Nosotros nunca vamos a estar en la zona de abajo

Chato pateó la pelota recio y alto, no tiró a gol, quería volarla al patio de los pelones para brincarse el portón y mirar lo que había del otro lado. La casa estaba abandonada, la familia que vivía ahí se había marchado semanas atrás. No recuerdo a los padres, pero los tres hijos, los pelones, todos hombres, flacos de no comer y sucios de abandono, a veces jugaban con nosotros. El Chato se burlaba de sus camisas rotas, de su olor a mugre remojada, de cuando los raparon a todos porque se llenaron de piojos. Él los fastidiaba a la menor provocación; ellos bajaban la cabeza, se hacían chiquitos, no se defendían a pesar de que dos eran más grandes que nosotros; yo lo paraba porque veía que ellos no podían defenderse y porque ya la pasaban mal sin ayuda de nadie más. No sé por qué me hacía caso, aunque teníamos la misma edad, él era más grande y más aventado que yo. Siempre estaba metido en líos, casi todas travesuras de niño: quebrar de un balonazo el cristal de la ventana de la casa de doña Mary, la beata de la cuadra —nos dio clases de catecismo a casi todos los niños del barrio, dicen que vivió 104 años, habrá sido un castigo divino—; salir de su casa, descolgándose por la ventana, cuando estaba castigado; brincarse la barda de la escuela, hacerse la pinta, para jugar futbol en la cancha. Una vez se metió una semilla de sandía en la oreja y ya no la pudo sacar, yo lo vi, le dije que no lo hiciera, pero no me hizo caso. Semanas después lo llevaron de emergencia al doctor, un dolor de oído. El médico le sacó una plantita de la oreja, la semilla había crecido dentro y le estaba aplastando el tímpano. De aquella época, lo más grave que hizo fue una vez que fuimos al Gigante de Circunvalación. No era lejos, podríamos llegar caminando, pero preferíamos tomar la combi, la 604, que pasaba en la esquina de la cuadra y nos dejaba justo fuera de la tienda. Era 1987 y los niños de 10 años podíamos andar solos por la calle, caminábamos hasta la escuela, íbamos a la tienda, jugábamos metegol hasta que oscurecía, o chinchileguas o changai. Eran tiempos en que los robachicos eran villanos de historias para asustar a niños mal portados y las balaceras, los levantones y las ejecuciones no eran el pan nuestro de cada día. Los riesgos que corríamos eran por accidentes: caerse de un árbol, resbalarse en las escaleras, quemarse con la estufa y cosas así. A mí una vez me aventó un coche cruzando Belisario Domínguez a la altura de Sierra Madre, venía del mercado, de regreso a casa. Una señora que iba pasando me levantó de la acera, me revisó, me compró un bolillo pa’l susto y me llevó hasta con mi mamá. La cosa no pasó de unos cuantos puntos en la barbilla y dos que tres moretones. El caso es que ese día que fuimos a Gigante, mi mamá me había mandado a comprar la despensa, metí todo en un carrito, llegamos a la caja, pagué, cuando salimos un guardia nos detuvo, nos revisó y encontró que el Chato llevaba dos casetes escondidos en su pantalón, Bad, de Michael Jackson y Niño sin amor, del Tri. Me asusté, me detuvieron junto con él a pesar de que yo —casi llorando— les decía que no llevaba nada y que ni cuenta me di cuando agarró los casetes. Ofrecí pagar lo robado para que nos dejaran ir, pero eran otros tiempos. No avisaron a la policía, hicieron algo peor: llamaron a su mamá. La señora llegó colorada de coraje, no dijo nada en todo el camino. Yo me declaré inocente delante de mis padres y me creyeron, mi reputación me avalaba. A Chato lo castigaron dos semanas sin salir a la calle, pero al segundo día ya estaba descolgándose por la ventana de su cuarto para irnos a jugar futbol.

