Me dejaron solo

“Me dejaron solo”, dijo al despertar. Miró de reojo la habitación, gritó asustado, vio a su madre, dejó escapar un lamento pesado y doloroso. Ella tenía tres semanas junto a él, no se había separado ni un minuto de esa cama de hospital. Lo habían golpeado con saña, cuando lo encontraron, su rostro estaba hinchado, deforme, casi irreconocible, tenía demasiados huesos rotos y los dos pulmones perforados. Los doctores dijeron que, si despertaba, habría que esperar para saber si tendría secuelas de los golpes en la cabeza y que, probablemente, no volvería a ver con el ojo izquierdo. “Si despierta”, fue lo único que escuchó su madre. Desde la primera noche se quedó para cuidar a su hijo, llamaba a las enfermeras cada que sonaba la alarma de alguna de las má quinas a las que lo tenían conectado, lo limpió, le habló, le leyó, rezó, esperó paciente el momento en que abriera los ojos o le apretara la mano o dijera algo. Cuando sucedió, cuando lo escuchó, no supo qué hacer.

“Me dejaron solo, mamá”, repitió sollozando, antes de cerrar los ojos de nuevo.

***

Juan Carlos, Freddy, Roberto y Diego viajaron a la Ciudad de México. El papá de Juan Carlos hizo que su socio incluyera a su hijo y a sus amigos en la lista de un evento de influencers en un bar de Polanco. Sería una fiesta exclusiva, sólo para youtubers, artistas, músicos. Bad Bunny sería la presentación estelar. Los cuatro muchachos llevaban meses esperando ese viaje. También era el cumpleaños 18 de Diego; su papá había pagado el viaje como regalo y había convencido a su mamá para que lo dejara ir. Saldrían de Guadalajara en el vuelo de las seis de la mañana, pero entre atrasos y cambios de puerta, aterrizaron en el aeropuerto de la capital pasadas las dos de la tarde. Allí los esperaba el padrino Alberto, un amigo de la familia de Diego, que escribía para un periódico de la ciudad. “Llegan muy tarde y yo muero de hambre, vámonos a comer como Dios manda”. Los llevó a un restaurante polaco en la colonia Hipódromo Condesa. Tan pronto como los meseros vieron al padrino, se acercaron para recibirlo. “Don Alberto, bienvenido, ¿la mesa de siempre?” La pregunta fue mero protocolo porque, sin esperar respuesta, los encaminaron a una mesa redonda, la más amplia, en una de las esquinas del lugar. Diego deseó algún día ser alguien a quien recibieran así, en un lugar como ese. Nada más al sentarse les sirvieron a todos caballitos con un vodka polaco avainillado, herboso, fuerte, delicioso. “No raspa ni poquito”, dijo Freddy. Tomaron cinco o seis tragos cada uno. “Specia no suena a nombre polaco, ¿por qué se llama así este lugar?”, preguntó Roberto. Nadie respondió y él no insistió, estaba acostumbrado a ser ignorado. Comieron pato al orégano, conejo campesino y un pollito bebé relleno de ternera. “Pollito bebé con vaquita bebé —dijo Juan Carlos carcajeándose—, ¿qué pedo con la pedofilia?” Diego volteó para ver la reacción de su padrino, que no prestó atención al comentario, sólo entonces rio con sus amigos.

