Jobito
La recepcionista tiene piel blanca y pecas color canela que hacen juego con sus ojos verdes, sus pestañas grandes y sus labios pequeños. Es de sonrisa pícara y palabra fácil. “Hay muchas cosas lindas en la ciudad, no deje de darse una vuelta por el centro, no es porque yo sea de aquí, pero es el más bonito de México. Si necesita información de tours tenemos muchas opciones, mire —dice mientras me muestra un puño de folletos—: la mina del Edén, el cerro de la Bufa, paseo en teleférico, museos, tenemos muchos museos. Fresnillo y Jerez no quedan lejos, allí también hay cosas que ver. Bueno, lo dejo en paz, no quiero enfadarlo —baja la mirada y se sonroja un poco—. Esta es la llave de su habitación, espero disfrute su estancia con nosotros”. No es especialmente bonita, pero es nueva; después de algunos años de casado, lo nuevo siempre supera a lo bello. Me recargo sobre el mostrador, pongo mi mejor cara, me esfuerzo por parecer encantador y no lo hago mal, logro hacerla reír. Sé que no es difícil hacer reír a una chica de pueblo, pero igual me viene bien. “Y por qué no me llevas tú a conocer la ciudad, me sentiría más seguro con una experta a mi lado”, digo para rematar la faena. Me mira fijo, retadora, buscando algo en mi mirada. “Quizá mañana, quizá a las ocho —dice sonriendo y levantando el teléfono que suena en su escritorio—. Mesón de Jobito, buenas tardes…”
Salgo de recepción con una sonrisa de triunfo que se amarga con una llamada de mi mujer. No respondo porque quiero seguir disfrutando esta sensación de gustarle a alguien con quien no tengo que despertar todos los días. “En reunión. Te marco más tarde”, le escribo. Camino por los corredores del mesón, es tan grande y antiguo que parece una villa medieval. Google dice que existe desde el siglo XVII, que primero fue una posada, lugar de paso para aventureros, comerciantes y gambusinos; que luego cuartel durante la Revolución; que después una vecindad, hogar de mineros, y ahora un hotel cinco estrellas. Es un lugar hermoso y caro, me pareció raro que me hospedaran ahí, la empresa no acostumbra gastar y menos en sus empleados, pero a caballo regalado… Mi habitación es de dos pisos pequeños. Abajo con espacio apenas suficiente para un sillón, una mesa de estar y las escaleras. Arriba una cama matrimonial, un ropero de madera grande, de los antiguos, y un televisor. Dejo la maleta sin deshacer sobre la cama, saco mi iPad y salgo a buscar un lugar donde tomar un café y revisar los pdf que necesitaré para la auditoría que haré mañana. La reunión es en la ciudad de Sombrerete, pero quedé con Carlitos Pedraza, subdirector regional, encontrarnos aquí para irnos juntos hasta ese lugar perdido de Dios. La visita es mero trámite, desde que revisé los documentos me percaté de que algo no andaba bien, el fraude es obvio, así que mañana llegaré a la sucursal, cotejaré mis documentos con los de ellos, mostraré las inconsistencias y Relaciones Laborales se encargará del gerente, que tiene el despido seguro, si no es que hasta la cárcel. Si todo sale bien, estaré de regreso por la tarde, con tiempo suficiente para darme un baño y quizá salir con la recepcionista. No es que vaya a pasar algo, no quiero engañar a mi mujer ni nada parecido, pero esa sensación de gustarle a alguien nuevo, las miradas sugerentes, los humores que se respiran por primera vez, los roces accidentales, el ansia previa a la posibilidad de un primer beso. Un placebo para las ganas, nada más.