La cancha estaba a cuatro cuadras de la nuestra. Era un campo de tierra, con medidas reglamentarias. Todas las tardes se armaba la reta, equipos de once jugadores, a gol la reta. Los capitanes, que eran los que mejor jugaban, decidían a quiénes querían en su equipo. Al Chato siempre lo elegían de primero; yo, era de los de tres por uno, de los que quedaban al final y nos empaquetaban de a tres malos a cambio de uno bueno. En una ocasión me pusieron de portero, me metieron el gol, desde media cancha, apenas en el saque inicial. Mi equipo había esperado casi una hora para entrar y habían salido en dos segundos por mi culpa. Pasé el resto de la tarde sentado, sin que nadie me escogiera para jugar. Cuando me fui, por fuera de la cancha, grité “putos los de adentro”, pensando que nadie escucharía, pero por las puertas de ambos lados salieron un montón de jugadores, me agarraron del cuello, cerré los ojos y levanté las manos esperando el primer golpe, pero pronto escuché la voz del Chato. “Ora, el que quiera tiro, primero éntrele pa’ca. ¿Nadie? Ora pues, ‘ámonos, Fer”, dijo y me sacó de ahí. Era más grande y más aventado que yo, pero me seguía, me hacía caso, me cuidaba.

Esa no fue la única vez que me sacó de problemas. En la primaria no estábamos en el mismo salón, yo estaba en el “A” de los aplicados y él en el “B” de los burros. Era un prejuicio no del todo injusto, porque en su salón estaban los más grandotes, los más vagos, los de promedio más bajo. En el mío eran más como yo, medio ñoños, medio mensos, pero de nueves y dieces, a excepción del Dany que era del tipo guapo matón, todos lo admirábamos y lo respetábamos, y del Chícharo que pasó a la historia por haberse fugado a Estados Unidos antes de terminar el sexto grado, después de embarazar a una compañera. Teníamos apenas doce años, así que la noticia fue todo un acontecimiento. En esa época, a nuestra edad, todavía echábamos disparejos de a cartita para llenar el álbum del Mundial, jugábamos “un, dos, tres” con carritos que recorrían autopistas dibujadas con gis sobre la acera, todavía nos divertían las canicas y teníamos monitos de la Guerra de las Galaxias, GI Joe, He-Man, éramos niños, pues, ni de casualidad nos pasaba por la cabeza tener novias y de sexo no sabíamos ni jota. En fin, lo que pasó es que en un examen no dejé que Dany me copiara. Saqué un diez y él reprobó, lo que no le hizo gracia. Me retó a una pelea al final de clases. Yo estaba asustado. A la hora del recreo, Dany se me acercó, escoltado por el Chícharo, me preguntó que si ya tenía a mi ejército, yo no sabía qué era eso. “Va a ser una campal”, dijo. “¿Qué no es tú y yo nomás?”, pregunté. “Yo ya tengo a los míos, más te vale que no llegues solo”, respondió. No dejó de sorprenderme que todos mis amigos del salón decidieron no ayudarme, entonces busqué al Chato, le conté y sonrío. “No te preocupes, Fer, mis amigos del salón no le sacan”. Los más grandes y rudos de la escuela aceptaron sin conocerme, lo hicieron porque él se los pidió. Ya tenía un ejército, sólo me faltaba un plan: como la pelea sería fuera de la escuela, al final de la parcela —un jardín que abarcaba toda una manzana—, unos saldríamos de frente y otros llegarían por detrás. Todo estaba listo, sin embargo, no hubo pelea porque el Chato le dijo a su mamá —que fue a llevarle el lonche durante el recreo— que no fuera por él al final de clase y que además llegaría tarde a comer porque nos íbamos a pelear. Su mamá habló con la mía, la mía con la directora, la directora con la maestra, la maestra con la mamá de Dany y, a la hora de la salida, el portón de la escuela estaba llena de mamás que nos sacaron a todos de las orejas. Al día siguiente la maestra nos pasó a Dany y a mí al frente del salón, nos obligó a darnos la mano y a sentarnos juntos el resto del año. De manera poco digna, pero así fue como el Chato me salvó de una golpiza.

