la cual negoció con ideólogos rebeldes como Francisco de Miranda en Venezuela, y atacó Buenos Aires y Montevideo en 1806 y 1807. Los bonarenses demostraron su lealtad a España derrotando a los británicos, y por consiguiente esperaron y exigieron a España mayores derechos políticos. Francia, por su parte, exigió mayor apoyo financiero de España, lo cual provocó una crisis económica y política en este último. En 1807, manifestantes tomaron las calles en toda España para pronunciarse en contra del primer ministro pro-Napoleón, Manuel de Godoy. Mientras tanto, en medio de la disputa entre el rey Carlos IV y su hijo, el príncipe Fernando, por el poder, la facción del segundo expulsó a De Godoy y forzó al rey Carlos a abdicar en marzo de 1808, dejando el poder a Fernando.

Napoleón, no obstante, tenía otros planes en mente. Obligó a Fernando a abdicar y colocó en el trono a su propio hermano, el rey José I Bonaparte. Los españoles opusieron resistencia en bloque, fortaleciendo a los grupos políticos, viejos y nuevos, que resultaban más críticos del antiguo régimen. Las Cortes de Cádiz (1810-1814) funcionaban como un Parlamento o una Asamblea Constituyente y, en realidad, como un gobierno en la sombra. Los liberales tomaron el control en Cádiz y, tras reñidas deliberaciones, extendieron derechos más amplios a la población hispanoamericana, incluyendo a la población indígena. Muchos, si no la mayoría, de los levantamientos a lo largo de Hispanoamérica durante este periodo, especialmente las juntas que brotaron en ciudades y pueblos, lo hicieron en favor de los esfuerzos de España contra la invasión francesa, en nombre del rey o de las Cortes. Sin embargo, hasta las reacciones más conservadoras que defendían el statu quo previo a 1808, en última instancia, también exigían a España mayor autonomía y derechos políticos. De 1789 en adelante, pero especialmente después de 1808, se difundieron a través de las Américas noticias sobre la crisis en España y el surgimiento de sistemas y lenguajes políticos alternativos, provocando debates sobre la ciudadanía, el monarquismo y la autonomía. La censura española pugnó por bloquear el flujo de información, pero fracasó en el intento19. Adicionalmente, las tambaleantes alianzas de España con otras potencias europeas y sus frecuentes guerras causaban constantes crisis económicas en su propio país y, por consiguiente, cada vez mayores demandas de ingresos públicos mediante tributos a sus colonias. En este contexto, se extendieron los cabildos abiertos y juntas a lo largo de las Américas, incluyendo el Perú. Muchos de estos tomaban partido por España en su lucha contra Napoleón, rehusándose a reconocer la regencia. No obstante, al interior de estos movimientos diversos se desarrollaron los conceptos de autonomía, de independencia o de un sistema monárquico alternativo, y se difundieron a través del Perú.

Los rebeldes en Nueva Granada y el Río de la Plata se rehusaron a reconocer a los franceses, pero también exigieron a Cádiz mayor autonomía. Estas exigencias evolucionaron en guerras civiles, en tanto diferentes ciudades y regiones luchaban por la hegemonía, y las divisiones entre realistas y rebeldes se ampliaron. En el Río de la Plata, los insurgentes de Buenos Aires lideraron los esfuerzos revolucionarios. Estos ingresaron al Alto Perú (Bolivia), buscando de una vez por todas colocar esta rica región minera bajo la hegemonía del Río de la Plata. En el Perú, el virrey Abascal volvió a anexar el Alto Perú en julio de 1810, devolviéndolo a su jurisdicción tras su separación ocurrida en 1776. En ese momento, el levantamiento enfrentó a la rebelde Buenos Aires —enfurecida por el monopolio comercial que Lima detentaba— contra los realistas en el Perú. Los rebeldes liderados por Juan José Castelli tomaron posesión de Potosí en noviembre de 1810. Un año más tarde, sin embargo, los realistas los habían expulsado del Alto Perú. La mayoría de las tropas y el financiamiento para estas campañas contrarrevolucionarias provenían del Perú. Junto con las campañas militares, se difundió una mezcla de ideas políticas contestatarias.

La primera fase

Desde 1810 hasta 1814, la insurgencia se extendió en México (Hidalgo y Morelos), Nueva Granada (Bolívar) y el Río de la Plata. La Revolución de Mayo de 1810 en Buenos Aires influenció en gran medida al Perú, alentando a disidentes y forzando a los realistas a combatir por mantener control del Alto Perú20. El «Inca» Juan José Castelli lideró los esfuerzos de los insurgentes del Río de la Plata para tomar el Alto Perú, promoviendo diferentes corrientes de revivalismo incaico. Aunque el Perú, por su parte, era un baluarte de los realistas, también fue el seno de varios levantamientos. Tacna se sublevó en junio de 1811, en coordinación con los intentos de Castelli en el Alto Perú. La economía de Tacna se alineaba más con la de Potosí y de otros mercados que con la de Lima, y los rebeldes del Río de la Plata enviaron emisarios a Tacna y Arequipa para ganar seguidores y abrir un frente occidental. El 20 de junio, Francisco Antonio de Zela, un criollo que trabajaba como ensayador de las cajas reales de Tacna, encabezó el asalto a los cuarteles militares de esa ciudad, declarando su apoyo a la junta de Buenos Aires. Zela contaba con importantes aliados indígenas, como el cacique Toribio Ara. Sin embargo, ese mismo día las fuerzas españolas aplastaron a las de Castelli en la batalla de Huaqui, noticia que enfrió el respaldo de la población local al levantamiento de Tacna. Hacia fines de mes, el subdelegado de Arica arrestó a los rebeldes. No obstante, la insurgencia demostró la existencia del apoyo a las juntas en busca de autonomía, y del potencial para crear frentes donde confluyeran múltiples clases sociales. Las exhortaciones a levantamientos pronunciadas por Castelli y su plan de colocar a un descendiente de los incas en el poder para hacer justicia encontraron eco. De este modo, las conspiraciones continuaron en Tacna, así como en Arequipa y Tarapacá, durante varios años21.

En 1811 y 1812 aparecieron en muchos pueblos y ciudades del Perú publicaciones satíricas antiespañolas. En Huánuco, los pobladores de la ciudad y de aldeas cercanas se alzaron contra las autoridades locales corruptas y en protesta por las restricciones a la producción de tabaco. El breve alzamiento de Huánuco demostró el arraigado encono hacia el régimen español y la amenaza de una potencial insurrección indígena masiva. El 22 de febrero de 1812, los indígenas sitiaron Huánuco, apoyados por los criollos locales —quienes fueron en su mayoría preservados de la violencia rebelde— y sacerdotes. Los rebeldes expusieron muy claramente sus intenciones con los gritos «¡Muerte a los chapetones!» y «¡Viva el Ynga Castelli!», y saqueando las tiendas y casas de los españoles (y de algunos criollos) que habían huido a Cerro de Pasco. Uno de los líderes rebeldes, el fraile agustino Marcos Durán Martel, escribió en una carta fechada 12 de febrero de 1812:

Amados hermanos nuestros: dense noticia a todos los pueblos con esta misma carta sin demora ni disculpa, para que todos estén aquí el Domingo a las quatro de la mañana a una misma hora bien animados con escopetas cargadas, ondas, flechas, sables, rejones, puñales, cuchillos, palos y piedras para acabar a los chapetones de un golpe... Su general, Fraile Marcos Durán Martel22.

Los rebeldes celebraron un cabildo abierto y formaron una junta, encabezada por el criollo Juan José Crespo y respaldada por varios sacerdotes. La rebelión obtuvo apoyo en la región.

A inicios de marzo, un grupo de españoles y criollos atacó a los rebeldes en Ambo, ubicado en las cercanías de Huánuco. Sin embargo, los indios, armados con hondas y algunos mosquetes, los repelieron. El levantamiento continuó expandiéndose, pero surgieron divisiones entre una visión más radical y una que trataba de proteger a los criollos, a la Iglesia y a los sectores medios: la misma división que había paralizado la rebelión de Túpac Amaru treinta años antes. Algunos informes calculaban que los rebeldes contaban con hasta cuatro mil soldados, quienes eran indígenas en abrumadora mayoría. Las fuerzas realistas atacaron nuevamente una semana después, empleando su armamento superior para vencer a los rebeldes. Los realistas ejecutaron a Crespo y otros líderes en la plaza de Huánuco, y enviaron a prisión en España a otros más afortunados. El levantamiento de 1812 en Huánuco mostró con cuánta rapidez una junta podía convertirse en un levantamiento indígena masivo23.

Las autoridades españolas habían monitoreado estrechamente el Cusco desde el levantamiento de Túpac Amaru, recelosas de los sentimientos antiespañoles y antilimeños, y conscientes de los retos que implicaban derrotar a los rebeldes en el sur andino. Por su parte, los criollos concentrados en el cabildo exigían la implementación de la Constitución Liberal de 1812, a la cual se oponían los realistas agrupados en la audiencia. Los hermanos Angulo (José, Vicente y Mariano) crearon la Junta de Gobierno del Cusco, y obtuvieron el apoyo del curaca Mateo Pumacahua, quien había jugado un papel importante en la derrota de Túpac Amaru décadas atrás, para su causa libertaria. Los rebeldes, en su mayoría, integrantes de la clase media criolla —profesionales, pequeños terratenientes, autoridades, sacerdotes—, y sus aliados indígenas tenían un fuerte componente federalista, exigiendo un papel más significativo para el Cusco. Evocaban, asimismo, a los incas como un posible modelo de gobierno, demostrando la persistencia y multidimensionalidad de la utopía andina24. Los rebeldes del Cusco organizaron expediciones a Puno, Huamanga y Arequipa, reclutando adeptos masivamente durante los meses siguientes. Tal como ocurrió durante la rebelión de Túpac Amaru, los insurgentes rurales mostraron su encono hacia las autoridades españolas, así como contra muchos hacendados y dueños de obrajes.

Los españoles reprimieron el movimiento, llevando tropas desde Lima, pero también usando sus fuerzas en el Alto Perú, encabezadas por el general español Juan Ramírez. Para marzo de 1815, los realistas habían recuperado el Cusco y, en otro paralelo con el caso de Túpac Amaru, ejecutaron brutalmente a los líderes del movimiento. En Sicuani, los verdugos decapitaron a Pumacahua, y enviaron su cabeza al Cusco y un brazo a Arequipa, como sangrientos recordatorios de la derrota. También aplicaron un impuesto punitivo al Cusco. El general Ramírez envió al virrey el uniforme de don José Angulo y un estandarte capturado a los rebeldes, como trofeos de guerra. La represión local fue espantosa25. Las autoridades y escritores en Lima, por su parte, fustigaron a los rebeldes cusqueños. Por ejemplo, Hipólito Unanue, un futuro padre de la patria, los calificó como «una turba de vandidos [sic]», entre otros epítetos26.

Estas juntas demostraron la existencia de amplias tensiones en zonas urbanas, particularmente entre españoles y criollos, así como el potencial de insurgencia en zonas rurales donde vivían los indígenas. Los rebeldes experimentaron con diferentes ideologías y plataformas, tratando de encontrar una alternativa al régimen español que pudiese atraer gran número de seguidores entre la tremendamente diversa población peruana. En cada vez más áreas del Perú se encendían rebeliones, se recibía propaganda realista y disidente, y se obligaba a la población a pagar impuestos y a contribuir con soldados para la contrainsurgencia; las semillas de una nueva subversión estaban plantadas27.