Tengo claro todos los pormenores de la auditoria, aún así siento en la panza angustia por revisar nuevamente los documentos, un poco para matar el tiempo, pero más para calmar mis obsesiones. Soy de los tipos que, al minuto de enviar un correo electrónico, siente un terror irracional ante la mera posibilidad de haber hecho algo mal, así que debo regresar a revisar si sí se envió, si se envió a la persona correcta o si se adjuntó el archivo que debía y no otro. Esa es otra razón por la que no engaño a mi mujer, tan sólo pensar en que podría enterarse me provoca gastritis. Diría que es la conciencia, pero a mi edad no puedo engañarme, la verdad es que siempre tengo más miedo que ganas. Me bastan dos tazas de café para terminar de revisar por enésima vez los documentos. Miro el reloj, son apenas las seis de la tarde, hay tiempo de sobra para dar una vuelta por el centro y buscar un buen lugar para cenar. Camino entre edificios coloniales, de cantera rosa y calles de piedra, sin postes ni cables a la vista ni anuncios luminosos, los locales se distinguen con letreros pintados con letras negras sobre las fachadas o las puertas. La ciudad es bonita y limpia. Me detengo al pasar por la plazuela Goitia, donde un gentío mira el acto de unos payasitos callejeros. Me siento en un escalón para observar. Me divierten sus rutinas blancas y sus chistes tontos. Observo las caras felices de los pequeños, escucho las carcajadas de los grandes y me siento tranquilo, como cuando era niño y la vida sabía a dulce de leche. Los payasitos terminan, agradecen, se despiden y pasan alrededor de la gente pidiendo monedas. La muchedumbre se dispersa. La mayoría no coopera. Comienza a soplar un viento frío. Sigo caminando, con las manos en los bolsillos, para entrar en calor. La calle que elijo para seguir termina en otra plazuela, Guadalajarita. Hay un puesto callejero sitiado por decenas de personas. Me acerco a mirar. “Las flautas de Toñita, las mejores del mundo, joven”, dice un hombre panzón, de sombrero y bigote cano, que me aborda por detrás y me da una palmada en la espalda. Espero por un largo rato mi turno, pero vale la pena, pido primero dos, luego otras dos, después tres más, pruebo todas, pero las mejores son las de carne deshebrada. “¿No le dije, joven? —dice el hombre del sombrero, riendo y sobándose la panza—, permítame invitarle un trago, pa’ que no le agarre la pesadez, aquí cerca, no se asuste, aquí todos somos amigos”. El tipo se llama Anselmo. “Don Anselmo, porque ya soy grande y me he ganado cierto respeto, pero usted dígame como quiera, desde ya me cae bien, verá que seremos buenos amigos”. Me lleva a Las Quince Letras. “La cantina más vieja de México, más de 100 años sirviendo tragos a zacatecanos y gente que nos visita”. Puertas de madera abatibles, como las cantinas del viejo oeste, sillas de herrería, mesas redondas de madera y paredes tapizadas con dibujos, grabados y adornitos. “Esta es una ciudad de artistas, joven, tenemos muchos museos y muchos artistas”. Pregunto por qué el nombre del lugar, don Anselmo se dirige al cantinero, le guiña un ojo y repite mi pregunta. “Estos jóvenes —responde el cantinero alzando las cejas—, cuente las letras, muchacho, cuéntelas, verá que no hay misterio”. Don Anselmo se carcajea y me da un par de palmadas en la espalda. “Los jóvenes siempre preguntan lo mismo, el interne’ les está haciendo daño, ya no se esfuerzan como hacíamos antes. En mis tiempos todo era esfuerzo, pensar, mucho pensar —dice golpeándose la sien con su dedo rechoncho—, ¿nos equivocábamos? ¡Claro que nos equivocábamos! ¿Quién no se equivoca? Somos humanos, pero siempre nos esforzábamos por enmendar nuestros errores y no cometerlos de nuevo. Eso es lo que debe hacer un hombre hecho y derecho”. Don Anselmo, como todos los tipos de su edad, tiene hambre de ser escuchado, me cuenta su vida: 62 años cumplidos, un matrimonio de 44, cinco hijos, todos estudiados, “el que menos, sacó la prepa”, 26 años trabajando en el mismo lugar, “empecé desde abajo, y fui creciendo, no es que sea el papá de los pollitos ni nada parecido, pero me he ganado dos que tres ascensos a puro trabajar, aunque, si le soy honesto, joven, mi mayor satisfacción es que nunca ha faltado nada en mi casa, nunca he dejado de cumplirle a mi familia, siempre he dado el mejor ejemplo que he podido y, modestamente, me he ganado el respeto de mi señora y la admiración de mis hijos. Y eso, joven, es lo más valioso que un hombre puede llegar a tener”. Él sigue contándome su vida, sonriente y henchido de orgullo, yo no puedo dejar de arrugar la nariz, hastiado de su fuerte y molesto olor a naftalina.