También, debo confesar, era el único que sabía que a los once años seguía mojando la cama, y nunca se lo contó a nadie, ni a Marco, nuestro tercer mosquetero. Vivía a la vuelta de la esquina, en una casa grande, de dos pisos, elegante. Era hijo único y un genio, tenía una memoria increíble, sacaba puros dieces, siempre estaba en el cuadro de honor —no lo hicieron de la escolta por chaparro y gordito—, hasta ganó un concurso nacional de matemáticas, tenía una foto donde el presidente Salinas le entregaba el premio. En ese entonces sus papás la enmarcaron y la colgaron en la pared más visible de su casa; hoy, seguro estará en la basura. Los tres le íbamos al Guadalajara, cuando jugábamos metegol en la calle, yo era Benjamín Galindo, Chato el Yayo de la Torre y Marco elegía a Javier el Zuly Ledezma. Éramos fanáticos. El estadio Jalisco, donde jugaba el Rebaño en ese entonces, estaba a media hora caminando de nuestra cuadra, así que los domingos, cada quince días, los tres caminábamos hacía allá. Agarrábamos por Belisario Domínguez hasta Circunvalación, ahí seguíamos derecho hasta la Calzada y luego a la derecha para llegar al estadio. Caminábamos solos, pero rodeados de gente con playera de Chivas, banderas y matracas. Había niños como nosotros y papás con sus hijos, abuelos y señoras. Todos caminábamos juntos, cantando y coreando “Chivas, Chivas”. Llegábamos derechito al Pesebre por un lonche y una Coca en bolsita. Hacíamos fila siempre en la escalera 4 de la zona C. Subíamos cientos de escalones y buscábamos un lugar, en medio y hasta adelante. Veíamos cada partido del Guadalajara y éramos felices. El futbol no era como ahora, teníamos 11 años y podíamos ir al estadio con la playera y bandera de nuestro equipo y no pasaba nada, nadie nos golpeaba ni nos apuñalaba ni nos aventaba el carro encima; entonces había porras, no barras, todavía cantábamos “a la bio/ a la bao/ a la bin/ bon/ ba/ Chivas/ Chivas/ ra/ ra/ ra”, y no canciones argentinas. No había bengalas, ni navajas, ni campales ni nada. Al terminar el juego, salíamos a festejar si nuestro equipo ganaba y podíamos burlarnos de los aficionados del equipo rival y ellos respondían con gritos o abucheos, todo era parte del juego, no había malicia ni odios, sólo nos divertíamos. Eran tiempos en los que nadie tenía que morir por un partido de futbol.

En uno de esos juegos, un Chivas contra América, con el estadio a reventar, el Chato decidió no ir hasta el baño, meó en un vaso y lo arrojó a la zona de abajo. Yo me enojé, “Eso no está bien, pues qué te hicieron. Ni sabes a quién le cayó. ¿Qué tal que un día nos la hacen a nosotros? ¿Verdad que no te va a gustar?” Su respuesta me hizo sentido hasta muchos años después: “Fer, nosotros nunca vamos a estar en la zona de abajo”. No hablamos durante el camino de regreso, Marco iba detrás de nosotros, asustado, intentando decir cosas graciosas para romper la tensión. Yo no estaba enojado, pensaba, era la primera vez que Chato no me hacía caso. Cuando llegamos a la cuadra saqué el balón y se lo aventé a las manos. “Que el Marco se ponga de portero para agarrarlo a balonazos”, dije. Él sonrió y comenzamos con el reglamentario metegol después del partido de Chivas.