En marzo de 1814, el rey Fernando VII retornó al trono en España. Rehusándose a jurar por la Constitución, optó en cambio por reinstaurar una monarquía absolutista. Aunque la ocupación francesa y el consiguiente conflicto armado habían devastado la economía de España, la buena fortuna siguió acompañando a los ejércitos realistas a fines de 1814, con importantes victorias en Chile y en el Alto Perú, y a inicios de 1815, en el Cusco. En el Perú, Joaquín de la Pezuela reemplazó al militarista Abascal como virrey, pero enfrentó una grave crisis financiera. Los comerciantes de Lima habían financiado gran parte de las campañas en el Alto Perú, y mostraban cada vez mayor resistencia a continuar con sus aportes. Más aun, la guerra había hecho menguar la producción, particularmente, la de las importantísimas minas de plata. No obstante, Pezuela trató de desalojar por completo a los rebeldes del Alto Perú, llegando a Salta (Argentina) hacia 1817. En ese momento, las fuerzas españolas se enfrentaban a una guerra de guerrillas con capacidad de movimiento, contra la que una victoria total era casi imposible. El virrey Pezuela y su máximo comandante, José de La Serna, se culpaban mutuamente por el punto muerto en que se encontraban. Por su parte, el Perú permaneció relativamente tranquilo entre 1815 y 1816. Pero esa situación estaba a punto de cambiar28.

San Martín, Bolívar y las guerrillas (fase dos)

José de San Martín, militar argentino, había trabajado para el gobierno revolucionario en Buenos Aires desde 1812. En 1816 cambió las tácticas de los insurgentes: dejó de lado al Alto Perú y trasladó, en cambio, sus fuerzas hacia Chile, atravesando los Andes. El Ejército de los Andes contaba con más de cinco mil soldados, entre ellos, muchos exesclavos. Una excelente planificación y el elemento sorpresa ayudaron a este contingente relativamente pequeño a tomar la plaza de Chile, particularmente después de la batalla de Chacabuco, librada el 12 de febrero de 1817. San Martín se enfrentó a los realistas a lo largo del país, rechazando las exigencias de regresar a Buenos Aires para reforzar a los insurgentes del Río de la Plata. En lugar de ello, el 19 de agosto de 1820, «el más grande contingente militar anfibio jamás reunido por generales patriotas en lugar alguno de Hispanoamérica» salió de Valparaíso para tomar el Perú por asalto29. No solo San Martín había conformado un ejército eficiente con un plan audaz, sino que el conflicto armado en Chile había debilitado aún más la economía de Lima.

La cuestión respecto a la actitud de Lima frente a la campaña libertadora y el papel de la ciudad en el proceso de la independencia ha fascinado a escritores de este periodo y a las posteriores generaciones de historiadores. En su trascendental estudio, Alberto Flores Galindo se basó en el argumento de que la élite comerciante se beneficiaba del sistema borbónico, gozando de una variedad de monopolios, y, por consiguiente, titubeó ante un posible rompimiento con los españoles. Flores Galindo también subrayó el profundo temor respecto a las clases bajas, y la constante preocupación por un levantamiento proveniente de estos estratos (plebeyos, indígenas o esclavos). Tal como ha señalado Basil Hall, el fantasma de la Revolución haitiana pesaba como una losa sobre Lima durante la guerra de la independencia30. Pero Flores Galindo también señala que las clases altas limeñas no contaban con un proyecto propio, y que fueron incapaces de crear uno. Estos se impacientaron ante las demandas de los Borbones, particularmente en tiempos de guerra, pero no pudieron formular una alternativa. Cuando los aristócratas José de la Riva-Agüero y Bernardo Torre Tagle se convirtieron en los primeros presidentes del Perú en 1823, se involucraron en necias batallas intestinas y perdieron rápidamente poder y relevancia. La élite limeña entendía que el statu quo había sido quebrado, pero temía la rebelión. En última instancia, sus némesis, Bernardo Monteagudo y Simón Bolívar, los obligaron a aceptar reformas radicales con medidas totalitarias a fin de derrotar a los españoles31.

El cambio provino no solo de los campos de batalla a lo largo de las Américas, sino, una vez más, de Europa. En 1820, una revolución liberal restituyó en España una monarquía constitucional, fomentando una actitud más conciliatoria hacia los rebeldes en las Américas. Desde el Perú, el virrey Pezuela se comprometió (mal de su grado) a respetar la Constitución Liberal en setiembre de ese mismo año, cuando las fuerzas de San Martín estaban a punto de desembarcar en Pisco. Tras fallidas negociaciones con el virrey, San Martín envió sus fuerzas navales hacia el norte de Lima, a Huacho; al tiempo que el comandante argentino Juan Antonio Álvarez de Arenales condujo sus tropas a la sierra central, generando adhesiones a la guerrilla en zonas indígenas y campesinas en el valle de Mantaro. Pezuela no atacó a San Martín; en cambio, decidió concentrarse en mantener el control sobre Lima, asolada por una epidemia y escasez de alimentos. Esta táctica provocó muchas críticas por parte de los realistas, y un golpe militar lo depuso en enero de 1821, quedando La Serna en su reemplazo como virrey. Divisiones internas debilitaron a los realistas. La Serna revirtió la estrategia de Pezuela y evacuó Lima el 6 de julio, dejando atrás armas, así como muchos soldados y comandantes enfermos en la fortaleza del Real Felipe, en el Callao. Los realistas, incluyendo al futuro presidente José de la Mar, enfrentaron un sitio angustioso. El 12 de julio de 1821, San Martín ingresó a Lima, y declaró la independencia el 28 de julio, asumiendo el cargo de protector del Estado del Perú, en una ceremonia que adquirió todas las características de los rituales virreinales. En palabras del historiador Pablo Ortemberg, «La “continuidad” del ritual tradicional de continuidad permitió que la élite limeña pudiera exorcizar su miedo a la anarquía y a la sublevación de esclavos o de la “tumultuosa plebe”»32. Sin embargo, incluso después de la declaración del 28 de julio, la guerra estaba lejos de terminar.

Comentaristas y analistas contemporáneos y de aquel entonces se preguntan por qué San Martín no persiguió a las fuerzas de Pezuela y, más bien, permaneció en Lima. Algunos afirman que su temor a una masiva guerra de guerrillas lo desalentó de la persecución; mientras que otros creen que le preocupaba que Lima hubiese estado tan aislada, y que él era innatamente tan conservador que necesitaba asegurar primero la victoria allí33. Sin embargo, Bernardo Monteagudo, ministro de Guerra de San Martín, dirigió acciones radicales que enfurecieron a las clases dirigentes limeñas. Monteagudo, quien muy probablemente era mulato, implementó la libertad de vientres —es decir, otorgó la libertad a los nacidos de mujeres esclavas—, prohibió la mita, creó la Biblioteca Nacional y la Escuela Normal, y persiguió a los principales comerciantes y a los españoles. Aproximadamente, cuatro mil españoles abandonaron Lima, incluyendo el arzobispo de Lima y el obispo de Huamanga. Monteagudo reconoció que «yo empleé todos los medios que estaban a mi alcance para inflamar el odio contra los españoles...»34. Impopular debido a estas acciones, así como por su monarquismo, Monteagudo salió de Lima en 1822, pero retornó en 1824. Fue asesinado el 28 de enero de 1825, cerca de la esquina de la calle Quilca con la actual plaza San Martín35. Desestimado como un extranjero extremista, Monteagudo intentó reformas radicales que restaban poder a las clases altas limeñas. Sigue sin respuesta la cuestión respecto a si obtuvo apoyo popular para su proyecto monárquico radical.

El virrey La Serna, por su parte, consolidó las fuerzas realistas en la sierra, asentando, en última instancia, su gobierno en el Cusco, mientras esperaba la llegada de apoyo naval desde España, el cual nunca llegó. Con José de Canterac a la cabeza, los realistas aplastaron a las fuerzas rebeldes comandadas por Domingo Tristán y Agustín Gamarra en Ica, en 1822. Canterac creía que esta impresionante victoria y la desorganización de los patriotas significaban el inminente triunfo de las fuerzas virreinales36. En tanto, la Lima recientemente «liberada» padecía de escasez de alimentos, amén de numerosos casos de malaria y tifoidea; a este deprimente escenario había que sumar el pago que exigían los enfurruñados soldados patriotas37. Por su parte, San Martín se reunió con Bolívar los días 26 y 27 de julio de 1822 en Guayaquil para discutir cómo desalojar a los realistas del Perú. Para fines de ese año, San Martín había entregado el poder al naciente Congreso en el Perú, otorgando efectivamente facultades a una junta tripartita, luego enrumbó hacia Chile y, finalmente, al exilio en Europa38. Los realistas estaban reducidos a la sierra en el Perú, incluyendo a Charcas (hoy Bolivia).

La guerra de independencia no puede entenderse sin tomar en cuenta la participación de los negros, indios, mestizos y criollos, impulsando demandas locales y alineándose con fuerzas más amplias. Pese a una oleada de estudios realizados en la década de 1980, conocemos poquísimo sobre los montoneros y guerrilleros (apenas dos entre los muchos términos empleados para nombrar a estos combatientes heterogéneos). Podían luchar al lado de un ejército formal o actuar de manera independiente; podían enfocarse en temas locales o luchar a través de amplias áreas en nombre de la patria; y aunque la mayoría de ellos combatía por los patriotas, también los había enlistados en las tropas realistas39. Escasamente figuran las mujeres y las famosas rabonas o soldaderas40. Aún tenemos una visión telescópica de la época de la independencia: una imagen clara sobre los líderes, una visión adecuada, pero menos enfocada respecto de las cúpulas regionales, y una impresión distante o desenfocada de los propios guerrilleros.

Rabona en marcha, Francisco «Pancho» Fierro, c. 1800.

Estos insurgentes, que no eran formalmente parte de la fuerza combatiente permanente, resultaron cruciales en la gesta independentista, particularmente en los años finales de ese periodo, tras la llegada de San Martín en 1820. Los realistas y patriotas luchaban hasta llegar a un punto muerto, en el que cada bando ocupaba y cedía territorio alternativamente. La geografía del Perú, con los escarpados Andes que se yerguen desde el flanco este de Lima y la árida costa, favorecía a las fuerzas pequeñas y rápidas que pudieran movilizar a partidarios locales. El general realista José Carratalá capturó la idea en dos palabras: «Malditas cordilleras»41. San Martín y lord Cochrane reclutaron esclavos; mientras que los bandoleros en la costa se politizaban, apoyando a los patriotas, y, con la llegada de la independencia, a los liberales. Sus ataques contra las haciendas y comerciantes resquebrajaron la economía y a la propia institución de la esclavitud. Esclavos, tanto urbanos como rurales, se escabullían para unirse a estos movimientos populares.

Con sus ataques relámpago, la presión constante sobre las líneas de suministro, y sus exhortaciones a la deserción de los soldados, las guerrillas en la sierra central, desde Huarochirí hasta el valle del Mantaro, volvían locos a los realistas. Sus motivaciones variaban, pero, en general, se oponían al alza de impuestos que la guerra había acelerado y a los monopolios de los cuales disfrutaba España. Sin embargo, detrás de esta fachada antifiscal existían demandas sociales y económicas más amplias, así como alianzas complejas. En términos militares, la movilidad, el conocimiento del terreno y el apoyo local con los que contaban los guerrilleros los convertían en una pesadilla para los realistas.

Bolívar ingresó a Lima en setiembre de 1823, tras permanecer en Quito durante gran parte de 1822. Dado que la campaña rebelde se había estancado y había sufrido devastadoras derrotas ante Canterac en el sur a inicios de 1823, buscó una solución militar. Los realistas contaban con comandantes experimentados (Canterac, La Serna, Valdés y Pedro Antonio Olañeta) y el respaldo de una coalición heterogénea; además, una sensación de desesperación se apoderó de entre quienes temían un quiebre radical del statu quo. Más aun, como bien entendía Bolívar, la cúpula independentista se encontraba profundamente dividida, enfocada en capturar el poder para sí misma, más que en vencer a los españoles. En palabras de Timothy Anna:

Desde setiembre de 1822, cuando San Martín se retiró del Perú, hasta setiembre de 1823, cuando llegó Bolívar, el gobierno del régimen independiente estuvo en manos de los aristócratas peruanos que durante tanto tiempo habían deseado tener el poder. Establecieron tres administraciones separadas, ninguna de las cuales consiguió mantener el gobierno o fortalecer la independencia42.