Juan Carlos y Freddy estudiaron juntos desde primaria, en el colegio Franco Mexicano. Eran de familias acomodadas, con más pretensiones que alcurnia. Siempre tuvieron los mejores juguetes, la mejor ropa, viajes a esquiar en invierno, cruceros en verano. Estudiaron en escuelas privadas, hasta que sus padres decidieron meterlos a la preparatoria pública, un poco para que conocieran mundo y un mucho para ajustar los gastos familiares. Diego, por el contrario, vivía en Santa Margarita, estudiaba por la mañana y trabajaba por las tardes en un Burger King. Su familia tenía altibajos económicos, que más o menos se resolvieron con la separación de sus padres, en cuanto se divorciaron a los dos les comenzó a ir mejor. Juan Carlos y Freddy lo hicieron parte de su grupo. A Diego, que siempre seguía las reglas, le fascinaba ser parte, sus amigos eran intrépidos, simpáticos, tenían dinero para todo y eran los únicos del salón que ya tenían auto; a veces no compartía o no entendía su sentido del humor, incluso sentía un poco de remordimiento cuando se excedían, pero prefería estar bien con ellos, que enfrentarlos. Siempre se las ingeniaban para no pagar las cuentas, sólo para ver cómo tendrían que hacerlo sus compañeros menos afortunados. Cuando salían de antro, en la madrugada, se divertían rompiendo los espejos retrovisores de los autos estacionados en la calle. Si los invitaban a la casa de algún compañero, iban directo a romper el baño, el lavabo, la taza, todo lo que pudieran. Los sábados por la mañana subían al auto para corretear ciclistas y hacerlos caer. Una vez por mes, salían de noche, con rifles de copitas, a cazar gatos callejeros. “¿Por qué hacen todo eso?”, preguntó Diego alguna vez. “¿Por qué? —preguntaron ambos al unísono, mirándose y sonriendo antes de responder—: porque podemos”.

Mientras les servían el postre, el dueño del lugar se acercó a la mesa y abrazó a Alberto. Parecían buenos amigos, charlaron unos minutos sobre exposiciones y pinturas, parecía que ambos sabían mucho del tema. En cuanto se retiró, el padrino pidió la cuenta, pagó y se despidió. “Me tengo que ir, muchachos, en esta ciudad la vida corre muy de prisa. Pero cumplí brindándoles una comida de reyes, ¿o no? Este es el mejor restaurante de la Ciudad de México, no hay ninguno mejor. Oigan —dijo señalándolos con el dedo—, mucho cuidado en lo que sea que vayan a hacer y a dónde van, estos vodkas polacos son traicioneros y la ciudad no siempre es amigable, no toda ni todo el tiempo. Disfrútenla sin bajar la guardia —recomendó, mientras simulaba que conectaba un gancho en el costado a su ahijado—. Diego, dales abrazos a tus papás de mi parte, por favor”.

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Freddy propuso seguir la fiesta en Garibaldi. “¡A güevo, vamos al Tenampa! —secundó Diego—. ¿Quién pide el Uber?”. “Si quieren, yo”, respondió Roberto. Era el más retraído del grupo. Hijo de padres que no creían en el divorcio, pero que estaban en guerra permanente, genio de la programación y suplente en el equipo de basquetbol. Su familia tenía dinero, pero eran nuevos ricos que habían construido fortuna y no parte de las familias de tradición que las habían heredado. Estaba en el grupo porque casi siempre pagaba las cuentas y porque aguantaba, sin dejar de sonreír, los abusos e insultos de Freddy y Juan Carlos.

Tardaron más de una hora en llegar a la plaza de los Mariachis, que no se parecía en nada a lo que Diego recordaba de las películas mexicanas. Era un lugar oscuro, sucio, con músicos deambulando de un lado a otro, mariachis, grandes y chicos, norteños y jaraneros peleando por los clientes. También había carretas que vendían tequilas, mezcales y cervezas, y señoras con charolas llenas de dulces y cigarros. La plaza estaba rodeada de locales, bares y antros de mala muerte. Aún así, Diego quedó fascinado. Creció viendo películas de charros, pero lo que más disfrutaba eran las canciones, las letras, las historias de amor y desamor que contaban, el sentimiento con que se cantaban. Compraron cuatro cervezas en una de las carretas y caminaron hacia el Tenampa. Una larga fila era el preámbulo para entrar. Se formaron, la cola avanzaba de a poco. Freddy se adelantó y regresó a los pocos minutos. “El güey de la puerta nos deja pasar por 500 varos. ‘Ora, saquen feria porque yo no traigo cambio”. Juan Carlos sonrió y se cruzó de brazos, Roberto dijo que tenía que ir al cajero y se fue. Diego los miró y supo que si querían entrar le iba tocar pagar a él. Sacó dos billetes de 200, y uno de 100 y los entregó. “Esperen aquí”, dijo Freddy. Caminó a la entrada, metió 400 pesos en su bolsa y al llegar le dio 100 al tipo de la puerta. Sonrió en sus adentros, sabía que Diego vivía al día, que tenía que trabajar para ayudar en su casa, que si aguantaba el ritmo del grupo era porque muchas veces Roberto era quien pagaba por él y que, en este viaje, estaba acabándose el poco dinero que su papá le había dado. Desde la puerta llamó a sus amigos agitando el brazo, entraron directo y sin escalas. Los mariachis estaban en franca batalla con los norteños para ver quien sonaba más fuerte. Los cuatro muchachos se sentaron en la barra que tenía un letrero grande: “Aquí es Jalisco”, mensaje que los muchachos festejaron con gritos y chocando caballitos con tequila.