Yo vivía en una segunda planta, arriba de la casa de don Carlos, el casero. Era un señor grande, de edad y de peso, casi siempre estaba sentado en la sala de su casa, junto a la puerta siempre abierta, vestido con pantalón de pijama y camiseta interior. Todo el tiempo estaba de mal humor, le molestaban nuestros gritos cuando jugábamos en la calle, la música del vecino, las visitas que doña Mari, la beata, hacía a Anita, su mujer; la campana del camión de la basura, las señoras del templo que pedían cooperación para adornar la cuadra para el día de la virgen, los Testigos de Jehová que tocaban en su puerta, pero lo que más odiaba era al Chato. Don Carlos no lo soportaba. “Se escuchan sus pasos por toda la casa”. “Tienen un griterío fuera de mi casa”. “Escucha, Anita, un cristal se rompió, seguro fue el mocoso de enfrente”. A veces sacaba una silla a la cochera para quedarse ahí vigilando que Chato no subiera a mi casa. Sentado, con su bastón en la mano, innumerables ocasiones se quedó vociferando cuando mi amigo pasaba corriendo frente a sus narices y subía las escaleras para jugar conmigo. Don Carlos, obeso y lento, jamás pudo darle un solo bastonazo.

Mi papá y don Carlos discutían regularmente, sin mayores consecuencias la mayoría de las veces, pero justo cuando entré a la secundaría —el Chato no salió en listas y su papá lo metió a trabajar en su taller mecánico—, nuestro casero amenazó con corrernos de su casa. Mi padre, hombre trabajador y orgulloso, sacó los ahorros, un préstamo y compró una casa, nuestra primera casa propia, al otro lado de la ciudad. Don Carlos era como el perro que ladra, así que cuando supo que nos íbamos le ofreció a mi papá bajarle la renta con tal de que nos quedáramos, pero mi viejo era inflexible cuando tomaba una decisión y más si lo hacía molesto. Nos marchamos.

Chato había sido mi mejor amigo, pero ya no estábamos en la misma escuela, no vivíamos en la misma cuadra, yo hice amigos en mi nuevo barrio y en la secundaria, así que pronto dejamos de vernos, nos olvidamos, al menos yo olvidé. Y, siendo honesto, casi todas estas historias me las recordó él mucho años después.

***

Volví a ver al Chato 28 años después. Ya no éramos los mismos. Yo estudié derecho. Al iniciar me prometí que trabajaría en cualquier área menos laboral o penal. “Es donde hay más corrupción”, argumentaba. Cuando terminé la carrera ya trabajaba en relaciones laborales de un banco y, un par de años después, en un despacho dedicado exclusivamente a lo penal. Me fue bien. Mi éxito era indiscutible: tres casas en Guadalajara, un departamento en la Ciudad de México y otro en Puerto Vallarta, dos cuentas bancarias aquí y una en una linda isla del Caribe; dos matrimonios, un divorcio, tres hijos; un Mercedes Maybach para el trabajo, una camioneta Q7 para salir con la familia y un Mustang último modelo para pasear a las novias.

Cuando nos reencontramos yo estaba en la Estancia Gaucha, en la de Niños Héroes, porque estaba convencido que la de plaza Sao Paulo era para nuevos ricos. Había comido con un juez, una reunión de negocios que terminó con un buen acuerdo que pronto pondría en libertad preventiva a un cliente que sólo necesitaba pisar cinco minutos la calle para que no lo volvieran a encontrar. El juez se había marchado ya, después de unos buenos cortes, tres botellas de tinto, una de coñac y un sobre, de los amarillos, bien gordito. Yo estaba contento por el acuerdo y me quedé a celebrarlo —y a pagar la cuenta del buen juez—, durante la comida me había moderado porque estaba trabajando y sabía muy bien que nunca había que hacer negocios tomado, pero ya estando solo le di rienda suelta a la fiesta.