Posteriormente, Bolívar asumió el poder dictatorial y, tal como lo había hecho en Nueva Granada, mejoró las fuerzas armadas, movilizó un ejército tan numeroso como pudo, y confiscó los fondos y productos que necesitaba para lanzar una ofensiva frontal. También exigió el apoyo de los ya independientes Chile y Argentina aunque con escaso éxito, debido a que estos estaban empantanados en sus propios conflictos. El absolutismo había hecho su retorno a España, y mientras el virrey La Serna y su círculo íntimo veían con buenos ojos el abandono de la Constitución Liberal, un comandante clave, Olañeta, desconoció a La Serna.

Bolívar puso a prueba su ventaja, empleando su bienamada caballería (muchos de ellos, llaneros de Venezuela) en las quebradas y valles andinos. El 6 de agosto de 1824, las fuerzas patriotas vencieron en Junín a los realistas, quienes perdieron cientos de hombres y los importantísimos caballos. Canterac volvió al Cusco, mientras que el comandante patriota Antonio de Sucre se dirigió al sur. Bolívar se retiró a Lima, asumiendo que cualquier batalla importante sería postergada hasta después de la estación de lluvias. Sin embargo, a inicios de diciembre, unos nueve mil realistas se enfrentaron a un ejército rebelde de unos seis mil combatientes en las afueras de Huamanga, Ayacucho. Curiosamente, aunque los rebeldes habían estado reclutando efectivos con éxito, añadiendo soldados locales a lo que había sido mayormente un contingente colombiano43, el ejército realista contaba con un porcentaje mayor de tropas peruanas. Sin embargo, los realistas coordinaron mal sus batallones, y la caballería ingresó a la batalla solo después de que la infantería hubo sido repelida. En un combate que duró apenas dos horas, las fuerzas patriotas capturaron a La Serna y, por consiguiente, el virrey y sus máximos oficiales capitularon rápidamente. Aunque algunos pocos baluartes realistas resistieron, en buena cuenta, la guerra había concluido. Al parecer, Bolívar se puso a bailar cuando recibió la noticia44. Finalmente, el Perú era una república independiente. Sucre y sus fuerzas avanzaron hacia el Alto Perú, y, para abril de 1825, los españoles habían sido vencidos y se había creado la nación de Bolivia.

El Bicentenario de la Independencia del Perú ha provocado una renovada discusión sobre la gesta independentista. Los investigadores debaten si 1821 es la fecha correcta que debe conmemorarse, proponiendo como alternativas 1780 (la rebelión de Túpac Amaru II), 1814 (la rebelión del Cusco) o 1824 (la batalla de Ayacucho). Una discusión más significativa se enfoca en quiénes combatieron por la independencia y qué significó esta. Demasiados historiadores han pasado por alto aquellos primeros levantamientos andinos y han reducido la lucha a los últimos años, cuando estuvo dirigida por San Martín y Bolívar. Estos estudiosos no han llegado a incorporar aquellos proyectos influyentes que, aunque no resultaron victoriosos, marcaron el periodo y dieron forma al Perú poscolonial.

Esta «visión teleológica», que analiza lo que ocurrió desde la perspectiva de lo sucedido posteriormente, excluye la gran diversidad de proyectos que caracterizaron la política y la insurgencia desde 1808 hasta 1825, y aun después: federalismo, revivalismo incaico, liberalismo radical, monarquismo y realismo popular son algunos ejemplos clave. Más aun, se han dejado de lado las numerosas pistas de la nueva historia social que explora el papel que cumplieron las clases populares en las insurgencias de este periodo45. Estos proyectos o corrientes no solo incitaron movimientos tan diversos como el del Cusco en 1814 o las guerrillas afroperuanas, sino que reaparecieron después de la independencia. Tal como lo indican los siguientes ensayos de Natalia Sobrevilla y José Luis Rénique, la oposición federalista al centralismo de Lima, la consideración del Imperio de los incas como un modelo o inspiración y el caudillismo conservador fueron elementos importantes en el Perú mucho más allá de 1821 —de hecho, lo son hasta la actualidad—. Todos ellos tienen raíces en la guerra de la independencia. Más aun, los debates y las luchas armadas respecto a la forma y naturaleza del republicanismo en el Perú persistieron durante décadas, si no durante un periodo aún más largo46.

Independencia e incertidumbres

Tras la batalla de Ayacucho, el Perú estuvo marcado por el agotamiento, la desconfianza y la incertidumbre, antes que por un regocijo desbocado. Un estudio reciente sobre la localidad costera de Huacho encontró que, a inicios de la década de 1820, se habían arraigado tanto la impaciencia hacia los esfuerzos de los patriotas como el aburrimiento respecto a la aparentemente interminable guerra47. La guerra había pasado una considerable factura a la población: las víctimas sumaban miles, al tiempo que ambos ejércitos y las guerrillas expropiaron productos y exigieron préstamos de emergencia que nunca serían devueltos. Ella Dunbar Temple recurre a una anécdota para resaltar la devastación en un periodo en el que Lima y otras áreas urbanas sufrieron escasez de alimentos: cuando huían hacia La Oroya, las tropas españolas degollaron más de mil ovejas. Incontables actos como este caracterizaron lo que se había convertido cada vez más en una guerra de guerrillas48. Las enfermedades asolaron Lima durante los años finales del conflicto, y la hambruna asomaba como una posibilidad. El Perú se encontraba profundamente endeudado, virtualmente en la bancarrota. No obstante, aunque las confrontaciones devastaron la infraestructura nacional, incrementaron la deuda externa y agotaron los recursos del Estado, también resultaron liberadoras: muchos esclavos recurrieron al servicio militar como un medio para alcanzar su libertad, oficial o de facto; mientras que, en áreas rurales, el control que ejercían los terratenientes se deterioró.

Una confluencia de factores explica el debilitamiento del control social en los inicios de la república: ideas sobre libertad y autogobierno habían circulado por el Perú durante décadas; los componentes disciplinarios del Estado y de la Iglesia católica se habían desvanecido o, en el caso de la Inquisición, habían sido abolidos; y grupos oprimidos habían tomado su futuro en sus propias manos. Miles de guerrilleros impusieron sus nociones de liberación y de justicia mucho después del término de la guerra. En 1825, por ejemplo, un oficial francés escribió que el indio peruano, aunque «taciturno y desocupado en apariencia [...] hoy en día tiene armas y sabe usarlas, fue guerrillero o soldado. Entiende que eventos importantes han ocurrido y que su porvenir se halla vinculado con estos. Permanece esperanzado»49. Así, años de movilización de las clases bajas en muchas regiones significó que un retorno al statu quo era casi imposible.

Reinaba la incertidumbre respecto a cuál sistema reemplazaría el dominio español, aunque el camino era mucho más claro de lo que había sido una década atrás. El revivalismo incaico, el federalismo y el monarquismo constitucional habían sido modelos importantes a través de la larga guerra de independencia, pero para 1824 habían perdido ímpetu. La derrota de la rebelión de 1814 en el Cusco debilitó la presencia de esta ciudad como un potencial centro político, y de los incas como un modelo. Aunque la conspiración de Gabriel Aguilar y Manuel Ubalde en el Cusco, en 1805; la rebelión de Huánuco, en 1812; y el levantamiento de los hermanos Angulo, en 1814, hicieron invocaciones a los incas, estas fueron menos comunes a partir de 1815, al menos, en movimientos masivos50. Asimismo, los eventos de inicios de la década de 1820 también eliminaron o al menos entorpecieron severamente otras opciones. La deportación de Monteagudo y la partida de San Martín, así como la victoria de los españoles liberales en 1820, habían echado por la borda los prospectos de cualquier tipo de monarquismo constitucional en el Perú. Aunque los conservadores mantendrían durante décadas su poder y la nostalgia del régimen español, el Perú no perseguiría el encumbramiento de un rey. De otro lado, Bolívar presenció el desmoronamiento de su visión para una gran Federación Sudamericana, debido, en gran parte, a la oposición que encontró en el Perú. Surgieron repúblicas independientes en lugar de una confederación. Aunque el federalismo no estaba muerto (como veremos, Andrés de Santa Cruz conduciría la Confederación Perú-Boliviana a fines de la década de 1830), hacia 1827 se había desvanecido el atractivo tanto del monarquismo constitucional como del federalismo51.

El Perú nació como una república y permanecería como tal. Después de 1825, las luchas políticas se centraron en el conflicto entre conservadores y liberales; es decir, se enfocaron en la disputa entre la búsqueda de estabilidad y control social versus la apuesta por la creación de una constitución y libertades más amplias. Los combates entre estos dos bandos —también denominados autoritarios y constitucionalistas—, con importantes componentes regionales, caracterizaría la política peruana durante las dos primeras décadas posindependencia y, de muchas maneras, hasta el siglo XXI52. Estas facciones, usualmente lideradas por un caudillo, se enfrentarían desde 1826 hasta la década de 1840 respecto al sufragio, el centralismo (Lima versus el interior del país), políticas económicas entre otros temas. En general, los conservadores contaban con una fuerte base de apoyo en Lima y en el norte; mientras que los liberales se apoyaban en el sur andino, particularmente en Arequipa. Aunque este es solo el patrón más general, y pueden encontrarse incontables excepciones53.

Para un caudillo que llegase al poder, las fuerzas en oposición deben haberse sentido como un persistente terremoto. El suelo se sacudía en tanto las clases bajas exigían mayor inclusión y derechos. Una vez que marchaba a vivir en Lima, el caudillo percibía olas laterales, presiones que con frecuencia se incrementaban para convertirse en temblores propiamente dichos, en considerables retos y en intentos de golpes de Estado urdidos desde Arequipa, Trujillo u otros centros regionales. Así, la presión proveniente del interior de su coalición, y principalmente de la oposición, podía convertirse en un devastador terremoto y en un tsunami de grandes proporciones. Los intentos de golpe y las guerras civiles significaban para el caudillo la pérdida del control de gran parte del Estado —incluyendo los ingresos fiscales—, así como la necesidad de enfocarse en conflictos militares en lugar de gestionar políticas, y la consecuente postergación de sus proyectos y alianzas. Las transiciones violentas deben haberse sentido como un desastre natural tanto para el caudillo depuesto como para gran parte de la sociedad: reinaban el caos, la ruina económica y la inseguridad. Tal como subrayan los sismólogos, las ondas sísmicas se propagan en todas las direcciones.

Las guerras caudillistas implicaban debates de gran alcance, que a menudo se trasladaban a las calles o al campo de batalla, con relación al contenido o aplicabilidad de la Constitución, la amplitud de los derechos de votación o la preeminencia de la Iglesia católica, entre otros. A este respecto, la prensa era muy activa e implacablemente sectaria, presentando debates sobre ideas políticas, ataques personales y reportajes con historias prosaicas54. Estudios recientes sobre las ideas políticas de los caudillos han mostrado que estas no eran batallas absurdas libradas por generales megalómanos, sino, más bien, guerras sobre estrategias políticas y temas geopolíticos. Detrás de estas guerras se encuentran luchas complejas sobre la naturaleza del Estado poscolonial, con importantes variaciones regionales y locales. Por otro lado, los caudillos tenían también que enfocarse en los detalles cotidianos de la formación y control del Estado: capturar el poder, pagar a las tropas, conducir el Estado y vigilar a las facciones enemigas. Así, dado que había una fuerte correlación entre la inestabilidad política y las crisis económicas, cada caudillo estaba obligado a recaudar dinero para gobernar, a menudo, en gran detrimento de la economía del país, lo cual menguaba su control sobre el poder: la inestabilidad debilitaba la economía, y una economía frágil entorpecía la estabilidad55. Más aun, virtualmente cada presidente tenía que enfrentar conflictos en las fronteras del Perú, en tanto las emergentes naciones se enfrascaban en disputas limítrofes.