Las horas y los mezcales se acumulan. Don Anselmo sigue hablando de los viejos tiempos y de lo que tendríamos que aprender los jóvenes. Finjo escuchar, pero mi atención está en las otras mesas, en los rostros de la gente, en sus risas, en el tintineo de los vasos, en las miradas perdidas, lascivas, felices, cansadas, en los gritos, en los silencios. Me detengo en un grupo norteño que toca, junto a la barra, para un hombre de mirada vidriosa, barba descuidada, texana negra, camisa garigoleada, pecho abierto, cadenas doradas, jeans azules y botas vaqueras rojas. Un old fashion en una mano y una botella de Buchanan’s Red Seal en la otra. “No mire, joven, no es bueno husmear en los dolores de un borracho y menos de ese en particular”, murmura don Anselmo. La advertencia llega tarde. “Qué me ves, pendejo”, dice el buchón volteando hacia mí. Los mezcales me evalentonan y le miento la madre. “No la amuele, joven, mejor vámonos, ande, hágame caso”, suplica don Anselmo. El buchón se pone de pie, tambaleándose, saca una pistola, pero no le da para apuntar. Unos tipos se acercan. “Con quién es el tiro, patrón. Nomás diga y le damos piso”. Gritos, vasos cayendo, parroquianos tirándose al suelo o empujándose para salir del lugar. En la confusión, don Anselmo me jala del brazo y me saca de la cantina. Me lleva por callejones oscuros y me deja justo en la entrada del mesón. “Ay, joven, con esa gente no hay que meterse, ese hombre está, cómo le dijera, muy pesado; lo bueno es que usted andaba conmigo, yo soy su amigo. ¿No le decía yo que los amigos se cuidan?” Apenas sonríe, inclina ligeramente su sombrero y se marcha.
Apresuro el camino hacia mi habitación y pongo doble llave. Del susto ya ni me acuerdo de la borrachera. Me tiemblan las piernas y siento un agujero frío en la panza. Me llegan las ansias por irme. Trato de calmarme, respiro hondo, trato de ordenar mi cabeza. Mañana temprano Carlitos Pedraza me va sacar todo el día de la ciudad y, nomás regresando, agarro carretera rumbo a Guadalajara. Quizás el buchón no recuerde qué pasó, pero no me la voy a jugar. Saco la anforita que siempre cargo en la maleta para emergencias y le doy un trago largo. Me recuesto sin quitarme la ropa, le escribo un mensaje a mi mujer. “Todo bien, amor, mucho trabajo, por eso no te pude contestar, pero mañana te llamo”. Me quedo dormido un rato, pero cuando despierto todo sigue oscuro y en silencio. Abro los ojos y veo cuatro figuras borrosas alrededor de mi cama. Se me va la sangre a los pies. Me tallo los ojos para aclarar la vista y veo clarito a dos niños y dos sombras más altas. Los cuatro están inclinados hacía mí, mirándome. Los niños son rubios, pecosos, ella con vestido rosa y mandil blanco, él camisa roja a cuadros. Su mirada no es amenazante, no hay maldad ni… no sé cómo explicarlo, pero ya no siento miedo. Nos quedamos quietos un buen rato. Ellos me miran con pesar. Yo, con curiosidad. Después de unos minutos, los niños y las sombras más altas se enderezan, poco a poco se alejan de la cama, como flotando, se colocan alrededor del ropero y desaparecen. Fue como si el ropero los hubiera chupado. No pude dormir el resto de la noche. Para cuando amaneció ya me había convencido de que todo había sido un sueño. Tomé