“Qué onda, ¿cómo estás?” Levanté la vista, molesto por la interrupción, y vi a un hombre triste, un vendedor de billetes de lotería parado junto a mi mesa. “No, gracias”, respondí. “Fer, soy el Chato, el de la cuadra, ¿te acuerdas?” Volví a mirarlo de pies a cabeza, entonces lo reconocí y nomás de verlo supe que la vida lo había decepcionado. Calva prematura, arrugas amontonadas alrededor de sus ojos, sonrisa rota. Tenía un brutal parecido a su padre, que tampoco había sido un hombre feliz. La vida desilusiona a muchos, todo el tiempo. Habían pasado demasiados años desde la última vez que nos vimos. Yo ya estaba lo suficientemente borracho como para dejar de lado mis ínfulas, levantarme y abrazarlo, él se extrañó, pero le dio gusto. Lo invité a sentarse, a beber, pedimos más comida y más botellas. “Te la pasabas defendiendo a los pinches pelones”, me reclamó. Entonces no recordaba ni a los pelones ni haberlos defendido. Y siguió contándome cosas que no recordaba. Seguro mi rostro de borracho delató que yo había olvidado lo que él no. “A mí sí me gustó mi infancia”, soltó ligeramente enfadado. Le había ido mal, aunque parecía no darse cuenta. Sus padres habían fallecido, terminó la prepa a duras penas y decidió no seguir estudiando, no se había casado, no tenía hijos. “Una vez me arrejunté con una señora más grande que yo, pero me quería tratar como si fuera mi mamá, y pos no”. Trabajó como mecánico, de cajero en una Mamá Coneja y de chófer de un gerente de banco, pero poco le duraban los trabajos porque “en todos lados abusaban”: en el taller, los clientes se quejaban de que ponía piezas de segunda mano en lugar de nuevas; en la Coneja decían que siempre faltaba dinero; y, en la chofereada, “no, no mames, el güey se iba de peda bien a toda madre y ahí estaba yo de baboso esperándolo hasta la madrugada y al día siguiente tenía que estar bien tempranito en su casa para llevar a sus mocosos a la escuela. Me aburría machín y no dormía nada”. Tuvo un puesto de piratería en el baratillo. Fue gestor en Tránsito, conseguía rápido licencias, permisos, cambios de placas, pero no siempre había chamba. “Hay días que no salía ni pa’ la papa”. Ahora hacía cobranza extrajudicial para Muebles América, pero tampoco era nada seguro, ganaba según lo que recuperara y no estaba fácil. “La última vez me agarré a chingadazos con un güey y aparte su señora me dio de escobazos. El Marco tiene un local de venta de billetes de lotería, Melate, Progol y esas cosas. Entonces, cuando no hay jale, le tumbo algunas series y me vengo a los restaurantes fresones a vender. La raza borracha siempre cree que va a tener suerte”. “Pinche Chato, tan vago como cuando éramos morros, a ver dame una serie completa”, dije y empecé a hablar de futbol porque su historia me estaba bajando la fiesta. Confesó que ya no iba al estadio desde que las Chivas se mudaron a Zapopan. “Nel, mi Fer, pa’l Omnilife no me alcanza y ni me gustaría, no hay tortas ni la caminada que hacíamos, ¿te acuerdas? A veces, cuando consigo boletos, voy al Jalisco cuando el Atlas juega contra Chivas, siempre en la C, como cuando estábamos morros”. “No mames que la C, pinche Chato. Mira, cabrón, yo tengo palco y unas butacas en el estadio de Chivas, mañana juegan, vamos para que por fin veas un juego a ras de cancha, que la chingada”. La emoción que se le dibujó en el rostro fue indescriptible. Le invité un puro para cerrar el trato, él nunca había fumado uno y a la primera le dio el golpe y ya se andaba ahogando. Intercambiamos números de teléfono y quedamos de llamarnos por la mañana para ir al juego.

Al día siguiente desperté después de las cuatro de la tarde. Tenía ya trece llamadas pérdidas y varios mensajes del Chato. Con la cruda que me cargaba, por supuesto que decidí no levantarme en todo el día. Apagué el celular y seguí durmiendo. Al día siguiente me seguía llamando y mandando WhatsApp. Lo hizo durante un mes, tal vez más. No respondí. Ya no estaba borracho y no tenía nada que hablar con él, no me interesaba. Seguí con mis cosas y me olvidé. Ni siquiera lo recordé cuando los billetes que le compré salieron premiados con 800 mil pesos.