Pese a los constantes golpes de Estado, la continuidad, antes que los cambios radicales, fue lo que caracterizó el nacimiento del Perú republicano. Para 1824, había declinado el ímpetu de los programas más revolucionarios, como los adoptados en Huánuco en 1812, o los suscritos por ciertas facciones de las guerrillas de la costa. En las décadas que siguieron a la independencia, ningún presidente transformó las estructuras sociales, y, en líneas generales, se mantuvo el statu quo. Dos pilares del liberalismo social a lo largo de las Américas se mostraron débiles en el Perú: la secularización —específicamente, acciones que cuestionasen el poder de la Iglesia católica y tratasen de incluir otras religiones— y el abolicionismo. La secularización no logró establecerse en ninguna de las primeras constituciones republicanas; Jeffrey Klaiber sostiene que «el ataque liberal fue relativamente suave»56. Así, la Constitución de 1823 declaraba lo siguiente: «[l]a religión de la República es la católica, apostólica, romana, con exclusión del ejercicio de cualquier otra». El tema solo resurgió a fines del siglo XIX, cuando la falta de libertad religiosa —es decir, el monopolio de la Iglesia católica estipulado por la Constitución— impidió los intentos por atraer inmigrantes europeos57.

El abolicionismo, un movimiento a nivel internacional, tuvo escasos seguidores entre la intelligentsia y los políticos de la incipiente república peruana. El papel de la esclavitud en la economía nacional era formidable. Aunque no se trataba de una sociedad esclavista centrada alrededor de la hacienda, como lo fueron Cuba, Haití o gran parte de Brasil, el Perú contaba con haciendas que generaban vastas fortunas y afianzaban jerarquías sociales. En las ciudades, particularmente en Lima, los esclavos trabajaban como artesanos, sirvientes domésticos, peones, entre otras funciones. Pese a la importancia de la esclavitud para la economía peruana y los esfuerzos multidimensionales por parte de los esclavos para obtener su libertad, la abolición de esta institución fue un tema mayormente reprimido en esa época, que no llegaba a ser tan prevalente en la prensa o en las calles como en otras repúblicas58. Durante los años inmediatamente posteriores a la independencia, las autoridades se metieron al bolsillo promesas de libertad hechas a esclavos, y los hacendados gestionaron la aprobación de leyes para consolidar la esclavitud. Por ejemplo, el Reglamento Interior de las Haciendas de la Costa de 1825 estipulaba que la esclavitud no sería abolida59. Como refirió Jorge Basadre:

Al iniciarse la República, supervivieron por eso, en primer lugar, la división de castas; si bien algunos españoles se retiraron a Europa, sus hijos peruanos fueron, junto con los vástagos de la nobleza netamente criolla, los elementos más importantes de la vida de los salones; el régimen de la familia continuó sin alteración; los indios siguieron siendo «el barro vil con que se hace el edificio social»; los negros continuaron como gente anexa a las viejas casonas y a las grandes haciendas costeñas. El clero conservó su rol de dueño de la vida espiritual de las clases acomodadas como de las clases populares, premunido, además, de privilegios y fueros; aunque disminuyó en mucho el afán misionero en la región amazónica y el boato de los conventos60.

Muchos historiadores harían pequeñas objeciones a algunas de estas afirmaciones hechas en 1931, pero, en líneas generales, Lima siguió siendo el centro del Perú, la Iglesia mantuvo su poder, los indios continuaron pagando el tributo indígena, y los legisladores reforzaron la esclavitud, aunque los esclavos ciertamente sabían cómo conseguir por sí mismos su libertad. Comerciantes ingleses y franceses se convirtieron en importantes personajes de la vida económica, reemplazando a aquellos españoles que partieron tras la independencia y supervisando el comercio con una sección más amplia de Europa. No trajeron consigo vastos montos de capital para invertir, sino que más bien buscaron comerciar los productos de sus países en el Perú y beneficiarse de las exportaciones61. El liberalismo radical siguió siendo débil en el Perú poscolonial.

Por consiguiente, el Perú nació conservador. Los programas más radicales que cuestionaban el centralismo de Lima o evocaban el Imperio de los incas perdieron terreno en las prolongadas guerras de independencia y, en términos generales, se mantuvo el statu quo. Al construir una narrativa de su historia, la joven república no rememoraba la masiva rebelión de Túpac Amaru II o siquiera las más cercanas sublevaciones en Tacna, Cusco y Huánuco, sino que se enfocaba en la más reciente fase de la guerra de la independencia en la costa. Los intelectuales del siglo XIX fantaseaban, miraban al pasado «distante», a los incas, contrastándolos con los indígenas contemporáneos; mientras que Túpac Amaru no se convirtió en héroe nacional hasta la segunda mitad del siglo XX62. Incluso transformaciones novedosas y potencialmente radicales, como las elecciones, fueron diluidas y controladas desde arriba. El menos democrático sistema de elección indirecta prevaleció, y durante buena parte del siglo XIX apenas un número cercano al 10 % de la población tenía derecho a votar63. La escritora, pensadora y feminista franco-peruana Flora Tristán capturó este conservadurismo en su acalorada conversación con Juan Bautista Lavalle, propietario de la hacienda Villa en Chorrillos, en 1834. Mientras ambos visitaban su hacienda azucarera, Lavalle defendía la esclavitud y censuraba la Revolución haitiana y otros levantamientos. Tristán describió al «viejo plantador» como un «sordo»64.

Pero el mantenimiento de estructuras y mentalidades coloniales no es sinónimo de la ausencia de luchas sociales y de una senda fácil para los conservadores: las mujeres exigían mayores derechos, las clases pobres urbanas resistían intentos por «disciplinarlas» y contenerlas, los esclavos perseguían su libertad, las regiones combatían el centralismo, y el pueblo luchaba contra la opresión y la desigualdad de infinitas maneras. La «tensión entre igualdad y jerarquía» que Jürgen Osterhammel plantea como una característica central del siglo XIX ciertamente animaba las luchas sociopolíticas en el Perú, asumiendo de vez en cuando dimensiones cataclísmicas65. Las luchas entre caudillos a nivel nacional llevaron al campo corrientes políticas nuevas (y viejas), y las elecciones y constituciones demostraron ser importantes experimentos de republicanismo. Los artistas presentaron una variedad de imágenes del pasado y presente del Perú, generando reñidos debates sobre el simbolismo y la esencia de la patria66. No obstante, el cambio se produjo poco a poco.

El Perú enfrentaba grandes retos económicos. Peter Klarén resume así la pésima situación fiscal del país:

Durante la primera mitad de la década de 1820 se contrataron los primeros empréstitos extranjeros con tenedores de bonos británicos, por un total de 1 816 000 de libras esterlinas... A finales de esta década, la deuda externa era cinco veces las rentas anuales del gobierno, y en 1848 había crecido a un estimado de 4 380 530 de libras esterlinas. Asimismo, la deuda interna subió hasta un estimado de 6 646 344 de pesos para 184567.

La guerra había destruido considerablemente la infraestructura nacional y causado una deuda externa e interna, mientras que la salida de miles de españoles representó una pérdida de capital. Hasta bien avanzada la segunda mitad del siglo XIX, Hispanoamérica no contaba con un socio económico dispuesto a invertir ingentes montos en infraestructura. La creación de Bolivia como una república independiente en 1825 y la decadencia de las minas de plata de Potosí devastaron el circuito económico transandino, que se extendía desde el Cusco hasta el norte de Argentina.

No solo habían sido afectados por la guerra las minas y el ya lamentable sistema vial en el Perú, sino que el precio de la plata experimentó su peor momento durante el largo siglo XIX, en la medida en que el oro y las divisas lo reemplazaron como el medio de cambio preferido para el comercio internacional68. La expansión del comercio marítimo durante el siglo XIX, especialmente con el desarrollo del motor a vapor y los barcos blindados, supuso un reto para los productores andinos debido al alto costo de transportar productos al Callao, Ilo u otros puertos del Perú. El incremento de los envíos a través del Pacífico debilitó, pero no llegó a eliminar las redes transandinas de intercambio. De hecho, muchos estudiosos han mostrado cómo la alteración de los mercados coloniales tradicionales y de los mecanismos empleados para controlar a los campesinos brindaron nuevas oportunidades económicas a los agricultores andinos. Carlos Contreras ha calificado este proceso como «menos plata pero más papas»69. Estas amplias tendencias, la decadencia de la centralidad de la plata, y el auge del comercio marítimo en detrimento de los productores andinos, solo empezaron a surgir en las décadas de la posindependencia70. Durante esos años, las políticas comerciales se encontraban en el centro de las disputas políticas y económicas, provocando curiosas alianzas.

Conservadores, liberales y caudillos

En general, los conservadores favorecían el proteccionismo económico, mientras que los liberales buscaban una mayor libertad comercial. A los productores en Lima, Cusco y otras ciudades les preocupaba la llegada de productos europeos más baratos; mientras que los liberales hacían campañas en favor de un mayor comercio interno e internacional. Por lo tanto, el caudillo conservador Agustín Gamarra creó una inusual alianza entre el Cusco y Lima, basada en su visión nacionalista y proteccionista, y en sus vínculos con su nativo Cusco y la capital. Liberales como José de la Mar y Luis José de Orbegoso veían la expansión del comercio internacional como la solución al estancamiento y la inestabilidad en el Perú, incluso a costa de afectar a algunos productores. Las economías regionales variaron y algunas nuevas exportaciones florecieron, como la lana en el sur andino71.

Gobernantes del Perú, 1821-1841

Gobernante

Años en el cargo

General José de San Martín

1821-1822

Junta de Gobierno

1822-1823

General José de la Mar

1822-1823

Conde Manuel Salazar y Baquíjano

1822-1823

Felipe Antonio Alvarado

1822-1823

Mariscal José de la Riva-Agüero

1823

Marqués José Bernardo de Torre Tagle

1823

Libertador Simón Bolívar

1823-1826

General Andrés de Santa Cruz

1826-1827

General José de la Mar

1827-1829

General Agustín Gamarra

1829-1833

General Luis José de Orbegoso

1833-1834

General Pablo Bermúdez

1834

General Luis José de Orbegoso

1834-1835

General Felipe Salaverry

1835-1836

Mariscal Andrés de Santa Cruz

1836-1839

Mariscal Agustín Gamarra

1838-1841

El cronograma muestra patrones en los vertiginosos cambios que se dieron en la presidencia desde la independencia hasta la década de 1840. Primero, todos eran generales, excepto por los dos caudillos centrales de este periodo, Andrés de Santa Cruz y Agustín Gamarra, quienes ascendieron ambos al rango de mariscal durante esos años. Segundo, liberales y conservadores se alternaban en el poder. Gamarra y Santa Cruz marcaron el periodo y personificaron el caudillismo republicano inicial. Mestizos bien educados que abandonaron las filas realistas a inicios de la década de 1820, ambos eran hombres de acción que luchaban por sus ideas y que trataron de afianzar sus movimientos dentro del sistema republicano. Eran amigos de la infancia que se volvieron feroces enemigos; ninguno de ellos acumuló grandes riquezas. Andrés de Santa Cruz, por su parte, se desvía de la dicotomía conservador-liberal, pues empieza como conservador y más adelante se convierte en el arquitecto del proyecto más ambicioso del periodo, la federalista Confederación Perú-Boliviana, respaldada por los liberales y odiada por los conservadores.