una ducha y bajé en busca de un café. En los pasillos me cruzo con la recepcionista, le pregunto, en son de broma, si los fantasmas están incluidos en la cuenta o se cobraban aparte. “Ay, ¿se te aparecieron?, ¿qué fue?, ¿los niños te tocaron a la puerta o se te apareció la familia? —preguntó sin mayor sorpresa—, la familia es peor, son fantasmas tristes”. Le conté todo. “Fue la familia de Jobito, ¿conoces la historia? Jobito era un indio que se enamoró de la hija de un español acomodado. Aprovechando que el padre había salido de viaje, se casaron en secreto y tuvieron cuates, una niña y un niño que salieron rubios como ella. Pero cuando el padre regresó le dijo a Jobito que no les daría su bendición hasta que tuviera una fortuna digna de su hija. Jobito se fue a las minas, trabajó duro durante años, encontró un filón de oro, lo suficientemente grande para no tener que trabajar el resto de su vida. Regresó a la ciudad en busca de su familia, sólo para enterarse que, apenas había salido en busca de fortuna, su suegro se los había llevado a todos de regreso a España. Jobito compró este lugar y pasó todos los días sentado en la puerta esperando el regreso de su mujer y sus hijos. Por eso tenemos la estatua de Jobito aquí, mira, ahí mismo es donde se sentaba a esperar. Pobre Jobito, no los volvió a ver en vida. Ay, que pena que te haya tocado, pero en estos lugares tan viejos, suceden cosas así, ¿no? Ya, dejemos eso, mira —dice mostrándome su brazo—, nomás de pensar en eso se me enchina la piel. Recuerda, te espero hoy a las 8”, sonríe coqueta y sigue su camino sin esperar respuesta.
Carlitos Pedraza llega al mesón a las 7:15 como acordamos. Me lleva a desayunar a las gorditas de doña Julia, pensé que era un lugar especial hasta que descubrí que son como Oxxos, hay uno en cada esquina de la ciudad. Él no comió. “La gastritis, el estrés, tengo los nervios de punta con tanto trabajo, ¿sí sabes? Tengo que cuidarme, mi señora dice que debo cuidarme, carnes blancas y verduras nada más”, dijo sobándose la panza. Le conté mi experiencia paranormal. Me miró de forma extraña y se mordió los labios. “¿Qué pasa?”. “No, nada, nada, sólo es que… no, nada, olvídalo”. “¿Cómo olvídalo? ¿De qué se trata?” “No es nada, de verdad, es sólo que recordé una historia que cuentan en la familia de mi señora, yo no soy de aquí, soy de Guadalajara, como tú, pero mi señora sí, de toda la vida, el caso es que una tía de la familia estuvo en el mesón y contó que vio a la misma familia que dices, sólo que cuando ella despertó la estaban midiendo, ya sabes, como funerarios”. “¿Y qué pasó?”. “Bueno, yo no creo en esas cosas, son leyendas, el caso es que la tía murió a los pocos días. Historias de pueblo, nada de qué alarmarse, por eso te decía que era mejor olvidarlo”. Era evidente que hablar de fantasmas le incomodaba, comenzó a platicar de menonitas, hay varias comunidades en la zona. Se refería a ellos como si fueran extraterrestres o fenómenos de circo. “No son cristianos como nosotros, tienen una religión extraña, todos son rubios o pelirrojos y se visten igual. Eso sí, son muy trabajadores y muy disciplinados, como soldaditos. De regreso podemos pasar a comprarles quesos, si quieres verlos, son una cosa sorprendente”, dijo.