Diego se sentía en un sueño. Brindaba en el lugar en el que antes lo hicieron José Alfredo, Agustín Lara, la Beltrán, Chabela, Cornelio, Pedro Infante, por supuesto. Pidieron una canción a uno de los mariachis. Diego cantó. “Cuál cariño es el que dices./ Que te di con toda el alma./ Cuándo abriste tú conmigo./ Las persianas del Tenampa… —al llegar al coro se le unió Freddy—. Parranda y Tenampa./ Mariachi y canciones./ Así es como vivo yo”. Freddy compartía su gusto por esa música, la escuchaba, se sabía las letras, sólo que él prefería a Jorge Negrete.

“¿Quién paga las que siguen?”, preguntó Diego. Roberto pagó por “Lástima que seas ajena” y Diego por “Serenata sin luna”. Freddy pidió “Al diablo con las mujeres”, pero no pagó. Los cuatro cantaban a pulmón abierto y echando gritos de mariachi. Al terminar la canción, Juan Carlos despidió al mariachi, dijo que era hora de pedir la cuenta. “Ya nos esperan en la fiesta y acuérdense que ahí no entra cualquiera, es para puro vip, me costó un güevo y la mitad del otro que me dieran lugar también para ustedes, así que no la vamos a cagar llegando tarde, ‘ámonos ya”. Le encantaba decir cosas que lo hicieran parecer superior: hablaba sobre la gente importante que conocía, los lugares especiales a los que lo invitaban, el coche de lujo que su primo le dejó conducir. Le gustaba presumir esa vida que no se había ganado, pero que disfrutaba a placer. Pidieron la cuenta, Freddy y Juan Carlos fueron al baño, no regresaron hasta que Diego y Roberto ya habían pagado. Tomaron otro Uber hacia Polanco.