Otro patrón que salta a la vista es que ningún presidente liberal concluyó su periodo, debido a los golpes de Estado y las conspiraciones que marcaron las ideas políticas. Incluso la aparentemente estable presidencia de Gamarra, de 1829 a 1833, enfrentó más de una docena de revueltas, conspiraciones, conatos y golpes72. Ello fue seguido por una especialmente caótica guerra civil entre Gamarra y el liberal Orbegoso en 1833, en la cual este último se convierte en presidente, pero enfrenta la implacable oposición de Salaverry, Santa Cruz y, desde el exilio, de Gamarra. A inicios de 1835, Salaverry formó un gobierno conservador; en agosto de 1835, Santa Cruz derrotó a su antiguo amigo Gamarra en la batalla de Yanacocha, y seis meses más tarde venció y ejecutó a Salaverry. De este modo empieza la Confederación Perú-Boliviana, el experimento geopolítico más interesante de inicios de la república.

La Confederación Perú-Boliviana revivió el sueño de Bolívar de una confederación y el deseo del sur del Perú de tener autonomía con fuertes vínculos tanto con Bolivia como con el Perú. Asimismo, reorganizó al Perú y Bolivia en tres Estados soberanos: Estado Nor-Peruano, Estado Sud-Peruano y Estado Boliviano. Cada uno tenía amplia autonomía, al menos en teoría; mientras que un protector supremo, posición asumida por Andrés de Santa Cruz, estaba a cargo de las Fuerzas Armadas, la política económica y las relaciones internacionales. El proyecto reunificaba la región que se extendía desde el Cusco hasta el sur de Potosí, el centro del Imperio de los incas, una importante zona económica de comercio durante el periodo colonial. También reunificaba el área central de los hablantes de quechua y aimara.

En general, la Confederación encontró amplio respaldo en Bolivia, donde era vista como una manera de mantener estrechos vínculos con el Perú, al mismo tiempo que evitaba proyectos de anexión o «retorno al Perú» propugnados por conservadores como Gamarra. Adicionalmente, Santa Cruz había sido un presidente efectivo desde 1830 y había creado una amplia alianza de simpatizantes, aunque también tenía enemigos influyentes. Cusco, Tacna y Arequipa veían la Confederación como una garantía de mayor control local, en tanto trasladaba funciones administrativas fuera de Lima. En palabras de Natalia Sobrevilla, la Confederación «respondía al deseo que las provincias del sur del Perú habían albergado por mucho tiempo: por un lado, ser más autónomas y, por el otro, mantener sus lazos con Bolivia, y en particular el departamento de La Paz»73.

El resto del país, especialmente el norte, miraba al proyecto con cautela. Lo veían como una peligrosa descentralización e incluso como una interferencia de Bolivia en el Perú. La prensa conservadora lanzaba ataques racistas contra Santa Cruz, ridiculizando su predilección por Francia y llamándolo «el cholo jetón» y «Monsieur Alphonse Chunga Cápac»74. Internacionalmente, las líneas de combate también estaban claramente trazadas. Los Estados Unidos, Francia e Inglaterra defendían las políticas de libre comercio propuestas por Santa Cruz y la aparente estabilidad que la Confederación ofrecería. Argentina y Chile, donde muchos políticos peruanos hostiles a Santa Cruz se habían exiliado, detestaban el proyecto, amenazados por el prospecto de un vecino significativamente más grande y más poderoso al norte. Diego Portales, de Chile, y Juan Manuel Rosas, de Argentina, resultaron ser formidables enemigos75.

La Confederación Perú-Boliviana enfrentó una fuerte oposición desde el inicio, y Santa Cruz tuvo que enfocarse más en la defensa militar que en el desarrollo del Estado. El 21 de agosto de 1836, la Marina chilena capturó los únicos tres barcos de la peruana en el Callao. Discusiones diplomáticas retrasaron las hostilidades militares, de modo que, en 1835 y 1836, los partidarios y detractores de la Confederación Perú-Boliviana se enfrentaron a través de la prensa76. Las hostilidades empezaron en setiembre de 1837, cuando un contingente chileno formado por 2792 solados chilenos y 402 exiliados peruanos zarparon de Valparaíso. Atacaron a través de Arequipa, bastión de la Confederación, y lucharon por encontrar provisiones, ocupar territorios y ganarse los corazones y las mentes de la población. Asimismo, Santa Cruz también enfrentó motines en Bolivia, así como una arraigada oposición de Rosas en Argentina y una alianza de grupos en el Perú. En 1838, Gamarra se unió a las campañas militares y lideró los esfuerzos en el Perú, creando, en última instancia, un «Gobierno de Restauración» en Lima. En ese momento, la Confederación se había reducido al Estado Sud-Peruano y el Estado Boliviano. Los antiguos partidarios del proyecto se crisparon ante el costo de la guerra y lo que muchos consideraban como tendencias dictatoriales de Santa Cruz. El 20 de enero de 1839, el Ejército de Restauración, bajo las órdenes del general Ramón Castilla, venció a Santa Cruz en la batalla de Yungay, lo cual significó el virtual fracaso de su proyecto. Tras meses de negociaciones, Santa Cruz aceptó el exilio en Guayaquil, Ecuador. Gamarra parecía tener el camino libre para imponer la visión autoritaria y proteccionista, centrada en Lima, que inspiraba la oposición a Santa Cruz en el Perú. Pero él mismo también se vio envuelto en conspiraciones, levantamientos y oposición desde el exterior. Finalmente, Gamarra condujo a sus fuerzas hacia Bolivia, en 1841, y resultó muerto en la batalla de Ingavi el 18 de noviembre. Algunos sostienen que fue ultimado por uno de sus propios soldados77.

El caudillismo prevaleció en el Perú poscolonial. Los generales lideraban coaliciones complejas divididas entre el eje liberal-conservador, al mismo tiempo que combatían por las fronteras del país contra naciones vecinas. ¿Cómo experimentaron las guerras caudillistas quienes no pertenecían a las Fuerzas Armadas en el Perú? ¿Y cuál fue, en última instancia, el legado de aquellas? Los acontecimientos políticos regionales y locales, desde luego, variaban ampliamente durante este periodo. Las experiencias respecto a la guerra de independencia, la situación económica, y el cambio simultáneo en la cultura política y las relaciones de poder (el bien provisto arsenal de plataformas políticas o ideologías), tenían escaso espacio para compararse entre, por ejemplo, Puno y Trujillo. Un aluvión de estudios sobre caudillos ha resaltado estas experiencias variadas78. Entonces, ¿qué ocurrió entre 1825 y 1845 en el interior del país, y qué cambió o qué se mantuvo igual?

El campo y la ciudad

Los académicos han encontrado una variedad de relaciones que se establecieron entre el campesinado y los caudillos. Algunos grupos rurales respaldaban a ciertos caudillos, mientras que otros trataban de evitar conflictos potencialmente peligrosos y costosos. La población rural contaba con numerosas herramientas a su disposición para negociar con el Estado, estando el pago del tributo indígena en el centro de estas negociaciones. El «aporte» constituía una porción pasmosamente elevada de los ingresos fiscales a inicios de la república, cercana al 40 %79. Lo que resulta evidente en este periodo es un notable resurgimiento, tanto relativo como total, de la población indígena y una paralela difusión del idioma quechua. La «arremetida liberal» contra las tierras y la autonomía indígena que algunos estudiosos han detectado, y la alianza entre el Estado y la élite terrateniente —a menudo con la colusión del sacerdote local—, no ocurrió hasta mucho después, en la segunda mitad del siglo XIX.

Muerte de Agustín Gamarra en la batalla de Ingavi, anónimo, c. 1845.

Ministerio de Cultura/Museo Nacional de Arqueología, Antropología e Historia del Perú. Foto: Atoq Ramón

¿Por qué? El Estado era demasiado débil y dependiente del tributo indígena como para dirigir un ataque efectivo sobre recursos de la comunidad. En este periodo de incesante conflicto entre caudillos, los presidentes y sus funcionarios tenían que concentrar sus fuerzas en aferrarse al poder más que en implementar políticas, especialmente con respecto a la sociedad rural. Los caudillos necesitaban del tributo indígena para gobernar, y la población indígena utilizaba esto como una herramienta importante en las negociaciones. Más aun, la estancada economía ofrecía escasos incentivos para que los terratenientes invadiesen las tierras comunitarias. Así, los productores y comerciantes indígenas aprovechaban la situación para apoderarse de una importante participación en el mercado de la economía lanar, basándose en su experiencia y los bajos costos de gestión. Asimismo, los pueblos indígenas y otros grupos subalternos se resistían y negociaban, mientras las turbulentas ideas políticas de esa época a menudo incrementaban sus oportunidades (los caudillos y el Estado requerían de su apoyo, como combatientes y como contribuyentes). No solo el Estado carecía de la disposición o los recursos, ni la élite terrateniente contaba con los incentivos económicos para usurpar las tierras y la autonomía de las comunidades, sino que las poblaciones indígenas y otros grupos rurales empleaban una variedad de recursos para defenderse.

La información demográfica resalta un notable incremento en la población relativa indígena, interrumpiéndose la disminución debida a muertes y la asimilación de estos a distintas castas, desde la llegada de los españoles en el siglo XVI. De otro lado, ello refleja la debilidad del Estado peruano, el cual, a pesar del discurso anticorporatista y antiindígena, tanto por parte de los liberales (el igualitarismo implicaba la abolición de derechos para las comunidades indígenas) como por parte de los conservadores —quienes resaltaban el carácter retrógrado de los indios—, no podía hacer cumplir —mayormente a la fuerza— sus políticas de asimilación, es decir, convertir a los indígenas en no-indígenas. En términos económicos, las haciendas y otros latifundios no se expandieron masivamente hasta la segunda mitad del siglo XIX, cuando la demanda interna y externa por productos se incrementó, mejoró la infraestructura y volvió la estabilidad relativa. No solo se incrementó la población indígena durante el intervalo que se extiende desde fines del periodo colonial (el censo de 1790 constituye un punto de referencia importante) hasta la segunda mitad del siglo XIX, sino que aumentó el porcentaje de hablantes de quechua como primera lengua. En pocas palabras, el Estado no podía imponer efectivamente proyectos de asimilación; mientras que el estímulo para el mestizaje (urbanización, expansión del mercado y medios masivos de comunicación) vendría mucho más tarde, a fines del siglo XIX y con la llegada del siglo XX80.

Aunque el Estado republicano tuvo una presencia física a lo largo del Perú, recaudando el importantísimo tributo indígena y brindando ciertos servicios básicos, tal presencia era borrosa, enfocada en aspectos fiscales y militares, en los temas administrativos más elementales. Por ejemplo, la derrota de los españoles no se tradujo en un impulso a la educación pública. El número de escuelas, que ya era terriblemente bajo durante el periodo colonial, casi no se incrementó. Los mejores datos provienen de Lima, donde la matrícula en escuelas primarias se ubicaba en un nivel pasmosamente bajo de 1350 estudiantes en 1826, e incrementándose a apenas 1756 una década más tarde, cuando su población superaba las 50 mil personas81. Durante el siglo XIX, la educación era la forma fundamental para la formación de una nación. Era en las escuelas donde los niños aprendían lo que era la patria, la historia nacional, y donde se imponían las características comunes y el idioma nacional, en este caso, el español. Estos cambios, una cierta peruanización, ocurrirían mucho después, durante el siglo XX. Los vínculos rurales con la nación a través del sistema de educación pública seguían siendo débiles todavía a fines del siglo XX.

Estudio para «La plaza mayor de Lima», Johann Moritz Rugendas, c. 1843.

Museo de Arte de Lima

Negros chalas en el día del Corpus, Francisco «Pancho» Fierro, 1836.

Museo de Arte de Lima

Vendedoras de bizcochuelos y de flores, Léonce Angrand, 1837.

Una procesión del Señor de los Temblores en el Cusco, Perú, J. Huyot (Edward Riou), 1873.