Carlitos Pedraza conduce respetando escrupulosamente los límites de velocidad; situación que se vuelve exasperante cuando tenemos que cruzar un camino desértico, recto casi todo el tiempo. Pregunta por la auditoría. Está nervioso, pálido, suda. “Nunca me había pasado algo así… una investigación en mi región, Dios bendito, sólo auditan cuando saben que algo anda mal… pero te juro que la sucursal de Sombrerete es de las mejores, el gerente es un hombre respetable, tiene toda la vida trabajando para la empresa. No creo que él… además, no puede quedarse sin empleo, tiene familia, seguro es un error, ¿habrá forma de hacer algo por él?… es decir, si algo sale mal… ahora, si algo anda mal yo no podía saberlo, es decir, sus resultados son buenos, nunca he tenido una queja… ¿hay algo mal?”. Si se tratara de otra persona, sospecharía, pero es Carlitos Pedraza, famoso por tener corazón de pollo y muy pocos güevos. Su preocupación es genuina, sobre todo la que siente por él mismo. Es de los subdirectores que dicen sí a todo lo que ordene la empresa y siempre quiere estar en los primeros lugares en todos los indicadores. Sufre horrores si no está en el cuadro de honor.
Sombrerete está casi en la frontera con Durango, alrededor de dos horas de camino. Con Carlitos al volante hacemos tres con veinte minutos. Quiere llevarme a recorrer el lugar. “Es pequeño, pero es pueblo mágico, muy bonito, podemos comer algo antes de empezar”. No quiero perder más tiempo, así que insisto en ir directo a la sucursal. Estacionamos cerca del zócalo, caminamos una cuadra y entramos. Apenas al entrar me llegó un penetrante olor a naftalina. “Te presento a don Anselmo, nuestro gerente”, dijo, tartamudeando, Carlitos Pedraza. “Buenas tardes, joven”. Era el mismo tipo que había conocido ayer, sólo que ahora estaba vestido con un traje barato, viejo, pero impecablemente limpio. Por la sorpresa, no atiné más que a mencionar la lista de documentos que quería revisar. Me entregaron tres cajas llenas de legajos armados con broches Baco y me encerré en su despacho. Una hora fue suficiente para confirmar lo que ya sospechaba. Llamé a Anselmo y le pedí a Carlitos Pedraza que me dejara hablar a solas con él. “¿Cómo está, joven, todo bien?”. “Licenciado Villaseñor, nada de joven”. “Pero, hombre, somos amigos, acuérdese, no tenemos que ser tan parcos”. “Usted hace préstamos con dinero de la empresa, no los registra y, cuando el cliente paga, se queda con los intereses, negocio redondo, Anselmo, y también un fraude”. “Joven… licenciado, entiéndame, no quise hacerlo, en 20 años siempre he seguido las reglas a raja tabla, he sido trabajador, cumplido, el mejor de la región, pregunte y verá. Esto que pasó, fue por necesidad. Mi mujer enfermó, mi hijo menor necesitaba un empujón para entrar a la universidad, ¿cómo decirles que no tenía, que el hombre de la casa no podía cumplir con sus obligaciones? Se lo dije ayer, respeto y admiración es lo único que me he ganado en todos estos años de trabajo, no puedo renunciar a eso”. “No me vengas con esas cosas, hay alternativas que no implican cometer fraude”. “¿Cree que no lo intenté?, pedí un préstamo al sindicato, ¿sabe qué me dijeron después de dos décadas entregado a este trabajo? Que no, así sin mayores explicaciones, simplemente que mi préstamo no procedía”. “Pudiste pedir ayuda a tu subdirector”. “¿Qué? ¿A quién? ¿A Pedraza? Ese infeliz no tiene corazón, es una máquina de chupar bolas pa’rriba y joder pa’bajo. ¿Sabe, joven?, cuando lo nombraron nos reunió a todos y nos puso una película, esa donde Al Capone tiene a todos sus hombres, vestidos de smoking, sentados alrededor de una mesa. Capone da vueltas alrededor de ellos, con un bate de beisbol y les dice que, si una pieza de un equipo no funciona, el equipo no funciona, y termina dándole de batazos en la cabeza a uno que algo ha de haber hecho mal. Eso es mi subdirector, ¿cree que iba a buscar ayuda con él?”. “¿Ayer fuiste a buscarme, ¿cierto? Sabías que estaría en Zacatecas y me estuviste cazando”. “Fui a hacerme tu amigo, porque los amigos se ayudan, y yo necesito que seas mi amigo. Así como ayer que tú necesitaste un amigo y te ayudé, ¿recuerdas? Si te dejo en Las Quince Letras, te matan. No sabes con quién te metiste”. “¿Quién te dijo cómo encontrarme?”