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En la lista sólo estaba registrado Juan Carlos. “Déjenme entro para ver qué pasó, ahorita lo arreglo”. No volvió a salir. Pasados 40 minutos y 15 llamadas sin responder, Diego, Roberto y Freddy caminaron en busca de otro bar. Entraron a un lugar de cocteles, que resultó tan elegante y exclusivo como al que no pudieron entrar; había futbolistas, actores y cantantes, gente de frac y hípsters con sandalias. Freddy pidió una bebida con charanda, curado de guayaba, crema de coco y jugo de limón. Roberto otro con moonshine, vermouth, cordial de jamaica, jugo de naranja, un vaso escarchado con cacao y una flor comestible. Diego, más mexicano, uno de mezcal, tepache, limón, jarabe de piloncillo con canela, té de manzanilla y puré de guayaba. Bebieron un coctel tras otro y, casi sin darse cuenta, estaban charlando con tres rubias de ojo azul que parecían modelos de revista. Eran extranjeras, tenían un acento extraño. Se sentaron con ellos sin preguntar. Hablaban con las manos, tocándoles los brazos, el pecho, se acercaban para hablarles al odio, casi rozándolo, casi besándolos. Diego, sintió en la panza que tenía que irse, ya se sentía borracho, era momento de parar, pero el lugar, las rubias, el mesero que los trataba de “señores”… “Ya vámonos, ¿no?”, dijo. “No mames, sí está bien perro”. “No seas aguafiestas, un rato y vemos”. Se dejó convencer. Freddy, que prefería otro tipo de diversión, abandonó a su rubia y se fue a una mesa en la que estaban Diego Luna y Gael García, de alguna forma logró que lo invitaran a sentarse con ellos y pasó ahí el resto de la noche. Roberto, que no estaba tan bebido, sospechó de la aparición de las rubias. “Demasiado buenas, pa’ ser verdad”. Preguntó al mesero si las conocía. “Sí, son clientas de aquí, vienen seguido y les gustan los morenitos, aprovecha, no te vas a arrepentir”, respondió guiñándole un ojo. Era ya de madrugada cuando la rubia de Roberto le propuso irse a un hotel. “Por 15 000 pesos te prometo que vas a conocer el cielo, papi”. Roberto se negó. Se levantó de su silla y se acercó a Diego. “Carnal, estas morras son putas, mejor vámonos, de por sí la cuenta nos va a salir carísima, estas viejas tomaron puro fino, ándale, vámonos”. Diego ya no estaba en condiciones de entrar en razón, había bebido tanto que no podía ni sostener una charla, apenas balbuceaba, se reía y se balanceaba de un lado a otro. Tenía los ojos casi cerrados, parecía que en cualquier momento se quedaría dormido. Roberto pidió la cuenta y fue a buscar a Freddy. “Ahora sí no se va a hacer güey”, pensó. Freddy se había vuelto el centro de atención, Diego, Gael y otros reían con las historias que contaba. “Sí, sí, ya voy, espérame, ya voy”, respondió. Regresó a su mesa, pero sólo encontró al mesero que lo esperaba para entregarle la cuenta. “¿Y mi amigo?”, preguntó. “Se fue con las chicas, no te preocupes, va a pasarlo bien”. Roberto llamó al celular de Diego, no respondió. Regresó con Freddy, que se estaba yendo a seguir la fiesta a casa de un amigo de Gael. Le dijo que no encontraba a Diego. “Bien por él, a ver si lo desquintan por fin. Relax, mañana nos contará como le fue”. Llamó a Juan Carlos, tampoco respondió, le mandó un WhatsApp contándole. “Déjalo, mañana nos vemos”, fue la respuesta que recibió. Roberto suspiró, pagó la cuenta con la Mastercard que su papá le prestó “sólo para una emergencia”, y regresó al hotel, pero no pudo dormir en toda la noche.

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Juan Carlos y Freddy le abrieron la puerta de su cuarto a Roberto hasta pasadas las 11 de la mañana. “Diego no aparece y su celular suena apagado”. “Cálmate, pareces su mamá, el bato ya está grandecito”. “Sí, hombre, ha de estar pasándola fenomenal y tú quieres que nos quedemos aquí a esperar como si fuéramos sus papás, no mames”. “O qué, quieres que salgamos a buscarlo en esta pinche ciudad, ni de loco”. “Sí, no mames, ¿el güey se va de putas y nosotros nos jodemos? Ni madres”. Ambos se fueron a Six Flags. Roberto esperó un par de horas más antes de llamar a la mamá de Diego. “Señora, cómo está, es que… se trata de Diego… no aparece… ayer se fue… y bueno, no ha regresado al hotel”.

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El papá de Diego recibió una llamada de su hijo, lloraba. “Papá, me llevaron, me duele, duele mucho, ayúdame papá”. Una voz tomó el teléfono: cinco millones de pesos era el precio para que le devolvieran a su hijo. Hipotecó la casa, vendió los dos autos, sacó préstamos de nómina, vació la cuenta de ahorros. Juntó apenas poco más de 2 millones. Los secuestradores aceptaron. Le dieron instrucciones y una dirección en Ecatepec. Entregó el dinero en el lugar indicado y ahí le dieron otra dirección en Tláhuac, donde encontró a su hijo en la cajuela de un auto, inconsciente, amarrado, desfigurado por la golpiza. Lo cargó hasta su coche, no paró de llorar hasta que llegó al hospital.