Las guerras civiles entre caudillos entrecruzaban el país, ruralizando el conflicto político a inicios de la república82. Lima era más el objetivo que el epicentro de las luchas políticas. Durante este periodo, sin embargo, Lima mantuvo su hegemonía absoluta como la capital y el centro económico del país. Aunque la población de Arequipa, Cusco, Trujillo y otras ciudades y pueblos comprendían cabalmente las desventajas del centralismo y fantaseaban con reemplazar a Lima, la fallida Confederación Perú-Boliviana fue la única amenaza a la hegemonía de la Ciudad de los Reyes. Y durante la transición de la colonia a la república, el statu quo caracterizó a la ciudad, antes que el cambio radical. Los conservadores (y muchos liberales) continuaron censurando la agresividad de las clases bajas, la libertad de las mujeres y la falta de un control social efectivo sobre grupos multiétnicos populares. Los viajeros y otros observadores siguieron comentando el carácter multirracial y la dinámica vida callejera de la ciudad. Lima lucía y se percibía muy similar a como había sido durante la era de los Borbones; su preponderancia dentro del Perú se incrementaría recién en las siguientes décadas y se desbocaría durante el siglo XX, tal como lo señalan otros ensayos que componen en este libro83.

Conclusiones

La euforia de los conservadores sobre el desmoronamiento de la Confederación Perú-Boliviana no duró mucho tiempo. Gamarra murió en el campo de batalla y una nueva generación de caudillos se enfrentó por el poder. Tal como lo muestra el siguiente capítulo, un general (Ramón Castilla) y, lo que es más importante, un extraño producto de exportación (el guano) traerían la estabilidad. El auge del guano finalmente proporcionó al Estado un ingreso constante. Aunque los historiadores mantienen que gran parte de estas ganancias inesperadas se desperdiciaron debido a la corrupción (desde la burda apropiación de fondos hasta la más sutil sobrepaga a dueños de haciendas por sus esclavos con la llegada de la abolición en 1854), durante este periodo se produjo un fortalecimiento del Estado, un mejoramiento de la infraestructura y una relativa paz política, al menos en comparación con las décadas de 1820 y 183084.

Las primeras décadas de la república no fueron un simple caos y una frustrante postergación en la formación del Estado nación. Más bien, importantes batallas ideológicas apuntalaron las guerras caudillistas, mientras los peruanos discutían sobre la forma y el carácter que asumirían el Estado y la sociedad poscoloniales. A su vez, tales luchas solo pueden comprenderse a la luz de los levantamientos y la inquietud que convulsionaron al Perú desde Túpac Amaru II en la década de 1780. Sin embargo, no debe exagerarse la esencia democrática de estas batallas posindependencia: las elecciones eran limitadas, ambas facciones —incluso los liberales— frecuentemente hacían caso omiso de la Constitución, gobernaba una élite militar, y escasos intelectuales o gestores de políticas abordaban cuestiones más profundas respecto a la formación del Estado nación en un país tan extraordinariamente diverso como el Perú. La élite de comerciantes de Lima mantuvo un enorme poder, y la Iglesia católica continuó dirigiendo la vida diaria y la esfera doméstica, y a menudo también los conflictos políticos. La reindianización no surgió a partir de alguna política ni de visiones progresistas sobre el papel de la mayoría indígena, sino, más bien, debido a la debilidad del Estado y la inestabilidad económica, de facto antes que de iure.

Sin embargo, debajo o al lado de las guerras caudillistas y de esta aparente continuidad yacen fascinantes luchas libradas por grupos en defensa de su concepto de derechos recién otorgados, reclamando un papel dentro de la nación, y buscando participar en la creación de un Perú poscolonial. La mayoría de estos esfuerzos fueron locales y a menudo casi no aparecen en los registros históricos, pero quienes detentaban el poder percibieron esos temblores. Cuando los levantamientos a gran escala o la organización masiva eran considerados imposibles de lograr o suicidas, los grupos subalternos recurrieron a tácticas «más silenciosas» y menos beligerantes, las cuales son más difíciles de identificar para los historiadores. Por ejemplo, la ausencia de un movimiento abolicionista a gran escala no significa de ningún modo que los esclavos no se resistiesen a la esclavitud o que los afroperuanos no cuestionasen paradigmas racistas. Estudiar estas formas sutiles de resistencia es mucho más difícil que dar seguimiento a los movimientos organizados. Este ensayo ha enfatizado que el entendimiento de la naturaleza y el papel de estas luchas más pequeñas y con frecuencia fallidas, aquellas que se encontraban fuera del reflector puesto sobre las batallas y guerras importantes descritas aquí, sigue siendo el eslabón perdido en nuestra comprensión de la creación del Estado nación peruano. Ello incluye aquellas pugnas aparentemente paradójicas, como el respaldo indígena hacia los conservadores o la preferencia de ciertos terratenientes hacia el proteccionismo.

Los temas o tensiones clave analizados aquí continúan resonando hoy en día, doscientos años después de declarada la independencia. Algunos de ellos parecen obvios. Los debates respecto a las ventajas o desventajas de un liderazgo detentado por un hombre (o mujer) fuerte, o de un gobierno autoritario, causaron furor en las elecciones del 2021. También se debatía el grado en el cual el Perú debía sumergirse en la economía global (proteccionismo versus liberalismo, «el modelo»). Pero también persisten los otros temas sociales y políticos subrayados aquí y desarrollados en cada uno de los siguientes ensayos. Persistentes desacuerdos sobre la preponderancia de Lima y la búsqueda, por parte de muchos, de alternativas descentralizadas animan las discusiones y proyectos políticos. Tanto en la década de 1820 como en la del 2020, muchas personas cuestionan la explícita o implícita determinación de los indígenas como ciudadanos de segundo orden. Como se verá en los capítulos siguientes, todos estos aspectos tienen profundas y complejas raíces históricas sobre las cuales se asienta el Perú de hoy.


Notas

1 «¡Qué complejo es su destino!» es una cita de Jorge Basadre en la que hace referencia al Cusco republicano. Sin embargo, capta bien las ideas y preocupaciones del historiador respecto del Perú y su joven república. Jorge Basadre, «Prólogo», en Historia social del Perú republicano, José Tamayo Herrera (Lima: Editorial Universo, 1981), 16.

2 Traducido por Enrique Bossio. Quiero agradecer a Carlos Aguirre, Ruth Borja Santa Cruz, Antonio Espinoza, Javiera Fermandoy, Alvaro Grompone, Zoila Mendoza, Carlos Paredes, Víctor Peralta y José Ragas por su ayuda en las diferentes fases de este ensayo. Los otros autores del libro lograron algo casi imposible: sesiones de Zoom productivas y entretenidas. Gracias, Alberto, Cynthia, Eduardo, José Luis, Natalia y Paulo por sus comentarios y sugerencias. Quique Bossio resultó ser no solo un gran traductor, sino un excelente interlocutor y amigo.

3 Ella Dunbar Temple, ed., Colección documental de la independencia del Perú. «La acción patriótica del pueblo en la emancipación. Guerrillas y montoneras», tomo V, vol. 1 (Lima: Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, 1971).

4 Utilizo tanto el término «virreinato» como «colonia» para referirme al Perú bajo el dominio español. Buenos (y no tan buenos) historiadores han cuestionado el uso del concepto de colonialismo para Hispanoamérica, pero me parece adecuado, especialmente al leer sobre la mita, el reparto y otras instituciones hiperexplotadoras mencionadas aquí. Para reflexiones más extensas sobre el tema, ver Juan Carlos Garavaglia, «La cuestión colonial», Nuevo Mundo Mundos Nuevos, Debates, 2004.

5 Empleo los términos «vuelta» y «renovada» porque en las décadas de 1970 y 1980 se produjo un auge de estudios de historia social en y acerca del Perú «olvidado», tendencias que desafortunadamente se han desvanecido.

6 Sergio Serulnikov, Revolución en los Andes. La era de Túpac Amaru (Buenos Aires: Sudamericana, 2010); Charles Walker, La rebelión de Túpac Amaru (Lima: IEP, 2015).

7 Alberto Flores Galindo, Buscando un Inca. Identidad y utopía en los Andes (Lima: Editorial Horizonte, 1994); Manuel Burga, Nacimiento de una utopía. Muerte y resurrección de los incas (Lima: Instituto de Apoyo Agrario, 1988).

8 Scarlett O’Phelan, Un siglo de rebeliones anticoloniales. Perú y Bolivia 1700-1783 (Cusco: Centro de Estudios Regionales Andinos «Bartolomé de Las Casas», 1988).

9 O’Phelan, Un siglo de rebeliones; Serulnikov, Revolución en los Andes; Walker, La rebelión de Túpac Amaru.

10 Los kataristas refieren a una serie de rebeliones en Charcas (Bolivia) en los mismos años que la rebelión de Túpac Amaru. Hubo algunas coordinaciones entre ambos grupos.

11 Víctor Peralta, La independencia y la cultura política peruana (1808-1821) (Lima: IEP y Fundación M. J. Bustamante de la Fuente, 2010); y Claudia Rosas, Del trono a la guillotina. El impacto de la Revolución francesa en el Perú (1789-1808) (Lima: Instituto Francés de Estudios Andinos, Embajada de Francia en el Perú y Fondo Editorial de la PUCP, 2006).

12 Para una importante reconfiguración del neoescolasticismo y los derechos naturales, consultar Hilda Sabato, Repúblicas del Nuevo Mundo. El experimento político latinoamericano del siglo XIX (Buenos Aires: Taurus, 2021), 39-42.

13 Charles Walker, De Túpac Amaru a Gamarra. Cusco y la formación del Perú republicano (Lima: Fondo Editorial de la PUCP y Centro Bartolomé de las Casas, 2021), 116. Sobre Aguilar y Ubalde, consultar Flores Galindo, Buscando un Inca, cap. 6.

14 Alberto Flores Galindo, Aristocracia y plebe. Lima, 1760-1830 (estructura de clases y sociedad colonial) (Lima: Mosca Azul Editores, 1984); Elizabeth Hernández García, «Un espacio regional fragmentado: el proceso de independencia y el norte del Virreinato del Perú, 1780-1824», en El Perú en revolución. Independencia y guerra: un proceso, 1780-1826, ed. por Manuel Chust y Claudia Rosas (España: Universitat Jaume I; México: Universidad de Michoacán; y Perú: Fondo Editorial de la PUCP, 2017).

15 Flores Galindo, Aristocracia y plebe. Sobre un potencial levantamiento de esclavos cerca de Chincha en 1820-1821, consultar Jorge Basadre, El azar en la historia y sus límites. Con un apéndice: la serie de probabilidades dentro de la emancipación peruana (Lima: Ediciones P. L. V., 1973), 101. Maribel Arrelucea Barrantes, Sobreviviendo a la esclavitud. Negociación y honor en las prácticas cotidianas de los africanos y afrodescendientes. Lima, 1750-1820 (Lima: IEP, 2018).

16 Anthony McFarlane, War and Independence in Spanish America (Nueva York: Routledge, 2014); Mónica Ricketts, Who Should Rule? Men of Arms, the Republic of Letters, and the Fall of the Spanish Empire (Nueva York: Oxford University Press, 2017); Leon G. Campbell, The Military and Society in Colonial Peru, 1750–1810 (Filadelfia: The American Philosophical Society, 1978).

17 Rosas, Del trono a la guillotina.

18 Peralta, La independencia y la cultura política peruana, 280.

19 Peralta, La independencia y la cultura política peruana. Sobre la prensa, consultar los muchos trabajos de Daniel Morán, por ejemplo, «El mundo de los impresos y los discursos políticos en el Perú. La prensa en la experiencia de las Cortes de Cádiz y el ciclo revolucionario en América», en El Perú en revolución, ed. por Chust y Rosas, 181-198.