. “Tengo amigos, licenciado, los amigos se ayudan”. “Estás enfermo, a ver qué tan amigo te haces de los de Relaciones Laborales cuando vengan a despedirte”. “Licenciado, no me puede hacer esto, qué le voy a decir a mi mujer, a mis hijos, no pueden enterarse de esto. Yo le ayudé, licenciado, acuérdese, los amigos se ayudan”. “Debiste pensarlo antes”. “Joven, creo que no entiende —se le borró la sonrisa y me miró fijo a los ojos— no me va a hacer esto, no va a poder.” Salí de la oficina sin responder ni despedirme. Pedraza corrió detrás de mí.
Ya estábamos de nuevo en carretera cuando Carlitos Pedraza, que hasta entonces había permanecido en silencio, preguntó qué había sucedido, repetía que estaba preocupado por Anselmo. “Estaba irreconocible cuando salimos, ¿hizo algo malo? ¿Qué te dijo? ¿Qué pasó?, ¡por Dios!”. “Estuvo estafando a la empresa y tendrá que responder por eso… y, francamente, no creo que lo haya hecho solo. Si su superior no estaba enterado, cosa que dudo, significa que no está calificado para ocupar el puesto que tiene… creo que voy a revisar todas las sucursales de esta región”, dije nomás por decir, pero convencido de que Pedraza fue quien le dijo a Anselmo dónde encontrarme. Era el único que sabía.
El resto del viaje Carlitos Pedraza permaneció en silencio y con cara de pocos amigos. Me dejó en mi hotel pasadas las siete de la tarde. Antes de bajar, me sujetó del brazo, fuerte, y me dijo: “Trabajé mucho para llegar hasta aquí y un día voy a ser director nacional, es el objetivo que me puse desde que entré en la empresa y lo voy a cumplir, nada ni nadie me va a detener, ¿entiendes?” Aparté su mano de mi brazo y bajé del auto con un humor de los mil demonios, pero a la rabia siempre le sigue la aprensión. Me sentí solo y asustado. Me entraron unas ganas enormes de llamar a mi mujer para contarle lo que había pasado, ella siempre escucha y sabe qué decir para calmarme. Con la angustia entre la panza y la garganta camino hacia mi habitación y, al pasar por recepción, veo a la recepcionista sentada con las piernas cruzadas, arreglada y lista para salir. Se pone de pie al verme y sonríe. No lleva el uniforme de trabajo, se arregló como hacen las que quiere robar corazones: una blusa escotada, minifalda y alpargatas. Las pecas canela llegan hasta sus pechos que, debajo de la blusa, se dibujan pequeños pero firmes. Sus piernas son delgadas, torneadas, musculosas y tiene un talle de cintura diminuto. Está maquillada en exceso, pero con ese cuerpo puede hacer lo que quiera. Me abraza, apretándome hacía ella, y me besa entre labios y mejilla al saludar. Huele a promesas y a nuevo. Miro de reojo, en mi celular, el número de mi esposa, y luego le doy una barrida de cuerpo entero a la recepcionista. No hago la llamada. “Es sólo una cena, no es que vaya a pasar nada más”. Me toma del brazo y caminamos hacía el centro, pasamos por la plaza Goitia y los payasitos están ahí de nuevo, nos detenemos a verlos y reímos juntos. Esta vez sí les doy unas monedas. La recepcionista me mira y sonríe. “Allá arriba peleó Pancho Villa —dijo señalando el cerro de la Bufa—, la batalla más sangrienta de la Revolución, murió mucha gente… En ese museo de allá hay puras máscaras, de todo el mundo, miles de ellas… Y hay otro donde tenemos un sarcófago egipcio, te lo juro, no sé de dónde salió, pero lo tenemos aquí… También está la prisión, la vieja prisión quiero decir, también es un museo, pero más moderno. Perdón que te diga tanto, pero estoy estudiando turismo y hoy eres mi conejillo de Indias, ¿quieres serlo? —dijo mirándome con sus ojitos que parecían un par de puertas abiertas—. Ah, mira, en la mina tenemos una disco, para entrar te suben en un carrito de minero, de esos que corren por vías de tren, vamos, anda, nos vamos a divertir”. Caminamos hacia la disco en la mina, la tomo de la mano, no me suelta, hay una fila para entrar, ella se agarra de mi brazo, me mira y me da un beso en la mejilla. Su calor, su humor, la humedad de sus labios, la conquista, lo nuevo, todo hace sentirme vivo.