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Mamá lloraba, abrazada a la mano de Diego, que seguía inconsciente en el hospital. No podía dejar de pensar en las palabras de su hijo. “Me dejaron solo”. Sabía que se refería a esos que decían ser sus amigos, esos que tantas veces estuvieron en su casa. Ella les cocinó, los cuidó y ellos dejaron solo a su niño, lo abandonaron. Era a ellos a quien se refería Diego, tenía que ser a ellos, aunque, en el fondo, no podía evitar pensar que hablaba de ella, que no estuvo en el momento en que su hijo más la necesitaba. Ella no había querido que Diego viajara solo, pero su padre le dio permiso, la convenció. Es culpa de él, de su padre, si no se hubiese dejado convencer, si le hubiera negado el permiso su hijo estaría en casa, con ella, sonriendo, y no dormidito en esa cama de hospital.

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“Mira, Alberto, te voy a contar cómo pasó todo, pero es extraoficial, sólo porque sé que el muchacho es tu ahijado —dijo el fiscal—, pero quiero que entiendas que no hay nada qué hacer. Estas son bandas que tienen ‘permiso’ para operar. Unas chicas guapas, rusas o eslovacas engatusan a niños bien, los sacan de los antros, en la calle ya unos tipos están esperando, generalmente les dan una paseada en lo que les vacían las tarjetas, otras, como es el caso, si creen que pueden sacar más con la familia, lo hacen. Generalmente alguien de dentro, casi siempre un mesero, avisa cuánto están gastando las víctimas potenciales. Mandan a unas chicas para trabajar al elegido, lo convencen de irse a su departamento y, ya afuera, dos tipos lo abordan y se lo llevan. El resto ya lo sabes. Tu chico tuvo suerte, el 90% de los casos los secuestradores no entregan ni el cadáver”.

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Diego abrió los ojos, sus amigos no estaban en la mesa. Preguntó a las rubias por ellos. “Ya se fueron, nos dijeron que te cuidáramos”. “No —pensó Diego—, no me dejarían solo”. Se levantó con dificultad, mientras caminaba pidió un Uber y salió del lugar. Una de las rubias lo siguió, le dijo que se iría con él. Diego se negó. Estaba ya en la calle, esperando el auto, cuando dos hombres lo abrazaron, uno de cada lado, él intentó zafarse, pero había bebido demasiado, el cadenero del lugar se acercó. “¿Está todo bien?”, preguntó. La rubia y los tipos rieron, dijeron que su amigo estaba tomado y que lo llevarían a su casa. El cadenero sonrío, esa escena la veía todas las noches. Un auto se detuvo frente a ellos, subieron a Diego y se fueron.

Diego está en un lugar oscuro, frío, y le duele todo. Lleva días sin comer. Llora todo el tiempo. No sabe cómo llegó ahí. Tiene recuerdos vagos, el Tenampa, la fiesta a la que no los dejaron entrar, un bar de cocteles y nada más. Lo golpean diario, entre dos, a veces tres hombres. Hace poco le hicieron llamar a su padre. Ese día le dieron de comer y lo bañaron. Preguntó por sus amigos. “¿Están bien? ¿Puedo verlos?” No hubo respuesta. Tres días después comenzaron a golpearlo de nuevo, le dieron tanto en un ojo que ya no pudo abrirlo. Se esforzaba en recordar, trozos de imágenes iban y venían a su cabeza. Recordó estar solo en la mesa del bar. “Se fueron, me dejaron”. Una tarde, después de otra golpiza, sintió un sueño muy pesado y se quedó dormido. En sueños creyó haber visto a su mamá, intentó abrazarla y besarla, pero el cuerpo no le respondió. Quiso contarle lo que había pasado, lo que le habían hecho, pero estaba cansado. “Voy a cerrar los ojos unos minutos, a dormir un poco más, después le contaré a mamá… me dejaron solo”.