20 Peralta, «Las resonancias de la revolución de mayo en la independencia del Perú (1810-1821)», en España en Perú (1796-1824). Ensayos sobre los últimos gobiernos virreinales, ed. por Víctor Peralta y Dionisio de Haro (Madrid: Marcial Pons Ediciones Jurídicas y Sociales, 2019).

21 Dunbar Temple, ed., Colección documental de la independencia del Perú, «Conspiraciones y rebeliones en el siglo XIX. La revolución de Huánuco, Panatahuas y Huamalíes de 1812», tomo III, vol. 2 (Lima: Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, 1971); Lizardo Seiner, «Una rebelión a la deriva: fisuras y represión realista en Tacna, 1811», en Abascal y la contra-independencia de América del Sur, ed. por Scarlett O’Phelan y Georges Lomné (Lima: Instituto Francés de Estudios Andinos y Fondo Editorial de la PUCP, 2013), 53-73; Alejandro Rabinovich, Anatomía del pánico. La batalla de Huaqui, o la derrota de la revolución (1811) (Buenos Aires: Sudamericana, 2017).

22 Dunbar Temple, ed., Colección documental de la independencia del Perú, «Conspiraciones y rebeliones en el siglo XIX», tomo III, vol. 2, 65.

23 Sobre Huánuco, ver Dunbar Temple, ed., Colección documental de la independencia del Perú, «Conspiraciones y rebeliones en el siglo XIX», tomo III, vols. 2 y 5; Marissa Bazán, «El impacto de los panfletos y los rumores en la rebelión de Huánuco, 1812. Los Incas y la interpretación hecha en el caso de Juan de Dios Guillermo», en El Perú en revolución, ed. por Chust y Rosas, 199-213.

24 McFarlane, War and Independence in Spanish America, 207-209; Dirección Desconcentrada de Cultura de Cusco, ed., La revolución de 1814 en la ciudad del Cusco (Lima: Ministerio de Cultura, Dirección Desconcentrada de Cultura de Cusco y Subdirección de Industrias Culturales y Artes, 2015); Colectivo por el Bicentenario de la Revolución del Cusco, El Cusco insurrecto. La revolución de 1814, doscientos años después (Cusco: Ministerio de Cultura, Dirección Desconcentrada de Cultura del Cusco, 2016). Sobre incaísmo, consultar Luis Miguel Glave, «Una perspectiva histórico-cultural de la revolución del Cuzco en 1814», Revista de las Américas, Historia y Presente 1 (2003): 29-30.

25 Luis Antonio Eguiguren, La revolución de 1814 (Lima: La Opinión Nacional, 1914), 166-170.

26 Al Rey nuestro señor, El Pensador del Perú (Lima: 1815). Los eruditos consideran que el autor es Unanue.

27 Los historiadores han minimizado la importancia de estas juntas. Por ejemplo, dice Contreras: «El hecho de que no se formasen [juntas] en el Perú, o que, de haberse intentado no lograsen consolidarse, expresaría la falta de consensos en nuestra población en torno a su necesidad y a quiénes debían intergrarlas o dirigirlas». Carlos Contreras, El aprendizaje de la libertad. Historia del Perú en el siglo de su independencia (Lima: Fondo Editorial de la PUCP, 2016), 32. Los historiadores deben prestar atención a los movimientos que no captaron consenso.

28 Gabriel Di Meglio, 1816. La trama de la independencia (Buenos Aires: Planeta, 2016).

29 McFarlane, War and Independence in Spanish America, 360.

30 Citado en Carlos Contreras y Marcos Cueto, Historia del Perú contemporáneo (Lima: IEP, 2018), 42.

31 Flores Galindo, Aristocracia y plebe.

32 Pablo Ortemberg, Rituales de poder en Lima (1735-1828). De la monarquía a la república (Lima: Fondo Editorial de la PUCP, 2014), 248.

33 El generalmente lacónico William Miller culpaba a la indolencia: «Pero, desgraciadamente, los placeres de una capital llena de lujo habían adueñado de tal modo en el ánimo de los jefes y otros que, cuando se determinaba la marcha de algunos batallones, presentaban mil obstáculos y reclamos únicamente para entretener». William Miller, Memorias del General Guillermo Miller al servicio de la República del Perú traducidas al castellano por el General Torrijos, tomo I (Madrid: Librería General de Victoriano Suárez, 1910), 363.

34 Citado en Scarlett O’Phelan, «Campaña antipeninsular y exilio en la independencia del Perú. El testimonio de los viajeros», en Viajeros e independencia: la mirada del otro, ed. por Scarlett O’Phelan y Georges Lomné (Lima: Fondo Editorial del Congreso del Perú, 2017), 307. Consultar también Scarlett O’Phelan, El general don José de San Martín y su paso por el Perú (Lima: Fondo Editorial del Congreso del Perú, 2017); Carmen Mc Evoy, «De la comunidad retórica al Estado-Nación: Bernardo Monteagudo y los dilemas del republicanismo en “América del Sud” 1811-1822», en Convivencia y buen gobierno. Nación, nacionalismo y democracia en América Latina, ed. por José Nun y Alejandro Grimson (Buenos Aires: Edhasa, 2006), 306-330.

35 Scarlett O’Phelan, «Sucre en el Perú: Entre Riva Agüero y Torre Tagle», en La independencia del Perú. De los Borbones a Bolívar, ed. por Scarlett O’Phelan (Lima: Instituto Riva-Agüero y Fondo Editorial de la PUCP, 2001); Pablo Ortemberg, «La entrada de José de San Martín en Lima y la proclamación del 28 de julio: la negociación simbólica de la transición», Histórica 33, n.° 2 (2009): 65-108.

36 Carta de Canterac al virrey La Serna, citada en McFarlane, War and Independence in Spanish America, 381.

37 Sobre epidemias y salud, ver Susy Sánchez Rodríguez, «Clima, hambre y enfermedad en Lima», en O’Phelan, La independencia del Perú, esp. 249-253; José Manuel Valdés, Memorias sobre las enfermedades epidémicas que se padecieron en Lima el año de 1821 estando sitiada por el Ejército Libertador (Lima: Imprenta de la Libertad, 1827).

38 McFarlane, War and Independence in Spanish America, 392-394.

39 Sobre los realistas, ver Cecilia Méndez, La república plebeya. Huanta y la formación del Estado peruano 1820-1850 (Lima: IEP, 2014).

40 Sobre los distintos términos, Dunbar Temple, ed., Colección documental de la independencia del Perú, «La acción patriótica del pueblo en la emancipación. Guerrillas y montoneras», vol. 1. Sobre mujeres y conflicto armado, consultar los ensayos contenidos en Claudia Rosas, Mujeres de armas tomar. La participación femenina en las guerras del Perú republicano (Lima: Ministerio de Defensa, 2021). En cuanto a los montoneros, ver Flores Galindo, Buscando un inca; Peter Guardino, «Las guerrillas y la independencia peruana: un ensayo de interpretación», Pasado y Presente 2-3 (1989): 101-117; Christine Hünefeldt, «Cimarrones, bandoleros y milicianos: 1821», Histórica 3, n.° 2 (1979): 71-88; Raúl Rivera Serna, Los guerrilleros del centro en la emancipación peruana (Lima: P. L. Villanueva, 1958); Gustavo Vergara, Montoneros y guerrillas en la etapa de la emancipacion del Perú (1820-1825) (Lima: Editorial Salesiana, 1974). Para una reciente reconsideración del tema, consultar Silvia Escanilla Huerta, «La quiebra del orden establecido: movilización social, inestabilidad política y guerra en la costa central del Virreinato del Perú, 1816-1822» (tesis de maestría, Universidad de San Andrés, 2014); para leer un resumen bibliográfico, Carlos Aguirre y Charles Walker, eds., «Nota a la segunda edición», en Bandoleros, abigeos y montoneros. Criminalidad y violencia en el Perú, siglos XVIII-XX (Lima: La Siniestra Ensayos, 2019), 11-20. Víctor Espinal Enciso, «Guerra y guerrillas en los Andes Central. Perú 1820-1824» (tesis de bachillerato, UNMSM, 2020).

41 Dunbar Temple, ed., Colección documental de la independencia del Perú, «La acción patriótica del pueblo en la emancipación. Guerrillas y montoneras», vol. 1, xxiv.

42 Timothy E. Anna, La caída del gobierno español en el Perú. El dilema de la independencia (Lima: IEP, 2003), 215.

43 Sobre las cantidades de combatientes, ver Natalia Sobrevilla Perea, The Caudillo of the Andes. Andrés de Santa Cruz (Cambridge: Cambridge University, 2011), 81-83; Méndez, La república plebeya; Nelson Pereyra Chávez, «La Batalla de Ayacucho: cultura guerrera y memoria de un hecho histórico», en El Perú en revolución, ed. por Chust y Rosas, 313-337.

44 Pereyra Chávez, «La batalla de Ayacucho»; David Quichua Chaico, Derrotados beneficiados: sectores realistas de Huamanga en la Independencia del Perú (Ayacucho: Fondo Editorial de la UNSCH, 2021).

45 Desarrollo estos puntos en «“Más de una alternativa”: Flores Galindo y la independencia», en Alberto Flores Galindo. Utopía, historia y revolución, ed. por Carlos Aguirre y Charles Walker (Lima: La Siniestra, 2020).

46 Chust y Rosas plantean bien este argumento en su introducción, especialmente, respecto al liberalismo y el «momento de Cádiz». Sin embargo, no concuerdo con su halagüeña descripción de la historiografía peruana reciente. Manuel Chust y Claudia Rosas, «Una independencia sin adjetivos, un proceso histórico de guerra y revolución», en El Perú en revolución, ed. por Chust y Rosas, 10-15. Sobre liberalismo radical, ver Florencia E. Mallon, Peasant and Nation. The Making of Postcolonial Mexico and Peru (Berkeley y Los Ángeles: University of California Press, 1995).

47 Luis Alberto Rosado Loarte emplea los términos «desencanto» e «indignación» con la acción despótica y el aprovechamiento personal entre líderes rebeldes, al describir a Huacho a inicios de la década de 1820. Luis Alberto Rosado Loarte, «Infieles al rey: el pueblo de San Bartolomé de Huacho durante el proceso de Independencia, 1812-1822», en Narra la independencia desde tu pueblo. Huacho, Arequipa, Tarapacá, ed. por Luis Alberto Rosado, Guido W. Riveros y Paulo Lanas (Lima: IEP, 2017).

48 Dunbar Temple, ed. Colección documental de la independencia del Perú, «La acción patriótica del pueblo en la emancipación. Guerrillas y montoneras», vol. 1, xxxi.

49 Pascal Riviale, «Los informes oficiales de la Marina Francesa sobre el Perú en el momento de la Independencia», en Viajeros e independencia, ed. por O’Phelan y Lomné, cita de Alphonse de Moges.

50 Sobre la invocación de los incas, ver Flores Galindo, Buscando un inca; Bazán, «El impacto de los panfletos»; Fabio Wasserman, Juan José Castelli. De súbdito de la corona a líder revolucionario (Buenos Aires: Edhasa, 2011), 187-203.

51 En palabras de Jorge Basadre: «Al caudillaje de Bolívar que ansía crear una paz jerárquica y la Federación de los Andes, reemplazan y vencen en nombre de un nacionalismo limitado, caudillajes menores». Jorge Basadre, Perú: problema y posibilidad (Lima: F. y E. Rosay, 1931), 20.

52 Basadre, Perú: problema y posibilidad, 53. «A través de los años y no obstante las incongruencias de la vida política cabe notar el perenne choque entre dos ideas: la idea del gobierno fuerte y la idea de la libertad defendida la una por los autoritaristas, defendida la otra por los liberales».

53 Peter F. Klarén, Nación y sociedad en la historia del Perú (Lima: IEP, 2004), 175-181; Walker, De Túpac Amaru a Gamarra.