Un golpe secó en la espalda me hace caer. La recepcionista se lleva las manos a la cara para no mirar. Un tipo flaco, vestido de vaquerito, se me echa encima, tiene el rostro colorado y el puño caliente. Me pega dos buenos en la nariz. Lo empujo y cae. La recepcionista se le va encima, él la agarra de los dos brazos. “Te dije que si te veía con alguien lo mataba y te la voy a cumplir”, grita el flaco. “Ya te dije que no soy tuya ni de nadie, a mí no me asustas, cabrón, si quiero coger con éste o con quien sea es cosa mía”, replica ella mientras le tira arañazos en la cara. El flaco la agarra de los pelos, le pega un puñetazo y saca una pistola de detrás de su espalda. La gente se arremolina alrededor de nosotros, nos mira. En la muchedumbre veo a Anselmo, sonriente, acompañado del buchón de la noche anterior. Ambos me miran fijo. Me levanto y corro hacía el mesón. “No la vas a librar tan fácil, hijo de puta”, me grita el flaco. “No me dejes aquí, regresa, cobarde”, dice la recepcionista. Llego al mesón, ni siquiera voy a la habitación por mis maletas, sigo directo al estacionamiento, subo al auto y agarro carretera. A los pocos minutos de conducir un auto me avienta las luces altas, acelera, se acerca. Intento llamar a Pedroza, él es subdirector de la región, seguro conoce gente en la policía, llamo, pero no responde. “En qué me metí, tendría que estar ya en Guadalajara, con mi mujer y mi hijo, no en esto”. Piso el acelerador y comienzo a rezar: “Ángel de mi guarda, mi dulce compañía, no me desampares… Diosito, por favor, sácame de esta y te prometo que no se me vuelve a pasar ni por la cabeza engañar a mi mujer, sólo dame la oportunidad de estar con ella y con el niño de nuevo… Padre nuestro que estás en los cielos…”. Intento llamar a mi mujer, tengo ganas de escucharla, de decirle todo lo que la quiero. Tampoco responde. Intento nuevamente, pero la grabación que atiende me dice que el número no está disponible, ¿lo apagó? Quiero llamar nuevamente pero mi celular se queda sin señal.
En la carretera, hacia adelante, todo está oscuro, vacío, no hay ni un alma. Atrás, son más las luces que me siguen, tres o cuatro autos, están cerca, puedo escuchar el sonido de sus motores acelerando. Una Suburban negra, vidrios polarizados, me alcanza, se pone a mi lado. Delante, en la carretera se encienden unas luces, varios autos están cerrando el paso. Escucho tiros. Cierro los ojos y piso el acelerador. Pienso en mi mujer y mi hijo, luego, no sé por qué, en los dos niños que la noche anterior aparecieron en mi cuarto. Se veían tan tristes.