***

Tres años más adelante, poco después de mi cumpleaños número 43, clientes del despacho, de los importantes, me invitaron a una fiesta que había organizado su patrón. No me gustaba intimar con ellos, pero eran de esas personas, clientes o no, a las que no se les puede negar nada. Trabajaban para un hombre muy rico de Sinaloa, pero que vivía aquí desde hace más de veinte años. Tenía negocios en todo el país, especialmente en la frontera con Estados Unidos y en Centroamérica. Yo había tramitado muchos amparos para sus empleados y todos los había ganado, por eso me tenían en buena estima. La fiesta fue en una hacienda inmensa a las afueras de la ciudad. Estaban los socios de mi despacho y muchísima gente que no conocía. Durante la noche tocó la MS, Julión y Ana Bárbara. Vi a muchas actrices, de ambas televisoras, divirtiéndose y metiéndose líneas de coca —como casi todos los asistentes—. También estaban dos que tres políticos a los que fui a saludar de mano para que supieran que los había visto o que teníamos los mismos amigos, ya me serviría más adelante. Había toda clase de bebidas, tequilas, ginebras, single malt —siempre pensé que este tipo de gente sólo gustaba de Buchanans caros, pero no, la variedad era deslumbrante—. Vaya si me divertí, bebí más de lo acostumbrado, bailé, me metí sustancias que no había probado en mi vida y le di como si no hubiera mañana. Ya entrada la noche, los socios del despacho me invitaron a irme con ellos —no habían bebido prácticamente nada—. Yo, borracho necio, me negaba a irme, cuando se acercó uno de los clientes y me abrazó. “Déjenmelo, yo aquí se los cuido. Se queda en buenas manos”. Los socios, molestos, se retiraron. Seguro me reprenderían al día siguiente, pero que se vayan al diablo, ya estaba bien entrado, además, era yo quien había conseguido prácticamente todas las órdenes de libertad, suspensiones provisionales… si los habían invitado ahí, era por mí. Las gracias tendrían que darme.

Desperté en un cuarto oscuro. Me dolían las costillas y no podía abrir un ojo. “¿Despertaste, mi Fer?” Era el Chato. ¿Qué hacía él allí? Quise ponerme de pie, pero estaba amarrado de pies y manos.

—¿Chato? ¿Qué está pasando, dónde estamos? —pregunté, pero él interrumpió.

—Tranquilo, ya hablaremos de eso, hace años que no nos vemos, desde aquella vez que íbamos a ir al estadio, ¿te acuerdas? Nombre, ni te disculpes, después de un mes de no responder, asumí que estabas ocupado. No importa —dijo mientras sonreía de manera extraña—. Pongámonos al día. Te cuento que un par de meses después de que nos encontramos, mientras buscaba una chamba fija, vi que estaban contratando guardias de seguridad. Pensé que ser guardia era tan bueno como cualquier otro trabajo, chamba es chamba, ¿qué no? No tengo que contarte mucho, seguro conoces la historia, ha salido en los periódicos. Llamé y me citaron ahí por El Salto, llegó una camioneta de redilas ya con otros arriba y me trepé, seguimos recogiendo a más gente durante un rato. Ya que estábamos todos nos quitaron los celulares y nos llevaron a un rancho perdido de Dios. Ya ahí no hay de otra, te lo dejan bien claro, o le entras a la sicariada o te matan. ¿Creerás que pa’ mí no fue difícil? Después de todo, qué más daba, si salía bueno pa’ esto me iba a ir mejor que en cualquier otro trabajo mierdero, y si no, pos mi vida de entonces tampoco era algo a que aferrarse. ¿Y qué crees? Pos sí salí bueno. ¿Te acuerdas que cuando estábamos morros era una reata pa’ la resortera? Pos resulta que no perdí la puntería. Un año de entrenamiento, pero entrenamiento cabrón, no todos aguantaron. Nos “graduamos” poquitos —marcó las comillas con los dedos—. Primero aprendí a hacerme respetar, porque puedes ser un gato, pero si te dejas de cualquiera te carga la chingada. Bueno, eso piensa uno cuando es tropa. Como te decía, a mí me fue bien, ora soy el jefe de seguridad del Patrón. Como jefe aprendí que no se trataba de respeto, gente como tú, por ejemplo, jamás va a respetar a alguien como yo, pero ¿a poco ahorita no estás cagado de miedo? De eso se trata: de que te tengan miedo —me miró, sonriendo—, ¿no estoy tan pendejo, verdad?