54 Luis Miguel Glave, La república instalada. Formación nacional y prensa en el Cuzco 1825-1939 (Lima: IEP, 2004); Cecilia Méndez, Incas sí, indios no. Apuntes para el estudio del nacionalismo criollo en el Perú (Lima: IEP, 1993); Daniel Morán, Batallas por la legitimidad. La prensa de Lima y de Buenos Aires durante las guerras de independencia (Lima: Universidad de Ciencias y Humanidades, 2013); Charles Walker, «“La orgía periodística”: prensa y cultura política en el Cuzco durante la joven república», Revista de Indias 61, n.° 221 (2001): 7-26; Claudia Huerta, «La palabra impresa durante la guerra de Independencia peruana», en España en Perú (1796-1824), ed. por Víctor Peralta y Dionisio de Haro, 111-136.

55 Paul Gootenberg, Between Silver and Guano. Commercial Policy and the State in Postindependence Peru (Princeton: Princeton University Press, 1989), 101; y Paul Gootenberg, «Paying for Caudillos: The Politics of Emergency Finance in Peru, 1820-1845», en Liberals, Politics & Power: State Formation in Nineteenth-Century Latin America, ed. por Vincent Peloso y Barbara Tenenbaum (Atenas: University of Georgia Press, 1966), cubren este punto de manera excelente.

56 Jeffrey Klaiber, La iglesia en el Perú. Su historia social desde la Independencia (Lima: Fondo Editorial de la PUCP, 1988), 35. Consultar también Gabriella Chiaramonti, Ciudadanía y representación en el Perú (1808-1860). Los itinerarios de la soberanía (Lima: Fondo Editorial de la UNMSM, SEPS y ONPE, 2005), 85.

57 Citado en Joëlle Chassin, «Opinión Pública 1750-1850», en Las voces de la modernidad: Perú, 1750-1870, ed. por Cristóbal Aljovín de Losada y Marcel Velásquez Castro (Lima: Fondo Editorial del Congreso del Perú, 2017), 311-312.

58 Carlos Aguirre, Agentes de su propia libertad. Los esclavos de Lima y la desintegración de la esclavitud 1821-1854 (Lima: Fondo Editorial de la PUCP, 1993); Peter Blanchard, Slavery and Abolition in Early Republican Peru (Wilmington: Scholarly Resources, 1992).

59 Carlos Aguirre, Breve historia de la esclavitud en el Perú. Una herida que no deja de sangrar (Lima: Fondo Editorial del Congreso del Perú, 2005), 165-168, 167.

60 Basadre, Perú: problema y posibilidad, 21. Casi medio siglo después, Basadre rectifó muchos de los argumentos del libro, pero «jamás» este sobre las supervivencias coloniales.

61 Cristina Mazzeo, «El comercio colonial a la largo del siglo XVIII y su transformación frente a las coyunturas del cambio», en Compendio de historia económica del Perú, tomo III, Economía del periodo Colonial Tardío, ed. por Carlos Contreras (Lima: BCRP e IEP, 2020). Para conocer una historia personal de este proceso, consultar Ulrich Mücke, The Diary of Heinrich Witt (Leiden y Boston: Brill, 2015), especialmente el volumen 1, 77-84. Sobre la carencia de inversiones de capital, consultar Tulio Halperin Donghi, Historia contemporánea de América Latina (Madrid: Alianza Editorial, 1969), cap. 3.

62 Méndez, Incas sí, indios no; Charles Walker, «El general y su héroe: Juan Velasco Alvarado y la reinvención de Túpac Amaru II», en La revolución peculiar. Repensando el gobierno militar de Velasco, ed. por Carlos Aguirre y Paulo Drinot (Lima: IEP, 2018), 71-103. Consultar también Colectivo por el Bicentenario de la Revolución del Cusco, El Cusco insurrecto, para conocer reflexiones sobre cómo ha sido omitida la revolución del Cusco. Para un fascinante relato sobre la creación de nuevos símbolos y emblemas, consultar Natalia Majluf, «Los fabricantes de emblemas. Los símbolos nacionales en la transición republicana. Perú, 1820-1825», en Visión y símbolos. Del virreinato criollo a la república peruana, ed. por Ramón Mujica (Lima: BCRP, 2006).

63 Chiaramonti, Ciudadanía y representación, 276-341; para conocer porcentajes, consultar Cristóbal Aljovín de Losada, «Sufragio y participación política: Perú, 1808-1896», en Historia de las elecciones en el Perú. Estudios sobre el gobierno representativo, ed. por Cristóbal Aljovín de Losada y Sinesio López (Lima: IEP, 2005), 50-51.

64 Flora Tristán, Ensayos escogidos (Lima: Peisa, 1974), 58.

65 Jürgen Osterhammel, The Transformation of the World. A Global History of the Nineteenth Century (Princeton: Princeton University Press, 2014), 914-915.

66 Majluf, «Los fabricantes de emblemas».

67 Klarén, Nación y sociedad en la historia del Perú, 186. Consultar también Cristina Mazzeo, «Pagando por la Guerra: comercio y finanzas: entre la Independencia y la Guerra de la Confederación», en Tiempo de Guerra. Estado, nación y conflicto armado en el Perú, siglos XVII-XIX, ed. por Carmen Mc Evoy y Alejandro Rabinovich (Lima: IEP, 2018).

68 John Tutino, «The Americas in the Rise of Industrial Capitalism», en New Countries. Capitalism, Revolutions, and Nations in the Americas, 1750-1870, ed. por John Tutino (Durham: Duke University Press, 2017), 48. Para conocer diferentes perspectivas, ver Carlos Contreras, «Menos plata pero más papas: consecuencias económicas de la independencia del Perú», en La independencia del Perú. ¿Concedida, conseguida, concebida?, ed. por Carlos Contreras y Luis Miguel Glave (Lima: IEP, 2016), 452-482; José Deustua, La minería peruana y la iniciación de la república, 1820-1840 (Lima: IEP, 1986).

69 Contreras, «Menos plata pero más papas». Consultar también Nils Jacobsen, «Ciclos cambiantes de materias primas, internacionalización limitada y productividad restringida: la economía del sur peruano, 1821-1932», en Historia económica del sur peruano. Lanas, minas y aguardiente en el espacio regional, ed. por Martín Monsalve Zanatti (Lima: BCRP e IEP, 2019), 127-197; Magdalena Chocano, «Población, producción agraria y mercado interno, 1700-1824», en Compendio de historia económica del Perú, tomo III, Economía del Periodo Colonial Tardío, ed. por Contreras, 19-101. Para datos y argumentos importantes, Bruno Seminario, El desarrollo de la economía peruana en la era moderna. Precios, población, demanda y producción desde 1700 (Lima: Universidad del Pacífico, 2015).

70 Klarén, Nación y sociedad en la historia del Perú, 181-185; Sarah C. Chambers, From Subjects to Citizens. Honor, Gender, and Politics in Arequipa, Peru, 1780–1854 (University Park: Pennsylvania State University Press, 1999); Martín Monsalve, «Industria y mercado interno, 1821-1930», en Compendio de historia económica, tomo IV, Economía de la primera centuria independiente, ed. por Contreras, 239-301.

71 Gootenberg, Between Silver and Guano; Heraclio Bonilla, Gran Bretaña y el Perú. Informes de los cónsules británicos: 1826-1919 (Lima: IEP, 1975); Jaime Urrutia F., «La feria de Vilque: Entre Mulas, lanas y timba», Historia y Cultura 30 (2019): 135-162.

72 Dante Herrera Alarcón, «Las rebeliones durante el primer gobierno del Mariscal Gamarra», Revista Histórica 23 (1957-58): 246-277.

73 Sobrevilla Perea, The Caudillo, 155.

74 Méndez, Incas sí; Walker, «La orgía periodística».

75 Sobrevilla Perea, The Caudillo of the Andes.

76 La prensa durante este periodo fue brutalmente belicosa. Por ejemplo, Nueva historia natural de la tiranía en el Perú, panfleto de ocho páginas publicado en 1834, llamaba a Gamarra «indio cuadrúpedo y animal», y a su esposa, «una hiena tan feroz que no puede ser domesticada»; mientras que sus dos principales seguidores eran calificados como «cochino» y «elefante». Nueva historia natural de la tiranía en el Perú, Cusco, 1834.

77 Walker, De Túpac Amaru a Gamarra, 273.

78 Estudios innovadores sobre caudillos y la república temprana incluyen María Isabel Remy, «La sociedad local al inicio de la República. Cusco: 1824-1850», Revista Andina 6, n.° 2 (1988): 451-484 (con valiosos comentarios de importantes investigadores); Cristóbal Aljovín de Losada, Caudillo y constituciones: Perú 1821-1845 (Lima: Fondo Editorial de la PUCP, Instituto Riva-Agüero y FCE, 2000); Julio Pinto Vallejos, Caudillos y Plebeyos. La construcción social del Estado en América del Sur (Argentina, Perú, Chile) 1830-1860 (Santiago: LOM, 2019); Méndez, La república plebeya; Núria Sala i Vila, Y se armó el tole tole. Tributo indígena y movimientos sociales en el virreinato del Perú, 1784-1814 (Lima: IER José María Arguedas, 1996); Sobrevilla Perea, The Caudillo of the Andes; Mark Thurner, From Two Republics to One Divided. Contradictions of Postcolonial Nation making in Andean Peru (Durham, Duke University Press, 1996). Para una excelente síntesis del periodo, ver Brooke Larson, Indígenas, élites y Estado en la formación de las Repúblicas Andinas (Lima: Fondo Editorial de la PUCP e IEP, 2002).

79 Gootenberg, «Paying for Caudillos»; Walker, De Túpac Amaru a Gamarra, 234-239.

80 Gootenberg, «Population and Ethnicity in Early Republic Peru: Some Revisions», Latin American Research Review 26, n.° 3 (1991): 109-157; Adrian Pearce, «Reindigenzation and Native Languages in Peru’s Long Nineteenth Century (1795-1940)», en History and Language in the Andes, ed. por Paul Heggarty y Adrian Pearce (Nueva York: Palgrave Macmillan, 2011), 135-165; Tristan Platt, Estado boliviano y ayllu andino. Tierra y tributo en el norte de Potosí (Lima: IEP, 1982). Sobre la problemática creación del sistema legal, ver Pablo Whipple, La gente decente de Lima y su resistencia al orden republicano (Lima: IEP, 2013).

81 G. Antonio Espinoza, Education and the State in Modern Peru. Primary Schooling in Lima, 1821-c. 1921 (Nueva York: Palgrave Macmillan, 2013), 27. Consultar el informe elaborado por el prefecto de Ayacucho, Domingo Tristán, desde 1829 sobre la dificultad para abrir y mantener escuelas; Tristán, «Noticia posible del estado en que se halla la instrucción primaria y científica en el departamento de Ayacucho». Agradezco a Antonio Espinoza por compartir este documento.

82 Halperin, Historia contemporánea de América Latina; para conocer un vívido testimonio sobre el carácter nacional (es decir, no solo referido a Lima) de las ideas políticas, consultar Félix Denegri Luna, ed., José María Blanco. Diario del viaje del Presidente Orbegoso al sur del Perú (Lima: Fondo Editorial de la PUCP e Instituto Riva-Agüero, 1974).

83 Flores Galindo, Aristocracia y plebe; Ramón Joffré, «Urbe y orden. Evidencias del reformismo borbónico en el tejido limeño», en El Perú en el siglo XVIII. La era borbónica, ed. por Scarlett O’Phelan (Lima: Instituto Riva-Agüero y Fondo Editorial de la PUCP, 1999); Carlos Aguirre y Charles Walker, Lima Reader. History, Culture, Politics (Durham: Duke University Press, 2017).

84 Alfonso Quiroz, Historia de la corrupción en el Perú (Lima: IEP, 2013).