—Chato… yo… cómo es que tú —no acertaba a terminar ninguna frase—, ¿dónde estamos? Yo estaba en una fiesta. Por qué…

—¿No te acuerdas, mi Fer? Hombre, sí que es una lástima, a mí nada más me pidieron darte piso. Sí, estabas en la fiesta del Patrón, sabe Dios qué habrás hecho, ya todo mundo andaba muy briago, pero hiciste enojar a alguien mejor parado que tú. Mis hombres ya te llevaban, yo generalmente ya no hago personalmente estos trabajos, pero cuando vi que eras tú, pos cómo no meterme.

—Gra-cias, Chato, ayúdame, mira, no sé qué pasó, pero si me dejas hablar con… tu patrón seguro se arregla todo, él me tiene estima. O mejor déjame llamar a mi despacho. Todo esto es un error, te lo juro.

—Tu problema es que nunca pones atención, Fer. Mira, cuando en una chamba como la mía te dan una orden, no hay de otra, no preguntas, nomás la cumples. Entonces, como te decía, cuando escuché que la orden era quebrarte, pedí que me dieran el encargo a mí, pa’ hacerte el último favor. Si te hubiera dejado con mi gente, ya hace rato que estarías suplicando que te mataran. Son vagos estos muchachos. Así que tranquilo, conmigo va a ser un tiro nomás, ni te va a doler. Es más, desátenlo —gritó a uno de sus hombres—, hasta un purito nos vamos a fumar. Qué te digo, se me hizo la costumbre de aquella vez que me diste a probar en aquel restaurante, ¿te acuerdas? No, qué te vas a acordar, no recordabas ni cuando éramos niños. Siéntate, tráiganle una silla —volvió a ordenar.

—Chato, por favor, tú me sacaste de muchas cuando éramos niños, ayúdame de nuevo, te lo suplico.

—Ahora sí te acuerdas de cuando estábamos morros, ¿verdad? —sonrió—. Todavía recuerdo cuando defendías a los pelones, me daba un pinche coraje, pero pensaba que tú eras el bueno, el inteligente, y si los defendías, pos por algo sería, ¿no? Y mira en lo que acabaste, sacando malillas de la cárcel.

—Chato, ayúdame, por favor, por tu madre.

—No se puede, mi Fer —dijo con una sonrisa maliciosa—, créeme que no es personal, pero business are business, ¿qué tal mi inglich? Perrón, ¿a poco no?

—¡Pero es que yo no hice nada! —perdí el control—. ¡No hice nada! ¡Qué hice, dime qué hice!

—Quién sabe, quizá nada, ya cuando esas fiestas se salen de control, hasta una mirada mal echada es un problema.

—Chato, lo puedo arreglar, te juro que lo puedo arreglar, nomás déjame hacer unas llamadas, por favor, te lo suplico. Yo tengo dinero, podemos pagarle a alguien, a ti, a quien sea necesario, pero por favor, tengo familia.

—Sí, en algún momento todos tenemos que pagar las que debemos, pero hay cosas pa’ las que el dinero no sirve. No sé que andabas haciendo en este tipo fiestas, desde morros te dije que tuvieras cuidado, que nosotros nunca íbamos a estar en la zona de abajo, pero no cachaste, te bajaste y mira el chingadazo —encendió un puro y sonrío con nostalgia—. Ni modo, mi Fer, por a’i nos veremos.